martes, 9 de julio de 2013

Cuando falla el sistema, las consecuencias pueden ser nefastas



LA RUEDA

I

            Era la última vez que pasaríamos a recogerla. El sistema no había funcionado. Tendríamos que abandonar el proyecto y eso era lo que más le dolía al señor Terbalo en el momento en el que se acomodaba en mi coche y se ponía el cinturón de seguridad con un brusco tirón. A él le traía sin cuidado que a partir de mañana iba a tener que coger el coche todos los días, hacerse sus veinte minutos de carretera y entrar en la fábrica con la única compañía de sus pensamientos color ceniza. No, eso no era lo que le pesaba como una losa sobre una espalda en batalla campal con el respaldo del asiento de atrás del coche. Tampoco le disgustaba el gasto que supondría, tal y como estaba ahora el gasóleo, el hecho de que su propio vehículo tuviera que llevarlo y traerlo todos y cada uno de los días laborables a partir de la mañana siguiente. En realidad, al señor Terbalo solamente le irritaba que su sistema hubiera fallado, que su cuadrante, impreso en octavillas para llevar en la cartera, no iba a ser de ninguna utilidad una vez que terminara la jornada de trabajo. Observé a través del espejo retrovisor cómo el espíritu práctico del señor Terbalo dibujaba una imagen sobre asiento y respaldo vacíos junto a la ventanilla, un contorno que en unos minutos cobraría vida, con voz, forma y maneras, cuando pasáramos por la rotonda del Eroski a recogerla. Cuando ella ocupara por última vez su lugar en el vehículo, la frustración, la impotencia y el fracaso la recibirían desde la parte central del asiento de atrás con el frío saludo de lo inevitable.
            En la otra ventanilla, en el lado del conductor, justo detrás de donde yo estaba, la señorita Olerot, con los ojos todavía en fase de sueño, mascullaba lo que querían ser palabras inteligibles, pero nacían como abortos de frases dirigidas a oyentes insensibles. Más de una vez llamé su atención para que me repitiera lo que fuera que estaba musitando. Entonces, se revolvía alarmada, desatornillaba ambos ojos con el dorso de sus manos y se acomodaba buscando refugio en el calor del coche. La señorita Olerot no era humana hasta que un café que sabía a clavos oxidados la despertaba de un coma etílico que la visitaba cada amanecer desde hacía cinco años, los mismos que llevaba trabajando en la fábrica. Los veinte minutos que se tardaba en llegar al trabajo no hacían de ella más de lo que producía el calor de un microondas sobre un tupperware con cocina casera. Aún no habíamos pasado a por la señorita Nalbac, ciertamente. Pero el asiento de atrás ya estaba preparado para recibir a la última integrante de la rueda, y era evidente que pocas muestras de comunicación iban a darse desde aquel cuartito de atrás del coche. El señor Terbalo y la señorita Olerot difícilmente abordarían una conversación que a mí se me estaba haciendo ineludible. Me temía que iba a tener que ser yo quien la iniciara. No antes de que ella se subiera al coche, claro. Y para eso había que recoger primero a la señorita Nalbac.
            La señorita Nalbac se sentaba delante siempre. Nadie discutía su privilegio. Era la única persona, la única compañera que tenía capacidad para replicarme. Los días que me tocaba conducir, como este jueves frío de febrero, máxime cuando la semana estaba avanzada y las fuerzas más que agotadas, el trayecto de mi casa a la fábrica me exigía un despertar que nadie más que la señorita Nalbac era capaz de inspirar. Su viveza, su locuacidad, su carrera de obstáculos entre los temas que jalonan nuestra recién desperezada jornada, su energía y su vitalidad eran indispensables. La señorita Nalbac daba los buenos días y respondía por todos los miembros de la rueda. Sin ella me habría desayunado a más de un ciclista o almorzado a medio centenar de señales de tráfico. La señorita Nalbac solamente se apagaba cuando regresábamos de la fábrica. Entonces, la actividad laboral ya se había encargado de hacer inútil sus saludos, sus sonrisas, sus réplicas y contrarréplicas.
            Cuando el asiento del copiloto fue ocupado y una voz lejana y discordante acompañó a mi saludo de cortesía, arranqué el vehículo y me dirigí al último punto de recogida. Ella estaría allí desde hacía un buen rato, porque habíamos parado a echar gasolina y la muchacha del área de servicio se había hecho un lío con las tarjetas. No era la primera vez que íbamos a recogerla tarde. El día, además, era frío. El sol había salido ya, pero lo disimulaba descaradamente. El cielo se mostraba opaco, como si las nubes se hubieran abalanzado sobre la ciudad en una tentativa absurda de jugar con ella a la gallinita ciega. Mal día para retrasarse en la rueda. Mal día.
            -Supongo que sabéis qué hora es. –Una voz que estaba hecha de humo se subió al asiento de atrás del coche y se acomodó junto al señor Terbalo. La señorita Olerot emitió un ruido que solo un oído experto hubiera diferenciado de aquel que producía el motor de mi vehículo.
            -Ya perdonarás. –Me disculpé. Hemos echado gasolina.
            -Ya. –Dos letras. Esa fue su respuesta.
            En vano la señorita Nalbac introdujo seis u ocho temas de conversación distintos. En vano intenté yo contar con gracia el azoramiento y la torpeza de la pobre chica de la estación de servicio. Desde la rotonda del Eroski hasta los últimos kilómetros de autovía antes de la salida que nos dejaba en la carretera de servicio de la fábrica, ella no habló. No comentó nada. Se limitó a endurecer el rostro, a apretar los dientes y mostrar, altaneras, frente y barbilla. Nadie queríamos decir lo que flotaba en el ambiente desde hacía unos días. El señor Terbalo era a quien le correspondía formularlo, lo sabíamos todos. No obstante, en el asiento de atrás, él seguía maldiciendo la fortuna que había hecho fracasar su perfeccionado sistema, totalmente ajeno a una conversación que debería de haber empezado unos kilómetros atrás, en el mismo punto de la rotonda en el que recogíamos a aquella enhiesta compañera de trabajo desde hacía cinco largos años.   

II

            Trabajar en la fábrica nos había cambiado a todos, incluida a mí. Allí, en ese edificio de colores apagados y tonos prejubilados prematuramente, se me conocía como señorita Parli. Era una política de empresa. Nada de nombres. Nada de apelativos. Nada que nos hiciera sentirnos personas. En una época en la que conseguir un trabajo era, imposible no, lo siguiente, habíamos aceptado gustosos entrar a formar parte de aquel mundo de hastío y desilusión. Trabajar en la fábrica era como hacerse un tatuaje indeleble que ocultaba nuestra piel y nos proporcionaba unas señas de identidad que habían acabado por borrar nuestra propia alma. Ahora, mientras ponía los intermitentes para tomar la salida de la autovía, era perfectamente consciente de que decir que a aquellas personas que llevaba en el coche las conocía desde hacía un lustro era ir tres pasos más por delante de la estricta verdad. ¿Conocerlos? ¿Qué sabía yo de ellos? ¿Tenía acaso una mínima idea de sus gustos, aficiones, intereses? Desconocía si estaban solos o tenían familia. No sabía dónde vivían. Lo único que podía decir es el punto exacto de la ciudad en el que los venía recogiendo todos estos años, cada semana, cada día, sin faltar ni uno solo. Bueno, tampoco eso era cierto, como no podíamos ninguno dejar de recordar. Era precisamente ese recuerdo el que nos atenazaba y encarcelaba nuestras palabras, evitando así hablar por fin de ello con nuestra compañera de rueda.
            La señorita Nalbac fue la primera que lo había expresado en voz alta, ante el terror del señor Terbalo, que no podía creérselo, y la trágica sensación de fatalidad que la señorita Olerot y yo compartiríamos desde entonces. Estábamos volviendo del trabajo y hablábamos de las marcas blancas del Mercadona. Lo recuerdo porque esa trivialidad me empujó aquella tarde a comprar más de una docena de yogures y un frasco de colonia. En realidad era la señorita Nalbac la que hacía una defensa encarnizada del asunto, mientras yo asentía a cada uno de sus enfervorizados argumentos de compradora abducida por las grandes superficies. En ese viaje de vuelta, no hacía ni un día desde aquello, un silencio inesperado dentro del vehículo me había empujado a girar la cabeza y observar a la señorita Nalbac. Se había callado tan de repente que hasta el señor Terbalo se atrevió a incorporarse en el asiento de atrás. Luego enunció la fatídica aseveración:
            -Nos la hemos dejado en la mismísima puerta de la fábrica.
            El resto del viaje convirtió el interior de mi coche en una pista de pelota vasca. Nos tirábamos reproches que caían sobre nosotros mismos desde todos los ángulos posibles, inventando trayectorias imposibles. Perdíamos todos los puntos, porque no éramos capaces de afrontar una realidad que había cubierto de negrura nuestra ya de por sí oscura experiencia vital. ¿Cómo había sido posible? ¿Por qué ninguno de nosotros nos habíamos percatado del error? ¿Qué había provocado semejante grieta en el hasta ahora infalible sistema del señor Terbalo? Todo ese desenfrenado juego de autoinculpaciones y reproches nos habían acompañado el día anterior, no solamente dentro del coche, sino en el interior de nuestras casas, en el interior de nuestras conciencias. Ahora, con el frío de la mañana luchando por atacarnos y pelear dentro del vehículo, con ella en el hueco que ayer había hecho saltar todas las alarmas, cada uno de nosotros buscábamos en nuestros pensamientos el agua milagrosa que hiciera desaparecer el borrón de una hoja de servicios inmaculada. Abandonábamos la autovía mientras reconocíamos en nuestro fuero interno que en cinco años nunca nos habíamos enfrentado a una situación semejante.
            Miento. Hubo una circunstancia que compartimos todos los compañeros de trabajo que estábamos en la rueda. Había ocurrido a finales de verano, pero no había sido más que un pinchazo. Ni siquiera nos habíamos incorporado a la autovía y apenas íbamos a cuarenta por hora. Fue sencillo dar con el gato, cuya existencia hasta la fecha nunca había demostrado empíricamente, y el señor Terbalo, galantemente, se ofreció enseguida a enseñarnos a utilizarlo. De hecho todos contribuimos un poco a la operación de cambiar aquella rueda inservible por la de repuesto. Eso fue todo. Llegamos más tarde a casa y con algo nuevo que contar en nuestros pisos y hogares. En el mío, mi hijo pequeño me pidió que le contara la aventura más de cuatro veces. Hasta que se durmió encantado. Lo que nos había ocurrido ahora, sin embargo, esta situación, este despiste, este olvido imperdonable prometía ser todo menos una anécdota divertida con la que entretener a una criatura de diez años.

III

            Yo no me había fijado en que ella se había subido al vehículo con una bolsa de deportes color turquesa. La señorita Olerot me lo dijo al final de una jornada de trabajo exasperante, cuando nos encontramos de nuevo en el aparcamiento. El señor Terbalo tampoco se había percatado y la señorita Nalbac juraba y perjuraba que eso era imposible. Ella ya nos había dicho que volvería en otro coche y que ya no era necesario que la recogiéramos. Nunca. Si un adverbio podía ser tajante, lo era este, sin duda. Antes de poner el motor en marcha saqué la bolsa del asiento de atrás. En efecto, allí estaba. Pesaba como un muerto y tuve que tirar con las dos manos para extraerla del coche. ¿Qué íbamos a hacer con ella? Devolvérsela estaba fuera de nuestros planes. Yo me negaba taxativamente a regresar a la fábrica y buscarla o dejársela en la entrada. No tenía ningunas ganas de hablar con ella y mis compañeros estaban de acuerdo conmigo. Por eso abrí el maletero y metí la bolsa allí. Cerré con rabia antes de indicar al señor Terbalo que terminara ya su cigarrillo y ocupara su asiento en el vehículo. Le di al contacto y me incorporé a la vía de servicio que nos llevaba directamente hasta la entrada de la autovía en dirección a Huesca.
            No sé por qué puse la radio. Nunca lo hacía. Supongo que porque no había otra forma de romper aquel silencio sangrante que se había apoderado de mi coche. Fue la única manera que se me ocurrió para exorcizar nuestras cuatro conciencias mordidas por la culpa. Ella ya no estaba en la rueda. Tampoco era para tanto. El tono de alarma del locutor de radio se metió en el coche y se convirtió en el quinto ocupante del mismo. A lo lejos, un guardia civil me hacía señas, desde el arcén de la autovía, para que detuviera el vehículo. El locutor decía que había sido un asesinato brutal, llevado a cabo por varios individuos. Se hablaba de un cadáver en el que se habían ensañado. Habían desaparecido varios fajos de billetes y la amante del empresario asesinado tampoco daba señales de vida. Seguramente la habían hecho desaparecer también. La voz del locutor seguía imponiéndose sobre nuestros rostros golpeados por la sorpresa y por la angustia. Esa misma voz continuaba dando datos sobre el director de la fábrica en la que todos nosotros, que éramos invitados a abandonar el vehículo por varios agentes de la benemérita, trabajábamos desde hacía cinco largos años. La voz que relataba los sucesos describía perfectamente la fábrica, la recepción, los despachos, la mesa del jefe, el señor Rejiva, sobre la que había caído el cuerpo sin vida, no hacía ni unas horas.
            Una agente sacó entonces la bolsa azul turquesa del maletero y descubrió en su interior un gato salpicado de sangre y varios sobres con mucho dinero. El locutor, al que intentaba inútilmente acallar el agente que nos había hecho detener, habló de una operación llevada a cabo por la guardia civil, de una detención de unos cuantos trabajadores de aquella fábrica que se estaba produciendo en esos instantes. Las lágrimas y los gritos de la señorita Nalbac, el forcejeo de la señorita Olerot y mis propias imprecaciones y lindezas dirigidas al cuerpo de la Guardia Civil terminaron por obligar al  señor Terbalo a abandonar el pensamiento que lo llevaba martirizando desde hacía veinticuatro horas: el fallo imperdonable en su dichoso sistema, de su perfecto cuadrante impreso en octavillas de la rueda de conductores para ir al trabajo. Mientras tanto, se tomaban las huellas dactilares sobre mi gato, que había ido a parar a aquella bolsa de color azul turquesa, y se sembraba de incertidumbre el futuro mío y de mis compañeros de trabajo. El motor del coche se apagaba. La radio enmudecía.

Fragmento encontrado en la agenda de la señorita Divolo, la única que fue a visitar a sus antiguos compañeros de trabajo al Recinto Penitenciario de Zuera

domingo, 16 de junio de 2013

SONETO A LA HUERTA DE DOÑA GODINA


LA MANZANA DE LA ALMUNIA


                                    Me llaman la manzana de la Almunia
                                    Y dicen bien, pues soy lozana y fresca,
                                    Aunque con los tomates a la gresca
                                    Me encuentre a veces disputando alcurnia.

                                    Más suave que algodón, huelo a petunia,
                                    Vistosa en el color, chula y goyesca,
                                    Celos doy a Teruel y envidia a Huesca,
                                    Y para conquistarme no hay pecunia.

                                    Yo soy la predilecta de Godina
                                    Y adorno sus terrenos y sus huertas
                                    Con mi carne jugosa y mi piel fina.
                       
                                    Por mí abren aspersores y compuertas
                                    Y el sol con humildad su rostro inclina:
                                    Por mí las demás frutas están muertas.

                                   (Firmado: La manzana de la Almunia)

domingo, 12 de mayo de 2013

Relato basado en unas vacaciones en Rinlo (Lugo) con dos de Huesca y dos de La Almunia.



RINLO
I
-¿Qué es eso, mamá? –La niña mira la bandeja humeante y se mantiene alerta.
-Deja de poner caras y pruébalo, anda. Verás como te gusta. –Responde la madre, mirando de reojo a su marido, que parece absorto. -Pregúntale a tu padre cómo hay que comerlos. Y si te portas bien, quizá te cuente una bonita historia.
-¿De verdad? ¿Y de qué trata? ¿Salen princesas y castillos? –Ahora la niña dirige toda la atención hacia su madre y por ello capta la instantánea que muestra a su mamá haciendo un guiño a Severino, que parece haber salido de su ensimismamiento.
-No, cariño. Pero ocurrió en estas tierras…
-O mejor en estos mares. –Rectifica y habla por fin el marido. Una vez arrancado el motor de su garganta, parece que nadie va a poder frenar el vehículo de su historia. Nadie, salvo el recuerdo.
-¿Salen piratas? ¿Verdad que salen piratas? ¿Piratas y princesas?
-No la tengas en vilo, Seve, que luego no habrá quién la acueste. –Mónica dirige una mirada de reprobación a su marido, aunque entiende que no le sea fácil enfrentarse a aquella historia. De hecho, han tenido que pasar más de ocho años para que pudiera convencerlo y hacer este viaje desde La Almunia, su pueblo. –Empieza de una vez, y ya os aviso cuando los percebes estén listos. Todavía echan humo.
-¿Sabes la playa en la que acabamos de bañarnos esta mañana? –El padre espera a que la niña asienta con rotundidad. Después, toma aire y comienza a narrar su experiencia. –Allí empezó todo, antes de que tú nacieras.
-¿Pero salen piratas? –Interrumpe la niña.
-Hay un poco de todo lo que has dicho, hija. Será mejor que escuches a tu padre. –Mónica coloca suavemente su mano sobre la rodilla de Severino, sentado justo enfrente de ella, y le anima para que continúe. Se escucha el ajetreo de la plaza, un hervidero de gente que triplica el número de residentes invernales del pueblo. El restaurante de la Cofradía de Rinlo está a punto de hacer pasar a sus comensales del tercer turno y la marea comienza tímidamente a retirarse de la orilla, ante el mutismo de una decena de vehículos mal aparcados. Seve agradece el gesto de la mujer y sonríe también a la pequeña, que se ha olvidado por completo de la ración de percebes. La brisa veraniega parece haberse detenido también, pues no quiere perderse las palabras de Severino.

II
            “Era la primera vez que visitaba la provincia de Lugo y el plan se acomodaba perfectamente a mis expectativas: playa, descanso, buen tiempo y buena compañía. Tu madre no se había atrevido a venir conmigo y con tu madrina, Ana María, que se había echado un novio de Huesca, de quien había partido la invitación para pasar con ellos unos días en este maravilloso pueblo costero. También se había sumado al grupo un hermano del novio, Eulogio, con el que iba a compartir habitación. Mamá se quedaba en el pueblo, terca como ella sola, empeñada en sacarse una asignatura de la carrera que no ha llegado a terminar todavía, perdiéndose la aventura que estaba a punto de comenzar.
            Fue tu madrina la que me dio la noticia nada más montarnos en el coche. Se había prometido con Crisanto, que así se llamaba el afortunado muchacho, y se iban a casar en unos meses. Al menos eso es lo que pregonaba reluciente el anillo que el oscense le había regalado. El otro chico, Eulogio, su hermano mayor, conducía un Golf con más golpes que un gag de Martes y Trece. Los cuatro estábamos felices, con la ilusión de quienes saben que, alejándose de la rutina, los corazones se acercan y la alegría se desborda. Ni siquiera el egoísta mensaje de tu madre recordándome que no estaba allí para compartir este viaje conmigo; ni siquiera la fría recepción en el hotelito anexo a la plaza del pueblo, cuando su dueño, el palista, sin mirarnos a la cara, nos metió a cada uno en nuestras habitaciones; ni siquiera el calor húmedo y pegajoso que se instaló en mi cuerpo pudieron desdibujar la sonrisa de mi rostro. Esa noche caí como un tronco y nada pudo perturbar mi sueño. Después de aquella noche, ya no pude volver a dormir del tirón nunca más.
            Debes saber que en esta tierra se descubren cosas que no existen en La Almunia, ni en ningún sitio de los que conoces. Aquí hay manjares exquisitos que nunca habrás probado y aguas bravas que hacen que nuestros baños en la piscina municipal se queden a la altura del betún. El mar es poderoso, ya lo has visto. ¿Recuerdas cómo te has sentido esta mañana mientras nos sumergíamos en el agua? También yo experimenté algo parecido en aquel viaje. Crisanto y Eulogio sintieron lo mismo y los tres se lo quisimos transmitir a Ana María, pero no conseguimos que tu madrina metiera los pies en el agua. El mar, la playa, la marea y esta brisa que hoy disfrutamos nos acompañaron durante aquellos días. Junto a ese descubrimiento portentoso, el otro gran secreto de este lugar nos visitaba puntualmente a la hora de las comidas. Hoy probarás los percebes y, como yo entonces, preguntarás cómo demonios se comen. La parte más graciosa de nuestras vacaciones tiene que ver precisamente con la peculiar manera de engullir percebes con la que nos sorprendió el chico de tu madrina. Pero allí se acabó lo chistoso del asunto. Antes de que termináramos aquella comida y sacáramos algunas fotos del plato de las sobras de Crisanto -¡se había comido prácticamente todo el percebe y solamente había dejado la uña!- me tuve que ir a la habitación porque me había dado un atracón de zamburiñas, otro de los platos que probaremos aquí, y no me habían sentado muy bien que digamos.
            Unos golpes secos y unos alaridos punzantes me arrojaron de la cama. Una histérica Ana María me contaba a trompicones lo sucedido. Los dos hermanos y el baño en el mar. La siesta fatídica, el agua imprevisible, la marea que se había llevado a su prometido y el hermano con heridas y golpes entre las rocas. Crisanto había desaparecido. Eulogio tenía las piernas y el tronco cubiertos de arañazos. Parecía el Ecce Homo de Borja, ni más ni menos. Salí de la habitación e intenté calmarla. Era imposible. Nunca había visto a una mujer de La Almunia con esa angustia pintada en la cara y Ana María había perdido hasta el color blanco que de por sí ya tenía como seña de identidad. Lo primero que hice fue acercarme hasta la recepción del hotel. Pregunté al palista, que me juró y perjuró que no sabía de quién estaba hablando. Ana María estaba hecha una furia y yo di un golpetazo seco con la palma abierta sobre la barra. ¿Cómo podía caber en nuestras cabezas aquello que se empeñaba en afirmar? Según él, no había visto en su vida al chico del que le hablábamos y juró por la Santiña que no reconocía al chico de la imagen de la cámara que tu madrina le mostraba incrédula.
            Crisanto había hecho la reserva. Crisanto había hablado con él. Crisanto se había acercado el día de nuestra llegada hasta el mostrador o barra o lo que fuera aquel lugar desde el que el palista se empeñaba en llevar la contraria a la mismísima evidencia. Mientras tu madrina se derrumbaba sobre la mesita yo, junto a la ventana, me percaté de que aquel hombre con pintas de piragüista olímpico y con un carácter más seco que la mojama no había levantado su rostro hacia nosotros para dedicarnos una sonrisa, responder a un saludo o solicitar nuestros carnés desde que habíamos llegado. De hecho, dudaba yo entonces de que hubiera podido ver las decenas de imágenes en las que aparecía Crisanto que tu madrina había plantado delante de los ojos del dueño del hotel, de unos ojos negros, oscuros como el fondo de las rocas de las playas que habíamos visitado, vacíos como las cuencas muertas de un hombre ciego.
            No te asustes, cariño. Perdona si al final la historia se vuelve un tanto turbia. El agua de estos mares trae a veces manchas que lo llenan todo de miseria y de tristeza. También se lleva en ocasiones pedazos de nosotros mismos. Así ocurrió con nuestro compañero. ¿Te alarmas? Es este el momento cuando empezó la auténtica aventura, la historia de piratas y princesas que tanto has insistido en que te contara. Con Eulogio en el Centro de Salud del pueblo más próximo y con Ana María más relajada después de una serie de tilas que el palista no quiso cobrarnos –ni yo habría pagado, por supuesto-, descubrimos a uno de los peculiares habitantes de Rinlo. Se trataba de un marinero, Rosendo, que se ofreció a ayudarnos nada más relatarle nuestra desgraciada aventura.
            Rosendo lucía una cabeza rapada y brillante y de sus orejas colgaban dos zarcillos dorados. Sus ojos eran grises y profundos, y la piel de su rostro parecía hecha de arenisca sometida a la erosión implacable de la mar, el viento y todos los elementos. No sabría decirte qué edad tenía, ajado como se mostraba el rostro del marinero, pero su voz no tenía nada de grave ni circunspecta. Un acento gallego de una musicalidad infantil venció el primer temor que recibimos Ana María y yo cuando nos abordó en aquel bar/recepción del hotel. Su ropa era de lo más estrafalaria y los guiños que de vez en cuando se le escapaban hacia turistas e inquilinas del establecimiento nos mantenían en un estado continuo de inquietud y alarma. Sin embargo, enseguida su labia y sus ademanes ganaron nuestra confianza.
            Cayó, lánguida, la tarde. Unos pasos de botas de cuero con punta rematada de metal se alejaban de nosotros. La puerta se cerraba tras la sombra que proyectaban unas espaldas anchas y unos brazos musculosos, y una cabeza coronada por un sombrero de vaquero del cantábrico. Sobraban las palabras. Era el momento de la acción. Aquel marinero había tomado la determinación de subirse a su barca y recorrer cueva por cueva y cala por cala toda la extensión de costa en la que podía haber calado nuestro amigo. ¿Te imaginas la estampa? Una noche de luna menguante y una barquichuela de pescador surcando con parsimonia las aguas del Cantábrico. El marinero, erguido, aguza la vista y los sentidos en busca de un movimiento de mar inesperado y un obstáculo de huesos, músculos y tendones, aún con aliento, ansiando ser encontrado.
            Tu madre no me cogió esa noche el teléfono, supongo que por los nervios del inminente examen. No la culpé entonces y no la culpo ahora. Tu madrina lloraba y se acurrucaba entre el que había de ser su cuñado, semiconsciente y drogado por completo, mientras yo no me separaba de la ventana de la habitación y me inventaba las vistas de un mar que, generoso, devolvía con vida al bueno de Crisanto. Así pasé la primera noche. Las diez restantes no fueron muy diferentes de aquella. Por fin, regresamos a La Almunia. Eulogio se incorporó al trabajo y Ana María tuvo que ir a un especialista que, inmediatamente, le extendió una baja. Yo volví a la inmobiliaria y todos nos esforzamos en seguir con nuestra vida, muy pendientes de las noticias que Rosendo se había comprometido a facilitar desde Rinlo.
            ¿Te acuerdas de la pregunta que me ha hecho tu madre esta mañana, cuando hemos dejado las toallas en las piedras tan lisas de la cala de los Castros? La respuesta no se la he dado entonces pero quiero que tú y tu madre la tengáis ahora. Aquel fue el lugar en donde la marea sorprendió a mis tres acompañantes y donde el mar arrebató con fiereza al que estaba destinado a ser el marido de tu querida madrina. Los dichosos percebes y las zamburiñas habían impedido que me hallara presente cuando la desdicha vino a cebarse sobre nosotros. ¿Me había salvado la vida aquella indigestión? ¿Habría evitado yo el trágico desenlace de su baño vespertino en la cala de los Castros si no me hubieran sentado mal aquellos crustáceos que hoy vas a probar por primera vez? Me hice esta y mil preguntas parecidas durante semanas y no conseguí obtener ninguna respuesta o más bien me encontré acorralado por demasiadas contestaciones divergentes. Quiero ahorrarte el sufrimiento y la espera infructuosa que sentimos todos los del grupo y que tu madre soportó también, aliviando en parte mi dolor.”
III
            “Habían transcurrido dos meses y pico desde la desaparición de Crisanto cuando llegó el email. No tuve valor de leerlo solo y desde el despacho llamé a Eulogio y a Ana María, que había empezado a trabajar una semana antes, aunque todavía no conciliaba el sueño por las noches y soportaba una mezcla de aturdimiento y tristeza que le concedían un aspecto fantasmal. Recuerdo que siempre me dices que la madrina es muy blanquita y, aparte del color de la tez, blanco, níveo de nacimiento, gran parte de la culpa la tiene toda esta historia que te estoy contando. Pero me estoy desviando de los acontecimientos. ¿Por dónde estaba? Sí, el correo electrónico.
            Eulogio vino desde Huesca y nos encontró en la casa de Ana María. Habíamos llorado y habíamos reído. Nos habíamos abrazado cientos de veces y en uno de esos bruscos movimientos había desencajado yo la pata de la silla que tenía tu madrina frente al ordenador de su casa. Su madre había venido a preguntarnos si estábamos en nuestros cabales y, en cuanto le dimos la noticia, corrió a avisar a los vecinos y a compartir información y sentimientos. Su marido se echó inmediatamente a la carretera y enganchó el Patrol y a sus otros tres hijos y se lanzaron sobre Ricla y otras localidades cercanas porque el corazón se les salía de su propio pueblo. La alegría estaba perfectamente justificada. Crisanto estaba vivo, aunque eso ya lo sabemos nosotros y su boda, un poco más tarde de la fecha prevista originariamente, todavía está en boca de media comarca.
            ¿Te has fijado en esa cicatriz tan fea que tiene Crisanto en la palma de la mano? Claro que sí. Si quieres saber cómo se la hizo y qué fue lo que le ocurrió te aconsejo que escuches el mensaje que nos envió Rosendo el mismo día en que sus andanzas por el mar dieron por terminada la búsqueda que había iniciado tan valientemente. Imprimí el correo electrónico la misma tarde en que lo leímos en el pueblo y lo metí en la cartera cuando salimos de La Almunia anteayer. Voy a leerlo aquí mismo, tan solo a unos metros del hotel en el que, en nuestro accidentado primer viaje, fuimos sorprendidos por el carácter y el corazón del marinero. Os ahorraré algunas expresiones en gallego y más de una palabrota impronunciable, pero el contenido y la gracia de Rosendo se mantienen intactos.
            “Ya está, ya está. Sano y salvo, más fresco que una lechuga y con muy buen color. Ahora mismo saldremos para ese pueblo suyo de Aragón, en cuanto me entere bien de cómo llegar hasta allá. Un muchacho de Foz nos acompañará porque dice que tiene GPS y así me llevo el coche de su padre. Es buen zagal, aunque tiene cierto retraso. Pero antes de que Tommy y yo partamos para su aldea, les adelanto cómo fueron las cosas. Tienen que tener muy buenos contactos por ahí arriba, porque parece que se pusieron de acuerdo la Santiña y la Pilarica para conducir mi humilde barca. El chico está descansando abajo, poniéndose púo de percebes, que mi madre prepara como ninguna otra en todo Rinlo. Tengo unos minutos. Me basta.
            No supieron decirme ni un solo rasgo físico de Crisanto, ni enseñáronme foto alguna de él. Supongo que no estaban para otra cosa que para desahogarse ante alguien como yo y confiar en la buena voluntad que les mostré. Tampoco les pregunté. No hacía falta. Cuando salí por la puerta del Hotel tenía muy claro que si aprovechaba el punto más bajo de la marea, podría recorrer la costa desde el coche esa misma noche. Si había alguien allí, no podría ser otro que el desaparecido Crisanto. No hubo suerte. Tuve que probar con el barco. Volví a recorrer una por una, esta vez desde el mar, todas las calas que hay desde Ribadeo hasta las playas de las Catedrales. En muchas ocasiones crucé las playas a nado, buscando rincones escondidos y cuevas oscuras entre las que podía encontrar algún rastro. Inútil. Probé varios días más. Ninguna respuesta.
            Tampoco tuvieron éxito mis interrogatorios y nada pesqué de mis pesquisas. Soy muy bueno acercándome cariñoso a las muchachas y, haciéndolas sentir cómodas, sorprenderlas con una pregunta que no pueden negarse nunca a contestar. Alguna se asustó y reaccionó violentamente, pero muchas se apiadaron del pobre Crisanto y se compadecieron  sinceramente de nuestra aventura. Conversé con todas ellas, que son más observadoras que los hombres de este pueblo, las invité a cafés y manzanillas, las regué de Ribeiro y las endulcé con Crema de Orujo, pero nada. Hasta bailé con las más descocadas, en este y otros pueblos, pero nada saqué en claro. Ni sabían de quién hablaba ni podían ayudarme.
            Debí llamarles entonces y pedirles que me enviaran algo, una foto, una descripción, lo que fuera. No hizo falta. Un marinero que es capaz de estar más de seis meses en alta mar para ganar un buen sueldo y poder vivir el resto del año felizmente en su pueblo sabe muy bien de qué está hecho el silencio. Callé, escuché, bebí a veces más de la cuenta, pero las palabras que esperaba, unas veces despierto, otras no tanto, aparecieron por fin. Las escuché, las paladeé y dejé que mis oídos se regocijaran con la dulce resaca que arrastraban. Sucedió anoche.
            Se habían cumplido entonces más de dos meses desde que tuve mi conversación con ustedes, y ya no me dejaban entrar en los bares ni restaurantes del pueblo. No me quedaba un euro del dinero que generosamente me enviaron, el frío se estaba metiendo en el pueblo y la gente ni siquiera disimulaba su desprecio ante mí. Por eso me encontraba yo, silencioso, agazapado tras un matrimonio joven y un carrito de niño, más protegido que el percebe desde el Prestige, con mi litrona y un bocadillo, ignorando las miradas de resquemor de los mozos de la Cofradía de pescadores. No la veía, pero una señora se reía a mandíbula batiente de un muchacho que tenía a su lado. Entre carcajadas y un hipo desenfrenado que se apoderó de la vieja, las palabras abrieron mis ojos, mis esperanzas y las de ustedes. Porque en ese momento se me vino a la cabeza no el recalentado contenido de aquella Estrella Galicia, sino la conversación que mantuvimos el día de la desaparición de Crisanto; porque vi claro quién era el joven del que se mofaba la anciana, aunque aún no lo tenía delante ni había descubierto lo que las rocas habían hecho con su mano; porque las palabras de la vieja despertaron en mi cerebro la imagen desconcertante que provocaron ustedes cuando me contaron la anécdota del chico comiéndose enteros los percebes; porque pude levantarme y presenciar yo mismo, frente a un plato de uñas sin más restos ni más sobras, al joven desaparecido que se hacía llamar Crisanto y que mordisqueaba absorto la parte más dura del crustáceo.
            Esta misma mañana me ha contado el chico sus andanzas. Tendrán tiempo de curarlo y de arreglarlo. No se acuerda de nada. No sabe por qué lleva dos meses trabajando en un campo con la viuda chismosa que le paga un sueldo y lo mantiene. Ignora que no pertenece a este mundo y que su vida está en Huesca, que tiene padres y un hermano, una mujer con la que está prometido y un amigo que confió en un marinero que ha cumplido con su promesa. Y esta noche o esta madrugada, cuando lleguemos con el coche, la promesa será una realidad. Como que me llamo Rosendo.”

IV
            Han transcurrido varios años desde aquella aventura y allí mismo, en el lugar exacto en el que el marinero reconoció a Crisanto, Severino y Mónica se miran, con ojillos de Albariño y de nostalgia. La niña está sentada sobre los muslos de su padre, que aún sujeta con firmeza el correo electrónico impreso en un papel amarillento. La niña duerme. Ha dejado de comer percebes y el plato de su padre atesora los restos de ambos. La brisa es más fuerte y ya no se está tan a gusto cuando el sol vuelve a soportar el manto de las nubes. Mónica recuerda por todo lo que pasó Ana María, su vecina, su mejor amiga, hasta que Crisanto se reencontró a sí mismo. La propia Mónica acaba de conocer una verdad que había estado oculta todo este tiempo. Seve, su Seve, también necesitaba buscarse en este precioso lugar, encontrar un sitio entre las terrazas de este rincón del mundo y poner delante de ella y de su hija los recuerdos de aquella experiencia. Pero hace frío y es hora de volver al hotel. La pareja se levanta de la mesa y pide la cuenta.
            -Están ustedes invitados. –El camarero sonríe, cabeza pelada y dos aros colgando de sus orejas, una elegante camisa blanca, con ribetes dorados en las solapas, y en su rostro se enciende una mirada desde la que aquella pareja y aquella niña de cinco años, si se asoman, pueden mirar directamente al mar.