martes, 29 de septiembre de 2015

Una magnífica explosión de colores



COLORES

            Mi mente se ha quedado en blanco. Es curioso que utilice un color para expresar cómo me siento ahora mismo. Puestos a reflexionar sobre mis palabras,  he dicho curioso pero debería haber utilizado otro adjetivo. ¿Irónico?, ¿paradójico? Tal vez. Mis compañeros me miran, esperando que les diga algo sobre el niño que va a salvarnos a todos o hacer que volemos por los aires. En mis manos tengo los expedientes de todo el alumnado del centro. Muchas hojas han caído al suelo pero todavía sostengo aquella en la que he encontrado la ficha del estudiante. Viene su nombre y apellidos, su dirección, las materias que cursa y si tiene alguna información de tipo médico que el Centro deba conocer. La tiene.

            Hace una hora nos llamaron dando un aviso de bomba en nuestro Colegio. Un hombre había entrado y se había llevado a un alumno. Se habían encerrado en el gimnasio y nadie pudo hacer nada. El hombre era un desequilibrado y conseguimos hablar con él por teléfono. Mi colega, una de las secretarias del Centro, ha estado comunicándose con él. El hombre ha empezado a verlo todo negro y, de pronto, el tipo se ha volado la tapa de los sesos. El niño se ha quedado solo con el teléfono y nos ha descrito el artefacto que lleva el individuo atado a su cintura. El director ha cogido el teléfono y le ha pedido que nos diera su nombre. Es entonces cuando yo he accedido a los expedientes de los alumnos y he dado con su ficha.


            La situación se ha puesto al rojo vivo. Ya estoy otra vez usando adjetivos que no ayudan para nada. Sobre todo cuando todos los que estamos en el edificio, que aún no ha sido evacuado completamente, estamos jugándonos la vida. Todos los estudiantes están ya a salvo y prácticamente todos los profesores. El director y la jefa de estudios, la secretaria y yo nos hemos quedado con el experto en explosivos. Solamente nosotros y el pobre alumno que sigue atrapado en el gimnasio y que no ha sido capaz de abrir las puertas. Siento cómo el director y la secretaria están verdes de envidia porque ellos preferirían estar fuera de peligro, como sus compañeros, como todos los demás. Dichosos colores, que se apoderan de mis palabras y pintan a su antojo mis últimos pensamientos.

            He dicho últimos pensamientos y esta vez he usado la palabra exacta y el término justo. Con el expediente del pobre muchacho entre mis manos, con mis ojos clavados en una frase del mismo y con las últimas palabras del experto en explosivos en mis oídos, miro al director, a la secretaria y al agente y les digo adiós con el miedo adueñándose de mi rostro.

El policía le ha dicho por teléfono al muchacho que corte el cable verde, solamente el verde, nada más que el verde, que no toque ni el rojo ni el azul ni el amarillo. Con un tono seco y cortante, frío e inequívoco, el policía le ha dicho al muchacho que cortara el cable verde, ahora, enseguida, que lo cortes ya, el verde, solamente el verde, sin más dilación, ahora, sí, ahora mismo.

            La bomba estallará sin que yo pueda explicarme nunca, sin que pueda comentarle al policía, al director, a la jefa de estudios o a la otra secretaria que el alumno en cuestión es daltónico de nacimiento. 

sábado, 19 de septiembre de 2015

Luna de miel en Vietnam



LA LLAMADA

            Solo me han dado opción a realizar una única llamada. De apenas treinta segundos, he de puntualizar. Eso significa que no te va a llevar mucho tiempo escuchar esto. Además, el tiempo ha empezado a contar en cuanto el teléfono ha dado la señal. Si tardan en cogerlo, aún tengo menos tiempo para hablar.
            Estoy en un país de Asia y ha habido un malentendido. El funcionario de policía se piensa que soy un terrorista o algo así. Van a meterme en una celda y a esta gente le importa un comino que sea europeo, americano o australiano. Sin embargo, han sido corteses conmigo. Me han quitado el móvil, la cartera con el pasaporte y mi mp3, pero me han dejado la foto de la novia y mi cámara de fotos. Estoy repasando todas las imágenes de estas últimas semanas. Se nos ve tan felices... No me gustaría ser empalagoso pero, por algo lo llaman luna de miel. Somos una paraje adorable… Me encanta esa sonrisa que ella dedica a cada fotografía. Por eso conservo precisamente esta foto. Ella está delante de unos contenedores, en nuestra casa del pueblo, ya ves qué romántico. Sin embargo, no deja de sonreír, como si la hubieran envenenado a base de anuncios de Coca Cola.
            El caso es que van a traerme un teléfono para hacer mi llamada y están tardando un poco. He aprovechado a repasar las fotos y recordar estos momentos felices. La última fotografía es la que he hecho esta misma mañana, en la habitación del hotel. Ella estaba durmiendo como una niña buena y no se había borrado su sonrisa todavía. Estaba muy guapa. Yo he salido para dar una última vueltecita, para decir adiós a este lugar de ensueño. Me he llevado la cámara y la música. Entonces se han abalanzado sobre mí y me han traído hasta esta comisaría de película de Jacky Chan. Ahora que me han dejado a solas, con mi cámara y mi fotografía en papel, tengo tiempo para pensar en nuestra conversación de anoche.
            Hablábamos de cine, de la película que queríamos ir a ver nada más llegar a casa. A ella le apasionan las películas y yo he aprendido mucho gracias a ella. Ella nombró una vieja película del mismo director que está cosechando tantísimos éxitos este año y yo le pregunté por los actores. Sabíamos el nombre de los dos protagonistas pero no había manera de recordar al actor secundario, uno de nuestros favoritos. Aquí no tenemos Internet ni había wifi en el hotel, así que solamente dependíamos de nuestra memoria. Nada, no había manera. Y el actor es muy conocido y hace un papelón y tenías que habernos visto apretando los dientes y recorriendo la habitación del hotel dando golpes en la mesa y en las paredes, intentando dar con el dichoso nombrecito. Entonces llamaron a la puerta y era el vecino de habitación, preocupado por los ruidos. Era americano y le preguntamos por la película. El secundario de lujo era un actor estadounidense pero el vecino no tenía ni idea de cine. Solo quería dormir. Nos acostamos pero ninguno de los dos pudimos dormir. Estábamos en silencio. Yo sabía que ella seguía repasando imágenes en su cabeza, visionando internamente todas las películas en las que había actuado el tipo cuyo nombre se había evaporado de nuestros recuerdos. Yo jugaba a pronunciar en voz baja nombres americanos, cambiando sus letras, probando combinaciones. Imposible.
           
            El funcionario de policía ha vuelto con un teléfono móvil. Quiere que haga mi llamada ahora. Me ha pillado por sorpresa. Llevo diez minutos recordando la noche pasada y nuestros esfuerzos inútiles por dar con aquel actor de cine que nos encanta. Me han dado el teléfono y me han indicado en un inglés de sonido de lata en un callejón que llame ya. Estoy tan nervioso que me olvido de la cárcel, del nombre de este país asiático, del peligro en el que estoy metido y de que mi mujer, no me acostumbro a llamarla así, debe de estar durmiendo todavía, con esa sonrisa que ya no sé si voy a volver a ver. Porque he marcado un número, han tardado en responder, y cuando lo han hecho, he podido escuchar una frase y he hablado con una ansiedad que ha terminado por asustarme a mí mismo:

            -Disculpe. Solamente quería saber cómo se llamaba el actor que hizo un papel secundario soberbio en la película “Sospechosos habituales”. Tiene que darse prisa, señorita, porque no dispongo más que de unos diez segundos.

            Me ha llegado la respuesta. ¡Cómo he podido ser tan idiota! Kevin Spacey, eso es. Ahora sonrío, por fin. Ella sigue sonriendo desde la fotografía. Quien no parece estar muy contento es el funcionario. Han cerrado la puerta de mi celda y no tienen pinta de seguir siendo amables conmigo. Tenemos que ver otra vez esa película, los dos solos, en casa. Se han llevado mi cámara y la foto. Se ve cada vez menos en este lugar. Los pasos del funcionario han dejado de escucharse. Yo cierro los ojos y mi memoria proyecta las escenas de la película. Soberbia.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Aquellas dos clases de E.G.B.



VEINTICINCO AÑOS

            El Colegio estaba cerrado. ¿Había llegado demasiado pronto? Me llevé la mano al bolsillo de la camisa y desplegué el folio con el programa del día. El actual director del Centro nos había mandado una carta recordándonos aquel aniversario, invitándonos a asistir al acto, conminándonos a recuperar entre todos ese trocito de nuestra memoria. Habían pasado veinticinco años desde que dijéramos adiós a la Educación General Básica y a nuestra promoción le tocaba este año convertirse en protagonista del momento. Ya no existía la E.G.B., ni el B.U.P. ni el C.O.U. Habían cambiado los tiempos, la nomenclatura y las mentalidades. Sin embargo, las vivencias escolares sobrevivían a las marcas, las siglas y los legisladores. Rescaté el folio de mi bolsillo. El papel salió más arrugado que mi mejor camisa de algodón cuando la saco de la lavadora. Pues no. Había llegado puntual como un reloj suizo. ¿Cómo es que allí no había nadie? ¿Cómo es que la puerta principal no estaba abierta?
            Rodeé aquellos muros del Colegio y me dirigí hacia las puertas del patio. A lo mejor querían que entráramos como cuando estudiábamos allí, que hiciéramos cola delante de la puerta, igual que cuando éramos críos. Hasta podía entretenerme antes bebiendo agua de la fuente, salpicándome completamente, llevándome el dorso de la mano derecha a la boca, dejando antes que un reguero de agua eche una carrera y se pierda entre mi cuello y mi barbilla. Pues no. Las dos puertas del patio estaban cerradas. Ni un alma en los alrededores. No me quedaba otra que entrar en el Álvaro y pedirme un café. ¿Para eso había viajado desde tan lejos? ¿Qué broma pesada era esta? Después de tantas cartas, recordatorios, mensajes y ánimos, después de tanta insistencia para celebrar el aniversario de las dos clases de la promoción, resulta que aquí no aparecen ni los fantasmas del pasado.

            Los recuerdos de la infancia siempre me han parecido un juego peligroso. Para mí es como quien juega a la ruleta rusa. Escoges un arma cargada con media docena de balas y alguien hace girar el tambor. No tienes más que acercarte un recuerdo hasta la sien y apretar el gatillo. El mismo recuerdo puede pasar sin dejar rastro dentro de tu alma y a otro puede que le acabe destrozando la vida. Cada jugador digiere su pasado de una manera diferente. Unos pueden reírse hasta retorcerse por los suelos mientras otros experimentan un dolor tan agudo e intenso que necesitan más de una vida para que cicatrice. La respuesta de un profesor, el chiste de un compañero, las carcajadas de un grupo o la mirada de una fila entera de la clase determinan si esa bala cargada de emociones está lista para salir disparada y afectar nuestras vidas para siempre. Bueno, basta ya de imágenes y de armas. Voy a sentarme en la barra y pedirme un café.

            Allí encuentro a tres antiguos compañeros de la clase del noventa. Huesca tiene el sabor de un remake de una serie de éxito. No nos hemos visto mucho pero entre las fiestas de san Lorenzo y algunas Navidades ha habido saludos cordiales y apretones de manos que han estado jugando a la oca durante todos estos años. Esta ciudad es como una cabina de fotografías, un fotomatón que recoge instantáneas de todos nosotros y nos guarda imágenes en la memoria que se superponen unas a otras. Quizá no nos hemos visto mucho todos los de aquella promoción de hace veinticinco años, sin embargo, tenemos actualizadas nuestras caras y nuestras pintas. Es como si con la partida de nacimiento nos hubieran regalado una descarga gratuita de la aplicación informática para actualizar la imagen que tenemos de cada uno de nosotros. Pocas veces nos sorprendemos intentando averiguar cómo estará aquel o si habrá cambiado mucho ese que se sentaba junto a nosotros en la última fila.
            Porque todos tenemos nuestros recuerdos de la clase, de nuestro asiento, de nuestro número de lista, de quién estaba antes y a quién le correspondía, por apellido, el número posterior. Pasamos muchas horas sentados juntos. Por eso, cerca de estos tres compañeros, me sorprendo dándome cuenta de lo poco que los conozco. El que no paraba de matar animalillos en el patio y se dedicaba los fines de semana a tirar con perdigón a todo bicho viviente pertenece ahora al partido animalista y tiene en Facebook toda una galería de vídeos y consignas que podrían llenar ciudades enteras. El otro, tan callado entonces, no para de hablar de su trabajo, de su familia, del gobierno, el país y la segunda división. El otro, con un humor ácido e inspirado, no dejaba títere con cabeza y todos, entre los que me incluyo, le reíamos las gracias con esas risas enlatadas que luego se pusieron tan de moda en las series americanas. Ahora está callado y apenas dice una o dos frases, como quien abre una lata de refresco en mitad de un cine sembrado de adolescentes.

            No tengo mucho en común con ellos y no tengo sus teléfonos ni sus correos. No somos amigos, ni siquiera en Facebook. No obstante, tenemos algo en común, formamos parte del mismo túnel de lavado que nos escupió hasta los estudios superiores y el mundo del trabajo. Voy a ir al baño y voy a quitarme esta americana que me está asfixiando. Entonces me doy la vuelta y veo, en las mesas, debajo de la gran pantalla en donde he visto tantos encuentros de Champions, a un nutrido grupo de antiguos compañeros de colegio. No sé por qué me hago el despistado y bajo los ojos, como el acomodador que se aferra a su linterna y nunca aminora la marcha, esperando la reacción inmediata de los que llegan tarde y se encuentran con el trailer más oscuro de toda la filmografía. Me meto en el baño y me desprendo de la americana. ¿Por qué he actuado tan precipitadamente? Me ha dado vergüenza encontrarme con más gente. Quizá el baño de recuerdos se me está antojando algo más difícil de lo que esperaba. Como si no hubiera hecho la digestión o como si alguien hubiera echado más cloro a la piscina.

            Salgo por fin del baño y recibo el saludo de algún que otro amigo. Me he relajado un poco y ahora vuelve a venirme a la cabeza la pregunta que tenía que haber hecho desde el principio. ¿Por qué está cerrada la puerta principal? Es sencillo. Esta noche ha habido alguien que ha metido puntillas de hierro en las cerraduras. Ha sido imposible abrir las puertas. Ahora lo están intentando unos cerrajeros. ¿Qué significa eso? Mi cabeza no puede dejar de escanear la fotografía de las dos clases de nuestra promoción. ¿Quién de nosotros sería capaz de boicotear el evento? Mirando hacia mis recuerdos, leyendo en voz baja la partitura de aquella música del pasado y reproduciendo interiormente la coreografía de aquellos años, no es difícil descubrir algún alma insatisfecha. Por lo que nunca dijo o por lo que nunca se atrevió a hacer. Por aquella escena que le persigue en sueños y hace que se levante envuelto en sudor algunas noches. La infancia es un líquido metido en una caja que no acaba de cerrar nunca bien. Siento rabia y pena por esa persona que hoy se ha levantado con todo ese amargor en el cerebro. Ojalá pudiera hablar con él a solas y decirle que la crueldad la llevas en la infancia con el abrigo y la cartera, que no debería echar a nadie la culpa de sus sufrimientos. Pero no sé muy bien qué le diría ni si me siento culpable o simplemente triste.

            Los amigos de siempre, a los que no he dejado de ver durante años, me llaman para que me acerque. Debo de ser el más raro del grupo porque no creo que estén los demás sacando punta al pasado. Es suficiente. Voy a dejar el tajador sobre el cubilete y concentrarme en disfrutar de mis amigos. Sonríen con franqueza y eso me anima mucho.
Aquí estamos todos. Han pasado veinticinco años y todos hemos cambiado algo. No sé si es una tontería haber venido y ponernos delante de nuestras sombras de catorce años. No sé si es doloroso, amargo o gratificante esto de mirar hacia atrás y gritar nuestros nombres y apellidos y ver con qué vocecilla contestamos. Lo que sí tengo claro es que merece la pena conversar con estas personas que un día cayeron en la misma clase, se asustaron ante las mismas dificultades y compartieron los mismos profesores. Cuando nos digan que ya están las puertas abiertas y empecemos a cumplir el programa del Colegio, no pienso dejar que el resquemor avinagre mis recuerdos de esta etapa. Estos desconocidos, estos amigos, este piquete desafortunado y estos antiguos maestros tenemos en nuestras vidas este dulce compartido, este chupón que nunca se caduca, esta esquinita de la memoria a la que hoy le estamos quitando el polvo.

En el estudio de alquimia del Álvaro, el café se ha hecho cerveza y esta última ronda ha corrido por mi cuenta. Un grupo numeroso abandonamos el bar y nos metemos en el Colegio. Hemos entrado por el patio, en efecto.
Ha cambiado bastante, pero allí están las pinturas murales de cada generación. No llevamos libros ni cuadernos pero, no sé por qué, se me mete en el cuerpo una extraña sensación. Podría ser capaz de correr hasta llegar a la fila o jugar a “tú la llevas”, o abrir el grifo de la fuente y salpicar a tanto cuarentón desprevenido. En lugar de cromos llevamos tarjetas de empresa con nuestros correos y nuestros títulos. Podríamos cambiarlos y empezar el “ten, ten,  no ten” y desplegar aquellos álbumes que nunca se terminaban hasta que pedías por carta, desde tu quiosco, todos los números que te faltaban.
Antes no llevábamos reloj y nunca sabíamos a qué hora terminábamos el partido. Ahora tenemos el de la muñeca, el del móvil y el de la tablet, que nos da la hora en diez capitales mundiales distintas. Ya no llevamos esas canicas de colores y no parece facil encontrar los “guas” en este pavimiento asfaltado. Seguimos caminando hasta la puerta y, sin proponérnoslo, hacemos una fila y entramos en el edificio del Colegio San Viator. La promoción del noventa, veinticinco años después de terminar octavo de E.G.B., se enfrenta a las escaleras que llevan a las aulas. Las escaleras son las mismas. Las piernas, el corazón y la cabeza de los que subimos estos peldaños han cambiado una enormidad.

martes, 1 de septiembre de 2015

Un relato de mi hermano Enrique: en las fiestas de San Lorenzo

VENGANZA

Está decidido. Lo haré mañana. Es el día y el lugar perfecto. Mucha gente y mucho ruido desviarán la atención. Sí, lo voy a hacer. Lo haré porque la sigo queriendo y yo sé que así no va a ser feliz. No sé por qué hemos llegado hasta aquí, no me lo explico. O quizá sí. ¿Cómo no me he dado cuenta? Éramos la pareja ideal. Éramos. Hace tiempo ya de todo eso. Mucho tiempo.

Arrancó nuestra historia sin mucha teatralidad. La vi, me vio, no pasó nada. Los días se siguieron uno al otro sin que ninguno pensáramos en nada. Yo no era muy social y pasaba horas y horas leyendo libros o viendo películas. Ella en cambio no paraba de ir de tienda en tienda o de bar en bar, del Coso Alto al Bajo, haciendo más disfrutar a los demás con su presencia que lo que ella misma lo hacía. Le faltaba algo, le faltaba yo, y me encontró. Un día cualquiera en un sitio cualquiera nos besamos. No fue ni muy apasionado ni muy soso. Fue un beso nada más, y nada menos. Al principio parecía que la cosa quedaría allí, pero a mí dejo de interesarme la lectura lo mismo que empezó a gustarme el aire fresco y su compañía. Ella empezó a enamorarse de mí cuando probablemente yo ya lo estaba hasta los huesos.

Los siguientes meses hasta los tres años que llevamos juntos estuvieron llenos de buenos momentos, y no lo digo por decir. Claro que hubo alguna discusión, pero era una relación basada en la confianza y el respeto. Había ternura, había cariño, había sinceridad. No había indicios ni hechos que me hicieran prever la situación actual. En los últimos tiempos no me hizo sentir nada especial ni me contó ningún problema que estuviera rondando por su cabeza. Probablemente se los contaba a él. Supongo que ella seguía siendo la misma y tenía las mismas necesidades que antes. Simplemente ya no las compartía sólo conmigo.

Me gustaría saber cuándo se produce el punto de inflexión. Tiene que haber un momento en el que dejas de creer, en el que piensas que ya no hay nada que hacer. Imagino que antes de eso harás lo posible por evitarlo, y no dudo que ella lo hiciera, pero yo no lo adiviné, no lo vi venir. No le culpo, no creo que tirara la toalla sin antes haberlo intentado una y mil veces. Es más, estoy seguro de que ella no le buscó a él, ni que tampoco él la buscaba. Surgiría de entre la indiferencia, la impotencia y la soledad. No le busco sentido porque temo que acabaría encontrándolo y ya no tengo humor para eso. Ya lo he decidido y lo voy a llevar a cabo. No voy a permitir que esto siga así y mañana voy a acabar con esto.

Necesito una pistola. No tengo ni idea de cuánto cuesta, ni cuánto pesa ni si será difícil de utilizar. Por suerte mi hermano es policía, está de vacaciones y mañana madrugará como todos los años, así que no tengo que preocuparme por eso. Justo después podré cogerla de su habitación. Antes había pensado en el veneno, o incluso en un cuchillo, pero creo que lo más seguro y fácil de utilizar es una pistola. Y es muy fácil de esconder cuando hay mucha gente a tu alrededor. Lo buscaré entre la multitud y buscaré su mirada. Quiero que me vea, quiero que sepa lo que voy a hacer antes de que lo haga, que lo vea en mis ojos. Quiero acabar con esto de una vez y, lo siento por él, pero yo no soy el que está saliendo con su novia.

Lo tengo todo pensado, hace frío y tengo sueño, así que me voy a casa. Es curiosa esta ciudad, en pleno agosto y puedes estar sudando a las doce de la noche o echando de menos una chaqueta a las ocho de la tarde. Hoy la echo de menos y además debería haberme cogido una chaqueta. ¿Qué pensará de mí a partir de mañana? Yo me iré lejos y tardaré en volver a verla, si la veo. Me gustaría despedirme de ella, pero no podré. ¿Me perdonará? No creo.

Llevo mucho rato pensando y ya no sé ni dónde estoy. A veces andando últimamente descubro que estoy cerca de Loreto, entre los campos de los alrededores, o en un bar del centro tomando un café, y no sé cómo he llegado allí. Otras veces estoy pensando en donde iré cuando todo acabe y despierto sentado en el sofá de mi casa, con la televisión encendida y la luz apagada. ¡Ah sí!, estoy en la plaza de la Catedral, en lo más alto. ¿Habré venido aquí para repasar lo que hacer o para ver todo desde arriba, con perspectiva, para replantearme las cosas? No lo sé, pero me voy a casa, tengo que descansar. Mañana todo tiene que salir bien y no quiero estar cansado. Voy caminando hacia el Museo. Me he cruzado con un par de estudiantes y con una señora muy bajita que me ha mirado con cara lastimosa. Bajo la cuesta hacia el depósito y recuerdo las veces que habré subido por allí en otra época, sin plantearme que podría llegar a la situación en la que estoy. Pero ya no puedo más, no puedo aguantar más y el culpable tiene que pagar por ello. Llego a mi casa, entro y paso directo a mi habitación mirando al frente para no cruzar ninguna palabra con mi madre. Creo que ya estoy durmiendo…

Son las once. ¿Cómo se me ha hecho tan tarde? No sé cuánto he dormido porque no sé qué hora era cuando llegué a casa ayer. Mi hermano ya no está así que no me cuesta nada realizar la primera parte del plan. Ya tengo la pistola. Ahora toca vestirse para la ocasión. Saco la ropa guardada desde el año anterior. Blanco y verde, es fácil. Me pongo la pistola en el pantalón y aprieto bien la faja, que no quiero tener un disgusto a mitad de camino, y salgo de casa. Tengo que darme prisa o todo puede irse al traste.

Por la calle todo son risas, gritos y alegría. Incluso yo estoy contento porque todo va a acabar. Todo el miedo de los últimos días ahora es decisión. Lo tengo todo clarísimo, no hay dudas en mi interior. Subiendo por Lizana un grupo alborotado y algo más animado de lo normal a esas horas se están tirando litros de vino por encima y a mí me salpican un montón de gotas. Quizá me venga bien para disimular más tarde, y si no, me da igual. Ya estoy muy cerca de la plaza. Aún queda tiempo con lo que puedo atravesarla para colocarme justo al fondo, cerca de donde suelen estar él y sus amigos, pero detrás, para que no me vea hasta que yo quiera. Ya estoy allí, todo preparado, dispuesto. Nadie me ha saludado en todo el camino. Nadie me ha conocido. Probablemente ni yo me reconocería ahora mismo. Estoy excitado, nervioso, exultante.
Faltan diez minutos como mucho y no lo veo. ¿Dónde estará? ¿Por qué no ha llegado ya? No va a venir. Se acabó. Todo este tiempo planeando y esperando el día no ha servido para nada. No estoy triste. Casi aliviado. Era lo mejor. Me siento afortunado. ¡Qué locura! ¿Cómo se me había ocurrido? Menos mal. Me voy antes de que alguien me vea la pistola. Era lo mejor. Ya está aquí. Ya lo veo… y viene con ella.

¡Con ella! Lo que faltaba. Me dijo que estaba pasando unos días con sus padres. Otra mentira. No me sorprende. La cosa cambia. ¿Seré capaz de hacerlo delante de ella? ¿Cómo aguantar su mirada después de tantos años? No lo sé, pero no hay vuelta atrás. Tengo que hacerlo, acabar de una vez. Está empezando el discurso desde el balcón del Ayuntamiento, así que hay que darse prisa. La plaza está abarrotada y temo que alguien note la pistola al caminar entre la gente pero empiezo a andar. Voy hacia ellos. Tengo que llegar cuanto antes. Cuesta avanzar. Hay mucho calor, olor a alcohol y sudor y empujones a derecha e izquierda. En uno de estos casi se me cae la pistola y en cuanto levanto la vista para comprobar que nadie se ha dado cuenta los veo.

Son sus ojos, me están mirando fijamente. Siempre ha tenido los ojos preciosos pero hoy son especialmente bonitos. Me mira sorprendida y sobre todo asustada. ¿Sabrá por qué estoy allí? No, seguro que no. Él me mira también. Se miran. Me vuelven a mirar. Está acabando el discurso. Ella le ha soltado la mano. Sus ojos me dicen que la perdone. ¿Yo? No entiendo nada. ¿De verdad pensaba que no lo sabía? Sigue siendo tan inocente como siempre. ¿Me perdonará ella a mí después de todo? El discurso ha acabado y han prendido la mecha. El cohete anunciador sale disparado. Tengo que hacerlo. He perdido al amor de mi vida para siempre y tengo que matar al culpable. Entre el clamor y los gritos de júbilo se hace el silencio justo cuando saco la pistola. Ella no puede creer lo que ve y él me mira como un cachorro perdido en el bosque. Nadie más se ha dado cuenta. Todo el mundo está mirando al cielo. El silbido se oye cada vez más lejos. Acabo de apuntar el cañón de mi arma cuando el sonido del cohete explota en las alturas. ¡PUM!

No sabía si me iba a atrever pero no he tenido ni que pensarlo. Tenía el dedo en el gatillo y con el susto del estallido se ha disparado. Ya está hecho. Se acabó. El júbilo ha estallado en la plaza y ha escondido el grito desgarrador de mi único amor. ¿Sólo yo puedo oírla? Me mira con ternura, no lo entiendo. ¿Me habrá perdonado? Él no puede cerrar la boca mientras ella se tira a mis brazos, manchándose con mi sangre. Ella no podía ser feliz y yo no iba a permitirlo. Yo era el culpable y tenía que quitarme de en medio. Pero no quería hacerlo escondido como una rata debajo de un puente o en la oscuridad de mi habitación. Quería que él lo viera, que entendiera que esto no podía pasarle a él. Que no puede dejar que se le escape. Ya casi no oigo nada más que sus sollozos cerca de mi oído. Una de sus lágrimas ha caído en mi mejilla y ha limpiado mi alma. Ya casi no oigo nada… ¡Viva Huesca! ¡Viva San Lorenzo!