martes, 20 de diciembre de 2016

Enrique de Meer escribe...

EL BOTÍN

Sonó el pitido de cada mañana, el de todas las mañanas desde hace 30 años, y se agarró a los barrotes esperando ansiosamente que se abrieran. Sólo le quedaba un día para salir de prisión. Salió corriendo de su celda, recorrió el pasillo hacia la sala común como si le fuera la vida en ello y cogió el Altoaragón de la pila de periódicos. Buscó la información local rompiendo las páginas al pasarlas bruscamentey cuando vio la noticia lanzó el diario contra la pared, casi acertándole a un funcionario de prisiones. ¡Qué más daba un mes más o menos! Todo se había acabado.

¿Cómo podía imaginarse aquella noche de hace tres décadas, cuando se escondió en el parque con la bolsa de dinero que acababa de robar de un banco del Coso Alto, que años más tarde iban a volver a levantar el monumento de Las Pajaritas otra vez para reparar el mecanismo de la fuente? ¿Quién hubiera sido capaz de predecir que el dichoso aparato volvería a fallar justo ahora? ¿Cómo saber, mientras lo detenían después de haber escondido el dinero bajo la fuente en obras, que había un mendigo durmiendo en el cajero donde estampó el coche para entrar al banco? ¿30 años no eran suficiente condena por matar a un hombre como para que, por un día, no pudiera recoger al menos su botín?


Salió al patio y pensó en qué haría ahora que iba a ser libre y pobre el resto de su vida…

lunes, 30 de mayo de 2016

Entre Huesca y Massachusetts: un avance



“Un clásico es algo que nadie quiere leer pero que todo el mundo desearía haber leído” (Mark Twain)

            Ha comenzado la Feria del Libro en Huesca y Zaragoza. Esta vez no me encontraréis en la caseta de Pirineo, detrás de mis libros, como otros años. Pero estarán ellos, los verdaderos protagonistas, unos libros que han tenido siempre un comportamiento irreprochable y ejemplar. Por algo son ejemplares... Confieso que llevo dos años sin ponerme delante de vosotros, sin abusar de vuestra amabilidad y contaros mis historias, hablaros de esos intrusos sin modales que acampan a sus anchas en la Biblioteca Nacional, alertándoos sobre esa maldita colección de relatos que amenazan la tranquila noche sevillana. Estos días no podré plantarme allí, como un jotero sin bandurria, para hablaros también de ese puñado de historias cortas, entre risas y muecas de extrañeza, para poneros al corriente de los cambios en mi ciudad, de la vida en un pueblo del oeste de Massachusetts.
            Sin embargo, mis libros hablarán por mí. Allí estarán ellos, sin diplomacias ni maestros de ceremonias. Las dos novelas y la colección de relatos. Y aún os diré más… Si os acercáis a sus geniales portadas y aguzáis el oído, quizá escuchéis lo que está por venir, las historias que están sin publicar, pero que prácticamente están terminadas. No me extrañaría que, al abandonar la caseta de la editorial, en la plaza Luis López Allué en Huesca, en el paseo de la Independencia en Zaragoza, os volváis a casa con una cantinela rondando vuestra cabeza, con un par de tramas zumbando en vuestros oídos, con las dos últimas aventuras que han nacido en estos años. Y podréis contarme algo sobre una vendedora de castañas, que remueve, junto a las brasas de su caseta de madera de la plaza Inmaculada, toda la historia de su pasado. Y podréis repetir las palabras de Mark Twain y acompañar el viaje de una bibliotecaria de un pueblo americano en el que un profesor de literatura ha desaparecido inexplicablemente. Sus títulos, La vendedora de castañas y Mi cita con Mark Twain. Sus historias pronto vais a conocerlas.

lunes, 4 de abril de 2016

Sesión de cine



EL CINE

Había comprado la entrada por Internet. Era una página que había descubierto por casualidad, en una de esas tardes que nos anudamos al cuello para dejarnos mecer por el viento de la apatía y el aburrimiento. Una vez seleccionada la película ya solamente me faltaba adquirir la entrada. Me extrañó que hubiera que rellenar tantísimos campos y que todos llevaran asterisco. No tenía otra cosa que hacer. No tenía nada que ocultar. Pagué con la tarjeta y le di a la opción de confirmar la compra. Ya estaba hecho. Esa misma noche conduciría hasta el centro comercial y disfrutaría de la película. A ella le encantaban estos multicines y siempre habíamos venido aquí.
Como las otras veces, había cerrado los ojos delante de la pantalla del ordenador y pulsado al azar uno de los títulos de la cartelera. Sinceramente, me traía sin cuidado. Yo iba al cine por las palomitas, el refresco y la oscuridad salpicada de ruido envolvente. El género, el director o los actores me traían sin cuidado. Lo único que quería era olvidar que llevaba un año sin ella, que me había abandonado. La quería y aún tenía esperanzas de recuperarla. Por eso me había negado a concederle el divorcio.

Cuando retiré la entrada de una de las máquinas del vestíbulo, pude leer la hora de la sesión, la sala y el asiento. Ni rastro del título. La película estaba a punto de empezar, así que no tuve tiempo de pensar sobre ello. No había cola en los mostradores de refrescos y palomitas. Cargado con mi cubo de palomitas de maíz con mantequilla, mi vaso de coca cola cero, mi pajita y mi entrada, me acerqué hasta el muchacho que franqueaba el acceso a las salas de cine. No se limitó a indicarme la dirección de la sala y rasgar la entrada, como otras veces. Abandonó su puesto y me acompañó hasta el extremo de aquel pasillo de moqueta roja sembrado de cartones de publicidad. Abrió la puerta de la sala trece con una llave y me indicó que accediera a aquel cuarto. Allí no había nadie.

Se trataba de una habitación, una especie de sala de estar, con mesita baja, sofá y sillones con cojines a juego. Había una mesa más alta, de madera de roble, junto a una pared lateral. Aquel mobiliario me resultaba tan familiar… Sobre la mesita baja, un cenicero de mármol blanco y una fotografía con marco de plata, vuelta hacia la pantalla. Sobre ella, empezó a proyectarse la película. No pude pensar en nada más. No pude probar las palomitas ni el refresco.

La película está a punto de acabarse. Son imágenes mías, de mi infancia, de mi familia y amigos, del noviazgo y de nuestra boda. La escena que acaba de proyectarse justo en este momento me sitúa entrando en este cine, comprando la entrada y las palomitas, dejándome guiar por el chico de la entrada. En la pantalla se proyecta ahora, en esta misma salita, una figura, de espaldas, que lleva mi chaqueta, inclinándose sobre la mesita baja y alzando la foto enmarcada. No sé qué significa, pero creo que voy a levantar esta fotografía y llevármela a los ojos. El volumen de la banda sonora de la película ha subido considerablemente. Apenas puedo escuchar mi respiración o los latidos de mi corazón, que está en modo desgarro. Vuelvo el marco y en la fotografía  aparece mi mujer, diez años más joven, abrazada a un tipo con cara de niño, vestido de acomodador. Ambos se encuentran bajo un cartel inmenso de estos multicines. El tipo de la fotografía es clavado al muchacho que me ha acompañado hasta aquí.

Cuando quiero escapar ya es demasiado tarde. Intento forzar la puerta, que está cerrada con llave, y gritar para pedir auxilio. El volumen de la maldita película es tan alto que nadie va a escucharme. Miro de reojo a la pantalla. Hay una sombra que se esconde detrás de la mesa de roble, la mesa sobre la que comíamos aquellas tardes de domingo en casa de mis suegros. La pantalla me devuelve en primer plano el brillo de  una alianza sobre la mano que sostiene un revólver. Sé que los créditos están a punto de aparecer en la pantalla, y que mi nombre va a figurar entre el reparto. Y también el de ella, aunque solamente aparezca unos instantes en toda la película y apenas se le vea parte del rostro y una mano que se mantiene firme. No parece que vaya a temblarle el pulso.

            Juraría que el disparo ha salido de la misma pantalla, como las tres letras sobre fondo negro que han puesto punto y final a esta película.  

lunes, 4 de enero de 2016

Una historia en la terminal del aeropuerto



FLIGHT CONNECTION

            –Sé cómo te llamas y cuánto pesas. Lo sé todo sobre ti, preciosa. ¿Puedo invitarte a una copa?

            La chica del mostrador de facturación de Aerlingus estaba como el Santander. No daba crédito. ¿Quién se creía que era ese joven con un acento español tan marcado que sonaba a goleada fuera de casa? Llevaba una camiseta de Tom Brady y el cinturón a medio poner y la estaba mirando como quien consulta el catálogo de una tienda online. Era guapo, sí, y creído, como sus últimos novios, parejas, compañeros o cosas humanas con las que había salido… huyendo.

– ¿Una copita de vino? Venga, guapa, que lo estás deseando. Déjame que escoja para ti. Soy un experto. En vino y en mujeres.

Cada frase caía sobre la chica del mostrador de Aerlingus como un jarro de agua fría que, al final, hasta se agradece. Hoy iba a coger la chica ese vuelo a Boston y lo último que quería era pensar, darle más vueltas a su decisión de abandonarlo todo, de perder de vista para siempre aquel trabajo, de dejar por fin la terminal y empezar de cero. El muchacho tenía buena planta, aunque la mirara de perfil y no estuviera del todo calzado. Un ratito con él podría hacerle olvidar por un momento que su cerebro era una cinta de recogida de equipajes y que su último día en el aeropuerto había sido una auténtica pesadilla.

Las horas en el mostrador de facturación de la compañía irlandesa para la que trabajaba desde hacía cinco años habían sido horrorosas. Atendiendo, sonriendo, llevándose la mano al tocado que la empresa las obligaba a llevar y haciendo las mismas preguntas en varias lenguas y con la misma paciencia. Siempre de blanco y verde y con ese fular y esa faldita que solamente la podía haber diseñado un misógino. Sin embargo, lo peor era aguantar a los viajeros. La gente se ponía insoportable cuando viajaba y el día de hoy no había sido una excepción.
Recordaba aquella familia de primera hora, aquel matrimonio con dos hijos adolescentes que parecía sacada de unas negociaciones de paz de la ONU. El padre y la madre no paraban de insultarse y amenazarse, mientras las criaturas se mantenían neutrales, no mostrando ningún interés en propiciar una intervención o mediar en el conflicto. Después, una pareja que daba la impresión de que estaba cubierta de resina o de sirope de arce. No se despegaban ni un momento y los que estaban detrás de la cola habían tenido que empujarlos, a ellos y a sus maletas, para que avanzaran hacia el mostrador. Y luego estaba el niño que metía y sacaba cosas de la maleta, aprovechando que su pobre madre abría y cerraba sus bultos mientras calculaba el peso adecuado para evitarse tener que pagar un extra en la facturación.
En el mostrador de Aerlingus también había captado la chica algunas conversaciones entre los viajeros, como la de aquellos americanos que hablaban de política exterior o la de los dos españoles que hablaban de los políticos de interior y de la costa. Fuera ya del mostrador, la joven había observado en los pasillos a aquella azafata que taconeaba bien fuerte, por si todavía quedaba alguien en todo el aeropouerto que no se había percatado de lo mona que iba, y había contemplado también a un señor con su niña de tres o cuatro años, haciendo lo imposible para que su pequeña no descubriera los peluches de su serie favorita en la tienda de paso forzoso hacia las puertas de embarque.

No obstante, si había algo que la chica del mostrador de Aerlingus no podía soportar, eso era el control de seguridad. Esta vez había tenido que pasarlos ella misma, para poder coger su vuelo, y lo había vivido más de cerca que otras veces.
Al contrario que en los controles de la escuela, cuanto más estudias los avisos y escuchas con atención los anuncios de las autoridades aeroportuarias, más nervioso te pones. La gente entrega la documentación cuando les piden la tarjeta de embarque y siempre se olvidan de quitarse el reloj, el cinturón o los zapatos. Los hay tan abrumados que, cuando les toca recoger sus cosas, prueban a atarse los cordones del cinturón y a calzarse el reloj. Unos bajan los brazos cuando hay que levantarlos y, si oyen un pitido, enseguida confiesan faltas y delitos de la adolescencia delante del personal de seguridad.
Es tal la obsesión por no dejarse los objetos personales que los sujetos familiares pasan a un segundo plano. Puedes perder al niño durante varios minutos pero no tienes perdón si te dejas la pulsera o el monedero. Hay personas que tienen vocación de revisor de tren y miran su billete y pasaporte cuatro o cinco veces por minuto.

–Oye, nena, te veo un poco despistada. ¿Un Riojilla pues?

La chica del mostrador de facturación de Aerlingus piensa que el chico es un poco impaciente, y no puede dejar de verlo como cliente, aunque en el día de hoy ambos no sean más que un par de viajeros perdidos en tierra de nadie. Tampoco es tan guapo como le había parecido antes. Sin embargo, a veces es más cómodo dejarse llevar y, por eso, la chica señala el vino más caro de la carta del mostrador-restaurante de la zona de embarque. El pobre muchacho se ha puesto colorado tirando a tempranillo, pero la guapa irlandesa, se dice a sí mismo el chico, ha aceptado por fin su invitación y, antes de que sea demasiado tarde y la chica se arrepienta, habla con la camarera asiática y pide dos copas en un inglés tartamudo. La irlandesa le ha sonreído y al chico español se le ha iluminado la cara. Esta chica es preciosa, ha pensado en un español acelerado.

El chico español lo ha dejado todo por buscar trabajo en el extranjero. Ha dejado hasta de fumar. Ahora masca chicle a todas horas y no para de hacer flexiones con los carrillos. Hace un momento, cuando ha visto a la chica de Aerlingus acercarse a la barra-restaurante, ha tirado el chicle de nicotina al suelo y se ha limpiado con una de las trescientas servilletas que se había afanado en el Burger King donde ha comido, justo al salir de los controles. La servilleta se le ha quedado pegada a los dedos, así que ha decidido no saludar a la chica, por si acaso.
El chico español está nervioso porque la muchacha irlandesa no le presta atención. A lo mejor es sueca. El caso es que la chica está absorta en sus pensamientos. Él desconoce que la muchacha, que es americana, se vuelve hoy para su país porque ha cogido unas vacaciones de las que quizás no regrese.
El muchacho español no sabe que está la pobre harta de sinvergüenzas y de escucharse de todo en el trabajo. En el aeropuerto la gente se cree con derecho a levantar la voz en lugar de la maleta y ella taparía más de una boca con el papel adhesivo con el que marca el equipaje, como si fuera ganado. Algunos la emprenden con ella como si tuviera la culpa de los retrasos y de las cancelaciones de los vuelos. Otros la desnudan con la mirada, como si se cobraran en ella sus fracasos sentimentales. Trabajar en el mostrador de una compañía aérea es como hacer aeróbicos: el jefe te pone firme y el cliente quiere que te inclines  ante él. Por eso este chico se va a tener que dejar el sueldo que no tiene en la gracia de invitar a una chica solitaria. Y bien sola, por cierto. Es otra de las paradojas del curro en un aeropuerto: trabajas para una compañía aérea pero eres la persona más sola de la tierra.

–Mira, creo que voy a dejarte sola. No te preocupes, que la cuenta está pagada. Lamento que no hayas querido ni despegar los labios. Mi avión sí que va a despegar sin mí como no me marche. Confío en que no te haya molestado demasiado. No soy tan idiota como para no reconocer cuando sobro en un sitio.

La chica no ha dejado que el muchacho, atado a la barra de aquel restaurante, se siga flagelando con más frases cosidas con despecho. Él tiene razón y esa mirada suya de animal herido la ha cautivado profundamente. Ya no está tan claro quién es el cazador y quién la presa. La chica del mostrador de Aerlingus ha puesto su mano en el antebrazo del muchacho, como si fuera un click de Playmobil, y ha abierto la boca por primera vez desde que el español la abordó hace un rato para invitarla a una copa. El chico se ha vuelto a sentar y siente otro escalofrío, esta vez  por todo el cuerpo. La chica no le ha soltado el brazo y él la ha escuchado decir, como si fuera música celestial, que van a empezar desde el principio, que cómo es que él sabe cómo se llama ella y cuál es su peso exacto.  

–Tu nombre es Allison. Lo dice tu placa de identificación de Aerlingus. Sé cuánto pesas porque para sentarte en tu mostrador tienes que pisar la cinta en donde depositamos las maletas. Lo hacéis todos los empleados. Mi nombre es Fernando y, aunque aún no ha salido mi vuelo, creo que me encuentro ya en el mismísimo cielo.

La sonrisa de la chica del mostrador de Aerlingus no ha necesitado de traducción. El vino no se le ha subido aún a la cabeza, pero está claro que aquellos dos, el muchacho de la camiseta de los Patriots y la chica de la blusa blanca y verde de Aerlingus, subirán juntos a ese avión rumbo a Boston.