jueves, 28 de diciembre de 2017

Mi media "orange" es bastante "amena"

DISCULPE, ¿HABLO CON EL TITULAR DE LA LÍNEA?

            Acaba de levantarse. Ha ido al servicio. El camarero del Flor me ha hecho un guiño y he sonreído, mirando a mi alrededor absolutamente satisfecho. Me he servido más Somontano. Desde luego, el vino contribuye a que mi sonrisa sea incapaz de desdibujarse de mi rostro. Su voz todavía no quiere abandonar mi mente y se enrosca en mis oídos suave y delicadamente, tan dulcemente que no me va a hacer falta pedir postre. Cuando vuelva pienso atreverme a pedirle el teléfono y a insinuar que me encantaría que me acompañara a ver la última de Woody Allen a los Multicines.
            Ha vuelto a sentarse y me encanta cómo se coloca la servilleta sobre su falda. Es una preciosidad y su acento va a volverme loco. Ha pedido un café bombón y el cumplido no he podido callármelo. Le ha encantado y se ha ruborizado. Es el momento de atacar. Nuestra historia, si todo va bien, será para grabarla y reproducirla una y otra vez. Antes de la proposición que voy a hacerle, toda nuestra aventura se repite en mi interior. Es de película. El guion, de lo más simple.
            Chico está aburrido en casa. Chico coge el teléfono. Chica llama para ofrecer condiciones inmejorables de su aparato de telefonía móvil. Chico escucha atentamente y acepta todo lo que ella dispone. Chico asalta con pregunta sorprendente. Chica reacciona encantada y ambos quedan para cenar el sábado siguiente. La cena es un éxito y solamente falta poner la guinda al pastel. Eso es lo que toca ahora. Allá voy.
            – ¿Me darás tu número de teléfono? Así estamos en contacto y te invito a al cine un día de estos. Tengo pensada una película que te va a encantar. –Ya está. Ya lo he dicho.
            –No puedo darte mi número porque no tengo teléfono móvil –dice, mientras clava en mi mano izquierda una uña azul. Tengo que dejar de leer a Bécquer, lo sé.
            – ¿Me tomas el pelo? ¡Si te dedicas a eso! –replico, apartando bruscamente mi mano de sus dedos afilados.
            –Ya ves. Estas son nuestras condiciones laborales. –Ella parece abatida. Sé que le gusto y tengo que luchar. Me levanto y le hablo apasionadamente.
            -Vas a decirme quién te contrató e iré a hablar con él. La próxima vez que nos veamos tú tendrás un móvil de última generación y yo te escribiré los mensajes más hermosos que nunca hayas recibido.
            -Fue en una empresa de trabajo temporal. En la calle Zaragoza, me parece. Gracias. Me siento tan abochornada… -No ha terminado la frase porque ha huido a la velocidad de la banda ancha. Yo voy a pagar la cuenta y me iré a casa. Esto lo arreglo el mismo lunes.

            Lunes. Estoy en un banco orientado hacia ninguna parte en medio del Coso Alto. A mi derecha, un anciano en batería que suelen recoger cuando empieza a oscurecer. Lo he visto muchos días allí, solo o en compañía de otras personas mayores. A mi izquierda hay un macetero con una planta de no sé qué especie. No sé cuál es su fruto, pero dudo mucho de que deban florecer en ella vasos de plástico y cartones de tetra brick. Este es el famoso macetero contra el que se golpeó el paso de la Santa Cena en la procesión de Semana Santa. Desde entonces ha recuperado el nombre de Última Cena, porque ya no va a volver a salir el año que viene.
            Llevo aquí desde las dos de la tarde y no me quiero ir a casa. He perdido a la chica de mi vida, a mi media naranja, como dicen los cursis. La escena que he protagonizado esta mañana en la E.T.T. ha anulado todas mis esperanzas. Voy a quedarme aquí hasta que se me olvide todo. Todavía me martillea el alma aquella dichosa entrevista.
            –Disculpe, ¿es esta la empresa de trabajo temporal?
            –En efecto –dice un señor con bigote y cara de palo.
            –Entonces podrá atenderme –respondo esperanzado.
            –Tenía que haber venido unos minutos antes. Ya no trabajo aquí. Acaban de despedirme. Tendrá que acudir al nuevo o hablar directamente con el jefe de contrataciones, ese de ahí enfrente –dice, en voz baja, el señor de bigote. Me dirijo al caballero que está al mando y le pregunto por mi chica.
            –Lo siento mucho, joven –no se nota en absoluto ese sentimiento ni en sus gestos ni en sus palabras–, pero ya no estoy al mando de este departamento. Acaban de cambiarme de sección.

            Como me estaba volviendo loco, decidí marcharme y darme una vuelta por la ciudad hasta que he acabado sentándome en este banco. No puedo tirar la toalla y por eso he optado por una arriesgada maniobra. Voy a volver a llamar a la compañía telefónica para intentar preguntar por ella. Tengo que conseguir que me den su nombre y que me la pasen al teléfono. Ya he marcado.


            Tres horas después subo a casa derrotado. Llevo un menú del Burger King para ahogar mis penas en vacuno. Ahora dispongo de tarifa plana, van a instalarme el módem la semana que viene y tengo hasta tres paquetes de canales de televisión. Dispondré de internet en el móvil y me aplicarán un veinte por ciento de reducción en el precio los seis primeros meses. Sin embargo, no han hecho ni el amago de querer pasarme con ella. He perdido para siempre a la mujer que iba a hacerme feliz. No tengo novia, ni compromiso a la vista. Eso sí. Tengo un contrato de permanencia que me ata más que una hipoteca o que un matrimonio. Lo que faltaba. Se han vuelto a olvidar del ketchup.