lunes, 6 de marzo de 2023

El viaje

 EL VIAJE

 

Lo encontré en el fondo de la vieja maleta, en el trastero de la casa de mis padres en General Mayandía. Buscaba una maleta con ruedas y con las medidas perfectas para viajar dentro del avión. Entonces, di con ella.

La vieja maleta de viaje estaba sepultada bajo almohadas, cajas con apuntes y juegos de sábanas. Era una áspera maleta marrón, desgastada y rígida, como una institutriz de la campiña inglesa, como una tía abuela que te lijaba la cara cuando te besaba.

En el interior de la maleta, de aquella oda a la incomodidad de entonces, había quedado atrapado, como un recuerdo obstinado, un cuaderno de anillas sin cubierta y con más de la mitad de las hojas arrancadas. Enseguida reconocí mi propia letra, el trazo inconfundible de aquel niño que era yo hace treinta años.

Saqué aquel cuaderno de anillas y empecé a leer mis propios pensamientos. Estaban cosidos a aquellas hojas que todavía olían a pueblo.  Transpiraban cierzo y rumor de chopos susurrando. La lectura de aquellas frases se reprodujo en mi interior con la voz del niño que se buscaba a sí mismo entre las hojas cuadriculadas del cuaderno. En ellas, mi madre apuntaba las compras y los gastos de todo el verano.

 

Durante los meses en el valle, mis hermanos y yo nos peleábamos por ver quién subiría el cántaro de leche a la tía Carmen, quién pediría permiso para jugar al ping pong en el garaje del tío Manolo o quién llegaría primero al cuarto donde mis tíos guardaban aquellas lecturas. Alguna vez era yo el privilegiado que accedía a las habitaciones de arriba para bucear entre los libros y los tebeos de los tíos.

¿Qué le ocurriría al hombre enmascarado? ¿Qué nueva aventura le esperaba al Príncipe Valiente o a Roberto Alcázar y Pedrín? ¿Qué nuevos amigos haría Caperucita Encarnada?

Los personajes de la estantería de la casa de mis tíos eran de otra época y no salían por la televisión, no me los encontraba en las librerías ni me los recomendaban los maestros de la escuela. Eran mis héroes y heroínas del verano, de ese tiempo apretujado por las clases del Joaquín Costa, esas que me saludaban cada septiembre y me despedían todos los junios.  

El estío, entonces, era largo y duradero. Cuando terminaba, algo moría con él y ni siquiera te explicabas esa tristeza de línea de carretera intermitente que se arrastraba contigo a Zaragoza.

 

Durante aquellos veranos saboreábamos cada momento, los palotes de la piscina municipal y los Colajet con el premio escrito en el palo, los partidos en el campo de Altahoja, las incursiones en el huerto de la de Campaneta, los baños en las pozas del río, heladas como el adiós a la tía y a la abuela y, sobre todo, los momentos de lectura en el cuarto de arriba de la casa de la tía Carmen.

Eran libros enormes, de tapas duras, encuadernados a conciencia. Pesaban una barbaridad y eran de todo menos manejables. Acababa con los brazos doloridos después de la lectura, pero eso no importaba. Después del verano volvía más alto, más fuerte y con la imaginación en plena forma.

Debió de ser entonces cuando garabateé, en aquel cuaderno de la compra que le sisé a mi madre en la cocina, alguna que otra aventura de mi cosecha.

 

Es curioso. Mañana me voy de viaje en avión. No obstante, no creo que sea comparable a ese viaje que mi imaginación realizaba todos aquellos veranos, o al que acabo de hacer, sentado en el suelo del trastero, delante de un simple cuaderno de anillas.

 

sábado, 18 de febrero de 2023

El obstáculo o cómo el amor puede con todo

 

EL OBSTÁCULO


            El plan era perfecto. El objetivo estaba bien definido. El amor, me habían enseñado siempre, es capaz de deshacerse de cualquier obstáculo. Por muchas dificultades que encuentren en el camino dos almas que se quieren terminarán uniéndose para siempre. Y sabes que te quiero con locura. Por eso nada podía interponerse entre nosotros y por eso me había procurado aquel  atuendo que haría las delicias de tu altanera esposa. Me había vestido así para la entrevista y la mirada de ella mostraba que estaba encantada. Mi actitud servil y apocada la hacían parecer superior y con mi humillación crecían las posibilidades de que me ofreciera el puesto. Tú no hacías más que reírte y taparte el rostro con las manos y eso me ponía cada vez más nerviosa. Tu mujer podía sospechar y tú no hacías sino darle argumentos. Me  sugeriste que me faltaba una cofia y un plumero y entonces ella te miró con extrañeza. Imité aquel acento colombiano que habíamos  ensayado y puse esa sonrisa fabulosa que me hacía parecer imbécil y no pudiste reprimir la carcajada. Ella se creyó que te reías de mis orígenes y te puso en su sitio. A pesar de su hipocresía, tu   mujer es una mujer de carácter, no lo niego. Y entiendo por qué le tienes miedo. Cuando se marchó para hacer unas compras y nos dejó con el viejo a los dos solos, pude quitarme el dichoso delantalito.

Ya estaba contratada. La representación había sido un éxito pero aún no había acabado todo. Ahora íbamos a pasar mucho tiempo juntos y siempre que tu esposa desapareciera de casa estaríamos en condiciones de entregarnos y matarnos de amor. Te dije que nuestro destino era estar juntos y que encontraría la manera de hacerlo realidad. No he cambiado de opinión y te repito esto mismo ahora, susurrándotelo al oído, para que no lo olvides nunca. Porque, en el fondo, tu mujer no es más que una criatura maquillada de buenas palabras y forrada de exquisitas telas. Ella no es cariñosa contigo, no te quiere y ni siquiera es hermosa. No la he visto sonreír ni una sola vez desde que la conozco y tampoco creo que tú le hayas arrancado nunca una sonrisa. Sin embargo, tiene un atractivo que no le discuto, con ese lenguaje fino y esos andares y esos movimientos de danza clásica que parece que la van a envolver a una y van a hacer que acabe alabándole el gusto, llevándole la corriente y lanzándole miradas de aprobación incondicionales.

            ¿Te acuerdas de cómo me senté en este sillón del saloncito  y me quité aquellos zapatos negros que me hacían un daño espantoso? Las medias negras no me dejaban respirar y el vestido,  que había elegido en una tienda de costura a la que llevaba a mi  madre, me venía muy justo. Estaba loca por ponerme mis vaque ros anchos y mi blusa pero no podíamos arriesgarnos. Ella podía  regresar en cualquier momento. me habías dicho que era muy  caprichosa y absolutamente imprevisible. ¿Y si se cansaba en la primera tienda y volvía furiosa a casa? Yo tenía que estar en mi puesto, con mi uniforme, aunque el tacón de los zapatos y las mangas del vestido negro me estuvieran asfixiando. A ti te encantaban, lo sé, todas estas prendas y me pellizcabas y me ponías ojitos de  deseo. Pero no había tiempo para juegos y debíamos, en primer lugar, ocuparnos de tu suegro.

El hombre estaba impedido desde hacía treinta años. Estaba atado a una silla de ruedas. De cintura para abajo no  era más que una maceta cubierta de tierra. Sin embargo, no me inspiraba el viejo ninguna lástima. En primer lugar porque era el padre de aquella arpía y, por ello, culpable de su existencia y de su indolente carácter. En segundo lugar por cómo te trataba a ti. No te perdonaba una y se reía desde su trono de ruedas de cada humillación que te regalaba su pérfida hija. Y luego estaba esa costumbre suya de esconderlo todo, de hacer desaparecer las cosas, volviéndonos a todos locos. Yo ya te lo había dicho, quizá  con otras palabras. A lo mejor no le iba a hacer tanta gracia que fuéramos tú y yo los que hiciéramos desaparecer lo que él más apreciaba en el mundo…



Desde el principio de nuestra relación consideramos ineludible eliminar de la ecuación a tu esposa. Para lo cual –me encantó cómo concluiste el símil matemático que encerraba mi propuesta– no había otra alternativa que despejar al anciano. Si yo entraba a cuidarlo como asistenta y me hacía pasar por extranjera, cobrando una miseria y sonriendo como una tonta, tu mujer tendría alguien más sobre quien ejercer su dominio y su altivez y tu suegro ya no alentaría ese estado de alerta y desconfianza que su cuidado había provocado en ella. Porque tu mujer, lo sabes bien, desde que os habíais hecho cargo del anciano, había estrangulado tu felicidad. Controlaba todo lo que  hacías y vigilaba tus pasos, hasta que te escapaste aquella noche  a respirar el humo libre del tabaco a escondidas y las copas de estraperlo. Sé muy bien cómo te encontré en aquel restaurante, fumando un cigarro tras otro, bebiendo de aquel vino de la casa con el que intentabas inútilmente emborracharte. Tu tristeza despertó mi vida y tu historia agitó mi conciencia desarmada.



Te quiero. No me importa que lo que íbamos a hacer fuera reprobable. Mi corazón, que latía por inercia antes de aquella noche, tenía su caducidad pegada al tuyo, y para que pudiera vivir necesitaba que aquella bruja se evaporara de nuestras vidas. Por eso preparé el veneno, lo metí en una petaquita muy mona que me habías regalado en uno de tus viajes con ella, jugándote la vida para que no te sorprendiera en el Duty Free del aeropuerto, y la  llevé al piso oculta entre el vestido negro de doncella decimonónica. Me habías hablado de su costumbre de tomarse un anís a media mañana, como aquellas señoronas de las series de época y no iba a resultar difícil verter el contenido de la petaca en su copa. ¿Quién me iba a decir que el anciano se había levantado esa mañana con ánimo suficiente como para pegarse un lingotazo a la salud de todos nosotros?

             El viejo había visto la petaca y sus ojos empujaron sus pensamientos y su maltrecho cuerpo hasta allí. No me di cuenta porque en ese momento yo me entretenía haciendo su cama. Si ella veía el cuarto de su papá sin hacer descargaría toda su insatisfacción contra mí y ese disgusto le agriaría el carácter y podría hacerle cambiar de idea, dejar su costumbre de la copita  mañanera y dedicar la mejor de sus broncas y la más horrible de sus muecas para la sudamericana descuidada que había metido en casa por caridad. Ya me había tragado más de una amonestación y sabía que cuando empezaba no era capaz de parar. Cuando salí de la habitación de tu suegro, tras estirar las sábanas y golpear con fuerza su almohada, descubrí con horror la petaca vacía sobre el suelo del salón. ¿Qué había hecho el insensato? Fue imposible salvarlo. Un ataque al corazón camuflaría la verdadera causa de la muerte porque un anciano en ese estado no iba a levantar sospechas ni aunque el mismo Poirot hubiera supervisado su autopsia.


            Fue una sorpresa que tu mujer no me echara a la calle. Se había encariñado conmigo, con mi presencia en vuestro hogar, reconocía que la limpieza y el orden que había puesto en él me convertían en una persona imprescindible para la casa. Quería que siguiera a su servicio –todavía usaba expresiones de principios de siglo, como si así pudiera recuperar una conciencia de clase a la que le hubiera encantado pertenecer– y me encargara  de las tareas domésticas, con más dedicación que antes, ahora que su padre faltaba. No podía soportar esos arrebatos sentimentales que representaba frente a mí cada vez que nombraba a su difunto padre. Mi mala conciencia tampoco. Cada vez me era más  odiosa y tú estabas de acuerdo conmigo en que su presencia era  un obstáculo que no iba a desaparecer si solamente tratábamos de evitarlo.


            Te miro ahora y aprieto contra ti mi pecho. Busco tu mirada   perdida y llevo mis labios a los tuyos. ¿No sientes como yo que nuestros corazones se buscan y sus pilas deberían durar eternamente? Yo lo había preparado todo. Aquella mañana ella estaba  de buen humor y leí en sus ojos que era el día perfecto para  que disfrutara de su copita de anís. No había abandonado esta costumbre la señora y eso alentó que repitiera mi intentona. Es verdad que no te dije nada a ti, cariño. Iba a ser una sorpresa y el  beso con el que te contaría todo me hubiera perdonado el que te lo   ocultara. ¿Cómo iba a suponer que haberla visto así de contenta  te iba a animar de esa manera? ¿Cómo podía imaginarme que tú  la acompañarías en esa copita y que ibas a escoger precisamente  la que acababa de llenar con el veneno?


Tu mujer ha salido disparada a buscar un médico. ¿Acaso te quiere todavía? Yo me he quedado aquí contigo y todavía siento algo de calor en tu cuerpo. que es una ilusión porque el veneno está actuando igual de rápido que la última vez, cuando tu suegro le cambió el billete en el viaje a ninguna parte en el que ella nunca termina de embarcarse. Tu esposa aún no ha vuelto o a lo mejor es la que lleva llamando al timbre desde hace un buen rato. Yo no puedo moverme de aquí porque quiero disfrutar de los últimos momentos de nuestra vida en los que vamos a estar los dos solos, sin viejos que incomoden ni brujas que nos  desprecien. 



Te quiero. Te lo he dicho ya. Te he contado esta historia por si la recuerdas cuando nos volvamos a ver. Ahora parece que aporrean la puerta. Van a entrar. no te muevas. Me pondré  delante de ti y me convertiré en un obstáculo para ella. Estoy convencida de que si intenta quitarme de en medio le ocurrirá como nosotros y acabará siendo tu viuda la que se borre ella misma del  mapa, la que nos dirá adiós desde la ventanilla del vuelo sin destino que reservamos y yo para ella con demasiada antelación.

viernes, 3 de febrero de 2023

La otra fábula del murciélago, la araña y la serpiente

 

LA OTRA FÁBULA DEL MURCIÉLAGO, LA ARAÑA Y LA SERPIENTE

 

Los sonidos de la naturaleza nunca cesan. Por el día, por la noche, al atardecer o al mediodía, en medio del bosque o en mitad de las poblaciones, nuestro oído se ve agasajado en todo momento. Desde el primer trino de las golondrinas hasta el batir de alas del murciélago o el pestañeo fugaz de la lechuza, la naturaleza nos ofrece un auténtico recital. Para escuchar a la naturaleza, sin embargo, es necesario no hacer ningún ruido. Si no, toda esa gama riquísima de tonos pasa totalmente desapercibida. Para captar los sonidos del mundo natural es preciso acallar completamente todo lo que nos rodea. Para escuchar es imprescindible el silencio.

            Hace cientos de años, en el interior de una desconocida selva, un niño de un poblado ignoto se perdió. No había entonces calendarios ni existían mapas, aunque el dolor y el miedo transitaban ya sobre este mundo. El niño estuvo caminando en círculos durante toda la jornada. Sin embargo, todo su esfuerzo fue en vano. El sol se ocultó y dejó que los criminales noctámbulos camparan a sus anchas. La noche se presentó como una maestra implacable que no iba a aceptar ninguna excusa. Venía acompañada por el sueño, ese inspector que nunca transige. El sueño escoltó a la noche hasta el corazón del niño y el silencio entumeció los frágiles músculos de la asustada criatura. El frío despertó de repente y al niño no le quedó otra opción que refugiarse dentro de una cueva disimulada bajo la maleza.

            Palpando la roca llegó hasta un abrigo natural donde pudo sentarse. Arrastró hasta allí unas ramas cubiertas de hojas, con las que se fabricó unas mantas que nada envidaban a las pieles de las mejores viviendas del poblado. El niño cerró los ojos y se imaginó al abuelo contándole uno de sus cuentos, mientras su madre le arropaba y su padre preparaba uno de sus juegos. ¿Y si aquella experiencia terrible la convertía en uno de los pasatiempos de su padre? La noche le daba miedo, pero también podía enseñarle algo mucho más valioso. El frío, el silencio y el sueño habían venido para atemorizarlo, pero él les plantaría cara. El niño abrió los ojos. No veía nada. Dejó de moverse porque ya no tenía frío. Entonces, cuando el silencio se hizo dueño y señor de su guarida de piedra, el niño comenzó a escuchar y a sentir que no estaba solo en aquella cueva.   

 

            Antes, cuando se había acomodado contra la fría roca, el niño había sentido en el rostro el tacto de seda de una telaraña que él había desbaratado de un manotazo. Podía ahora percibir el baile de una araña remendando su trabajo echado a perder. Casi podía escuchar sus lamentos. El niño imitó  las quejas en voz alta del artrópodo y le hizo gracia aplicar, sobre aquellas lamentaciones, el acento de su hermana mayor, siempre tan cascarrabias. Que si ya estaba bien, que no hacía más que trabajar, limpiar y arreglar la casa y que, venga, todos a ensuciar sin preocuparse, que ya estaba ella para dejarlo todo en orden.

Aquella araña debía de tener los ojos como los de su hermana, grises y apagados, como difuminados sobre la cara. El niño no pudo evitar una sonrisa porque recordó aquella vez que le había pintado con un carboncillo a su hermana unas manchas de tigre y ella tardó muchísimo en darse cuenta.

Todavía permanecía el niño recordando y reproduciendo la voz quejosa de su hermana, diciéndoles a todos que salieran de la casa y que la dejaran en paz y que no volvieran hasta que se hubieran limpiado bien, cuando otro sonido vino a hacerle compañía. Reptando bajo sus pies descalzos apareció una serpiente. El siseo adormeció las voces de su imaginación y congeló esa sonrisa en el rostro del niño. Pero aquello no duró mucho tiempo.

 

El niño no tardó demasiado en volver a sonreír. No tenía miedo. Ese sonido que silbaba desde la tierra de la cueva y llegaba hasta sus oídos era el mismo que hacía madre cuando les pedía a él y a su hermana que no se pelearan, que no jugaran ni dieran voces cuando padre se estaba echando un sueñecito. Era el mismo sonido que hacía madre cuando los hombres del poblado se reunían en casa y trataban de asuntos importantes. Los niños no deben hacer ruido cuando hablan los mayores. No deben molestar el descanso del cabeza de familia. Psss, callaos, guardad silencio, no hagáis ruido.

Madre tenía una manera de hablar en susurros que a él le parecía divertida. Pronunciaba las palabras como si estuvieran jugando a caballitos en un campo de minas. Era como si las eses bombardearan todas las frases y las ahogaran. Al niño le recordaban aquellas oraciones de los ancianos del poblado en los interminables ritos de la caza, de las estaciones, de las cosechas…

Y claro, ese sonido que traía consigo la serpiente le produjo un estallido de risas y carcajadas. El niño no podía dejar de pensar en su madre llamándoles la atención. Les ocurría lo mismo a su hermana y a él dentro de la choza. Se contagiaban la risa y su madre, que seguí mandándoles callar con esa voz tan divertida, se enfadaba mucho y aquello hacía todavía más inevitable la risa.

Por eso el niño, en el interior de la cueva, soltó abruptamente una carcajada tan sonora que la serpiente huyó bien lejos de aquel ser extraño cubierto de ramas y hojarasca. La araña, por su parte, dio un brinco y salió trepando por el techo de roca. Sin embargo, esa misma carcajada atrajo a otro animal agazapado cerca del pequeño. Un murciélago batió sus alas y atravesó el corredor que llegaba hasta el rincón de la cueva donde el niño reía a gusto. El ruido de las alas asustó al niño al principio, pero enseguida se tranquilizó.

Ese sonido era el que hacía el chamán del poblado cuando ahuyentaba los malos espíritus, las grandes catástrofes y las terribles tormentas. Era el sonido del bastón agitándose en el aire, expulsando males y maldiciones, despojando al poblado de todo lo dañino y perjudicial.

El murciélago sintió tan cerca de sí aquella carcajada que volvió a batir sus alas y despareció por otro corredor dentro de la cueva. El niño volvió a sentir un alivio gigantesco, como el que sentía cada vez que el chamán les prometía que todas las amenazas estaban conjuradas y que el mal se había alejado definitivamente de su pueblo. El alivio era tan grande que el niño sintió una relajación, un calor y una paz que lo envolvieron con una sensación más agradable que las hojas y las ramas con las que se acurrucaba en la roca. El sueño acabó venciéndolo y un hormigueo muy placentero invadió al pequeño.

No despertó hasta la mañana siguiente, cuando sus padres y otras familias del poblado encontraron al pequeño apaciblemente dormido dentro de la cueva, cubierto de hojas y con una sonrisa en los labios. El niño volvió a su casa con el corazón más fuerte y lleno de valor. La música de la selva acompañó a toda la familia hasta el poblado. En esa melodía el niño distinguía los acordes del murciélago, de la serpiente y de la araña. Ese sonido no lo abandonaría jamás. El niño había aprendido a hacerse dueño de su silencio.

viernes, 13 de enero de 2023

La fábula del murciélago, la araña y la serpiente

 

EL MURCIÉLAGO, LA ARAÑA Y LA SERPIENTE 


Un día los animales de la selva quisieron elegir cuáles podrían considerarse las especies más aterradoras. No tenían que ser necesariamente las más agresivas o dañinas. Se trataba de descubrir entre ellos a los ejemplares que eran capaces de provocar en los demás un mayor espanto.

Fue en una reunión extraordinaria a la que todos estaban obligados a asistir. Al finalizar, algunos querían entregar ya su voto para desentenderse enseguida de tan desagradable iniciativa y estaban ansiosos por comunicar su resultado a la pantera negra, encargada de recoger el sentir popular. Otros se negaban taxativamente a participar en semejante votación, pues solamente pensar en esas temibles cualidades y materializarlas en uno de sus vecinos les llenaba de horror. 

Tuvo que poner orden el árbol milenario, alrededor del cual seguían reuniéndose todos desde hacía multitud de generaciones. Habló, pues, el más anciano y de más profundas raíces y convino en que la votación se realizaría al día siguiente, que todos estaban obligados a ejercer su voto y que debían meditar sobre su respuesta al menos durante el momento más oscuro de la noche previa al día de la votación.

 

El lugar más secreto para meditar sobre tan extraño requerimiento era, sin ninguna duda, la cueva del viejo escritor. 

Todos los animales conocían el escondrijo de aquel arrinconado anciano para el que no existía piedad ni perdón en la sociedad de los humanos. La ciudad le había vuelto la espalda y él se había refugiado en aquella cueva que había elegido como lecho y como lugar de trabajo. Los animales no estaban preparados para comprender qué delito había conducido hasta allí a aquel humano y por qué ninguna otra criatura acompañó al desdichado al interior del bosque. 

Tampoco a ellos les correspondía juzgar por qué se empeñaba el viejo en continuar con su trabajo y no se abandonaba, simplemente, a la muerte. Lejos de sumirse en el propio desamparo, el anciano seguía componiendo versos y llenando folios y, aunque al principio algunos animales se asustaban, la costumbre de versificar en voz alta ya no alteraba ni a las hormigas. 

En realidad, la cueva era el sitio más tranquilo y recogido para responder a la curiosa pregunta que se le había formulado a toda la comunidad de animales y allí se congregaron, sin ponerse de acuerdo, la gran mayoría de ellos.



Pero tres de los animales que al día siguiente ni siquiera se presentarían a la reunión en torno al árbol milenario llevaban un buen rato precisamente en el interior de la cueva del viejo escritor. Estaban discutiendo en torno al cuerpo del anciano extendido sobre su esterilla de caña. Al principio hablaban entre susurros, por miedo a despertar al hombre que dormitaba en su roca. Después el tono de voz fue elevándose, de tal forma que ningún animal que se encontrara en las inmediaciones de la cueva podría negar haber escuchado toda la conversación. 

Los tres animales se encontraban tan enzarzados en su riña que ni siquiera se dieron cuenta de que el resto de la comunidad animal se había congregado alrededor de ellos, como si se trataran de los protagonistas de uno de aquellos documentales que los humanos acababan produciendo para alguna cadena de televisión.


–Ya no lo soporto más. Voy a aprovechar que duerme para abrirle una herida fatal y conseguir que muera desangrado. Lo he pensado mucho y creo que es la manera más rápida –dijo el murciélago, moviendo la cabeza a ambos lados, como quitándose un peso de encima.

–Ni se te ocurra, pequeño –interrumpió la serpiente, estirando la cola para frenar aquel balanceo que ya le estaba poniendo histérica.

–¿Y por qué ahora precisamente? ¿Qué prisas os han entrado por deshaceros de él? –chilló la araña, harta de la compañía de esas dos criaturas repelentes.

–No tengo por qué darte explicaciones, patitas, ni a ti ni a nadie. Ya era hora de que le facilitáramos al viejo su final y estoy segura de que va a agradecérmelo. –Era cierto que la serpiente actuaba en parte porque se había convencido en los últimos días de que el anciano no podía soportarlo más.

–Me río yo de tu piedad, lengua bífida. –Entre la oscuridad no era fácil distinguir si el rostro del murciélago mostraba irritación, burla u otra cosa–. Desde el primer momento has querido asestarle el golpe final, pero yo he hecho lo imposible por impedirlo. Deberías mostrarte agradecida.

–Es lo que me faltaba por oír, Murci. –La serpiente se enrosca para tomar impulso y acercarse a la grieta en la que cuelga su interlocutor–. Desde el principio fui yo la que ha evitado su muerte, porque sabía el bien que nos iba a proporcionar su poesía. ¿No habéis vibrado con sus palabras, con el don que se nos ha negado a cada uno de nosotros? Pero su voz ya no me dice nada y compartir su inspiración con vosotros tampoco me ha hecho mejor serpiente.

–Son falsas tus palabras y venenosas tus frases. –Se atrevió la araña a descolgarse hasta la misma cabeza de la serpiente–. Te arrastras por el suelo y por eso no puedes expresarte de otra forma. El murciélago y yo te paramos los pies –valga la expresión– pero tú insistes en convertirte en la salvadora del anciano, perdonándole primero la vida y ofreciéndole una muerte dulce ahora que ya está próximo su fin.

 

La serpiente no se esperaba una reacción valiente como la que protagonizó la araña. Un brillo en los ojos de la víbora alertó al murciélago, que conocía demasiado bien a aquel bicho rastrero. Creyó que iba a lanzarse contra la araña y derribarla pero no fue así. La serpiente se limitó a hablar como ella sabía hacerlo, arrastrando las sílabas, alargando las eses y produciendo esa sensación hipnótica que solía ser irresistible.



–Entiendo vuestras reservas, aunque me duela reconocer la ingratitud sobre la que se construyen. Yo no os he atado a este rincón de roca y os he obligado a dejar con vida al viejo ni os he amenazado si se os ocurría tocarlo. Los tres consideramos más preciada su vida y más beneficiosa su existencia y hemos descubierto en sus palabras y en sus versos insondables caminos de paz espiritual. ¿Por qué, si no, hemos estado metidos en este agujero durante tanto tiempo? ¿Por qué nos hemos olvidado de la fresca orilla del río o de la húmeda sombra bajo el gran árbol milenario? ¿Qué nos ha retenido entre estas grietas, agujeros y simas y entre este eco que no es sino el desafío atroz de nuestras conciencias? 

Ha sido la música humana, la mágica palabra, la profunda poesía del viejo la que nos ha mantenido juntos en esta roca. Porque, sinceramente –la serpiente penetra con la mirada a la araña, que se traga esas palabras sin pararse a respirar– no querrás hacernos creer que tú solita podías ser capaz de acabar con la vida del anciano. ¡Tu veneno no es capaz ni de inmovilizar a un gusano de seda, cuanto menos puede siquiera acariciar a un animal más grande, como a tu inofensivo murciélago, por ejemplo!


–No le hagas ningún caso, patitas. –La araña está tan furiosa que la voz del murciélago le aguijonea el cuerpo y las ansias de demostrar lo equivocada que está la serpiente la lanzan contra el quiróptero, al que inyecta todo su veneno antes de dejarse caer sobre un hilillo ante el que la serpiente no encontrará resistencia. El cuerpo del murciélago cae muerto a los pies del escritor, que acaba de abrir los ojos y empieza a incorporarse.

–Nunca debiste escuchar a quien no te convenía –susurra la serpiente mientras barre con su cuerpo aquel arácnido inofensivo carcomido por el arrepentimiento, que se deja aplastar contra la roca inmóvil– y ya nada va a estorbarme para que el humano conozca por fin a su principal enemigo.


En ese momento el viejo secciona con su machete la cabeza de la serpiente y agradece a los dioses que el ruido de un murciélago caído lo haya despertado. Su cuerpo vuelve a recobrar la paz y el silencio lo invade todo de nuevo. Ahora está preparado para su último viaje y no va a llevarse nada de equipaje. 


Los animales, que han visto el horror dibujado en cada uno de los cuatro seres a los que han observado desde la oscuridad, han sentido el miedo de todos ellos y será difícil que hoy puedan conciliar el sueño. Lo que no va a ser nada difícil después de la escena en la cueva del viejo escritor –huido para siempre de la selva y de este mundo– es emitir el voto para la reunión del día siguiente. 


Ciertamente, lo que más ha asustado a los animales, lo que indudablemente será reconocido como el verdadero rostro del terror, tal y como recogerán prácticamente todas las papeletas que la pantera negra acercará al día siguiente al árbol milenario, ha sido el rostro de auténtico pavor que apareció como una maldición horrible en el viejo solitario de la cueva. 

Nada produce más miedo en la comunidad animal –sentenciará el árbol milenario tras el recuento de todos los votos– que el reflejo de nuestros propios temores en la faz oscura, siempre ensombrecida, de los hombres.