lunes, 6 de marzo de 2023

El viaje

 EL VIAJE

 

Lo encontré en el fondo de la vieja maleta, en el trastero de la casa de mis padres en General Mayandía. Buscaba una maleta con ruedas y con las medidas perfectas para viajar dentro del avión. Entonces, di con ella.

La vieja maleta de viaje estaba sepultada bajo almohadas, cajas con apuntes y juegos de sábanas. Era una áspera maleta marrón, desgastada y rígida, como una institutriz de la campiña inglesa, como una tía abuela que te lijaba la cara cuando te besaba.

En el interior de la maleta, de aquella oda a la incomodidad de entonces, había quedado atrapado, como un recuerdo obstinado, un cuaderno de anillas sin cubierta y con más de la mitad de las hojas arrancadas. Enseguida reconocí mi propia letra, el trazo inconfundible de aquel niño que era yo hace treinta años.

Saqué aquel cuaderno de anillas y empecé a leer mis propios pensamientos. Estaban cosidos a aquellas hojas que todavía olían a pueblo.  Transpiraban cierzo y rumor de chopos susurrando. La lectura de aquellas frases se reprodujo en mi interior con la voz del niño que se buscaba a sí mismo entre las hojas cuadriculadas del cuaderno. En ellas, mi madre apuntaba las compras y los gastos de todo el verano.

 

Durante los meses en el valle, mis hermanos y yo nos peleábamos por ver quién subiría el cántaro de leche a la tía Carmen, quién pediría permiso para jugar al ping pong en el garaje del tío Manolo o quién llegaría primero al cuarto donde mis tíos guardaban aquellas lecturas. Alguna vez era yo el privilegiado que accedía a las habitaciones de arriba para bucear entre los libros y los tebeos de los tíos.

¿Qué le ocurriría al hombre enmascarado? ¿Qué nueva aventura le esperaba al Príncipe Valiente o a Roberto Alcázar y Pedrín? ¿Qué nuevos amigos haría Caperucita Encarnada?

Los personajes de la estantería de la casa de mis tíos eran de otra época y no salían por la televisión, no me los encontraba en las librerías ni me los recomendaban los maestros de la escuela. Eran mis héroes y heroínas del verano, de ese tiempo apretujado por las clases del Joaquín Costa, esas que me saludaban cada septiembre y me despedían todos los junios.  

El estío, entonces, era largo y duradero. Cuando terminaba, algo moría con él y ni siquiera te explicabas esa tristeza de línea de carretera intermitente que se arrastraba contigo a Zaragoza.

 

Durante aquellos veranos saboreábamos cada momento, los palotes de la piscina municipal y los Colajet con el premio escrito en el palo, los partidos en el campo de Altahoja, las incursiones en el huerto de la de Campaneta, los baños en las pozas del río, heladas como el adiós a la tía y a la abuela y, sobre todo, los momentos de lectura en el cuarto de arriba de la casa de la tía Carmen.

Eran libros enormes, de tapas duras, encuadernados a conciencia. Pesaban una barbaridad y eran de todo menos manejables. Acababa con los brazos doloridos después de la lectura, pero eso no importaba. Después del verano volvía más alto, más fuerte y con la imaginación en plena forma.

Debió de ser entonces cuando garabateé, en aquel cuaderno de la compra que le sisé a mi madre en la cocina, alguna que otra aventura de mi cosecha.

 

Es curioso. Mañana me voy de viaje en avión. No obstante, no creo que sea comparable a ese viaje que mi imaginación realizaba todos aquellos veranos, o al que acabo de hacer, sentado en el suelo del trastero, delante de un simple cuaderno de anillas.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario