martes, 9 de julio de 2013

Cuando falla el sistema, las consecuencias pueden ser nefastas



LA RUEDA

I

            Era la última vez que pasaríamos a recogerla. El sistema no había funcionado. Tendríamos que abandonar el proyecto y eso era lo que más le dolía al señor Terbalo en el momento en el que se acomodaba en mi coche y se ponía el cinturón de seguridad con un brusco tirón. A él le traía sin cuidado que a partir de mañana iba a tener que coger el coche todos los días, hacerse sus veinte minutos de carretera y entrar en la fábrica con la única compañía de sus pensamientos color ceniza. No, eso no era lo que le pesaba como una losa sobre una espalda en batalla campal con el respaldo del asiento de atrás del coche. Tampoco le disgustaba el gasto que supondría, tal y como estaba ahora el gasóleo, el hecho de que su propio vehículo tuviera que llevarlo y traerlo todos y cada uno de los días laborables a partir de la mañana siguiente. En realidad, al señor Terbalo solamente le irritaba que su sistema hubiera fallado, que su cuadrante, impreso en octavillas para llevar en la cartera, no iba a ser de ninguna utilidad una vez que terminara la jornada de trabajo. Observé a través del espejo retrovisor cómo el espíritu práctico del señor Terbalo dibujaba una imagen sobre asiento y respaldo vacíos junto a la ventanilla, un contorno que en unos minutos cobraría vida, con voz, forma y maneras, cuando pasáramos por la rotonda del Eroski a recogerla. Cuando ella ocupara por última vez su lugar en el vehículo, la frustración, la impotencia y el fracaso la recibirían desde la parte central del asiento de atrás con el frío saludo de lo inevitable.
            En la otra ventanilla, en el lado del conductor, justo detrás de donde yo estaba, la señorita Olerot, con los ojos todavía en fase de sueño, mascullaba lo que querían ser palabras inteligibles, pero nacían como abortos de frases dirigidas a oyentes insensibles. Más de una vez llamé su atención para que me repitiera lo que fuera que estaba musitando. Entonces, se revolvía alarmada, desatornillaba ambos ojos con el dorso de sus manos y se acomodaba buscando refugio en el calor del coche. La señorita Olerot no era humana hasta que un café que sabía a clavos oxidados la despertaba de un coma etílico que la visitaba cada amanecer desde hacía cinco años, los mismos que llevaba trabajando en la fábrica. Los veinte minutos que se tardaba en llegar al trabajo no hacían de ella más de lo que producía el calor de un microondas sobre un tupperware con cocina casera. Aún no habíamos pasado a por la señorita Nalbac, ciertamente. Pero el asiento de atrás ya estaba preparado para recibir a la última integrante de la rueda, y era evidente que pocas muestras de comunicación iban a darse desde aquel cuartito de atrás del coche. El señor Terbalo y la señorita Olerot difícilmente abordarían una conversación que a mí se me estaba haciendo ineludible. Me temía que iba a tener que ser yo quien la iniciara. No antes de que ella se subiera al coche, claro. Y para eso había que recoger primero a la señorita Nalbac.
            La señorita Nalbac se sentaba delante siempre. Nadie discutía su privilegio. Era la única persona, la única compañera que tenía capacidad para replicarme. Los días que me tocaba conducir, como este jueves frío de febrero, máxime cuando la semana estaba avanzada y las fuerzas más que agotadas, el trayecto de mi casa a la fábrica me exigía un despertar que nadie más que la señorita Nalbac era capaz de inspirar. Su viveza, su locuacidad, su carrera de obstáculos entre los temas que jalonan nuestra recién desperezada jornada, su energía y su vitalidad eran indispensables. La señorita Nalbac daba los buenos días y respondía por todos los miembros de la rueda. Sin ella me habría desayunado a más de un ciclista o almorzado a medio centenar de señales de tráfico. La señorita Nalbac solamente se apagaba cuando regresábamos de la fábrica. Entonces, la actividad laboral ya se había encargado de hacer inútil sus saludos, sus sonrisas, sus réplicas y contrarréplicas.
            Cuando el asiento del copiloto fue ocupado y una voz lejana y discordante acompañó a mi saludo de cortesía, arranqué el vehículo y me dirigí al último punto de recogida. Ella estaría allí desde hacía un buen rato, porque habíamos parado a echar gasolina y la muchacha del área de servicio se había hecho un lío con las tarjetas. No era la primera vez que íbamos a recogerla tarde. El día, además, era frío. El sol había salido ya, pero lo disimulaba descaradamente. El cielo se mostraba opaco, como si las nubes se hubieran abalanzado sobre la ciudad en una tentativa absurda de jugar con ella a la gallinita ciega. Mal día para retrasarse en la rueda. Mal día.
            -Supongo que sabéis qué hora es. –Una voz que estaba hecha de humo se subió al asiento de atrás del coche y se acomodó junto al señor Terbalo. La señorita Olerot emitió un ruido que solo un oído experto hubiera diferenciado de aquel que producía el motor de mi vehículo.
            -Ya perdonarás. –Me disculpé. Hemos echado gasolina.
            -Ya. –Dos letras. Esa fue su respuesta.
            En vano la señorita Nalbac introdujo seis u ocho temas de conversación distintos. En vano intenté yo contar con gracia el azoramiento y la torpeza de la pobre chica de la estación de servicio. Desde la rotonda del Eroski hasta los últimos kilómetros de autovía antes de la salida que nos dejaba en la carretera de servicio de la fábrica, ella no habló. No comentó nada. Se limitó a endurecer el rostro, a apretar los dientes y mostrar, altaneras, frente y barbilla. Nadie queríamos decir lo que flotaba en el ambiente desde hacía unos días. El señor Terbalo era a quien le correspondía formularlo, lo sabíamos todos. No obstante, en el asiento de atrás, él seguía maldiciendo la fortuna que había hecho fracasar su perfeccionado sistema, totalmente ajeno a una conversación que debería de haber empezado unos kilómetros atrás, en el mismo punto de la rotonda en el que recogíamos a aquella enhiesta compañera de trabajo desde hacía cinco largos años.   

II

            Trabajar en la fábrica nos había cambiado a todos, incluida a mí. Allí, en ese edificio de colores apagados y tonos prejubilados prematuramente, se me conocía como señorita Parli. Era una política de empresa. Nada de nombres. Nada de apelativos. Nada que nos hiciera sentirnos personas. En una época en la que conseguir un trabajo era, imposible no, lo siguiente, habíamos aceptado gustosos entrar a formar parte de aquel mundo de hastío y desilusión. Trabajar en la fábrica era como hacerse un tatuaje indeleble que ocultaba nuestra piel y nos proporcionaba unas señas de identidad que habían acabado por borrar nuestra propia alma. Ahora, mientras ponía los intermitentes para tomar la salida de la autovía, era perfectamente consciente de que decir que a aquellas personas que llevaba en el coche las conocía desde hacía un lustro era ir tres pasos más por delante de la estricta verdad. ¿Conocerlos? ¿Qué sabía yo de ellos? ¿Tenía acaso una mínima idea de sus gustos, aficiones, intereses? Desconocía si estaban solos o tenían familia. No sabía dónde vivían. Lo único que podía decir es el punto exacto de la ciudad en el que los venía recogiendo todos estos años, cada semana, cada día, sin faltar ni uno solo. Bueno, tampoco eso era cierto, como no podíamos ninguno dejar de recordar. Era precisamente ese recuerdo el que nos atenazaba y encarcelaba nuestras palabras, evitando así hablar por fin de ello con nuestra compañera de rueda.
            La señorita Nalbac fue la primera que lo había expresado en voz alta, ante el terror del señor Terbalo, que no podía creérselo, y la trágica sensación de fatalidad que la señorita Olerot y yo compartiríamos desde entonces. Estábamos volviendo del trabajo y hablábamos de las marcas blancas del Mercadona. Lo recuerdo porque esa trivialidad me empujó aquella tarde a comprar más de una docena de yogures y un frasco de colonia. En realidad era la señorita Nalbac la que hacía una defensa encarnizada del asunto, mientras yo asentía a cada uno de sus enfervorizados argumentos de compradora abducida por las grandes superficies. En ese viaje de vuelta, no hacía ni un día desde aquello, un silencio inesperado dentro del vehículo me había empujado a girar la cabeza y observar a la señorita Nalbac. Se había callado tan de repente que hasta el señor Terbalo se atrevió a incorporarse en el asiento de atrás. Luego enunció la fatídica aseveración:
            -Nos la hemos dejado en la mismísima puerta de la fábrica.
            El resto del viaje convirtió el interior de mi coche en una pista de pelota vasca. Nos tirábamos reproches que caían sobre nosotros mismos desde todos los ángulos posibles, inventando trayectorias imposibles. Perdíamos todos los puntos, porque no éramos capaces de afrontar una realidad que había cubierto de negrura nuestra ya de por sí oscura experiencia vital. ¿Cómo había sido posible? ¿Por qué ninguno de nosotros nos habíamos percatado del error? ¿Qué había provocado semejante grieta en el hasta ahora infalible sistema del señor Terbalo? Todo ese desenfrenado juego de autoinculpaciones y reproches nos habían acompañado el día anterior, no solamente dentro del coche, sino en el interior de nuestras casas, en el interior de nuestras conciencias. Ahora, con el frío de la mañana luchando por atacarnos y pelear dentro del vehículo, con ella en el hueco que ayer había hecho saltar todas las alarmas, cada uno de nosotros buscábamos en nuestros pensamientos el agua milagrosa que hiciera desaparecer el borrón de una hoja de servicios inmaculada. Abandonábamos la autovía mientras reconocíamos en nuestro fuero interno que en cinco años nunca nos habíamos enfrentado a una situación semejante.
            Miento. Hubo una circunstancia que compartimos todos los compañeros de trabajo que estábamos en la rueda. Había ocurrido a finales de verano, pero no había sido más que un pinchazo. Ni siquiera nos habíamos incorporado a la autovía y apenas íbamos a cuarenta por hora. Fue sencillo dar con el gato, cuya existencia hasta la fecha nunca había demostrado empíricamente, y el señor Terbalo, galantemente, se ofreció enseguida a enseñarnos a utilizarlo. De hecho todos contribuimos un poco a la operación de cambiar aquella rueda inservible por la de repuesto. Eso fue todo. Llegamos más tarde a casa y con algo nuevo que contar en nuestros pisos y hogares. En el mío, mi hijo pequeño me pidió que le contara la aventura más de cuatro veces. Hasta que se durmió encantado. Lo que nos había ocurrido ahora, sin embargo, esta situación, este despiste, este olvido imperdonable prometía ser todo menos una anécdota divertida con la que entretener a una criatura de diez años.

III

            Yo no me había fijado en que ella se había subido al vehículo con una bolsa de deportes color turquesa. La señorita Olerot me lo dijo al final de una jornada de trabajo exasperante, cuando nos encontramos de nuevo en el aparcamiento. El señor Terbalo tampoco se había percatado y la señorita Nalbac juraba y perjuraba que eso era imposible. Ella ya nos había dicho que volvería en otro coche y que ya no era necesario que la recogiéramos. Nunca. Si un adverbio podía ser tajante, lo era este, sin duda. Antes de poner el motor en marcha saqué la bolsa del asiento de atrás. En efecto, allí estaba. Pesaba como un muerto y tuve que tirar con las dos manos para extraerla del coche. ¿Qué íbamos a hacer con ella? Devolvérsela estaba fuera de nuestros planes. Yo me negaba taxativamente a regresar a la fábrica y buscarla o dejársela en la entrada. No tenía ningunas ganas de hablar con ella y mis compañeros estaban de acuerdo conmigo. Por eso abrí el maletero y metí la bolsa allí. Cerré con rabia antes de indicar al señor Terbalo que terminara ya su cigarrillo y ocupara su asiento en el vehículo. Le di al contacto y me incorporé a la vía de servicio que nos llevaba directamente hasta la entrada de la autovía en dirección a Huesca.
            No sé por qué puse la radio. Nunca lo hacía. Supongo que porque no había otra forma de romper aquel silencio sangrante que se había apoderado de mi coche. Fue la única manera que se me ocurrió para exorcizar nuestras cuatro conciencias mordidas por la culpa. Ella ya no estaba en la rueda. Tampoco era para tanto. El tono de alarma del locutor de radio se metió en el coche y se convirtió en el quinto ocupante del mismo. A lo lejos, un guardia civil me hacía señas, desde el arcén de la autovía, para que detuviera el vehículo. El locutor decía que había sido un asesinato brutal, llevado a cabo por varios individuos. Se hablaba de un cadáver en el que se habían ensañado. Habían desaparecido varios fajos de billetes y la amante del empresario asesinado tampoco daba señales de vida. Seguramente la habían hecho desaparecer también. La voz del locutor seguía imponiéndose sobre nuestros rostros golpeados por la sorpresa y por la angustia. Esa misma voz continuaba dando datos sobre el director de la fábrica en la que todos nosotros, que éramos invitados a abandonar el vehículo por varios agentes de la benemérita, trabajábamos desde hacía cinco largos años. La voz que relataba los sucesos describía perfectamente la fábrica, la recepción, los despachos, la mesa del jefe, el señor Rejiva, sobre la que había caído el cuerpo sin vida, no hacía ni unas horas.
            Una agente sacó entonces la bolsa azul turquesa del maletero y descubrió en su interior un gato salpicado de sangre y varios sobres con mucho dinero. El locutor, al que intentaba inútilmente acallar el agente que nos había hecho detener, habló de una operación llevada a cabo por la guardia civil, de una detención de unos cuantos trabajadores de aquella fábrica que se estaba produciendo en esos instantes. Las lágrimas y los gritos de la señorita Nalbac, el forcejeo de la señorita Olerot y mis propias imprecaciones y lindezas dirigidas al cuerpo de la Guardia Civil terminaron por obligar al  señor Terbalo a abandonar el pensamiento que lo llevaba martirizando desde hacía veinticuatro horas: el fallo imperdonable en su dichoso sistema, de su perfecto cuadrante impreso en octavillas de la rueda de conductores para ir al trabajo. Mientras tanto, se tomaban las huellas dactilares sobre mi gato, que había ido a parar a aquella bolsa de color azul turquesa, y se sembraba de incertidumbre el futuro mío y de mis compañeros de trabajo. El motor del coche se apagaba. La radio enmudecía.

Fragmento encontrado en la agenda de la señorita Divolo, la única que fue a visitar a sus antiguos compañeros de trabajo al Recinto Penitenciario de Zuera

No hay comentarios:

Publicar un comentario