sábado, 18 de abril de 2020

Una historia para el Día del Libro


CLUB DE LECURA


            Llegué tarde. Había olvidado en mi apartamento los libros que quería enseñar al grupo, las lecturas que había pensado proponer para el programa de lectura. También había copiado en mi cuaderno unas cuantas ideas y frases célebres sobre los libros y la lectura. Cuando ocupé un asiento entre aquel grupo de personas respiré aliviado. Al final, había encontrado el lugar de la reunión tal y como anunciaba la emisora de radio que escuchaba cada mañana cuando iba al trabajo. Porque no había sido fácil dar con aquel lugar.
Lo llamaban Programa Anual de Lectura y los locutores apelaban al corazón de los participantes, como si formar parte del meeting fuera a cambiar nuestra vida o algo parecido. No me sorprendió. Llevaba viviendo unos meses en los Estados Unidos y me estaba acostumbrando a la manera de “tocar el corazón” de los oyentes, los telespectadores o el público en general. Lo que no me esperaba en absoluto fue lo que me encontré en la sala. Ni lo que ha venido después.

            Pensaba que el lugar de nuestra reunión iba a ser la biblioteca de la ciudad, en torno a una mesa larga y entrañables personas de aspecto amable y comprensivo. Creía  que íbamos a hablar de los libros que se iban a proponer, que trataríamos de las últimas novedades, de los clásicos, de los autores olvidados y las obras ignoradas por el gran público o la crítica. Por eso llevaba mis libros, mi lista de sugerencias aún a costa de no llegar puntual a mi primera cita con el grupo de lectura. Pero aquello no era una biblioteca sino una sala de paredes blancas sin ninguna mesa sobre la que tomar apuntes o dejar los libros. Solamente unas cuantas personas formando un círculo. Eso es lo que me encontré nada más llegar. Tomé asiento y en ese momento se levantó uno de los miembros del grupo. Una mujer en torno a los cincuenta.

            –Hola, me llamo Abigail Clarence y llevo treinta y siete días sin leer –dijo, su rostro contraído y tenso como el mástil de la bandera de la casa de mi vecino de Vermont.
            –Hola, Abigail –respondió el auditorio.
            –Hola, me llamo Daniel Shean –habló el que estaba a mi izquierda– y llevo quinientos días sin tocar un libro.
            –Hola Daniel –contestaron los demás, excepto yo, que me había quedado mudo.

            Todos fueron presentándose de esa manera y luego empezaron a contar la peligrosa adicción contra la que estaban luchando. La tal Abigail había intentado ahogar a una bibliotecaria de la tercera edad cuando se negó a levantarle la multa por el retraso en la devolución de una antología de cuentos de Cortázar; una chica de veintitantos aseguraba oír voces en su interior, personajes de todos los libros que había leído a escondidas de sus padres y profesores y que tramaban y conspiraban contra el mundo de los vivos; Daniel, por lo visto, estaba tan enganchado que le habían pillado robando medicamentos en un CVS solamente para poder leer los prospectos de todas las medicinas. Cada individuo tenía su historia y cada componente del grupo abría su corazón y todos podíamos leer en él como en un libro. Quizá no es esta la imagen más adecuada, lo reconozco.
           
            Ahora me encuentro en un lugar muy distinto. Todos estamos aquí. Hablando con el oficial que lleva el caso, intento dar lógica a esta aventura surrealista. Insisto en que yo estaba allí porque me encantan los libros y porque suponía que se trataba de eso. Tengo que susurrárselo al oído porque todo el grupo de lectura se encuentra en comisaría y si me escuchan pueden empezar otra vez los ataques y el delirium tremens. ¿Exagero? En absoluto. Preguntadle al pobre policía que se presentó hora y media después de que la terapia de lectura comenzara y os dirá la verdad. En el momento en que se fijaron en mí, cuando ya habían hablado todos, y me invitaron a contarles mi historia; en el preciso momento en que reconocía ante aquella particular audiencia que yo había ido allí a leer y les enseñé la lista de lecturas y los libros que había traído conmigo; en ese instante, se volvieron como locos.

Le digo al agente que estoy aterrorizado. Todavía no ha perdido ese brillo atormentado la mirada de estos seres que están removiendo los archivos de la comisaría buscando informes, atestados, expedientes o fichas que llevarse a los ojos. Tengo miedo porque en mi brazo derecho me hice un tatuaje hace unos años con una frase que una antigua novia quiso que llevara conmigo a todas partes. Esta gente es capaz de arrancarme el brazo para leerla.

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