martes, 28 de julio de 2020

La historia del señor Opaco

OTRO CUENTO DE NAVIDAD


La calle está atiborrada de gente. La zapatería, la tienda de juguetes, la de ropa, el quiosco de la esquina y hasta las cuatro maderas que atrincheran a la vendedora de castañas. El niño menudo abre los ojos ante una enésima versión del juego de siempre de la Play Station, mientras su padre se esfuerza por cerrárselos a toda costa. La niña mimada no le quita el ojo a la niña repelente que salía del probador con una falda desdoblada y que –parece- va a dejar entre un montón de ropa que no se llevará. El pequeño de dos años coge con gracia un peluche morado, mientras el de cinco, que ya hace tres años abandonó ese comportamiento tan infantil, estudia el mecanismo de un circuito de carreras.
En esta noche del año nadie está desocupado. Siempre hay una cena que terminar de preparar, un regalo por encargar, algo, lo que sea, por lo que hay que esforzarse para no olvidar. En esa noche las parejas emparejan aún más sus manos, los saludos son sobreactuadamente efusivos y las sonrisas duran más de la cuenta, según el sistema métrico de la cortesía, de dudosa exactitud. En esta noche hay comportamientos que en cualquier otra serían inadmisibles.
Los transeúntes hacen de todo menos transitar. Se paran en cualquier escaparate y obstruyen a otros viandantes que tienen que dejar su vía para evitar atropellos. Los agentes de policía no persiguen a nadie y no intervienen. Están ahí, a sus cosas. Ellos sabrán. Y en los hospitales los pacientes escupen a los cuatro vientos su impaciencia porque no llega, porque no viene y porque no hay derecho a que no se recibiera el alta.
La ciudad entera está vuelta del revés y tan afanada en vivir una noche distinta a todas las noches que se olvida de alguna de sus almas, con su remolque de experiencias y su carga de sentimientos. A esa alma vamos a llamarla Señor Opaco. Todos los sentimientos, pesares, alegrías o tristezas que soporta los vamos a conocer muy pronto… Si nos deja.

El señor Opaco lleva un abrigo negro, de un negro muy negro. No usa guantes ni bufanda, pero sí una boina elegante. De color negro, evidentemente. Ha salido bien pertrechado de su casa y no tiene pizca de frío. Tiene algo de prisa porque nunca llega tarde. No tiene nada que ver con hacer esperar a la otra. Él nunca llega tarde.
Su mujer está preparando la cena y él le ha dicho que había algo que tenía que hacer. Enseguida se le ha iluminado la cara a su esposa, incapaz de imaginar el engaño, mientras miraba de soslayo a su pequeña de diez años que estaba entretenida con una muñeca. ¡Claro, qué tonta! Ve, ve, –le ha dicho– y ahí está, en la calle, justo doblando la caseta de la vendedora de castañas.
Si el señor Opaco hubiera pedido un cucurucho en ese momento se habría dado cuenta de lo frías que estaban. La mujer de la caseta había perdido la pala de mano que usa para sacarlas del fuego y solo el contacto de sus manos congeladas con las castañas recién asadas les arrebata todo su calor.
Porque hace mucho frío, aunque al señor Opaco no le afecte lo más mínimo. Lleva un buen abrigo. Un abrigo negro. El frío que desprenden las castañas o la cara triste de la vendedora no lo atraviesa. Apenas lo roza. Él sigue caminando.

– ¿Podría usted dejarme pasar?
– ¿Perdón?
–Está impidiendo que entre en la tienda, y necesito…

Un señor calvo, con gafas y una frente sudorosa, que lleva no sabemos cuántas cajas encima, está delante del señor Opaco, y este no hace nada por apartarse. Lo está mirando y lee “cuidado: fracasado” en cada uno de los cartones. No se lee en su frente, a lo mejor porque el sudor ha hecho correr la tinta. Ese individuo con esas maneras de libro de gramática inglesa está desperdiciando su vida. Posiblemente no soñó con esto veinte años antes. Su mundo se encierra ahora en una inmensa caja de cartón. Quizá tirando un poco de esta parte…

– ¿Se puede saber qué…?
–Creo que se le ha caído una caja. Bueno, dos. Tres…

Una tras otra caen a plomo en mitad de la acera hasta ocho cajas. La más grande sobre un perrillo que casi muere del susto. El señor Opaco se sonríe por la travesura. El tipo se ha quedado con cara de memo. Aunque no sabría decir si la cara de memo la traía puesta antes de perder el cargamento. Con el incidente se ha acalorado un poco. Se desabrocha un botón del abrigo. Una chiquilla pasa corriendo a su lado. Se detiene a unos pasos de él. Busca algo. Llama a sus padres. Su hermano también ayudará en la búsqueda. El señor Opaco se detiene ante el semáforo.
En el borde de la acera brilla una pulsera roja con un fino hilo color dorado. Es mayor para agacharse a recogerla. No es que sea un vejo. Al contrario, incluso ofrece un aspecto atlético. Pero agacharse así, de sopetón, no es un ejercicio recomendable. El ambiente es frío y, aunque él personalmente no lo note, sus músculos sí se iban a resentir. El semáforo cambia de color. Lo único que queda rojo en el paso de peatones es ese accesorio brillante que ya nunca volverá a adornar la muñeca de una preciosa y consternada niña de ocho años.

Para llegar a la Costanilla del Relincho hay que atravesar todavía parte del ensanche de la ciudad. No está lejos, pero el paseo ya se está haciendo un poco pesado. Otra noche del año no habría tantísimo ajetreo por las calles. Los niños han crecido esta noche como hongos, y el orden de los viandantes se ha modificado enormemente. De hecho no hay orden alguno. Por eso es dificultoso andar por las aceras, cruzar las calles y caminar despreocupadamente. Y no hay que olvidar que todos los comercios están abiertos. Y no solo abiertos. Están llenos de gente.
Los vendedores se confunden con los compradores y los compradores con los peatones. Los peatones, a su vez, entran en las tiendas y salen de ellas, cuando no saludan a los conductores, que llegan incluso a parar en doble o triple fila para que la conversación fluya como no lo hace el tráfico. Hoy todo el mundo tiene un afán ridículo de hacerse el simpático con todo el mundo. La amabilidad sobrevuela la ciudad. Y la dichosa callecita no acaba de aparecer. Sí, hay mucha, muchísima gente en las calles. Pero eso no es lo que más molesta al señor Opaco.

Por cada alma que ocupa, viene, va y se para y vuelve a ponerse en marcha, por cada cuerpo que adelanta, se retrasa, vuelve a rebasar y frena en seco ante cada escaparate hay una boca, unos labios de los que sale un gorgoteo de sonidos incomprensibles, un murmullo que no llega a hacerse frase, un balbuceo incalificable, ruido, en definitiva, ruido que es rumiar y masticar sin escupir nada coherente. El señor Opaco podría adivinar qué hay detrás de esos sonidos. Si tuviera algún interés en hacerlo. Si no le molestara hacer ese pequeño esfuerzo.

–Qué bien le quedará…
–Grande. Sublime…
–Mi pobre… Se me ocurrirá algo. Seguro…
–Uno menos. La lista se reduce...
–Nada, nada. Siga usted...
–Cuando quieras. Mi mujer, encantada.
–Bombones. No. Pastelitos…
–Pobrecito. Sí, muy triste.

Los metros de acera iban dejando atrás a una joven prometida, con su ilusión tirando dulcemente de ella. Al doblar una esquina, un padre con el pensamiento en sus niños y en su boca abierta cuando contemplaran los regalos. Más arriba, al comenzar la cuesta, junto a la mercería, la señora de la casa y el postre que cerraría una cena maravillosa. Y más y más historias. Y un sentimiento de lástima y comprensión que hace vibrar corazones y un saludo y una invitación sincera. Ahí juntas, frente a la pastelería. Un rinconcito de cada corazón se iluminaba, y la calle, en una noche oscura como todas las noches, podía haber sufrido un apagón en todo el alumbrado.
Porque esas idas y venidas despedían ráfagas de luces que se contagiaban unas a otras. Sin embargo, donde un sentimiento gozoso nacía, una mueca de fastidio, un mohín despreciativo, un gesto torcido y una mirada inquieta a su reloj de pulsera ahogaban las risas de la nueva criatura. El señor Opaco se estaba impacientando. Con tanto ruido ininteligible y muecas y aspavientos y tanto imbécil suelto, iba a llegar tarde. Y no quería echar por tierra su reputación de impecable puntualidad y caballeroso dominio del tiempo. En cuanto se terminara la cuesta, todo aquel mundo se habría quedado atrás. Tan solo unos metros y el silencio, el único lenguaje que en realidad comprendía, lo envolvería en su manto negro como la noche, como una noche cualquiera. Negro como el abrigo que volvía a abotonarse al sentir un viento sin murmullos.
¿Silencio? ¿Soledad? Casi podría decirse que no había gente. Desde luego no había gente pisándose unos a otros, hablando de una acera a la de enfrente, pensando en voz alta y en voz alta pidiendo paso, este o aquel regalo, o un taxi que los llevaran aprisa a sus hogares. Pero decir que había silencio, lo que se dice silencio… Al final de la cuesta empedrada había una plaza, y en la plaza una fuente con un amorcillo manco y un tubo oxidado que salía de su boca, del que casi nadie recordaba haber visto que emanara agua. Las palomas habían extendido no se sabe cuántas capas de pintura sobre él. La fuente era octogonal, y el borde estaba muy desgastado. Al lado de la fuente, haciendo guardia, un pino enclenque se inclinaba hacia el angelote como si lo consolara, y cada año se retorcía más y más. Parecía que el pobre angelillo necesitase cada vez más palabras de consuelo. O simplemente se hacía más y más sordo con los años.

En fin. Ya está aquí el señor Opaco. El trayecto está llegando a su fin. Cruzar la plaza dejando atrás la fuente y llamar al telefonillo del edificio 6. Arreglarse el abrigo, entrar en el ascensor y marcar el número 3. Avanzar un trecho por el pasillo. Tocar el timbre. Sonreír. Mentir.
Pero no esta noche. No precisamente esta noche. Porque el señor Opaco, antes de rebasar el angelito de piedra, descubre un sollozo acompasado en uno de los ángulos del la fuente. Es un niño. Junto a él, inclinándose sobre el desconsolado que llora, otro niño. El primer niño no llega a los diez años. El segundo es más pequeño. Es evidente que son hermanos. Y es chocante lo mucho que se parecen los dos críos a la otra, que ya se estará impacientando…
No van mal vestidos ni sucios. No son criaturas dejadas de las manos de Dios que holgazanean por las calles. El pequeño, de pie, mira sorprendido al hermano quien, derrumbado, no puede ni hablar, ni incorporarse, ni levantar el rostro.
Con paciencia ilimitada, el hermano pequeño espera una mirada del mayor, para comunicarse con él, aunque no sea con palabras. No es el único que espera. El señor Opaco sigue ahí, en el mismo ángulo de la fuente, con sus pantalones de pinzas rozando el borde desvaído y oxidado. Si se hubiera tratado de dos niños harapientos ya se habría marchado hacía tiempo. Pero los chiquillos están bien peinados, llevan buenas ropas –el reloj del mayor es de muy bella factura– y se adivinan modales de familia bien. Y tienen sus ojos y el mismo color de sus cabellos. Extrañado, sorprendido e intrigado, el señor Opaco no abandona la escena. Se queda allí, junto a las criaturas y al ángel de piedra. Ahí. A la espera. Por fin, una conversación.

–No estoy llorando.
–Sí lloras. ¿Por qué?
–Estoy triste. ¿Tú no?
–Sí, pero no lloro. ¿Sabes por qué?
–Me lo vas a decir…
–Porque vamos a cuidar de mamá. Porque ella no va a sentirse mal nunca más. Porque tú y yo vamos a portarnos bien y mamá no va a estar triste tampoco.
–Ya sé que vamos a estar bien con mamá. Ella no me preocupa. Bueno, un poco. Y tú y yo vamos a ser buenos y estar bien.
–Entonces… ¿Es por papá?
–Sí.
–Mamá es fuerte. La ayudaremos aunque no esté papá. Y nosotros haremos lo que no pueda ella. También somos fuertes.
–No va por ahí. A mí quien me preocupa es papá. Papá ya nunca va a ser feliz. Estoy triste por papá.

El niño mira a su hermano con lágrimas en los ojos y sufre con cada sílaba que está pronunciando. Ahora el más pequeño se pone también a llorar. Va a desplomarse. El mayor lo coge con ambas manos y se lleva el antebrazo a la cara. El otro lo imita. Esconden las lágrimas. Les queda infancia para jugar al escondite sin que mamá se entere. Es tarde. Han bajado a por unas castañas asadas y mamá se va a inquietar. Además, ya tienen que estar congeladas.

Los dos muchachos van a cruzar la calle. Antes de entrar en el bloque ven una silueta negra, de un color negro, muy negro que abandona la plaza a toda velocidad. Antes de que desaparezca su imagen, un pañuelo blanco pegado a su rostro parece decirles adiós, mientras baja la Costanilla del Relincho en dirección a su casa, a su esposa, a su niña de diez años…
Todavía está a tiempo de comprarle un regalo a la pequeña, si consigue contener unas lágrimas que llevaban años encerradas en la oscuridad de su abrigo.


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