lunes, 28 de noviembre de 2022

Juego de caderas

 

JUEGO DE CADERAS

 

            Un ligero hormigueo en la pierna derecha parece haber activado mi mente en esta noche oscura y desapacible. A pesar del movimiento que se está produciendo a mi alrededor, yo solamente me concentro en mis recuerdos, en ponerlos en fila y ordenarlos, como los chopos de este paseo urbano. Es como si toda esta actividad frenética de sirenas, maquinaria y ráfagas de luz no tuviera nada que ver conmigo.

Recuerdo a la perfección el momento cuando mi cabeza comenzó a ordenarlo todo. Un compañero de trabajo vino a verme a mi casa y me preguntó por mi convalecencia tras la operación. Mi mujer le había servido una cerveza de trigo y antes de que se diera cuenta, mi colega se vio sorprendido por mi exhibición con las muletas por el pasillo de mi casa. Había visto las fotos de las grapas y de la cicatriz en el móvil y no se podía creer mi narración de la operación. No me habían sedado completamente y yo le había descrito lo que había escuchado mientras el equipo de cirujanos del servicio de traumatología hacía su trabajo.

Mi compañero se quedó muy afectado con una frase que había rescatado yo de mi operación de prótesis de cadera. La había pronunciado el traumatólogo jefe del Hospital, poco antes de que se me llevaran al box de los quirófanos. Mi colega se marchó muy tocado y mi mujer y yo nos quedamos en silencio, digiriendo las palabras del cirujano.

“Y pensar que esta prótesis viene de donde viene y ha provocado semejante destrucción en el pasado; en fin, ya sabéis el origen de este juego de piezas con las que estamos trabajando últimamente.” Habían transcurrido quince días desde que el doctor Muñoz Marín pronunciara estas palabras delante de su equipo y entonces yo empezaba a comprender su verdadero significado.

 

La noche de la visita de mi compañero apenas pude conciliar el sueño. El recuerdo de lo que más tarde he llamado “los incidentes” comenzó a formarse bajo la sombra del insomnio. Esa misma noche me puse a recordar el primer episodio. Este se había producido apenas una semana después de mi salida del hospital.

No me había dado cuenta entonces, sin embargo, entre las sábanas y con la pierna operada que se me dormía a ratos, recordé aquella reacción y aquel gesto de estupor de los transeúntes durante mi paseo matinal de la primera semana de baja. La noche de mi duermevela, cuando se me presentaron como una aparición los rostros atemorizados de esos viandantes, lo reconocí por fin. Ese había sido, indudablemente, el primer incidente.

La segunda vez tampoco fui consciente en el momento del episodio. No fue hasta más tarde cuando recordé que la muchacha con la que compartía el ascensor aquella mañana de oficina había torcido el morro y había abierto los ojos como lo hacen las protagonistas de las historias gráficas. En la tercera y cuarta ocasiones yo ya estaba prevenido e identifiqué de forma instantánea que se trataba de dos episodios más del mismo acontecimiento fatal. Las manifestaciones de horror y sorpresa tanto de mis compañeros de fila en el supermercado como del resto de pacientes que asistían conmigo a la consulta de mi doctor de cabecera avalaban mis conclusiones.

Para el quinto y último de los incidentes, que acaba de ocurrir ahora, es inútil buscar excusas.

 

Han pasado un mes y diez días desde la operación. He venido esta misma tarde al Hospital, a la zona de consultas. He acudido a mi cita con el médico que me operó en la planta -1 de este recinto hospitalario. Hace unos cinco meses me descubrieron una artrosis severa en la cadera derecha. A pesar de que no llego a la cincuentena, la cirugía era altamente recomendable. Me puse en las manos del doctor. Todo fue maravillosamente bien y parece que la evolución de la pierna está siendo fantástica. Todo, salvo unos cuantos incidentes a los que no dejo de dar vueltas y más vueltas en los últimos minutos.

            El médico ha sido el que me ha hecho ver las cosas con claridad hace unas horas. Yo no le había comentado nada acerca de los incidentes. No estaba delante de un loquero y no creí oportuno plantearle desde la camilla las especiales circunstancias que se habían producido desde la operación. Al traumatólogo le interesaba la evolución de mis movimientos, el ajuste de la prótesis de mi cadera derecha, el aspecto de las grapas o la marcha de la cicatrización de mi pierna. Volvió a insistir en los movimientos y ángulos que debía evitar a toda costa y me animó a caminar con las muletas, a seguir saliendo a la calle…

 

            Al final de la visita, el doctor me ha enseñado en el ordenador la comparativa con las radiografías de antes y después de la cirugía. La cadera y su avanzada artrosis y la parte de hueso que había cortado para introducir la prótesis, con su vástago y su pieza de porcelana. Me escribió en un papel el modelo que me habían puesto y la fábrica de donde esa maravilla de pieza había salido. Aquí tengo el papel, en el bolsillo izquierdo del chándal. 

Casi se reía mientras me confirmaba, dándome una palmadita en la espalda, que la prótesis de mi cadera derecha procedía de material reciclado de los plásticos con los que se fabricaban armas de fuego en 3D. Por lo visto se habían requisado una cantidad considerable de ellas y un juez consideró que habían de ser utilizadas con un fin totalmente opuesto al que les habían dedicado originariamente. Mientras recogía mis cosas y me ponía en pie para dirigirme a la puerta de salida de la consulta, el dedo firme del traumatólogo recorría el perímetro de la pieza protésica proyectada sobre la pantalla de su ordenador. Así que esa pieza había sido en su origen un arma homicida…

 

            Cuando he abandonado la consulta del doctor Muñoz aún he tardado muchos minutos en sacarme su risa de la cabeza. En cuanto he podido zafarme de aquella banda sonora de película de terror de serie B, todos los acontecimientos de los últimos días empezaron a cobrar sentido en virtud de las últimas explicaciones del médico. Los rostros atribulados de aquellas personas se han perfilado en mi recuerdo mientras me he dirigido al aparcamiento del Centro Hospitalario. Allí me esperaba mi jefa, la mujer que no había parado hasta conseguir que accediera a tratar hoy mismo de un asunto de vida y muerte para nuestra empresa. Tanto había insistido que al final lo consiguió. Ella se acercaría al Hospital, me recogería en su vehículo personal y me llevaría hasta mi urbanización para dejarme en casa con mi mujer. Yo solamente tenía que escuchar lo que quería proponerme. Mi jefa estaba convencida de que yo no rechazaría su oferta.

            Mientras  bajaba a la planta baja del Hospital he recordado lo de la mujer de la limpieza. Había ocurrido hacía una semana. Era el segundo incidente, aquel que me había puesto sobre aviso, la pista que ya no me impidió descubrir los dos acontecimientos posteriores justo en el momento en que iban a producirse. La limpiadora, Marta creo que se llamaba, era una joven muy hermosa, muy recatada, extremadamente tímida.

 

Lo he recordado estando todavía dentro del edificio. Aquella mañana me subía al ascensor del bloque donde se ubicaban varias empresas de la ciudad, entre ellas la nuestra. Acababan de abandonar el elevador un par de ejecutivos que apestaban a tabaco. Desde el interior la chica de la limpieza me preguntó que a qué piso iba y se lo dije. Apretó el botón y cruzó los brazos, mientras su mano izquierda se enredaba en el cabello rizado, en un gesto claro de nerviosismo.

            Yo iba a introducir algún tema de conversación pero, de repente, mi cadera se volvió loca y me hizo dar un giro que consiguió que mi nariz aterrizara en el panel de mandos. Bloqueé el ascensor, que quedó detenido en ese momento. La chica dio un alarido y me miró con unos ojos que se salían de sus órbitas. Me gritó, me insultó, me dijo que tenía claustrofobia, que estaba sufriendo un ataque de pánico, que iba a morirse de un momento a otro. Yo traté de dar a los botones, de uno en uno, todos a la vez, con el dedo, la mano y con el puño. Por fin se reanudó el movimiento de la máquina y llegamos a la planta donde se encuentra la oficina.

Salí del ascensor envuelto en sudor, con las muletas haciendo movimientos de satélite fuera de órbita. Cuando volví el rostro descubrí, antes de que se cerraran las puertas metálicas, que la joven limpiadora yacía inconsciente, con media espalda apoyada en el espejo, como una yonqui plantada en mitad del túnel del metro. No se movía.

 

            El viento de esta tarde ha sido intenso. Al salir a la calle por la puerta de atrás del Hospital llegó a desvanecerse la imagen de aquella mañana aciaga en la oficina. El rostro de la joven, sus ojos sobre todo, se me habían clavado desde entonces. Esos mismos ojos me han llevado a pensar en lo que currió solamente tres días antes de mi aventura en el ascensor, lo que antes he llamado el primer incidente. Pensé en los ojos de aquellos viandantes que se me quedaron mirando, totalmente consternados, instantes antes de sufrir el brutal atropello. Su mirada, como la de la chica de la limpieza de la oficina, era una mezcla de desconcierto y fatalidad.

 

            Aquel día estaba en la calle, en uno de mis primeros paseos en el exterior, todavía con muletas, poco después de que me hubieran hecho las dos primeras curas, antes de que me librara de las grapas que decoraban la parte superior de mi pierna derecha. Había llegado al semáforo a buen ritmo, contento de la evolución de mis movimientos. No estaba cansado. Podía dejar la manzana y cruzar hacia otra parte del barrio. Mi mujer se había convencido de que podía dejarme un ratito solo. Nunca debería haber cometido tal temeridad. El disco estaba en rojo para los peatones. Éramos cinco o seis personas las que esperábamos en la acera para cruzar por el paso de cebra. Yo sabía que aquel semáforo había dado problemas desde el principio y ya habían tenido que arreglarlo tres veces en los últimos dos meses. Me fijé en los peatones. Todos ellos miraban sus móviles o escuchaban música en sus cascos. Una señora arrastraba un andador y dos hombres ya mayores discutían acaloradamente.

            El semáforo se puso en verde. Los coches se habían detenido y el grupo de peatones comenzó a cruzar. En ese mismo instante mi pierna derecha me dio un calambrazo, haciéndome saltar sobre el botón del semáforo. Lo pulsé con la rodilla con fuerza y el color del monigote cambió a rojo. Un conductor despistado que hablaba por teléfono con el manos libres y miraba embobado al muñequito aceleró. Embistió a aquel grupo de personas que todavía estaban a mitad del paso de peatones. Algunos de ellos me dirigieron una mirada que yo no he podido borrar de mi mente.

 

            Todavía siento sus miradas. Voy a tratar de esquivarlas para poner fin a todos los recuerdos. ¿Qué ha pasado esta tarde después de alcanzar la calle? Después de salir al exterior había tenido que rodear el edificio del Hospital para llegar a los aparcamientos, pues la consulta del doctor Muñoz quedaba en la otra ala del edificio. Mientras caminaba hacia el aparcamiento no dejaba de dar vueltas sobre cada uno de los episodios. Tras los dos primeros, los otros incidentes se condensaron en el tiempo.

Después de la historia de la limpiadora de mi oficina, a la que no he vuelto a ver y de la que no he vuelto a saber nada más, llegó el tercero de los sucesos. Me encontraba esa tarde en el supermercado, ya con la compra hecha, esperando mi turno para pagar. Delante tenía una señora que había comprado una caja de leche y mantequilla, junto con una tarrina de crema de cacahuete. Detrás de mí tenía a un señor bastante obeso, con gafas y patillas, recién sacado de un despacho de abogados de medio pelo. Me fijé en que miraba la crema de cacahuete con verdadero desagrado. Hacía muecas ostensibles y torcía la boca. No dejaba de decir que qué asco, que lo retire ya el chico de la caja, que lo quite cuanto antes de su vista. Yo lo miré y entonces le escuché decir, como justificándose, que tenía una alergia mortal a los cacahuetes.

            Antes de que el chico de la caja, Pablo ponía en su credencial, tomara por fin la crema de cacahuete para pasarla por el lector de la caja, mi pierna derecha soltó un latigazo sobre la cinta, haciendo volcar el tarro de la crema. Cuando Pablo alargó el brazo para evitar que se manchara todo, un segundo golpe de mi pierna derecha mandó la crema de cacahuete contra la cara del picapleitos. El rostro de la señora, incapaz de abrir la bolsa de plástico que le había ofrecido el muchacho hacía ya cinco minutos y el semblante del chico me recordaron las miradas del grupo del atropello del paso de peatones y la expresión de la chica de la limpieza atrapada conmigo en el ascensor.

Yo, que solo llevaba pan bimbo y unos cogollos, dejé todo como estaba y salí disparado del supermercado. Los alaridos del hombre del bufete de abogados se escuchaban todavía en la calle. Mi esposa me declaró institucionalmente un inútil para el servicio doméstico.

 

            No había transcurrido un día desde los hechos ocurridos en el supermercado del barrio cuando me encontré de nuevo ante una situación que parecía repetirse y se empeñaba en acorralarme cada momento. Una cita rutinaria con mi médico de cabecera para que me hiciera las recetas de los medicamentos que necesitaba volvió a llevarme a una situación crítica. Estábamos en la sala de espera y a mi lado había un muchacho con mascarilla de color rosa palo que sujetaba entre sus manos un papel sobre el que pude leer algo así como un permiso para una prueba de coronavirus. A su lado había un matrimonio muy mayor, con todo el aspecto de estar bastante delicados de salud. Todos en la sala de consultas llevábamos nuestra mascarilla, por supuesto.

            De pronto, mi pierna derecha se flexionó y cayó sobre el rostro del chico de la prueba del Covid. Al zafarse de mí se quitó la mascarilla. Trató de ponerse de pie pero mi pierna derecha le propinó una segada de equipo de regional preferente. Sin poder evitarlo, cayó el chico de la mascarilla rosa sobre los dos ancianos, a los que arrancó de un zarpazo las mascarillas quirúrgicas azules. Estábamos nosotros solos en aquella sala gris de espera, así que nadie vino a tratar de levantar al chico de la prueba de Covid. Yo era el único que conservaba puesta la mascarilla ffp2 y debo reconocer que no me atreví a acercarme al grupo escultórico de aquellos tres personajes incapaces de desenredarse solos. Opté por pedir en el mostrador mis recetas al día siguiente y me marché para casa. Tres días después se hablaba de un brote en el Centro de Salud y del ingreso hospitalario de tres vecinos de la localidad en la UCI del Hospital.

 

            Con esos pensamientos había llegado al aparcamiento, sorteando recodos y bordillos, tránsito rodado y adolescentes en manadas. El día estaba nublado, aunque en mi mente todo está cada vez más despejado. Mi cabeza acababa de repasar los últimos acontecimientos en los que me había visto involucrado y en los que mi prótesis de cadera había vuelto a hacer de las suyas. ¿Cuándo se terminaría todo este infierno? La imagen de mi jefa, con el cabello al cierzo, un trajecito caro y un bolso bandolera de marca parecía querer convencerme de que la sucesión de tragedias no había acabado todavía. Mi pierna derecha se aceleró y las muletas golpearon el asfalto con firmeza hasta que me colocaron frente a la puerta del copiloto del coche de mi jefa.

            Ella había abierto la puerta y sonreía como un inspector de Hacienda o un dentista. Llevaba el traje impecable, unos pendientes de joyería cara y unos zapatos exclusivos con brillo de charol y piel. Yo sonreía también, más bien como el alumno que no acierta ni una en las respuestas. Ella quiso ayudar y se ofreció a acomodarme en el asiento del Mercedes. Le había pedido que si tenía algo para sujetar fuertemente la pierna, cuál va a ser, la operada, no, esa no, la derecha, pero ella se había reído con la ocurrencia. A mí no me ha hecho ninguna gracia.

 

            Todo ha ido bien en el trayecto hasta que hemos dejado el centro de la ciudad y nos hemos dirigido a la zona nueva, donde las urbanizaciones. Ella no hacía otra cosa que tratar de convencerme para que la ayudara a librarse de los indeseables de la empresa, que aunque estuviera yo de baja todavía tenía que apoyarla y elaborar los informes de despido, hablar con ellos, amedrentarlos si era necesario… En un momento dado me he vuelto hacia ella y le he dicho que no iba a hacerlo. Entonces ella se ha colocado en el carril derecho, ha aminorado la marcha mientras tomábamos la circunvalación y me ha descubierto su maquiavélico plan.

            Ella sabía que esta tarde no iba a conseguir convencerme, así que ya había actuado con antelación. Conocía perfectamente dónde guardaba yo en la oficina la copia de las llaves de mi coche. Con la operación de mi cadera sabía también que era mi mujer la que iba a conducir mi vehículo. Por eso había introducido una prenda de lencería roja suya en la guantera, aquella que había yo manoseado y me había puesto en la cabeza en el colofón de la pasada cena de empresa. Se trataba de su regalo del amigo invisible. Ahora reconocía mi jefa que se había hecho ese regalo a sí misma y que me lo había lanzado después de la cena y los brindis con toda la intención a mi mesa. Yo había actuado con aquellas braguitas de encaje como cualquier gañán de la oficina.

            Al oír aquello, mi pierna había empezado a temblar. Ya estábamos otra vez. No pude controlarla tampoco en esta ocasión. Mi cuerpo giró con fuerza y toda la pierna saltó sobre la conductora y bloqueó el volante. Ella no pudo hacer nada y puso esos mismos ojos que había visto en Marta, la chica de la limpieza, o Pablo, el cajero del supermercado. La misma mirada del grupo de peatones de la calle o de los pacientes de la sala de espera del Centro de Salud. El coche se ha salido de la carretera y se ha estampado contra un árbol del paseo que conduce a mi apartamento.

 

            No sé el tiempo que ha transcurrido desde el accidente. Solo sé que, de pronto, un hilo de voz se ha ido acercando a mi oído y he comenzado a descubrir un revoltijo de frases que, poco a poco, comienzan a adquirir sentido. Ella estaba muerta, yo todavía respiraba. A los dos tenían que excarcelarnos. Mi pierna derecha, recién operada, estaba hecha añicos.

Llevo un tiempo sin escuchar nada. Un segundo, he vuelto a percibir algo. Ha regresado otra vez el hilo de voz, esta vez lo he sentido en un tono más preocupado. Ahora mi estado había empeorado, estaban tratando de reanimarme. Lo último que recuerdo es que uno de los bomberos le comentaba a un enfermero el tipo de prótesis que llevaba, pues había tenido acceso a mi ficha del hospital. Sería bueno aprovecharla, le insistía una y otra vez al bombero, antes de que la familia se hiciera cargo de los cadáveres. Una prótesis de semejante calidad podía venirle muy bien a algún paciente. Desde luego que esa pieza le cambiaría la vida a la persona que la recibiera.

Entonces el bombero manda callar al enfermero y le pide que se aparte para dejar trabajar a su equipo. La noche ya se había echado encima de la ciudad. Es una noche oscura y desangelada. Yo ya no veo nada. No escucho tampoco ninguna voz.

Solamente siento un leve cosquilleo en la cadera.

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