sábado, 14 de enero de 2017

La mujer que perdió un tren y encontró un pen

LA MUJER QUE PERDIÓ UN TREN Y ENCONTRÓ UN PEN

                Soy profesor de judo desde hace un par de décadas. En el barrio me conocen como “el cerrajero”, pues no hay nadie que conozca más llaves que yo. Sin embargo, no he venido aquí a contar mis proezas o a publicitar mis clases. Clases que podéis recibir sin ningún coste durante el primer mes en el gimnasio de detrás de la Parroquia de san José. Estamos que lo tiramos al tatami, vamos, como El Corte Inglés, cinturones de todos los colores y a mitad de precio. Trato exquisito y caídas higiénicas, o sea, muy limpias. Aunque ya digo que no es mi objetivo convenceros de las ventajas de mi oficio. He escrito esta carta al periódico porque hay historias que merecen la pena ser contadas.

                Hace unas semanas, mi mujer y yo estuvimos de viaje en el Sur del país. Habíamos ido a Sevilla y nos volvíamos en el AVE para Zaragoza. En una de las estaciones de paso, asistimos a un espectáculo digno de pagar entrada de palco. El tren paró en Córdoba unos minutos y yo me decidí a salir para respirar aire fresco. Cuando llevas un rato sentado en un coche metálico con calefacción y todo tipo de comodidades, llegas a echar de menos un poco de fresco y libertad de movimientos. Por eso, aunque mi mujer se descompuso cono una reacción química reversible, me levanté de mi asiento 1C y salí del coche 5 de nuestro tren.

Entonces, mis narinas se dieron de bruces con una mujer de medidas perfectas y formas alucinantes. Era Xena, la princesa guerrera, tan bien proporcionada que, cuando me choqué con ella, me desviaron de su trayectoria sus cosenos y a punto estuve de salirme por la tangente. Era una mujer trigonométrica. Con solo mirarla podías tender al infinito y tu mente te despejaba hasta la equis. Tendría la edad de mi esposa. Me quedé tan obnubilado que a punto estuve de perder el tren. Porque, si no llego a estar atento, me quedo en la estación. Mi mujer me esperaba en el asiento 1D con la expresión “te lo dije” tatuada en la frente. Las puertas del tren empezaron a cerrarse. Fue entonces cuando la descubrí.

Nos enteramos de que su nombre era Noelia. Fue imposible no quedarse con su nombre después de aquellos alaridos. No, no me refiero al monumento de antes, a la mujer de formas maravillosas a la que todo el pasaje acababa de declarar Bien de Interés Cultural. Se trataba de otra muchacha, una chica joven que golpeaba con gracia andaluza y despecho cántabro la ventanilla de nuestro vagón. Con abrigo largo negro y un mechero en una de sus manos, hacía lo imposible por volver de nuevo al tren del que se había apeado para fumar un cigarrillo. Los de dentro intentamos abrir pero nuestros esfuerzos se quedaron en el banquillo. El partido estaba perdido y las reglas del Ave no conocen qué es eso del tiempo añadido. Para ellos el descuento solo tiene claves económicas. La situación era desesperada. Un hombre, con una criatura en brazos, daba golpes desde el interior del vagón y llamaba a gritos al revisor, para que evitaran lo que ya no tenía remedio. La máquina echó a andar y la muchacha nos persiguió con movimientos de ballet clásico, diciéndole a su marido que lo vería luego y a su hija que algún día le explicaría, cuando fuera mayor, por qué mamá hizo transbordo en una estación de Córdoba.


Pero esto no es todo. Mi mujer y yo volvimos a Huesca y, después de arrastrar las maletas por la calle y ponerle banda sonora a la noche desde la acera, mi esposa frenó en seco, sin intermitentes ni nada, y yo me clavé en la espinilla los bajos de su equipaje. Había descubierto, junto al portal de nuestra casa, una memoria USB. Recogió el pen y me lo alargó, como si estuviera dentro de mis competencias. Alguien lo había perdido y nosotros podíamos encontrar al desgraciado, lo que para mi esposa significaba que yo tenía que ocuparme de todo.
Sin esperar a deshacer las maletas, encendí el ordenador e introduje el lápiz. Busqué algún documento que me revelara al dueño de tanta información. Había un curriculum vitae y pude apuntar el número de teléfono. Su nombre respondía a una tal Noelia. No me lo podía creer. Qué casualidad. Enseguida envíe un mensaje de texto a aquella mujer y le comuniqué el hallazgo. Ella no podía dar crédito, como un banco con un cliente con trabajo temporal. Tenía acento andaluz y estaba agradecidísima.

Me enteré más tarde de que aquella Noelia era la misma que había perdido el tren en Córdoba. También me dijo ella misma que ese pen había desaparecido hacía cinco años y era otro el que andaba buscando. La vida no deja de sorprendernos. Ya decía yo que esa elegante mujer que vino al gimnasio a recoger el lápiz de memoria no podía ser la niña que trabajaba de cajera en el Eroski, y que esa fotografía del documento que había inspeccionado desde casa, esa imagen de una muchacha mascando chicle, con un par de coletas y una mirada desafiante, no tenía ya mucho que ver con la de la profesora de instituto que me relató toda esta aventura.

Yo no sé si los periódicos siguen publicando este tipo de noticias. Ni siquiera me he molestado en averiguar si aquella sección que tanta gracia me ha hecho siempre, la de “cartas al director” continúa existiendo. De lo que estoy seguro es de que, con el dinero que había puesto para mi último anuncio del gimnasio en este periódico de la ciudad, me daba todavía para publicar una historia que, sin querer enmendar la plana a nadie, aunque sea la primera plana, confío en que la titulen “La mujer que perdió un tren y encontró un pen”.


                

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