sábado, 9 de junio de 2018

Insomnio de una noche de verano


EL COLCHÓN


Me ha preguntado mi compañero de celda que cómo he dormido. No sé si tenía más preguntas que hacerme porque se lo han llevado corriendo a la enfermería. Todavía hay algún funcionario de prisiones con cara de no entender nada. Supongo que será nuevo aquí. No se ha atrevido a acercarse a mí y ha tenido que ser un veterano el que me ha sacado de mi celda. Este otro funcionario ya no me habla, de forma que he caminado en silencio por el pasillo. No creo que vuelvan a dejarme salir al patio en un tiempo. Ya ni me acuerdo de esa sensación del aire envolviendo todo mi cuerpo durante mis largos paseos alrededor de la ciudad, tras los cuales volvía a casa con el cansancio a cuestas y lo arrastraba hasta que lo arrojaba dentro de la cesta de la ropa sucia, justo antes de ducharme. Después venía la cena, el ratito con la televisión y el sueño de lamparilla y techo plano decorado con tres manchas de humedad de nuestro dormitorio.
            La culpa de que todo esto haya pasado –y no me refiero únicamente a la agresión de esta mañana y al castigo que se me avecina- la tiene mi señora. Aunque pueda parecer lo contrario, no es esta una frase hecha ni el leitmotiv de un sesentón al uso. Mi esposa, que no ha vuelto a venir desde que el bruto de la celda de al lado le destripara a voces los planes románticos que para ella maquinaba; mi querida Rosa, a quien reconozco que echo de menos más bien poco; mi mujer, en definitiva, fue sin duda la que comenzó todo el jaleo. No me duelen prendas mostrarme así de tajante, a pesar de que se me pueda acusar de ser un monstruo sin conciencia. Lo repito, por si a alguien no le entra en la mollera: la culpa la tuvo Rosa.

            Bien claro le dije a mi esposa que no era necesario cambiar de colchón. El nuestro había aguantado más de treinta años de casados y sus ruidos e irregularidades eran parte de nuestra intimidad como matrimonio. Tampoco había necesidad de gastarnos ese dineral en aquellas tonterías que se tragaba en la teletienda. Pero los anuncios de la televisión tenían más influencia en mi Rosa que los sermones del cura en la parroquia. De hecho, me había dado a mí por denominarlos “anuncios apostólicos”, por aquello de que ante sus eminencias ella acataba sumisa cualquier sugerencia de compra.
            Efectivamente, diez días después de que salieran los primeros espacios publicitarios sobre aquellos magníficos colchones, mi mujer me despertaba de la siesta con la emoción de una quinceañera sobre una esterilla en mitad de la cola de un concierto o de un casting de talentos. Despegué los ojos y la miré de arriba abajo, preguntándome si sería posible que todavía me revolviera en sueños cuando, tras un zarandeo de todo menos cariñoso, me pidió la cartera. El precio era tan desorbitado que me resistí a complacerla. No sé para qué tomaba a veces aquella actitud, cuando ambos éramos conscientes de que años de concesiones no ofrecían ni la más remota tentativa de negarme a sus requerimientos. Cuando se fue el muchacho sonriente con el dinero de mi bolsillo y las gracias de mi esposa, había un nuevo inquilino en nuestro modesto piso, un colchón sin estrenar sobre nuestro somier de siempre.

            En este momento, en la soledad de mi celda, mi recuerdo es un reclamo que me obliga a mirar el camastro que esta prisión me adjudicó el día de mi ingreso. La habitación que me reservaron hace exactamente un mes, antes doble y ahora de uso individual, sin baño y con vistas a volverme loco, es más bien  diminuta y el catre tiene una pinta que espanta, como todo lo que hay en este complejo penitenciario. Aunque de complejo no tiene nada, porque aquí todo es muy simple, desde la comida hasta los funcionarios, por no hablar de los reclusos y sus proyectos para cuando salgan. Este colchón de mi celda, descubro ahora con asombro, tiene un aire a aquel que mi mujer se empeñó en tirar a la basura. Tendrá los mismos años, si bien bastante menos de la mitad de su tamaño. Sé de lo que hablo porque a mí me tocó sacar nuestro viejo colchón del piso y dejarlo entre los contenedores. Mi esposa se puso cariñosa aquella noche sobre el elástico visitante pero yo no pude pensar en otra cosa que en la curiosa manera que tenía el recién llegado de convertir tu cuerpo en un bajorrelieve. A la mañana siguiente me tuvo que ayudar mi Rosa a despegarme de las garras del resistente colchón. Aquella mañana todo el vecindario se hizo eco del último grito en colchones. Eso sí, el colchón se quedó tan ancho, mi mujer tan pancha y yo tan afónico que me costó más de tres días volver a hacerme entender con palabras.
            Ahora nadie me cree, desde luego, pero cuando dejé esa primera noche en la acera de la calle nuestro viejo colchón, que nos había regalado una de mis cuñadas cuando nos casamos, me invadió una sensación de amenaza y de presagio que entonces no pude concretar ni interpretar. Hoy miro este color raído y esta tela agujereada y amarillenta del colchón de mi celda y creo percibir los mismos sentimientos. Quizá es el color o la textura, que tanto me recuerdan a nuestro familiar regalo de bodas. Puede ser que, simple y llanamente, ahora me hago cargo de que el destino tiene a veces una forma de hacer premoniciones que, de sutil, se pasa cinco pueblos. No cambio la realidad ni invento nada si afirmo rotundamente que la noche que subí la escalera del edificio hasta nuestro piso, sacudiéndome las manos después del esfuerzo y el último adiós al colchón de la cuñada,  mi vida se había ido, con el colchón aquel, nada menos que a la mismísima mierda, y que yo empezaba a ser muy consciente de lo funesto de aquel presagio, de lo inevitable de aquella amenaza.

            Ya he recordado la primera noche en aquella recién estrenada tabla de tortura. Las siguientes no fueron menos incómodas. Rosa, sin embargo, estaba encantada. Para ella la espalda había dejado de darle problemas y las piernas ya no se le inflamaban. El flamante colchón le había practicado un exorcismo y todos sus achaques, con sus versiones radiadas de mañana, mediodía y tarde, habían desaparecido tras el bálsamo reparador de unas cuantas noches de colchón “última novedad”. Podía ser su elasticidad, proporcionada por el núcleo de látex natural de veinte centímetros de grosor y un tejido viscosa con tacto aseado y mayor suavidad en el descanso; podían ser las siete zonas de descanso que se diferenciaban, además, incluso dándole la vuelta; podía ser el proceso de confección y cerrado, llevado a cabo por profesionales cualificados y con la intervención de la tecnología más avanzada; podía ser, sin más gaitas, que el poder de sugestión de la teletienda hubiera convertido a mi abducida esposa en una creyente que se pasaba durmiendo religiosamente toda la puñetera noche.
            En vista del envidiable descanso de mi Rosa, dejé de quejarme a los pocos días, pues llegué a creerme que era yo el que me inventaba mis penurias, mis luchas a cama y espalda con aquel intruso de alcoba. Seguía pareciéndome imposible conciliar el sueño hasta que el cansancio me noqueaba ya de madrugada. La sensación del cuerpo hundido en aquel lodazal, con mi silueta tan perfilada como los contornos amarillos de tiza de las víctimas de homicidio de las series policíacas que echan por la tele, me la tuve que callar delante de mi esposa. Pero reconozco que cuando veíamos CSI Nueva York, Miami, Las Vegas o Las que fueran, flaqueaban mis caballerosas intenciones de evitar levantarme del sillón, agarrar aquel maldito huésped por una de las asas laterales, fabricadas para una mejor manipulación, y embestir a mi descansada esposa con el suave tacto de ese tejido ligero, fresco, resistente y cómodo que, con su capacidad de absorción, podía haber absorbido igualmente el impacto contra el cuerpo de mi Rosa.

            No quiero dar la impresión equivocada. Entiendo que el lugar en el que tengo ahora mi residencia puede encaminar a cualquiera hacia conclusiones erróneas. Quizá me he dejado llevar por la violencia de los pensamientos y el recuerdo de aquellos primeros días con nuestro invitado de látex esté contaminado por la escena que acabo de protagonizar con mi antiguo compañero de celda. Por cierto, me han comunicado que él está bien y que ha pedido voluntariamente su aislamiento. A mí me van a hacer más pruebas con otra loquera, como si sirviera para algo. Lo que quiero decir es que todo es más sencillo y, para no desviarme del tema, voy a sentarme en el camastro de mi celda –la otra cama no han tardado nada en retirarla-, voy a obligarme a concentrarme y a procurar inspirarme rozando con la palma de la mano este asqueroso y áspero colchón reciclado con vete a saber qué clase de desechos.

            Pasaron dos semanas desde nuestra compra. Yo estaba cada vez más cansado y la intranquilidad me visitaba los pocos momentos en que mi cuerpo se relajaba y me sumía en el sueño. En aquel material endemoniado que habíamos metido entre las cuatro paredes de nuestro cuarto no había manera de menearse, lo cual era más chocante todavía, pues en mis sueños me revolvía como si tuviera treinta años menos y hubiera perdido kilos por docenas. Mientras el mullido descanso tonteaba con Rosa y le daba masajes invisibles, a mí me sacudía internamente un parkinson de fase avanzada, que me agitaba durante mi duermevela. Entonces fue cuando llegaron los nuevos vecinos. Eran un matrimonio encantador y vinieron con un perro. Se instalaron en el piso de arriba y allí siguen. Las noticias que me trajo Rosa, el día que me visitó por última vez, antes de salir escandalizada y atemorizada a causa del degenerado de la celda contigua, fueron que les habían cubierto de honores y de dinero y que al perro se lo habían llevado para adiestrarlo o para terminar mejor su entrenamiento. Ya no siento rabia ni ira ni rencores. Me resbala un poco todo, pues lo que pasó desde la llegada del animalito tenía que suceder de un modo u otro.
            Se habían instalado los nuevos vecinos en el piso de arriba y yo escuchaba cada noche cómo el chucho se arrastraba por el suelo, como una mopa pesada que recorría toda la superficie que se suspendía sobre nuestro dormitorio. Rosa no escuchaba nada y dormía plácidamente, pero yo nunca tenía sueño y mi imaginación volaba poniendo voz e imágenes a aquel ruido nocturno. El primer día, cuando el matrimonio joven se plantó sobre nuestras cabezas, llevaba ya dos semanas durmiendo a saltos. Desde entonces los sueños se multiplicaron y el espacio de vigilia aumentó considerablemente. Empecé a tener miedo de meterme en la cama y me obsesioné con retrasar todo lo que podía el momento exacto de retirarme a nuestra habitación. Rosa no decía nada y pensaba que eran nuevas manías de viejo contra las que el mejor remedio era la indiferencia. De los vecinos de arriba, por supuesto, mi esposa no entendía ni mis reparos ni mis reticencias. Simplemente pensaba que eran adorables y  el perro una monada.

            Entonces, una noche, el perro dejó de arrastrarse. Yo sentí un alivio indescriptible que me caló tan hondo que no pude dormir de la alegría. Tenía tanta excitación que mi mujer creyó que me había tomado varios lingotazos y hasta se enfadó conmigo. Me mandó al sofá, como hace veinte años, y me condenó a la tele con sus sanadores, sus brujas y la teletienda. Después de ver cinco veces el mismo anuncio de una máquina de hacer abdominales y un mismo número de teléfono multiplicado por todos los rincones de la pantalla, llegué a la conclusión de que tenía que acabar con la pesadilla que se había instaurado en casa con la llegada del siniestro colchón. Él tenía la culpa de que no durmiera y de que, cuando lo hacía, mis sueños arrebataran mi paz y extinguieran mi vida. Quité el sonido de la tele y mi cerebro, instigado por la oscuridad, la madrugada y el silencio, dio rienda suelta a una voz en off que expresó por fin mi determinación. Dormí muy poco en el sofá aquella noche pero no hacía falta mucho descanso para reunir todas mis fuerzas y  actuar como me había propuesto.
            Todo sucedió con rapidez. A la mañana siguiente, Rosa se fue a hacer la compra. Me encargué de añadir a su lista los artículos más dispares y los ingredientes más peregrinos. Estaría fuera mucho tiempo y yo tendría tiempo de afilar mi navaja suiza y acercarme sigilosamente hasta donde estaba aquel perturbador de látex y clavar mi acero en ambas platabandas de tejido acolchado. Estaba disfrutando con aquel destrozo, que humillaba enormemente la estética envidiable del símbolo del descanso que mi mujer había metido en mi propia casa, con tan mala fortuna que tardé un rato en atender el sonido de los ladridos y el rasgueo de las patas del perro deslizándose y arañando la puerta de mi vivienda. Dejé aquello como estaba, la hoja clavada hasta la empuñadura, y pegué el oído a la plancha de metal que cerraba nuestro hogar. Al otro lado de la puerta, el perro se puso como loco y sus ladridos aumentaron indefiniblemente. Pero nada podía echarme atrás. Me armé de valor y sujeté el colchón por una de sus asas, lo arrastré hasta el vestíbulo y abrí la puerta de golpe. Con perro o sin él tenía que bajarlo hasta los contenedores. Mi esposa llegaría en menos de una hora y la política de hechos consumados era la única que había contemplado mi estrategia nocturna, cuya voz seguía susurrándome instrucciones.
            El perro no se callaba, el colchón se entretenía en cada recoveco de la escalera, retrasando la operación, la puerta del edificio se me cerraba cada vez que intentaba colocarme convenientemente para sacar de un empujón a aquel intruso blanco que se había apoderado de mi felicidad. No obstante, nada podía detenerme. A los ladridos me acostumbré enseguida y de las zancadillas del colchón apenas hice caso. Salí por fin del piso y encaré los pocos metros que separan mi portal del ejército de contenedores que hacen guardia en nuestra calle. Faltaba dejar un espacio entre ellos y encasquetarles al maravilloso Látex cien por cien natural. Lo más difícil ya estaba hecho. La sonrisa de dos policías de barrio y un grupo de vecinos pegados a ellos como el queso fundido a los bordes de una sandwichera me hizo reparar en mi delicada situación. El perro no había dejado de ladrar, varios vecinos habían molestado a las autoridades con sus llamadas noctámbulas  y algunos de ellos sostenían entre sus manos unas bolsitas blancas que debían de haber recogido en algunos peldaños de la escalera comunitaria por donde acabábamos de bajar, el colchón y yo, como dos recién casados, entre pellizcos y achuchones.
A Rosa no la vi hasta mucho más tarde. Vino a buscarme hasta comisaría y no me ayudó mucho. La droga que habían encontrado en el interior del colchón era tan pura que no supieron descubrir el origen de la misma. Me preguntaron que quién era yo y hasta dónde se extendían mis redes y contactos. Yo no supe qué contestar y mi silencio los volvió desconfiados. En muy poquito tiempo me encontré entre estos muros. Es verdad que estoy privado de libertad y que mi vida ha cambiado mucho más de lo que nos prometía el viaje del INSERSO que ya nunca haremos Rosa y yo. También es cierto que ya no he permitido que mi esposa venga a este lugar y que transcurrirán semanas hasta que me asegure de que no vuelven a molestarla. Sin embargo, este viejo colchón en el que estoy sentado, cuyo tacto repele la piel menos sensible y que no disfruta, ciertamente, de una estética envidiable, como el otro, estoy convencido de que acabará consiguiendo que yo duerma del tirón por las noches.

            Esa esperanza es la que me anima para que mañana, cuando venga la nueva loquera y me pregunte, como ya hicieran sus colegas, que qué tal me encuentro, tenga que ser sincero una vez más y contestarle que no he estado mejor en toda mi vida. Y cuando me interrogue sobre el desafortunado encuentro con mi antiguo compañero de celda… Sinceramente, ha tenido suerte de que me confiscaran mi navaja suiza el día que me metieron aquí porque hay que reconocer que su pregunta no ha llegado en el mejor momento, esta mañana, nada más levantarme de la cama, sin haber desayunado todavía. Además, precisamente el día que se cumple un mes desde que mi esposa se encaprichó del colchón ideal para aquellos que desearan incorporar en su descanso productos totalmente naturales. ¡Que se lo digan a los dos tipos de narcóticos que terminaron de abrir en canal  aquel invento del demonio!

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