miércoles, 18 de marzo de 2020

Esta historia se escribe con "h"


LA LETRA QUE DEJÓ DE SONAR


            Érase una vez un libro grande, enorme, inmenso. Tal es así que el día que se terminó de escribir, su autor nunca pudo moverlo de sitio. Allí quedó, en la misma mesa robusta de cerezo en la que se había escrito. En esa mesa sin pulir y un tanto inclinada en la que, con una paciencia infinita, el anciano escriba había trazado con esmero letras y letras, palabras y frases de un total de trescientos cuentos. Se trataba de los Trescientos Cuentos de la Edad Remota, que recogían el saber de épocas pasadas, la frescura de costumbres nuevas y antiguas, la fragancia del ayer y el suave roce del mañana, enseñanzas que nunca pasarían de moda.
            En ese libro majestuoso las letras, de unos colores y trazos vistosísimos, cobraban vida y deleitaban a los que las escuchaban con una sinfonía de los más variados sonidos. Cada una representaba su papel y se veía rodeada de sus congéneres con las que competía y participaba de fantásticas aventuras, de increíbles sueños y hazañas memorables. La armonía rodeaba a todas ellas y las letras, chicas o grandes, tímidas o desvergonzadas, presumidas o recatadas, prudentes o temerarias formaban una gran familia y participaban de una convivencia necesaria para el éxito de cada uno de los cuentos. Aunque no todo era, como os podéis imaginar, paz y armonía, virtud y felicidad.

            Surgían a veces disputas entre las letras. Había pequeñas rencillas y mínimas querellas, muchas veces tan insignificantes que terminaban cuando apenas habían empezado. Pero había un asunto en el que parecían coincidir gran parte de las peleas: la discusión por el puesto más anhelado, que era el deseo de todas las letras. Ese deseo no era otro que el honor que suponía encabezar el capítulo, dar comienzo a uno de aquellos cuentos. La primera letra de cada historia era la más admirada, aquella en la que se detenían las miradas de todos los lectores, de todos los que escuchaban la lectura, supieran o no leer. La letra revestida de tal privilegio se veía engalanada con telas preciosas, se crecía con tal condecoración y se ensanchaba con orgullo, luciéndose delante de todos. Sonaba mejor que nunca y en las gargantas de todos producía un sonido suave, sabroso y espléndido. El aire mismo parecía deleitarse al pronunciarla y provocaba una cascada de aplausos y admiración entre niños y mayores. La letra capital era la última letra a la que se echaba un vistazo con el rabillo del ojo, justo al terminar el cuento anterior. Y era la primera letra a la que se saludaba en todo el tiempo que se tomaban los lectores para iniciar el siguiente relato. 

Las letras de aquel volumen, por tanto, no ansiaban otra cosa y la deseaban con ahínco. Conseguir ese puesto se convertía en algunos casos en una obsesión. Por lograr tal objetivo algunas de ellas podían ser capaces de cualquier cosa. El libro que contenía los Trescientos Cuentos, viejo y sabio como era, no lo ignoraba. No obstante, su misión no consistía en evitar el desastre, sino en contemplar a una distancia prudente los actos para poder juzgar con equidad. Y así, y no de otra manera, iba a suceder muy pronto.

II

            La mañana acababa de despertar. El valle bostezaba aún y el río se deslizaba perezoso arrellanándose en pequeños charcos para postergar una caída que era forzoso que realizara. Las flores se miraban unas a otras para ver cuál de ellas iba a ser la primera que orientara sus pétalos al sol, mientras que las piedras comenzaban el aburrido pero único cometido de observar con paciencia la evolución de su sombra a lo largo de toda la jornada. No se escuchaban aún animales. No había ninguna presencia de seres humanos. Los sonidos del día eran prerrogativa de las joviales habitantes de aquel idílico escenario. Las nubes dejaron un hueco al sol para que se asomara. No había duda. Eran ellas. Una melodía atravesaba el río, lo remontaba y se adentraba en el valle. Las letras traían su sinfonía de historias y de fábulas. Venían enarbolando la bandera de hazañas y relatos épicos, de cuentos y de leyendas. Todas ellas se acercaban y llenaban el valle con sus aires de novela y su perfume de mito antiguo, trayendo personajes mágicos y sorprendentes, héroes y villanos, que venían con su cargamento de sentimientos al hombro. Los había tristes y melancólicos y las había enamoradizas y valientes, temerarias y fogosas. Con esa particular música el valle rebosaba. Las letras venían a llenarlo y extendían sus notas por toda la llanura, trepaban por las montañas cercanas y se internaban en el espeso bosque que quedaba a media ladera. Acababa de despuntar el día y ya estaban todas alborotadas y nerviosas. Se había decidido cuál de ellas iba a ser la elegida para convertirse en letra inicial de la siguiente historia.

El cuento doscientos trece del Gran Libro iba a comenzarse con la letra “y”. Un grupo de seis letras jubilosas la llevaba en volandas, y ella se dejaba agasajar con flores que lanzaban al aire, silbidos de admiración y aplausos sentidos que halagaban los oídos de una letra que todavía no podía creerse la enorme suerte que había tenido.
            La reina del relato. La llave del cuento. La gran protagonista del desfile de letras que en muy poco tiempo iba a comenzar. Era un sueño cumplido, una ilusión convertida en realidad. Todo era maravilloso… Pero, ¿qué estaba haciendo allí arriba, sobre las otras letras, vitoreada y engatusada por tanta loa y alabanza? Tenía que estar a punto. Había que preparar tantas cosas… Por ejemplo, ¿qué iba a llevar puesto? Así como estaba ahora, no podía presentarse. Había de lucir sus mejores galas. ¿De dónde iba a sacar las telas para su traje? ¿Quién iba a ayudarla a confeccionarlo? No estaba preparada. No estaba preparada. Los nervios empezaron a asaltarla. Las prisas se le echaron encima y el terror a no estar lista para semejante ocasión acabó por derribar al grupo de letras que la llevaban en andas y terminó por precipitarla en el suelo junto al río. No se dio en una piedra de milagro.
            – ¿Se puede saber qué te ocurre? –La letra “q”, como siempre, buscaba respuestas.
            – ¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué ha sucedido? –Espetó la “z”, que era la última en enterarse de las cosas, pues todavía no había acabado de desperezarse del todo-.
            –No pasa nada. Es natural. La pobre está muerta de miedo. No es para menos. Ahora tiene que hacerse merecedora del gran regalo. –Terciaba la “b” en un tono maternal– No te preocupes. Todas te ayudaremos.
            – ¡Por supuesto! ¡Claro que sí!

            Todas las letras confirmaron con enérgicas voces la sentencia de la “t”, que era la última que había hablado, rotunda y terminante, como acostumbraba. La “b” que no quería quedarse en un segundo plano como otras veces, se adelantó y ayudó entre resoplidos, calores y sofocos a que la “y” se pusiera en pie. La “v” observaba con reservas lo que su hermana, que estaba ya de siete meses, prometía sin consultarle, sin pensar en lo que era mejor para el bebé. Pero no le dio tiempo a recriminar a la “b” porque en ese momento hablaron las gemelas “r”, las mellizas “l” y las siamesas “w”.

            – ¡Eso, eso, vamos a prepararla para el trono! –Gritaron con fuerza las erres.
            – ¡Nosotras le buscaremos la tela! –Las “eles” silbaban animosas.
            – ¡Y nosotras la confeccionaremos! –Exigía ansiosa la “w”, con una sola voz que resonaba en su cuerpo y formaba un eco que redoblaba la obstinación de su cometido.

II

            Era tal el bullicio que resonaba en todo el valle que el resto de seres que lo poblaban dejó aquella mañana de dedicarse a sus habituales tareas. El sonido de las letras lo llenaba todo y la ilusión de todas ellas impedía distraerse en cualquier otra cosa que no fuera el nuevo cuento y su privilegiada letra inicial. Tan absorta estaba la naturaleza con tanta algarabía que no se percató de que una de aquellas letras, apartada del grupo y asomada a las límpidas aguas del arroyo, veía su figura reflejada y se salpicaba de una honda y profunda tristeza. Esta letra llevaba mucho tiempo detrás de aquel honor. Había mejorado su aspecto, se había cuidado con esmero, había ensayado los andares y la manera de comportarse para poder encajar en tal puesto. De hecho, si hubiera sido ella la elegida, sobraría tanta prisa de última hora, pues todo estaba ya preparado para dar la talla y abrir con una figura radiante el nuevo cuento del Gran Libro. Y en cuanto al sonido con el que empezaría el relato, la preparación era aún mayor. Horas y horas de ensayo frente al riachuelo llanura abajo, haciendo gorgoritos, templando la voz, atrapando la cantidad precisa de aire y conduciéndolo con presteza para no perder ni una sola de sus cualidades de resonancia. Era la letra mejor preparada, la más dispuesta, la mejor entrenada. Pero no había sido la elegida porque habían preferido a esa letra extranjera que había venido de no sé qué lejanas islas para usurpar merecimientos y ostentar puestos que no le correspondían. La tristeza se confundía con la rabia, la indignación con la ira y el malestar con la envidia. La letra “h”, olvidada de todas y ajena a la alegría del conjunto, levantó la vista, cerró después los ojos y acabó irguiéndose sobre la charca cristalina. Estaba decidida. No podía perder tiempo.

            En la espesura del bosque, junto al Roble Centenario, el búho leía uno de los mensajes que le enviaban por correo aéreo aves de toda índole. Era el gran consejero, y cualquier asunto de mayor o menor importancia requería la aprobación o el consentimiento del ave más sabia del Reino. El animal intentaba concentrarse en la lectura, pero los signos del mensaje no eran claros y el asunto demasiado enrevesado. Leía una y otra vez aquel mensaje y una y otra vez levantaba los ojos para sacudirse el aturdimiento. Además, aquel grupo de ahí abajo formado por letras infantiles hacía mucho ruido, y no había manera de callar a las cinco letras más revoltosas del lugar. Ya estaba bien, como no dejaran de gritar todas a la vez tendría que intervenir y mostrarle su enfado… Bueno, era suficiente. Al final el búho no pudo soportarlo más:

            – ¡Eh! –les lanzó un grito.
            – ¿Es a mí? –había respondido la “e”, poniendo cara de sorpresa mal disimulada.
            –A todas os digo. –El búho no estaba dispuesto a que le hicieran burla.
            – ¡Ah! – esta vez era la “a” la que no había podido callarse.
            – ¡Basta de juegos! Ni una palabra más. ¿Es que os creéis las dueñas y señoras del bosque? Sois unas niñas muy malcriadas y…
            – ¿Y…? ¡Y qué! –se envalentonó la“i”, con un descaro y una impertinencia impropias de letras bien educadas.
            – ¿Así contestáis a vuestros mayores? –el búho no salía de su asombro-. O dejáis esa actitud irrespetuosa o…
            – ¿O…? ¿Nos estás amenazando, viejo búho? –espetó la letra “o” poniéndose en pie y mirando fijamente a los cansados ojos del animal.
            –Esto es inaceptable, absolutamente intolerable. Ahora mismo voy a llevaros al Río y vais a tener que contar todo esto a vuestras hermanas mayores. –El búho se levantó y abandonó la rama en la que descansaba. Se posó delante de las cinco vocales–. ¿Os ha quedado claro?
            – ¡Uh, qué miedo! ¡Uh, míranos cómo temblamos! –la letra “u”imitaba a un fantasma y se movía alrededor del desesperado pájaro que estaba fuera de sí.

Al final, el búho salió volando de aquel corro de letras impertinentes y se dirigió al Río, para buscar inmediatamente a alguna letra responsable que atajara semejante comportamiento de las más pequeñas del Valle. Las carcajadas resonaban en el rincón del Roble Centenario mientras se alejaba con lento vuelo el búho, uno de los animales más respetados del lugar. Las cinco vocales, que no podían parar de reír, estaban orgullosas de la broma. Se habían turnado para enfurecer al viejo carcamal. Eran ingeniosas y astutas, las más inteligentes de todas las letras, y la sabiduría del viejo búho se alejaba herida y burlada. Pero las risas se vieron interrumpidas por una letra agazapada tras unas piedras cubiertas de musgo. Cesaron de pronto las carcajadas. Se instauró el silencio. De aquel escondite salió por fin la letra “h” y se dirigió al grupo de letras. La resentida “h” se colocó frente a las cinco vocales, aclaró su bien afinada voz y se dispuso a relatarles su “problema”. Dejemos, sin embargo, a la “h” exponer su caso ante las cinco maleducadas letras y volemos con el búho hacia el llano, en donde habíamos dejado a las entusiasmadas letras arremolinadas alrededor de la “y”, sorprendida y aturdida por tanta atención inesperada.

III
           
            La letra “y”, en efecto, estaba realmente estresada. Las demás letras, en su afán por ayudar a la hermana elegida y de demostrar la inmensa alegría que a todas las colmaba semejante elección, no hacían más que corretear de un lado a otro, aconsejar y opinar sobre todo y dar vueltas y más vueltas en torno a la pobre grafía. La “y” suspiraba y se dejaba hacer, rendida, fatigada, abandonada a unas desaforadas e histéricas letras hiperactivas.

            –Aquí vendrá la orla del vestido, que reforzaremos con un doble en tonos pastel, y te favorecerá muchísimo. Será como un mar de olas que darán una sensación de profundidad a la tela creando un efecto maravilloso. –La m y la n, con ayuda de la ñ, llevaban ya un rato imponiendo su estilismo sobre el resto de consejos más o menos profesionales de las otras letras.

            – ¡Yo os diré por dónde cortar! –prorrumpió la “x”, afilando sus colmillos y frotándose las manos ante la misión que se veía ya realizando.
– ¡No tan rápido! –Hablaba entonces la “q”– Será mejor que la “f” y la “p” realicen la medición y señalen por dónde hemos de pasar el hilo, y luego ya hablaremos de cortes y de efectos ondulantes. ¿No os parece?

            Hubo un murmullo de aceptación. La “s”, sin embargo, mandó callar a todas las letras y se dirigió a la “j” que no había abierto la boca todavía:

            – ¿Qué opinas? Creo que estamos olvidando que eres tú la única que puede ayudarnos a confeccionar un auténtico vestido. ¿Por qué no hablas?
            –Esperaba que me lo pidierais, antes o después. Conmigo tendréis los enganches suficientes para medir y cortar el hilo, y os garantizo un traje de ceremonia de excepcional factura.
            – ¿Lo habéis oído? –Preguntó la “s” volviéndose hacia todas las letras, sin ocultar una sonrisa de satisfacción– ¡Con ella en el equipo vestiremos a la “y” como nunca nadie lo ha hecho!

            Una batería de aplausos, vítores y gritos de aprobación se oyeron por todo el valle. La “c” canturreaba cánticos de victoria mientras la “k” le hacía los coros y la “q” la segunda voz, más aguda. La “l” lanzaba hurras al cielo y la “d” recogía en su diana particular los gritos de la “g” y el jolgorio que armaba también la “j” y que la “c” se encargaba de disparar certeramente. Allí todas las letras chillaban y se atropellaban unas a otras, formaban un tropel de ruidos y de voces, de gritos y desorden que acallaba el natural ruido del agua de un río que pasaba totalmente inadvertido. Fue una pluma de búho que fue a parar al mismo lo que empujó al agua a levantar su voz sobre el caótico grupo de alborotadas letras. La “j” sirvió de anzuelo y atrapó una pluma de pálido color que todas reconocieron. Su dueño se posó sobre una gran piedra, en la orilla, y pidió silencio. Ese fue el momento que la angustiada “y” estaba esperando para escabullirse. Se deslizó hacia el bosque y se internó en él. La voz del búho dejó de oírla enseguida.

            Nada más internarse en el bosque, dos letras salieron a su encuentro. La “y” hizo como que no las había visto, y siguió sus pasos dejando atrás a la “o”. La “u” mucho más ágil, la alcanzó enseguida, y se puso delante de sus narices. No tuvo más remedio la huidiza grafía que hacer un alto y mirar a la insolente vocal.

            – ¿Se puede saber de qué huyes? ¿Y por qué nos ignoras? ¿Es que resulta que ahora ya no te interesamos? –La “u” se envalentonaba con cada pregunta– ¿No eres tú la misma que llevas un mes detrás de todas nosotras para que te admitamos en el grupo? ¿Ahora no te interesa? ¿Se puede saber a qué estás jugando?
            – ¡Eso! ¡Contesta a las preguntas! ¿Es que ya no estás interesada en ser como nosotras, en formar parte del selecto grupo de las vocales? Siempre has dicho que no te faltan cualidades… –La “o”, sofocada y llena de sudor, había podido alcanzar a las letras. La “y” estaba acorralada, pero se defendió.
            –Vale. Iba huyendo de todo el alboroto que se ha formado con lo de mi galardón, ya sabéis. Es un honor, pero no me están dejando disfrutarlo, con tanto preparativo y tanta atención. Por eso no os he hecho caso. Pero otra cosa bien distinta es que me haya olvidado de lo que me prometisteis. Porque lo prometisteis, ¿no es así? Me disteis vuestra palabra.
            –Nunca dudes de la palabra de una vocal. Estamos dispuestas a hacer realidad esa promesa, y antes de lo que tú te crees, ¿no es así, hermanas?

            De repente, de entre la tupida red de plantas bajas y arbustos emergieron la “a” y la “e”, que se colocaron muy cerca de la “u” justo cuando comenzaba su pregunta. Ya estaban allí todas las vocales, a excepción de la “i”, que todavía continuaba de charla con aquella despechada consonante que las asaltó con una petición muy particular.  Y aunque la “h” no la hubiera entretenido, tampoco sería descabellado que no se hubiera presentado ante la “y”. Al fin y al cabo, a pesar de las diferencias y los orígenes tan dispares de ambas, a las dos las llamaban por el mismo nombre, y esa era una afrenta que la “i latina” nunca podría perdonar. Por no mencionar la inaceptable y desproporcionada oferta que las vocales estaban a punto de realizar. Fue la “a” la que lo dijo abiertamente:

            –Queremos que seas una de nosotras. Has oído bien. Queremos que te conviertas en una de las vocales.
            – ¿Lo decís en serio? ¿No es broma? –La “y” miraba a un lado y a otro, estupefacta.
            –Tienes nuestra palabra. A partir de ahora vas a comportarte siempre como una vocal, hablar como una de nosotras y disfrutar de los privilegios del selecto grupo de las vocales. –La “a” no ocultaba un gesto grave y sentencioso, que solemnizaba el momento.
            – ¡No me lo puedo creer! Esto tengo que contárselo a todas mis amigas. Cuando se entere la “p”, que siempre pone peros para todo… –la “y” estaba ya dispuesta a salir a la carrera.
            – ¡No tan deprisa! –la “e” la cogió del cuello, y la soltó luego, muy, muy despacio–. Primero tienes que pasar unas pruebas. No entrañan, en realidad, gran dificultad, pero sí has de tomarte tu tiempo en cada una de ellas. Ser una vocal, en los tiempos que corren, comporta grandes sacrificios y, no en vano, se ha dicho que…

            Todo el discurso fue acompañando a una desconcertada “y”, que no sabía si podría soportar en un solo día otro de aquellos bombazos. Mientras la “e” la introducía por el bosque y le endulzaba los oídos con palabras y más palabras, y mientras llegaban hasta ella la respiración entrecortada de la “o” y las risitas mal disimuladas de las otras vocales, la letra “y” intentaba asimilar en su cabecita la elección como letra capital en un cuento, el cariño sobredimensionado de todas las letras y los arrumacos insospechados de las todopoderosas vocales del mundo en el que vivía. Ser una vocal era no sólo su sueño. Era el sueño de generaciones y generaciones…

IV

            – ¡Ha desaparecido!
            –Nadie sabe dónde se ha metido. ¡Y el cuento está a punto de empezar! Además todo el vestido, la tela, el adorno… todo está listo. ¿Qué vamos a hacer ahora?

            Las letras estaban desquiciadas. Corrían de un lado para otro, se atropellaban unas a otras. Las que habían caído tiraban a las que aún se mantenían en pie, y el traje, con un bordado precioso, no se rasgó de milagro.

            – ¡Es culpa del búho! –La “l” lanzó su dedo acusador–. Si no hubiera venido a contarnos sus desdichas de educador frustrado no la habríamos perdido de vista. Estoy segura que fue entonces cuando desapareció.
            –No es justo acusar a nadie. Aquí no hay culpables. Todas nos hemos preocupado de todo menos de la protagonista. A ver ahora cómo lo apañamos… –la “k”quiso poner un poco de cordura en todo el asunto.
            – ¿Por qué no preparamos una expedición al bosque? –La “x” tenía ganas de aventuras–. Hagamos tres grupos. Uno irá en cada dirección. Los demás se quedarán aquí, que es donde sabe que tiene que acudir. Yo podría liderar uno de los grupos, y atravesaríamos el bosque por allí…

            Seguía y seguía hablando la letra mientras el resto del grupo se iba contagiando de una sorpresa mayúscula. Llevada en andas por todas las vocales, la “y” aparecía ya con un traje absolutamente espectacular, y entonaba un sonido que ponía los vellos de punta. No dejaron a la engalanada grafía en ningún momento. La llevaron hasta el lugar preparado para el comienzo del cuento. Cubrieron su traje con unas tiras del vestido confeccionado por las demás letras. Con una sonrisa, la letra pródiga agradeció a todas sus esmerada labor, y se colocó sobre el sitial en el que iba a dejarse oír. La “b”, cansada de estar de pie, cogió asiento. Detrás de ella todas las letras fueron ocupando sus improvisadas localidades para asistir al comienzo de uno de aquellos cuentos por los que estaban ellas en el mundo. Bajó la intensidad y la fuerza del río, el viento dejó de soplar y las nubes se aclararon sobre el escenario. Todos estaban expectantes por escuchar el primer sonido del nuevo relato cuando ocurrió lo que estaba destinado a suceder.

            En el momento en el que a la letra “y” le tocaba el turno para comenzar su cuento, aquella grafía que estaba sobre el trono de la elegida, que se había engalanado para la ocasión, ayudada por todas las letras y de modo muy especial por las vocales, aquella letra que se moría de ganas por entrar a formar parte de la historia, no pudo articular ningún sonido. Cogía el aire, lo distribuía por su organismo y lo expulsaba sin pronunciar absolutamente nada. Era incapaz de articular palabra. Fue tanto el sonrojo y la humillación, tanta la rabia y la insatisfacción, que se zarandeó desde allá arriba, provocó el desequilibrio entre las vocales y vino a dar al suelo. En el momento en el que se levantó todos los allí reunidos fueron conscientes del engaño. 
Fue la “h” la que se puso en pie, cuyo colorido rostro que antes había llamado la atención, había dejado en su lugar un semblante triste y cetrino. La “h” había conseguido engañarlos a todos. Se había puesto del revés, lo que había provocado ese engañoso sonrojo, y no había hecho otra cosa que caminar al revés, ayudada por las vocales y el traje que disimulaba en parte su figura. Ciertamente que había pasado perfectamente por la letra “y”. Todas las letras habían sido engañadas. Ninguna se había dado cuenta. Entonces, ¿por qué se había desmoronado todo en cuestión de segundos?

            El búho, que no dejaba de volar de uno a otro lugar del valle en aquella ajetreada mañana, había sorprendido, junto al Gran Roble, un movimiento inusual de las hojas de un endrino. Acercándose para observarlo mejor  había descubierto una letra amordazada y atada a una rama. Tuvo que ir a pedir ayuda para deshacer todos aquellos nudos. Al final, la “y”, casi sin aire para respirar, le había contado todo lo que habían tramado las malvadas vocales. Indignado, el anciano búho había sobrevolado el bosque con su Roble Centenario, el río y el valle y había logrado llegar hasta el Gran Libro del cual nacían, como por arte de magia, los cuentos. Sus doloridas palabras no habían caído en el olvido. Todo se dispuso para que, en el instante en el que la letra usurpadora sintiera llegado el momento de presentar sus ropajes y mostrar su voz, sufriera el más terrible de los males que puedan aquejar a las letras: carecer de sonido.

V

            Por eso, desde aquel día, la letra “h” ya no suena. Se le conoce como “h” muda, y ya nadie recuerda el sonido maravilloso que antes solía representar. Se le condenó también a que, en el caso de que quisiera juntarse con el resto de las letras, y colocarse en medio de las palabras, debería llevar siempre a un lado y a otro una vocal, como castigo por su participación en el engaño. En esos casos se le conoce como “h” intercalada. No se escaparon las vocales del castigo, puesto que, siempre que quieran expresar sus sentimientos con toda la fuerza de la que son capaces, las vocales tendrán que apoyarse en la “h”, aunque todo el esfuerzo habrá de recaer en ellas. Así es como suenan a partir de entonces las interjecciones.
            Y no podemos olvidarnos de lo que le ocurrió a la “y”. Mantuvo el privilegio de comportarse en determinados momentos como vocal, tal y como le habían prometido con engaños las vocales. Sigue llevándose mal con la “i”, aunque todavía lucha por separarse definitivamente de ella, y es posible que muy pronto le den un nuevo nombre. Un nombre que ya no la relacione con la aborrecible “i” latina.
           

           


           
           

2 comentarios:

  1. Me ha encantado Mariano, mis más humildes agradecimientos por habernos compartido tan maravillosa historia.

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    1. Me alegro en el alma. Gracias a todos los que tenéis palabras tan halagadoras para este cuento tan especial.

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