domingo, 12 de mayo de 2013

Relato basado en unas vacaciones en Rinlo (Lugo) con dos de Huesca y dos de La Almunia.



RINLO
I
-¿Qué es eso, mamá? –La niña mira la bandeja humeante y se mantiene alerta.
-Deja de poner caras y pruébalo, anda. Verás como te gusta. –Responde la madre, mirando de reojo a su marido, que parece absorto. -Pregúntale a tu padre cómo hay que comerlos. Y si te portas bien, quizá te cuente una bonita historia.
-¿De verdad? ¿Y de qué trata? ¿Salen princesas y castillos? –Ahora la niña dirige toda la atención hacia su madre y por ello capta la instantánea que muestra a su mamá haciendo un guiño a Severino, que parece haber salido de su ensimismamiento.
-No, cariño. Pero ocurrió en estas tierras…
-O mejor en estos mares. –Rectifica y habla por fin el marido. Una vez arrancado el motor de su garganta, parece que nadie va a poder frenar el vehículo de su historia. Nadie, salvo el recuerdo.
-¿Salen piratas? ¿Verdad que salen piratas? ¿Piratas y princesas?
-No la tengas en vilo, Seve, que luego no habrá quién la acueste. –Mónica dirige una mirada de reprobación a su marido, aunque entiende que no le sea fácil enfrentarse a aquella historia. De hecho, han tenido que pasar más de ocho años para que pudiera convencerlo y hacer este viaje desde La Almunia, su pueblo. –Empieza de una vez, y ya os aviso cuando los percebes estén listos. Todavía echan humo.
-¿Sabes la playa en la que acabamos de bañarnos esta mañana? –El padre espera a que la niña asienta con rotundidad. Después, toma aire y comienza a narrar su experiencia. –Allí empezó todo, antes de que tú nacieras.
-¿Pero salen piratas? –Interrumpe la niña.
-Hay un poco de todo lo que has dicho, hija. Será mejor que escuches a tu padre. –Mónica coloca suavemente su mano sobre la rodilla de Severino, sentado justo enfrente de ella, y le anima para que continúe. Se escucha el ajetreo de la plaza, un hervidero de gente que triplica el número de residentes invernales del pueblo. El restaurante de la Cofradía de Rinlo está a punto de hacer pasar a sus comensales del tercer turno y la marea comienza tímidamente a retirarse de la orilla, ante el mutismo de una decena de vehículos mal aparcados. Seve agradece el gesto de la mujer y sonríe también a la pequeña, que se ha olvidado por completo de la ración de percebes. La brisa veraniega parece haberse detenido también, pues no quiere perderse las palabras de Severino.

II
            “Era la primera vez que visitaba la provincia de Lugo y el plan se acomodaba perfectamente a mis expectativas: playa, descanso, buen tiempo y buena compañía. Tu madre no se había atrevido a venir conmigo y con tu madrina, Ana María, que se había echado un novio de Huesca, de quien había partido la invitación para pasar con ellos unos días en este maravilloso pueblo costero. También se había sumado al grupo un hermano del novio, Eulogio, con el que iba a compartir habitación. Mamá se quedaba en el pueblo, terca como ella sola, empeñada en sacarse una asignatura de la carrera que no ha llegado a terminar todavía, perdiéndose la aventura que estaba a punto de comenzar.
            Fue tu madrina la que me dio la noticia nada más montarnos en el coche. Se había prometido con Crisanto, que así se llamaba el afortunado muchacho, y se iban a casar en unos meses. Al menos eso es lo que pregonaba reluciente el anillo que el oscense le había regalado. El otro chico, Eulogio, su hermano mayor, conducía un Golf con más golpes que un gag de Martes y Trece. Los cuatro estábamos felices, con la ilusión de quienes saben que, alejándose de la rutina, los corazones se acercan y la alegría se desborda. Ni siquiera el egoísta mensaje de tu madre recordándome que no estaba allí para compartir este viaje conmigo; ni siquiera la fría recepción en el hotelito anexo a la plaza del pueblo, cuando su dueño, el palista, sin mirarnos a la cara, nos metió a cada uno en nuestras habitaciones; ni siquiera el calor húmedo y pegajoso que se instaló en mi cuerpo pudieron desdibujar la sonrisa de mi rostro. Esa noche caí como un tronco y nada pudo perturbar mi sueño. Después de aquella noche, ya no pude volver a dormir del tirón nunca más.
            Debes saber que en esta tierra se descubren cosas que no existen en La Almunia, ni en ningún sitio de los que conoces. Aquí hay manjares exquisitos que nunca habrás probado y aguas bravas que hacen que nuestros baños en la piscina municipal se queden a la altura del betún. El mar es poderoso, ya lo has visto. ¿Recuerdas cómo te has sentido esta mañana mientras nos sumergíamos en el agua? También yo experimenté algo parecido en aquel viaje. Crisanto y Eulogio sintieron lo mismo y los tres se lo quisimos transmitir a Ana María, pero no conseguimos que tu madrina metiera los pies en el agua. El mar, la playa, la marea y esta brisa que hoy disfrutamos nos acompañaron durante aquellos días. Junto a ese descubrimiento portentoso, el otro gran secreto de este lugar nos visitaba puntualmente a la hora de las comidas. Hoy probarás los percebes y, como yo entonces, preguntarás cómo demonios se comen. La parte más graciosa de nuestras vacaciones tiene que ver precisamente con la peculiar manera de engullir percebes con la que nos sorprendió el chico de tu madrina. Pero allí se acabó lo chistoso del asunto. Antes de que termináramos aquella comida y sacáramos algunas fotos del plato de las sobras de Crisanto -¡se había comido prácticamente todo el percebe y solamente había dejado la uña!- me tuve que ir a la habitación porque me había dado un atracón de zamburiñas, otro de los platos que probaremos aquí, y no me habían sentado muy bien que digamos.
            Unos golpes secos y unos alaridos punzantes me arrojaron de la cama. Una histérica Ana María me contaba a trompicones lo sucedido. Los dos hermanos y el baño en el mar. La siesta fatídica, el agua imprevisible, la marea que se había llevado a su prometido y el hermano con heridas y golpes entre las rocas. Crisanto había desaparecido. Eulogio tenía las piernas y el tronco cubiertos de arañazos. Parecía el Ecce Homo de Borja, ni más ni menos. Salí de la habitación e intenté calmarla. Era imposible. Nunca había visto a una mujer de La Almunia con esa angustia pintada en la cara y Ana María había perdido hasta el color blanco que de por sí ya tenía como seña de identidad. Lo primero que hice fue acercarme hasta la recepción del hotel. Pregunté al palista, que me juró y perjuró que no sabía de quién estaba hablando. Ana María estaba hecha una furia y yo di un golpetazo seco con la palma abierta sobre la barra. ¿Cómo podía caber en nuestras cabezas aquello que se empeñaba en afirmar? Según él, no había visto en su vida al chico del que le hablábamos y juró por la Santiña que no reconocía al chico de la imagen de la cámara que tu madrina le mostraba incrédula.
            Crisanto había hecho la reserva. Crisanto había hablado con él. Crisanto se había acercado el día de nuestra llegada hasta el mostrador o barra o lo que fuera aquel lugar desde el que el palista se empeñaba en llevar la contraria a la mismísima evidencia. Mientras tu madrina se derrumbaba sobre la mesita yo, junto a la ventana, me percaté de que aquel hombre con pintas de piragüista olímpico y con un carácter más seco que la mojama no había levantado su rostro hacia nosotros para dedicarnos una sonrisa, responder a un saludo o solicitar nuestros carnés desde que habíamos llegado. De hecho, dudaba yo entonces de que hubiera podido ver las decenas de imágenes en las que aparecía Crisanto que tu madrina había plantado delante de los ojos del dueño del hotel, de unos ojos negros, oscuros como el fondo de las rocas de las playas que habíamos visitado, vacíos como las cuencas muertas de un hombre ciego.
            No te asustes, cariño. Perdona si al final la historia se vuelve un tanto turbia. El agua de estos mares trae a veces manchas que lo llenan todo de miseria y de tristeza. También se lleva en ocasiones pedazos de nosotros mismos. Así ocurrió con nuestro compañero. ¿Te alarmas? Es este el momento cuando empezó la auténtica aventura, la historia de piratas y princesas que tanto has insistido en que te contara. Con Eulogio en el Centro de Salud del pueblo más próximo y con Ana María más relajada después de una serie de tilas que el palista no quiso cobrarnos –ni yo habría pagado, por supuesto-, descubrimos a uno de los peculiares habitantes de Rinlo. Se trataba de un marinero, Rosendo, que se ofreció a ayudarnos nada más relatarle nuestra desgraciada aventura.
            Rosendo lucía una cabeza rapada y brillante y de sus orejas colgaban dos zarcillos dorados. Sus ojos eran grises y profundos, y la piel de su rostro parecía hecha de arenisca sometida a la erosión implacable de la mar, el viento y todos los elementos. No sabría decirte qué edad tenía, ajado como se mostraba el rostro del marinero, pero su voz no tenía nada de grave ni circunspecta. Un acento gallego de una musicalidad infantil venció el primer temor que recibimos Ana María y yo cuando nos abordó en aquel bar/recepción del hotel. Su ropa era de lo más estrafalaria y los guiños que de vez en cuando se le escapaban hacia turistas e inquilinas del establecimiento nos mantenían en un estado continuo de inquietud y alarma. Sin embargo, enseguida su labia y sus ademanes ganaron nuestra confianza.
            Cayó, lánguida, la tarde. Unos pasos de botas de cuero con punta rematada de metal se alejaban de nosotros. La puerta se cerraba tras la sombra que proyectaban unas espaldas anchas y unos brazos musculosos, y una cabeza coronada por un sombrero de vaquero del cantábrico. Sobraban las palabras. Era el momento de la acción. Aquel marinero había tomado la determinación de subirse a su barca y recorrer cueva por cueva y cala por cala toda la extensión de costa en la que podía haber calado nuestro amigo. ¿Te imaginas la estampa? Una noche de luna menguante y una barquichuela de pescador surcando con parsimonia las aguas del Cantábrico. El marinero, erguido, aguza la vista y los sentidos en busca de un movimiento de mar inesperado y un obstáculo de huesos, músculos y tendones, aún con aliento, ansiando ser encontrado.
            Tu madre no me cogió esa noche el teléfono, supongo que por los nervios del inminente examen. No la culpé entonces y no la culpo ahora. Tu madrina lloraba y se acurrucaba entre el que había de ser su cuñado, semiconsciente y drogado por completo, mientras yo no me separaba de la ventana de la habitación y me inventaba las vistas de un mar que, generoso, devolvía con vida al bueno de Crisanto. Así pasé la primera noche. Las diez restantes no fueron muy diferentes de aquella. Por fin, regresamos a La Almunia. Eulogio se incorporó al trabajo y Ana María tuvo que ir a un especialista que, inmediatamente, le extendió una baja. Yo volví a la inmobiliaria y todos nos esforzamos en seguir con nuestra vida, muy pendientes de las noticias que Rosendo se había comprometido a facilitar desde Rinlo.
            ¿Te acuerdas de la pregunta que me ha hecho tu madre esta mañana, cuando hemos dejado las toallas en las piedras tan lisas de la cala de los Castros? La respuesta no se la he dado entonces pero quiero que tú y tu madre la tengáis ahora. Aquel fue el lugar en donde la marea sorprendió a mis tres acompañantes y donde el mar arrebató con fiereza al que estaba destinado a ser el marido de tu querida madrina. Los dichosos percebes y las zamburiñas habían impedido que me hallara presente cuando la desdicha vino a cebarse sobre nosotros. ¿Me había salvado la vida aquella indigestión? ¿Habría evitado yo el trágico desenlace de su baño vespertino en la cala de los Castros si no me hubieran sentado mal aquellos crustáceos que hoy vas a probar por primera vez? Me hice esta y mil preguntas parecidas durante semanas y no conseguí obtener ninguna respuesta o más bien me encontré acorralado por demasiadas contestaciones divergentes. Quiero ahorrarte el sufrimiento y la espera infructuosa que sentimos todos los del grupo y que tu madre soportó también, aliviando en parte mi dolor.”
III
            “Habían transcurrido dos meses y pico desde la desaparición de Crisanto cuando llegó el email. No tuve valor de leerlo solo y desde el despacho llamé a Eulogio y a Ana María, que había empezado a trabajar una semana antes, aunque todavía no conciliaba el sueño por las noches y soportaba una mezcla de aturdimiento y tristeza que le concedían un aspecto fantasmal. Recuerdo que siempre me dices que la madrina es muy blanquita y, aparte del color de la tez, blanco, níveo de nacimiento, gran parte de la culpa la tiene toda esta historia que te estoy contando. Pero me estoy desviando de los acontecimientos. ¿Por dónde estaba? Sí, el correo electrónico.
            Eulogio vino desde Huesca y nos encontró en la casa de Ana María. Habíamos llorado y habíamos reído. Nos habíamos abrazado cientos de veces y en uno de esos bruscos movimientos había desencajado yo la pata de la silla que tenía tu madrina frente al ordenador de su casa. Su madre había venido a preguntarnos si estábamos en nuestros cabales y, en cuanto le dimos la noticia, corrió a avisar a los vecinos y a compartir información y sentimientos. Su marido se echó inmediatamente a la carretera y enganchó el Patrol y a sus otros tres hijos y se lanzaron sobre Ricla y otras localidades cercanas porque el corazón se les salía de su propio pueblo. La alegría estaba perfectamente justificada. Crisanto estaba vivo, aunque eso ya lo sabemos nosotros y su boda, un poco más tarde de la fecha prevista originariamente, todavía está en boca de media comarca.
            ¿Te has fijado en esa cicatriz tan fea que tiene Crisanto en la palma de la mano? Claro que sí. Si quieres saber cómo se la hizo y qué fue lo que le ocurrió te aconsejo que escuches el mensaje que nos envió Rosendo el mismo día en que sus andanzas por el mar dieron por terminada la búsqueda que había iniciado tan valientemente. Imprimí el correo electrónico la misma tarde en que lo leímos en el pueblo y lo metí en la cartera cuando salimos de La Almunia anteayer. Voy a leerlo aquí mismo, tan solo a unos metros del hotel en el que, en nuestro accidentado primer viaje, fuimos sorprendidos por el carácter y el corazón del marinero. Os ahorraré algunas expresiones en gallego y más de una palabrota impronunciable, pero el contenido y la gracia de Rosendo se mantienen intactos.
            “Ya está, ya está. Sano y salvo, más fresco que una lechuga y con muy buen color. Ahora mismo saldremos para ese pueblo suyo de Aragón, en cuanto me entere bien de cómo llegar hasta allá. Un muchacho de Foz nos acompañará porque dice que tiene GPS y así me llevo el coche de su padre. Es buen zagal, aunque tiene cierto retraso. Pero antes de que Tommy y yo partamos para su aldea, les adelanto cómo fueron las cosas. Tienen que tener muy buenos contactos por ahí arriba, porque parece que se pusieron de acuerdo la Santiña y la Pilarica para conducir mi humilde barca. El chico está descansando abajo, poniéndose púo de percebes, que mi madre prepara como ninguna otra en todo Rinlo. Tengo unos minutos. Me basta.
            No supieron decirme ni un solo rasgo físico de Crisanto, ni enseñáronme foto alguna de él. Supongo que no estaban para otra cosa que para desahogarse ante alguien como yo y confiar en la buena voluntad que les mostré. Tampoco les pregunté. No hacía falta. Cuando salí por la puerta del Hotel tenía muy claro que si aprovechaba el punto más bajo de la marea, podría recorrer la costa desde el coche esa misma noche. Si había alguien allí, no podría ser otro que el desaparecido Crisanto. No hubo suerte. Tuve que probar con el barco. Volví a recorrer una por una, esta vez desde el mar, todas las calas que hay desde Ribadeo hasta las playas de las Catedrales. En muchas ocasiones crucé las playas a nado, buscando rincones escondidos y cuevas oscuras entre las que podía encontrar algún rastro. Inútil. Probé varios días más. Ninguna respuesta.
            Tampoco tuvieron éxito mis interrogatorios y nada pesqué de mis pesquisas. Soy muy bueno acercándome cariñoso a las muchachas y, haciéndolas sentir cómodas, sorprenderlas con una pregunta que no pueden negarse nunca a contestar. Alguna se asustó y reaccionó violentamente, pero muchas se apiadaron del pobre Crisanto y se compadecieron  sinceramente de nuestra aventura. Conversé con todas ellas, que son más observadoras que los hombres de este pueblo, las invité a cafés y manzanillas, las regué de Ribeiro y las endulcé con Crema de Orujo, pero nada. Hasta bailé con las más descocadas, en este y otros pueblos, pero nada saqué en claro. Ni sabían de quién hablaba ni podían ayudarme.
            Debí llamarles entonces y pedirles que me enviaran algo, una foto, una descripción, lo que fuera. No hizo falta. Un marinero que es capaz de estar más de seis meses en alta mar para ganar un buen sueldo y poder vivir el resto del año felizmente en su pueblo sabe muy bien de qué está hecho el silencio. Callé, escuché, bebí a veces más de la cuenta, pero las palabras que esperaba, unas veces despierto, otras no tanto, aparecieron por fin. Las escuché, las paladeé y dejé que mis oídos se regocijaran con la dulce resaca que arrastraban. Sucedió anoche.
            Se habían cumplido entonces más de dos meses desde que tuve mi conversación con ustedes, y ya no me dejaban entrar en los bares ni restaurantes del pueblo. No me quedaba un euro del dinero que generosamente me enviaron, el frío se estaba metiendo en el pueblo y la gente ni siquiera disimulaba su desprecio ante mí. Por eso me encontraba yo, silencioso, agazapado tras un matrimonio joven y un carrito de niño, más protegido que el percebe desde el Prestige, con mi litrona y un bocadillo, ignorando las miradas de resquemor de los mozos de la Cofradía de pescadores. No la veía, pero una señora se reía a mandíbula batiente de un muchacho que tenía a su lado. Entre carcajadas y un hipo desenfrenado que se apoderó de la vieja, las palabras abrieron mis ojos, mis esperanzas y las de ustedes. Porque en ese momento se me vino a la cabeza no el recalentado contenido de aquella Estrella Galicia, sino la conversación que mantuvimos el día de la desaparición de Crisanto; porque vi claro quién era el joven del que se mofaba la anciana, aunque aún no lo tenía delante ni había descubierto lo que las rocas habían hecho con su mano; porque las palabras de la vieja despertaron en mi cerebro la imagen desconcertante que provocaron ustedes cuando me contaron la anécdota del chico comiéndose enteros los percebes; porque pude levantarme y presenciar yo mismo, frente a un plato de uñas sin más restos ni más sobras, al joven desaparecido que se hacía llamar Crisanto y que mordisqueaba absorto la parte más dura del crustáceo.
            Esta misma mañana me ha contado el chico sus andanzas. Tendrán tiempo de curarlo y de arreglarlo. No se acuerda de nada. No sabe por qué lleva dos meses trabajando en un campo con la viuda chismosa que le paga un sueldo y lo mantiene. Ignora que no pertenece a este mundo y que su vida está en Huesca, que tiene padres y un hermano, una mujer con la que está prometido y un amigo que confió en un marinero que ha cumplido con su promesa. Y esta noche o esta madrugada, cuando lleguemos con el coche, la promesa será una realidad. Como que me llamo Rosendo.”

IV
            Han transcurrido varios años desde aquella aventura y allí mismo, en el lugar exacto en el que el marinero reconoció a Crisanto, Severino y Mónica se miran, con ojillos de Albariño y de nostalgia. La niña está sentada sobre los muslos de su padre, que aún sujeta con firmeza el correo electrónico impreso en un papel amarillento. La niña duerme. Ha dejado de comer percebes y el plato de su padre atesora los restos de ambos. La brisa es más fuerte y ya no se está tan a gusto cuando el sol vuelve a soportar el manto de las nubes. Mónica recuerda por todo lo que pasó Ana María, su vecina, su mejor amiga, hasta que Crisanto se reencontró a sí mismo. La propia Mónica acaba de conocer una verdad que había estado oculta todo este tiempo. Seve, su Seve, también necesitaba buscarse en este precioso lugar, encontrar un sitio entre las terrazas de este rincón del mundo y poner delante de ella y de su hija los recuerdos de aquella experiencia. Pero hace frío y es hora de volver al hotel. La pareja se levanta de la mesa y pide la cuenta.
            -Están ustedes invitados. –El camarero sonríe, cabeza pelada y dos aros colgando de sus orejas, una elegante camisa blanca, con ribetes dorados en las solapas, y en su rostro se enciende una mirada desde la que aquella pareja y aquella niña de cinco años, si se asoman, pueden mirar directamente al mar.