RINLO
I
-¿Qué es eso,
mamá? –La niña mira la bandeja humeante y se mantiene alerta.
-Deja de poner
caras y pruébalo, anda. Verás como te gusta. –Responde la madre, mirando de
reojo a su marido, que parece absorto. -Pregúntale a tu padre cómo hay que
comerlos. Y si te portas bien, quizá te cuente una bonita historia.
-¿De verdad? ¿Y
de qué trata? ¿Salen princesas y castillos? –Ahora la niña dirige toda la
atención hacia su madre y por ello capta la instantánea que muestra a su mamá
haciendo un guiño a Severino, que parece haber salido de su ensimismamiento.
-No, cariño.
Pero ocurrió en estas tierras…
-O mejor en
estos mares. –Rectifica y habla por fin el marido. Una vez arrancado el motor
de su garganta, parece que nadie va a poder frenar el vehículo de su historia. Nadie,
salvo el recuerdo.
-¿Salen piratas?
¿Verdad que salen piratas? ¿Piratas y princesas?
-No la tengas en
vilo, Seve, que luego no habrá quién la acueste. –Mónica dirige una mirada de
reprobación a su marido, aunque entiende que no le sea fácil enfrentarse a
aquella historia. De hecho, han tenido que pasar más de ocho años para que
pudiera convencerlo y hacer este viaje desde La Almunia, su pueblo. –Empieza de
una vez, y ya os aviso cuando los percebes estén listos. Todavía echan humo.
-¿Sabes la playa
en la que acabamos de bañarnos esta mañana? –El padre espera a que la niña
asienta con rotundidad. Después, toma aire y comienza a narrar su experiencia.
–Allí empezó todo, antes de que tú nacieras.
-¿Pero salen
piratas? –Interrumpe la niña.
-Hay un poco de
todo lo que has dicho, hija. Será mejor que escuches a tu padre. –Mónica coloca
suavemente su mano sobre la rodilla de Severino, sentado justo enfrente de
ella, y le anima para que continúe. Se escucha el ajetreo de la plaza, un
hervidero de gente que triplica el número de residentes invernales del pueblo.
El restaurante de la Cofradía de Rinlo está a punto de hacer pasar a sus
comensales del tercer turno y la marea comienza tímidamente a retirarse de la
orilla, ante el mutismo de una decena de vehículos mal aparcados. Seve agradece
el gesto de la mujer y sonríe también a la pequeña, que se ha olvidado por
completo de la ración de percebes. La brisa veraniega parece haberse detenido
también, pues no quiere perderse las palabras de Severino.
II
“Era la primera vez que visitaba la
provincia de Lugo y el plan se acomodaba perfectamente a mis expectativas:
playa, descanso, buen tiempo y buena compañía. Tu madre no se había atrevido a
venir conmigo y con tu madrina, Ana María, que se había echado un novio de
Huesca, de quien había partido la invitación para pasar con ellos unos días en
este maravilloso pueblo costero. También se había sumado al grupo un hermano
del novio, Eulogio, con el que iba a compartir habitación. Mamá se quedaba en
el pueblo, terca como ella sola, empeñada en sacarse una asignatura de la
carrera que no ha llegado a terminar todavía, perdiéndose la aventura que
estaba a punto de comenzar.
Fue tu madrina la que me dio la
noticia nada más montarnos en el coche. Se había prometido con Crisanto, que
así se llamaba el afortunado muchacho, y se iban a casar en unos meses. Al
menos eso es lo que pregonaba reluciente el anillo que el oscense le había
regalado. El otro chico, Eulogio, su hermano mayor, conducía un Golf con más
golpes que un gag de Martes y Trece. Los cuatro estábamos felices, con la
ilusión de quienes saben que, alejándose de la rutina, los corazones se acercan
y la alegría se desborda. Ni siquiera el egoísta mensaje de tu madre
recordándome que no estaba allí para compartir este viaje conmigo; ni siquiera
la fría recepción en el hotelito anexo a la plaza del pueblo, cuando su dueño,
el palista, sin mirarnos a la cara, nos metió a cada uno en nuestras
habitaciones; ni siquiera el calor húmedo y pegajoso que se instaló en mi cuerpo
pudieron desdibujar la sonrisa de mi rostro. Esa noche caí como un tronco y
nada pudo perturbar mi sueño. Después de aquella noche, ya no pude volver a
dormir del tirón nunca más.
Debes saber que en esta tierra se
descubren cosas que no existen en La Almunia, ni en ningún sitio de los que
conoces. Aquí hay manjares exquisitos que nunca habrás probado y aguas bravas
que hacen que nuestros baños en la piscina municipal se queden a la altura del
betún. El mar es poderoso, ya lo has visto. ¿Recuerdas cómo te has sentido esta
mañana mientras nos sumergíamos en el agua? También yo experimenté algo
parecido en aquel viaje. Crisanto y Eulogio sintieron lo mismo y los tres se lo
quisimos transmitir a Ana María, pero no conseguimos que tu madrina metiera los
pies en el agua. El mar, la playa, la marea y esta brisa que hoy disfrutamos
nos acompañaron durante aquellos días. Junto a ese descubrimiento portentoso,
el otro gran secreto de este lugar nos visitaba puntualmente a la hora de las
comidas. Hoy probarás los percebes y, como yo entonces, preguntarás cómo
demonios se comen. La parte más graciosa de nuestras vacaciones tiene que ver
precisamente con la peculiar manera de engullir percebes con la que nos
sorprendió el chico de tu madrina. Pero allí se acabó lo chistoso del asunto.
Antes de que termináramos aquella comida y sacáramos algunas fotos del plato de
las sobras de Crisanto -¡se había comido prácticamente todo el percebe y
solamente había dejado la uña!- me tuve que ir a la habitación porque me había
dado un atracón de zamburiñas, otro de los platos que probaremos aquí, y no me
habían sentado muy bien que digamos.
Unos golpes secos y unos alaridos
punzantes me arrojaron de la cama. Una histérica Ana María me contaba a
trompicones lo sucedido. Los dos hermanos y el baño en el mar. La siesta
fatídica, el agua imprevisible, la marea que se había llevado a su prometido y
el hermano con heridas y golpes entre las rocas. Crisanto había desaparecido.
Eulogio tenía las piernas y el tronco cubiertos de arañazos. Parecía el Ecce
Homo de Borja, ni más ni menos. Salí de la habitación e intenté calmarla. Era
imposible. Nunca había visto a una mujer de La Almunia con esa angustia pintada
en la cara y Ana María había perdido hasta el color blanco que de por sí ya
tenía como seña de identidad. Lo primero que hice fue acercarme hasta la
recepción del hotel. Pregunté al palista, que me juró y perjuró que no sabía de
quién estaba hablando. Ana María estaba hecha una furia y yo di un golpetazo
seco con la palma abierta sobre la barra. ¿Cómo podía caber en nuestras cabezas
aquello que se empeñaba en afirmar? Según él, no había visto en su vida al
chico del que le hablábamos y juró por la Santiña que no reconocía al chico de
la imagen de la cámara que tu madrina le mostraba incrédula.
Crisanto había hecho la reserva.
Crisanto había hablado con él. Crisanto se había acercado el día de nuestra
llegada hasta el mostrador o barra o lo que fuera aquel lugar desde el que el
palista se empeñaba en llevar la contraria a la mismísima evidencia. Mientras
tu madrina se derrumbaba sobre la mesita yo, junto a la ventana, me percaté de
que aquel hombre con pintas de piragüista olímpico y con un carácter más seco
que la mojama no había levantado su rostro hacia nosotros para dedicarnos una
sonrisa, responder a un saludo o solicitar nuestros carnés desde que habíamos
llegado. De hecho, dudaba yo entonces de que hubiera podido ver las decenas de
imágenes en las que aparecía Crisanto que tu madrina había plantado delante de
los ojos del dueño del hotel, de unos ojos negros, oscuros como el fondo de las
rocas de las playas que habíamos visitado, vacíos como las cuencas muertas de
un hombre ciego.
No te asustes, cariño. Perdona si al
final la historia se vuelve un tanto turbia. El agua de estos mares trae a
veces manchas que lo llenan todo de miseria y de tristeza. También se lleva en
ocasiones pedazos de nosotros mismos. Así ocurrió con nuestro compañero. ¿Te
alarmas? Es este el momento cuando empezó la auténtica aventura, la historia de
piratas y princesas que tanto has insistido en que te contara. Con Eulogio en
el Centro de Salud del pueblo más próximo y con Ana María más relajada después
de una serie de tilas que el palista no quiso cobrarnos –ni yo habría pagado,
por supuesto-, descubrimos a uno de los peculiares habitantes de Rinlo. Se
trataba de un marinero, Rosendo, que se ofreció a ayudarnos nada más relatarle
nuestra desgraciada aventura.
Rosendo lucía una cabeza rapada y
brillante y de sus orejas colgaban dos zarcillos dorados. Sus ojos eran grises
y profundos, y la piel de su rostro parecía hecha de arenisca sometida a la
erosión implacable de la mar, el viento y todos los elementos. No sabría
decirte qué edad tenía, ajado como se mostraba el rostro del marinero, pero su
voz no tenía nada de grave ni circunspecta. Un acento gallego de una
musicalidad infantil venció el primer temor que recibimos Ana María y yo cuando
nos abordó en aquel bar/recepción del hotel. Su ropa era de lo más estrafalaria
y los guiños que de vez en cuando se le escapaban hacia turistas e inquilinas
del establecimiento nos mantenían en un estado continuo de inquietud y alarma.
Sin embargo, enseguida su labia y sus ademanes ganaron nuestra confianza.
Cayó, lánguida, la tarde. Unos pasos
de botas de cuero con punta rematada de metal se alejaban de nosotros. La
puerta se cerraba tras la sombra que proyectaban unas espaldas anchas y unos
brazos musculosos, y una cabeza coronada por un sombrero de vaquero del
cantábrico. Sobraban las palabras. Era el momento de la acción. Aquel marinero
había tomado la determinación de subirse a su barca y recorrer cueva por cueva
y cala por cala toda la extensión de costa en la que podía haber calado nuestro
amigo. ¿Te imaginas la estampa? Una noche de luna menguante y una barquichuela
de pescador surcando con parsimonia las aguas del Cantábrico. El marinero,
erguido, aguza la vista y los sentidos en busca de un movimiento de mar
inesperado y un obstáculo de huesos, músculos y tendones, aún con aliento,
ansiando ser encontrado.
Tu madre no me cogió esa noche el
teléfono, supongo que por los nervios del inminente examen. No la culpé
entonces y no la culpo ahora. Tu madrina lloraba y se acurrucaba entre el que
había de ser su cuñado, semiconsciente y drogado por completo, mientras yo no
me separaba de la ventana de la habitación y me inventaba las vistas de un mar
que, generoso, devolvía con vida al bueno de Crisanto. Así pasé la primera
noche. Las diez restantes no fueron muy diferentes de aquella. Por fin, regresamos
a La Almunia. Eulogio se incorporó al trabajo y Ana María tuvo que ir a un
especialista que, inmediatamente, le extendió una baja. Yo volví a la
inmobiliaria y todos nos esforzamos en seguir con nuestra vida, muy pendientes
de las noticias que Rosendo se había comprometido a facilitar desde Rinlo.
¿Te acuerdas de la pregunta que me
ha hecho tu madre esta mañana, cuando hemos dejado las toallas en las piedras
tan lisas de la cala de los Castros? La respuesta no se la he dado entonces
pero quiero que tú y tu madre la tengáis ahora. Aquel fue el lugar en donde la
marea sorprendió a mis tres acompañantes y donde el mar arrebató con fiereza al
que estaba destinado a ser el marido de tu querida madrina. Los dichosos
percebes y las zamburiñas habían impedido que me hallara presente cuando la
desdicha vino a cebarse sobre nosotros. ¿Me había salvado la vida aquella
indigestión? ¿Habría evitado yo el trágico desenlace de su baño vespertino en
la cala de los Castros si no me hubieran sentado mal aquellos crustáceos que
hoy vas a probar por primera vez? Me hice esta y mil preguntas parecidas
durante semanas y no conseguí obtener ninguna respuesta o más bien me encontré acorralado
por demasiadas contestaciones divergentes. Quiero ahorrarte el sufrimiento y la
espera infructuosa que sentimos todos los del grupo y que tu madre soportó
también, aliviando en parte mi dolor.”
III
“Habían transcurrido dos meses y
pico desde la desaparición de Crisanto cuando llegó el email. No tuve valor de leerlo solo y desde el despacho llamé a
Eulogio y a Ana María, que había empezado a trabajar una semana antes, aunque
todavía no conciliaba el sueño por las noches y soportaba una mezcla de
aturdimiento y tristeza que le concedían un aspecto fantasmal. Recuerdo que
siempre me dices que la madrina es muy blanquita y, aparte del color de la tez,
blanco, níveo de nacimiento, gran parte de la culpa la tiene toda esta historia
que te estoy contando. Pero me estoy desviando de los acontecimientos. ¿Por
dónde estaba? Sí, el correo electrónico.
Eulogio vino desde Huesca y nos
encontró en la casa de Ana María. Habíamos llorado y habíamos reído. Nos
habíamos abrazado cientos de veces y en uno de esos bruscos movimientos había
desencajado yo la pata de la silla que tenía tu madrina frente al ordenador de
su casa. Su madre había venido a preguntarnos si estábamos en nuestros cabales
y, en cuanto le dimos la noticia, corrió a avisar a los vecinos y a compartir
información y sentimientos. Su marido se echó inmediatamente a la carretera y enganchó
el Patrol y a sus otros tres hijos y se lanzaron sobre Ricla y otras
localidades cercanas porque el corazón se les salía de su propio pueblo. La
alegría estaba perfectamente justificada. Crisanto estaba vivo, aunque eso ya
lo sabemos nosotros y su boda, un poco más tarde de la fecha prevista
originariamente, todavía está en boca de media comarca.
¿Te has fijado en esa cicatriz tan
fea que tiene Crisanto en la palma de la mano? Claro que sí. Si quieres saber
cómo se la hizo y qué fue lo que le ocurrió te aconsejo que escuches el mensaje
que nos envió Rosendo el mismo día en que sus andanzas por el mar dieron por
terminada la búsqueda que había iniciado tan valientemente. Imprimí el correo
electrónico la misma tarde en que lo leímos en el pueblo y lo metí en la
cartera cuando salimos de La Almunia anteayer. Voy a leerlo aquí mismo, tan
solo a unos metros del hotel en el que, en nuestro accidentado primer viaje,
fuimos sorprendidos por el carácter y el corazón del marinero. Os ahorraré
algunas expresiones en gallego y más de una palabrota impronunciable, pero el
contenido y la gracia de Rosendo se mantienen intactos.
“Ya está, ya está. Sano y salvo, más
fresco que una lechuga y con muy buen color. Ahora mismo saldremos para ese
pueblo suyo de Aragón, en cuanto me entere bien de cómo llegar hasta allá. Un
muchacho de Foz nos acompañará porque dice que tiene GPS y así me llevo el
coche de su padre. Es buen zagal, aunque tiene cierto retraso. Pero antes de
que Tommy y yo partamos para su aldea, les adelanto cómo fueron las cosas.
Tienen que tener muy buenos contactos por ahí arriba, porque parece que se
pusieron de acuerdo la Santiña y la Pilarica para conducir mi humilde barca. El
chico está descansando abajo, poniéndose púo de percebes, que mi madre prepara
como ninguna otra en todo Rinlo. Tengo unos minutos. Me basta.
No supieron decirme ni un solo rasgo
físico de Crisanto, ni enseñáronme foto alguna de él. Supongo que no estaban
para otra cosa que para desahogarse ante alguien como yo y confiar en la buena
voluntad que les mostré. Tampoco les pregunté. No hacía falta. Cuando salí por
la puerta del Hotel tenía muy claro que si aprovechaba el punto más bajo de la
marea, podría recorrer la costa desde el coche esa misma noche. Si había
alguien allí, no podría ser otro que el desaparecido Crisanto. No hubo suerte.
Tuve que probar con el barco. Volví a recorrer una por una, esta vez desde el
mar, todas las calas que hay desde Ribadeo hasta las playas de las Catedrales.
En muchas ocasiones crucé las playas a nado, buscando rincones escondidos y
cuevas oscuras entre las que podía encontrar algún rastro. Inútil. Probé varios
días más. Ninguna respuesta.
Tampoco tuvieron éxito mis
interrogatorios y nada pesqué de mis pesquisas. Soy muy bueno acercándome
cariñoso a las muchachas y, haciéndolas sentir cómodas, sorprenderlas con una
pregunta que no pueden negarse nunca a contestar. Alguna se asustó y reaccionó
violentamente, pero muchas se apiadaron del pobre Crisanto y se
compadecieron sinceramente de nuestra
aventura. Conversé con todas ellas, que son más observadoras que los hombres de
este pueblo, las invité a cafés y manzanillas, las regué de Ribeiro y las
endulcé con Crema de Orujo, pero nada. Hasta bailé con las más descocadas, en
este y otros pueblos, pero nada saqué en claro. Ni sabían de quién hablaba ni
podían ayudarme.
Debí llamarles entonces y pedirles
que me enviaran algo, una foto, una descripción, lo que fuera. No hizo falta.
Un marinero que es capaz de estar más de seis meses en alta mar para ganar un
buen sueldo y poder vivir el resto del año felizmente en su pueblo sabe muy
bien de qué está hecho el silencio. Callé, escuché, bebí a veces más de la
cuenta, pero las palabras que esperaba, unas veces despierto, otras no tanto,
aparecieron por fin. Las escuché, las paladeé y dejé que mis oídos se
regocijaran con la dulce resaca que arrastraban. Sucedió anoche.
Se habían cumplido entonces más de
dos meses desde que tuve mi conversación con ustedes, y ya no me dejaban entrar
en los bares ni restaurantes del pueblo. No me quedaba un euro del dinero que
generosamente me enviaron, el frío se estaba metiendo en el pueblo y la gente
ni siquiera disimulaba su desprecio ante mí. Por eso me encontraba yo,
silencioso, agazapado tras un matrimonio joven y un carrito de niño, más
protegido que el percebe desde el Prestige, con mi litrona y un bocadillo,
ignorando las miradas de resquemor de los mozos de la Cofradía de pescadores.
No la veía, pero una señora se reía a mandíbula batiente de un muchacho que
tenía a su lado. Entre carcajadas y un hipo desenfrenado que se apoderó de la
vieja, las palabras abrieron mis ojos, mis esperanzas y las de ustedes. Porque
en ese momento se me vino a la cabeza no el recalentado contenido de aquella
Estrella Galicia, sino la conversación que mantuvimos el día de la desaparición
de Crisanto; porque vi claro quién era el joven del que se mofaba la anciana,
aunque aún no lo tenía delante ni había descubierto lo que las rocas habían
hecho con su mano; porque las palabras de la vieja despertaron en mi cerebro la
imagen desconcertante que provocaron ustedes cuando me contaron la anécdota del
chico comiéndose enteros los percebes; porque pude levantarme y presenciar yo
mismo, frente a un plato de uñas sin más restos ni más sobras, al joven
desaparecido que se hacía llamar Crisanto y que mordisqueaba absorto la parte
más dura del crustáceo.
Esta misma mañana me ha contado el
chico sus andanzas. Tendrán tiempo de curarlo y de arreglarlo. No se acuerda de
nada. No sabe por qué lleva dos meses trabajando en un campo con la viuda
chismosa que le paga un sueldo y lo mantiene. Ignora que no pertenece a este
mundo y que su vida está en Huesca, que tiene padres y un hermano, una mujer
con la que está prometido y un amigo que confió en un marinero que ha cumplido
con su promesa. Y esta noche o esta madrugada, cuando lleguemos con el coche,
la promesa será una realidad. Como que me llamo Rosendo.”
IV
Han transcurrido varios años desde
aquella aventura y allí mismo, en el lugar exacto en el que el marinero
reconoció a Crisanto, Severino y Mónica se miran, con ojillos de Albariño y de
nostalgia. La niña está sentada sobre los muslos de su padre, que aún sujeta
con firmeza el correo electrónico impreso en un papel amarillento. La niña
duerme. Ha dejado de comer percebes y el plato de su padre atesora los restos
de ambos. La brisa es más fuerte y ya no se está tan a gusto cuando el sol
vuelve a soportar el manto de las nubes. Mónica recuerda por todo lo que pasó
Ana María, su vecina, su mejor amiga, hasta que Crisanto se reencontró a sí
mismo. La propia Mónica acaba de conocer una verdad que había estado oculta
todo este tiempo. Seve, su Seve, también necesitaba buscarse en este precioso
lugar, encontrar un sitio entre las terrazas de este rincón del mundo y poner
delante de ella y de su hija los recuerdos de aquella experiencia. Pero hace
frío y es hora de volver al hotel. La pareja se levanta de la mesa y pide la
cuenta.
-Están ustedes invitados. –El
camarero sonríe, cabeza pelada y dos aros colgando de sus orejas, una elegante
camisa blanca, con ribetes dorados en las solapas, y en su rostro se enciende
una mirada desde la que aquella pareja y aquella niña de cinco años, si se
asoman, pueden mirar directamente al mar.