EL COLCHÓN
Me ha preguntado
mi compañero de celda que cómo he dormido. No sé si tenía más preguntas que
hacerme porque se lo han llevado corriendo a la enfermería. Todavía hay algún
funcionario de prisiones con cara de no entender nada. Supongo que será nuevo
aquí. No se ha atrevido a acercarse a mí y ha tenido que ser un veterano el que
me ha sacado de mi celda. Este otro funcionario ya no me habla, de forma que he
caminado en silencio por el pasillo. No creo que vuelvan a dejarme salir al
patio en un tiempo. Ya ni me acuerdo de esa sensación del aire envolviendo todo
mi cuerpo durante mis largos paseos alrededor de la ciudad, tras los cuales
volvía a casa con el cansancio a cuestas y lo arrastraba hasta que lo arrojaba
dentro de la cesta de la ropa sucia, justo antes de ducharme. Después venía la
cena, el ratito con la televisión y el sueño de lamparilla y techo plano
decorado con tres manchas de humedad de nuestro dormitorio.
La culpa de que todo esto haya
pasado –y no me refiero únicamente a la agresión de esta mañana y al castigo
que se me avecina- la tiene mi señora. Aunque pueda parecer lo contrario, no es
esta una frase hecha ni el leitmotiv de un sesentón al uso. Mi esposa, que no
ha vuelto a venir desde que el bruto de la celda de al lado le destripara a
voces los planes románticos que para ella maquinaba; mi querida Rosa, a quien
reconozco que echo de menos más bien poco; mi mujer, en definitiva, fue sin
duda la que comenzó todo el jaleo. No me duelen prendas mostrarme así de
tajante, a pesar de que se me pueda acusar de ser un monstruo sin conciencia.
Lo repito, por si a alguien no le entra en la mollera: la culpa la tuvo Rosa.
Bien claro le dije a mi esposa que no
era necesario cambiar de colchón. El nuestro había aguantado más de treinta
años de casados y sus ruidos e irregularidades eran parte de nuestra intimidad
como matrimonio. Tampoco había necesidad de gastarnos ese dineral en aquellas
tonterías que se tragaba en la teletienda. Pero los anuncios de la televisión
tenían más influencia en mi Rosa que los sermones del cura en la parroquia. De
hecho, me había dado a mí por denominarlos “anuncios apostólicos”, por aquello
de que ante sus eminencias ella acataba sumisa cualquier sugerencia de compra.
Efectivamente, diez días después de
que salieran los primeros espacios publicitarios sobre aquellos magníficos
colchones, mi mujer me despertaba de la siesta con la emoción de una
quinceañera sobre una esterilla en mitad de la cola de un concierto o de un
casting de talentos. Despegué los ojos y la miré de arriba abajo, preguntándome
si sería posible que todavía me revolviera en sueños cuando, tras un zarandeo
de todo menos cariñoso, me pidió la cartera. El precio era tan desorbitado que
me resistí a complacerla. No sé para qué tomaba a veces aquella actitud, cuando
ambos éramos conscientes de que años de concesiones no ofrecían ni la más
remota tentativa de negarme a sus requerimientos. Cuando se fue el muchacho
sonriente con el dinero de mi bolsillo y las gracias de mi esposa, había un
nuevo inquilino en nuestro modesto piso, un colchón sin estrenar sobre nuestro
somier de siempre.
En este momento, en la soledad de mi
celda, mi recuerdo es un reclamo que me obliga a mirar el camastro que esta
prisión me adjudicó el día de mi ingreso. La habitación que me reservaron hace
exactamente un mes, antes doble y ahora de uso individual, sin baño y con
vistas a volverme loco, es más bien diminuta
y el catre tiene una pinta que espanta, como todo lo que hay en este complejo
penitenciario. Aunque de complejo no tiene nada, porque aquí todo es muy
simple, desde la comida hasta los funcionarios, por no hablar de los reclusos y
sus proyectos para cuando salgan. Este colchón de mi celda, descubro ahora con
asombro, tiene un aire a aquel que mi mujer se empeñó en tirar a la basura.
Tendrá los mismos años, si bien bastante menos de la mitad de su tamaño. Sé de
lo que hablo porque a mí me tocó sacar nuestro viejo colchón del piso y dejarlo
entre los contenedores. Mi esposa se puso cariñosa aquella noche sobre el
elástico visitante pero yo no pude pensar en otra cosa que en la curiosa manera
que tenía el recién llegado de convertir tu cuerpo en un bajorrelieve. A la
mañana siguiente me tuvo que ayudar mi Rosa a despegarme de las garras del resistente
colchón. Aquella mañana todo el vecindario se hizo eco del último grito en
colchones. Eso sí, el colchón se quedó tan ancho, mi mujer tan pancha y yo tan
afónico que me costó más de tres días volver a hacerme entender con palabras.
Ahora nadie me cree, desde luego,
pero cuando dejé esa primera noche en la acera de la calle nuestro viejo
colchón, que nos había regalado una de mis cuñadas cuando nos casamos, me
invadió una sensación de amenaza y de presagio que entonces no pude concretar
ni interpretar. Hoy miro este color raído y esta tela agujereada y amarillenta
del colchón de mi celda y creo percibir los mismos sentimientos. Quizá es el
color o la textura, que tanto me recuerdan a nuestro familiar regalo de bodas.
Puede ser que, simple y llanamente, ahora me hago cargo de que el destino tiene
a veces una forma de hacer premoniciones que, de sutil, se pasa cinco pueblos.
No cambio la realidad ni invento nada si afirmo rotundamente que la noche que
subí la escalera del edificio hasta nuestro piso, sacudiéndome las manos
después del esfuerzo y el último adiós al colchón de la cuñada, mi vida se había ido, con el colchón aquel,
nada menos que a la mismísima mierda, y que yo empezaba a ser muy consciente de
lo funesto de aquel presagio, de lo inevitable de aquella amenaza.
Ya he recordado la primera noche en
aquella recién estrenada tabla de tortura. Las siguientes no fueron menos
incómodas. Rosa, sin embargo, estaba encantada. Para ella la espalda había
dejado de darle problemas y las piernas ya no se le inflamaban. El flamante colchón
le había practicado un exorcismo y todos sus achaques, con sus versiones
radiadas de mañana, mediodía y tarde, habían desaparecido tras el bálsamo
reparador de unas cuantas noches de colchón “última novedad”. Podía ser su
elasticidad, proporcionada por el núcleo de látex natural de veinte centímetros
de grosor y un tejido viscosa con tacto aseado y mayor suavidad en el descanso;
podían ser las siete zonas de descanso que se diferenciaban, además, incluso
dándole la vuelta; podía ser el proceso de confección y cerrado, llevado a cabo
por profesionales cualificados y con la intervención de la tecnología más
avanzada; podía ser, sin más gaitas, que el poder de sugestión de la teletienda
hubiera convertido a mi abducida esposa en una creyente que se pasaba durmiendo
religiosamente toda la puñetera noche.
En vista del envidiable descanso de
mi Rosa, dejé de quejarme a los pocos días, pues llegué a creerme que era yo el
que me inventaba mis penurias, mis luchas a cama y espalda con aquel intruso de
alcoba. Seguía pareciéndome imposible conciliar el sueño hasta que el cansancio
me noqueaba ya de madrugada. La sensación del cuerpo hundido en aquel lodazal,
con mi silueta tan perfilada como los contornos amarillos de tiza de las víctimas
de homicidio de las series policíacas que echan por la tele, me la tuve que
callar delante de mi esposa. Pero reconozco que cuando veíamos CSI Nueva York,
Miami, Las Vegas o Las que fueran, flaqueaban mis caballerosas intenciones de
evitar levantarme del sillón, agarrar aquel maldito huésped por una de las asas
laterales, fabricadas para una mejor manipulación, y embestir a mi descansada
esposa con el suave tacto de ese tejido ligero, fresco, resistente y cómodo
que, con su capacidad de absorción, podía haber absorbido igualmente el impacto
contra el cuerpo de mi Rosa.
No quiero dar la impresión
equivocada. Entiendo que el lugar en el que tengo ahora mi residencia puede encaminar
a cualquiera hacia conclusiones erróneas. Quizá me he dejado llevar por la
violencia de los pensamientos y el recuerdo de aquellos primeros días con
nuestro invitado de látex esté contaminado por la escena que acabo de
protagonizar con mi antiguo compañero de celda. Por cierto, me han comunicado
que él está bien y que ha pedido voluntariamente su aislamiento. A mí me van a
hacer más pruebas con otra loquera, como si sirviera para algo. Lo que quiero
decir es que todo es más sencillo y, para no desviarme del tema, voy a sentarme
en el camastro de mi celda –la otra cama no han tardado nada en retirarla-, voy
a obligarme a concentrarme y a procurar inspirarme rozando con la palma de la
mano este asqueroso y áspero colchón reciclado con vete a saber qué clase de
desechos.
Pasaron dos semanas desde nuestra
compra. Yo estaba cada vez más cansado y la intranquilidad me visitaba los
pocos momentos en que mi cuerpo se relajaba y me sumía en el sueño. En aquel
material endemoniado que habíamos metido entre las cuatro paredes de nuestro
cuarto no había manera de menearse, lo cual era más chocante todavía, pues en
mis sueños me revolvía como si tuviera treinta años menos y hubiera perdido
kilos por docenas. Mientras el mullido descanso tonteaba con Rosa y le daba
masajes invisibles, a mí me sacudía internamente un parkinson de fase avanzada,
que me agitaba durante mi duermevela. Entonces fue cuando llegaron los nuevos
vecinos. Eran un matrimonio encantador y vinieron con un perro. Se instalaron
en el piso de arriba y allí siguen. Las noticias que me trajo Rosa, el día que
me visitó por última vez, antes de salir escandalizada y atemorizada a causa del
degenerado de la celda contigua, fueron que les habían cubierto de honores y de
dinero y que al perro se lo habían llevado para adiestrarlo o para terminar
mejor su entrenamiento. Ya no siento rabia ni ira ni rencores. Me resbala un
poco todo, pues lo que pasó desde la llegada del animalito tenía que suceder de
un modo u otro.
Se habían instalado los nuevos
vecinos en el piso de arriba y yo escuchaba cada noche cómo el chucho se
arrastraba por el suelo, como una mopa pesada que recorría toda la superficie
que se suspendía sobre nuestro dormitorio. Rosa no escuchaba nada y dormía
plácidamente, pero yo nunca tenía sueño y mi imaginación volaba poniendo voz e
imágenes a aquel ruido nocturno. El primer día, cuando el matrimonio joven se plantó
sobre nuestras cabezas, llevaba ya dos semanas durmiendo a saltos. Desde
entonces los sueños se multiplicaron y el espacio de vigilia aumentó
considerablemente. Empecé a tener miedo de meterme en la cama y me obsesioné
con retrasar todo lo que podía el momento exacto de retirarme a nuestra
habitación. Rosa no decía nada y pensaba que eran nuevas manías de viejo contra
las que el mejor remedio era la indiferencia. De los vecinos de arriba, por
supuesto, mi esposa no entendía ni mis reparos ni mis reticencias. Simplemente
pensaba que eran adorables y el perro
una monada.
Entonces, una noche, el perro dejó
de arrastrarse. Yo sentí un alivio indescriptible que me caló tan hondo que no
pude dormir de la alegría. Tenía tanta excitación que mi mujer creyó que me
había tomado varios lingotazos y hasta se enfadó conmigo. Me mandó al sofá,
como hace veinte años, y me condenó a la tele con sus sanadores, sus brujas y
la teletienda. Después de ver cinco veces el mismo anuncio de una máquina de
hacer abdominales y un mismo número de teléfono multiplicado por todos los
rincones de la pantalla, llegué a la conclusión de que tenía que acabar con la
pesadilla que se había instaurado en casa con la llegada del siniestro colchón.
Él tenía la culpa de que no durmiera y de que, cuando lo hacía, mis sueños
arrebataran mi paz y extinguieran mi vida. Quité el sonido de la tele y mi
cerebro, instigado por la oscuridad, la madrugada y el silencio, dio rienda
suelta a una voz en off que expresó por fin mi determinación. Dormí muy poco en
el sofá aquella noche pero no hacía falta mucho descanso para reunir todas mis
fuerzas y actuar como me había
propuesto.
Todo sucedió con rapidez. A la
mañana siguiente, Rosa se fue a hacer la compra. Me encargué de añadir a su
lista los artículos más dispares y los ingredientes más peregrinos. Estaría
fuera mucho tiempo y yo tendría tiempo de afilar mi navaja suiza y acercarme
sigilosamente hasta donde estaba aquel perturbador de látex y clavar mi acero
en ambas platabandas de tejido acolchado. Estaba disfrutando con aquel
destrozo, que humillaba enormemente la estética envidiable del símbolo del
descanso que mi mujer había metido en mi propia casa, con tan mala fortuna que
tardé un rato en atender el sonido de los ladridos y el rasgueo de las patas
del perro deslizándose y arañando la puerta de mi vivienda. Dejé aquello como
estaba, la hoja clavada hasta la empuñadura, y pegué el oído a la plancha de
metal que cerraba nuestro hogar. Al otro lado de la puerta, el perro se puso
como loco y sus ladridos aumentaron indefiniblemente. Pero nada podía echarme
atrás. Me armé de valor y sujeté el colchón por una de sus asas, lo arrastré
hasta el vestíbulo y abrí la puerta de golpe. Con perro o sin él tenía que
bajarlo hasta los contenedores. Mi esposa llegaría en menos de una hora y la
política de hechos consumados era la única que había contemplado mi estrategia
nocturna, cuya voz seguía susurrándome instrucciones.
El perro no se callaba, el colchón
se entretenía en cada recoveco de la escalera, retrasando la operación, la
puerta del edificio se me cerraba cada vez que intentaba colocarme
convenientemente para sacar de un empujón a aquel intruso blanco que se había
apoderado de mi felicidad. No obstante, nada podía detenerme. A los ladridos me
acostumbré enseguida y de las zancadillas del colchón apenas hice caso. Salí
por fin del piso y encaré los pocos metros que separan mi portal del ejército
de contenedores que hacen guardia en nuestra calle. Faltaba dejar un espacio
entre ellos y encasquetarles al maravilloso Látex cien por cien natural. Lo más
difícil ya estaba hecho. La sonrisa de dos policías de barrio y un grupo de
vecinos pegados a ellos como el queso fundido a los bordes de una sandwichera
me hizo reparar en mi delicada situación. El perro no había dejado de ladrar,
varios vecinos habían molestado a las autoridades con sus llamadas noctámbulas y algunos de ellos sostenían entre sus manos
unas bolsitas blancas que debían de haber recogido en algunos peldaños de la
escalera comunitaria por donde acabábamos de bajar, el colchón y yo, como dos
recién casados, entre pellizcos y achuchones.
A Rosa no la vi hasta mucho más tarde. Vino a buscarme hasta comisaría y
no me ayudó mucho. La droga que habían encontrado en el interior del colchón era
tan pura que no supieron descubrir el origen de la misma. Me preguntaron que
quién era yo y hasta dónde se extendían mis redes y contactos. Yo no supe qué
contestar y mi silencio los volvió desconfiados. En muy poquito tiempo me
encontré entre estos muros. Es verdad que estoy privado de libertad y que mi
vida ha cambiado mucho más de lo que nos prometía el viaje del INSERSO que ya
nunca haremos Rosa y yo. También es cierto que ya no he permitido que mi esposa
venga a este lugar y que transcurrirán semanas hasta que me asegure de que no
vuelven a molestarla. Sin embargo, este viejo colchón en el que estoy sentado, cuyo
tacto repele la piel menos sensible y que no disfruta, ciertamente, de una estética
envidiable, como el otro, estoy convencido de que acabará consiguiendo que yo
duerma del tirón por las noches.
Esa esperanza es la que me anima
para que mañana, cuando venga la nueva loquera y me pregunte, como ya hicieran sus
colegas, que qué tal me encuentro, tenga que ser sincero una vez más y
contestarle que no he estado mejor en toda mi vida. Y cuando me interrogue
sobre el desafortunado encuentro con mi antiguo compañero de celda… Sinceramente,
ha tenido suerte de que me confiscaran mi navaja suiza el día que me metieron
aquí porque hay que reconocer que su pregunta no ha llegado en el mejor
momento, esta mañana, nada más levantarme de la cama, sin haber desayunado
todavía. Además, precisamente el día que se cumple un mes desde que mi esposa se
encaprichó del colchón ideal para aquellos que desearan incorporar en su
descanso productos totalmente naturales. ¡Que se lo digan a los dos tipos de
narcóticos que terminaron de abrir en canal
aquel invento del demonio!