sábado, 24 de marzo de 2018

La muerte va a rehabilitación


LA CHICA DEL CHÁNDAL NARANJA

I

            -He encontrado esto en la habitación del pobre muchacho. Se lo dejo en este lado de la mesa. No le molesto más, doctor. –La celadora abandonó la consulta del jefe de sección de neumología del Hospital San Jorge de Huesca sin esperar ninguna contestación. Estaba cansada, tenía una pierna agarrotada y en lo único en lo que pensaba era en una ducha, una ensalada y una cama. Y en que su marido estuviera ya profundamente dormido, claro.
            -¿Se puede saber qué es este cuaderno y para qué… -El doctor Bermejo no pudo concluir la pregunta. El portazo tiró por el precipicio la línea de entonación que sustentaba sus palabras. Aquella mujerona tenía un carácter que cualquiera iba a chistarle. Los médicos le tenían más miedo que al director del centro hospitalario. Si una vez se le ocurrió invitar al San Jorge a una mujer con la que tonteaba para fardar de trabajo y esta se negó a subir en el ascensor en cuanto asomó en su interior la brutal celadora… Si desde que ejercía nunca había encontrado un hospital en el que los pacientes desearan con tanto fervor recibir el alta médica… Si tuvieron que cambiarla de planta para que dejaran de adelantarse los partos durante el mes que reforzaron el personal en la planta de maternidad del hospital…

            Eran las nueve de la noche. Llevaba horas lloviendo. El doctor tenía guardia. El cuaderno seguía en la misma posición sobre la esquina de la mesa de conglomerado de la consulta. El doctor Bermejo llevaba diez minutos en pie, asomado a una enorme cristalera que daba a la calle, iluminada por las farolas desde media tarde a causa de la oscuridad que trajeron las lluvias, y se sorprendió a sí mismo pensando en el extraño joven que había llegado el día anterior al hospital, aquejado de una pulmonía que había resultado ser fulminante. El chico no llevaba documentación y no traía más que un pantalón de chándal, una camiseta de manga corta y un reloj de pulsera. Había llegado descalzo al hospital, empapado, envuelto en un sudor frío y una tos áspera, alta temperatura y delirio evidente. No pidió ver a nadie, no reveló su nombre ni su domicilio. Tan solo insistió en preguntar por una chica, por una chica enfundada en un chándal naranja. En cuanto se percató de que allí no iba a encontrarla bajó la mirada, respiró profundamente y pidió un bolígrafo y una libreta, se dejó desvestir y se subió a su cama. Escribía con frenesí y, de vez en cuando, levantaba la vista y sonreía mirando hacia una pared vacía que parecía darle algún consuelo y lo alentaba para seguir garabateando sobre las hojas abombadas de su cuaderno.
            De modo que allí estaba esa curiosa libreta que contenía los últimos pensamientos del pobre desgraciado. Al médico le costaba entrar en la intimidad de ese ser humano que yacía en el depósito. Temía importunar a aquel último paciente. Al final, se convenció de que quizá aquella escritura febril revelaría algún dato sobre la identidad del muchacho. Con ese propósito y la necesidad de huir del aburrimiento y de las preocupaciones que hacían cola en su cerebro cada vez que tenía guardia, arrancó el cuaderno de manos del olvido y rescató la historia de su paciente efímero.

II

            “La lesión no sé cuándo me la hice. Supongo que no fue producto de un momento puntual. Llevaba tiempo notando molestias y no hice nada por remediarlo. Pero no quiero seguir hablando de esto. Lo importante es que decidí acudir a un médico y este me prescribió unas sesiones de fisioterapia. El chico que me atendía era muy amable y en cuanto cogí confianza con todo el grupito que nos juntábamos allí, fue todo más llevadero. En rehabilitación conoces un poco de toda la sociedad. Gente de todas las edades y para todos los gustos. Como un chaval, Toni, que tenía no sé qué enfermedad del crecimiento que le producía unos dolores terribles en las rodillas. Era estudioso, educado, y estaba un poco harto de su madre, que le acompañaba a todas partes y le llevaba los libros del cole a las sesiones para que no perdiera tiempo de estudio. Había también dos chicas encantadoras, alegres y comprensivas, con roturas en el fémur la más alta y en los ligamentos de la rodilla la más joven, siempre interesadas en las afecciones de los demás, dispuestas a echarte un capote en eso de llevar con buen humor tus molestias. Una estaba de baja, Eva, la más alta, y tenía para rato. Su pierna estaba destrozada, aunque el médico era optimista y el fisio había conseguido recuperar mucha movilidad en un tiempo razonablemente corto. Tenía ojos claros, media melena rubia y un buen tipo, y su sonrisa era como una señal luminosa de aparcamiento libre y gratuito entre una ciudad superpoblada e imposible para el tráfico. Eva me gustaba y creo que algo se olió, pues enseguida empezó a hablarme de su novio, de que iba a irse con él todo el fin de semana, de que estaban pensando en irse a vivir juntos… Macarena, la otra chica, también era fascinante.
            Era muy joven. Tenía diecinueve años recién cumplidos. Era estudiante de medicina y tenía una mirada inteligente que atraía tanto o más que sus bien formadas curvas. Su rostro era risueño, con esos ojos grandes y oscuros, que gritaban la marca Andalucía por todas partes. Era de un pueblecito de Málaga, no recuerdo ahora el nombre, El Burgo, me parece, o no sé qué del Burgo. El caso es que se había venido hasta aquí porque quería estudiar la carrera en una universidad modesta, con poca gente. Como ella me comentó mientras levantaba su pierna tensando una goma elástica que la sujetaba a una camilla, en esta ciudad tocaba a un muerto para cada cinco alumnos, lo cual era una suerte. En cualquier universidad andaluza, tenías que repartírtelo entre más de cincuenta, y no aprendías nada. Casi era una suerte poder palpar el cadáver en las prácticas. Macarena era muy divertida y tenía mucho arte. Siempre estaba con una sonrisa en la boca y nunca se olvidaba de preguntar por la evolución de tu lesión. Tanto ella como Eva enseguida se aprendieron mi nombre –yo tardé unos días- y siempre me preguntaban por el fin de semana, qué iba a hacer, a dónde iba a ir o qué es lo que había hecho y cómo le había sentado a mi tendón el descanso de sesiones desde el viernes anterior. Porque yo tenía una inflamación en el tendón de Aquiles, y no había manera de que desapareciera.

            Vuelvo a insistir. La tendinitis no fue más que la llave que me dio acceso a un entorno desconocido para mí, una habitación que nunca había encontrado en mi casa y en la que estaba descubriendo una auténtica familia o más bien lo que había imaginado desde niño como mi familia. En la sala de rehabilitación no había gritos ni llantos, brazos arañados colgando de otros brazos en tensión, portazos que marcaban puntos y aparte entre párrafos de insultos y reproches. Allí no había ausencias prolongadas ni miedos agazapados, no había amenazas ni recriminaciones. Ni padre autoritario ni madre desbordada ni malas compañías ni refugios que eran trampas con cepos imposibles. En la sala de fisioterapia tan solo estaba Armando, dirigiendo como un maestro de baile a unos y a otros, dando un minuto a aquella y tres a este, pidiendo un poco de paciencia por aquí y aplicando un masaje o un gel de ultrasonidos por allí. Enseñaba algunos ejercicios con la pelota o las cintas elásticas o la pasarela y enseguida atendía las señales y alarmas que confirmaban que el foco de calor se había parado o que tocaba ganchear al de la segunda camilla. Y en torno a Armando Eva elevaba la pierna operada ayudada por una cinta de tela, Macarena, sentada sobre la pelota, hacía equilibrios con la espalda recta y don Antonio acompasaba brazos y piernas mientras desfilaba por la pasarela arriba y abajo, abajo y arriba, hasta que Armando le obligaba a descansar.
            Don Antonio tenía cerca de noventa años. No es broma. Había nacido recién terminada la Gran Guerra, había participado en la Guerra Civil española y le había rozado la Segunda Guerra Mundial. Había estado en el extranjero muchos años y cuando volvió a su pueblo no le conocía nadie. Como don Antonio nos contaba, “no me conoce el toro ni la higuera y ni siquiera el niño de la tarde”. Porque don Antonio era muy lorquiano, y no había dejado de leer a Federico nunca. Macarena, que se volvía loca cuando se tocaban temas andaluces, se emocionaba oyendo hablar a don Antonio e imploraba siempre a Armando para que dejara descansar al buen hombre, obediente y disciplinado, siempre pasarela arriba, pasarela abajo, una y otra vez. De hecho, nuestra estudiante de segundo curso de Medicina, para consolar al veterano del grupo, le decía, con ese acento andaluz tan cargado de emoción y sentimiento: “no te conoce nadie, no. Pero yo te canto.” Y don Antonio se revolvía en la silla de descanso y se lanzaba de nuevo al ruedo, se sujetaba a las barras con firmeza y desfilaba, pasarela arriba, pasarela abajo, con un ímpetu que ya no tenían ni los adolescentes.

            Dos semanas entre mis compañeros de rehabilitación me bastaron para que me sintiera en ese lugar de olor inconfundible y trasiego ordenado como si me encontrara en la casa de cualquier compañero de colegio, ya que no puedo tomar la mía como ejemplo. Llegaba a media tarde, saludaba a Armando y a las chicas, departía un poco con don Antonio, cuando no estaba resollando en su silla de respaldo negro, y me metía en la cabina para que me aplicaran ultrasonidos en el tendón. Después, un ratito de espera y la cabina de al lado, no sé si la dos o la tres, porque Armando se empeñaba en no poner unos numeritos sobre cada cubículo, y no hacíamos más que confundirnos o preguntar tres veces si era esa la habitación o la que estaba junto a ella. En fin, en la cabina vecina colocaba la pierna sobre un aparato tapado con una toalla y una máquina se encargaba de adormecer mi tobillo. En la sala solía llevarme un libro, aunque me gustaba estar más atento a las conversaciones, siempre jugosas, que se producían en torno a las camillas. Una cortinilla me aislaba de la sala central, pero siempre me las apañaba para dejar una abertura por donde observar a mis compañeras de lesión. A través de esa mirilla descubrí a la mujer que me ha tenido obsesionado hasta ahora, y que no va a dejar de obsesionarme hasta el final de mi vida. Una niña o una joven o una mujer. Su edad es incierta, como mi final. Sin embargo, su chándal color naranja fue tan real que es lo único que puedo dar como seguro en toda esta historia.

            Antes quizá de hablar de la chica tendría que haberme referido a José Luis. Al contrario que todos los que participábamos en la gran tertulia que era la sala de rehabilitación, este extraño muchacho de barba desaliñada y pegado a unos cascos, no participaba para nada en nuestras conversaciones. Era un hombre extraño, de mirada triste, como suspendida en un espacio que ninguno de nosotros estaba invitado a compartir. Armando se esforzaba en integrarlo, sacarlo de su limbo y su hermetismo, aunque sin éxito. El muchacho se limitaba a responder con monosílabos únicamente las preguntas técnicas y de rigor que afectaban a su lesión en uno de sus brazos, no recuerdo cuál. Por eso me extrañó sobremanera que una chica como la que cruzó fugazmente detrás de mi cortinilla, de una belleza que parecía de otro mundo, viniera a buscarlo. No tuve mucho tiempo de analizar a la extraordinaria mujer del chándal naranja. La semana siguiente no hubo ni rastro de José Luis. Parecía habérselo tragado la tierra. De igual forma, ya no hubo misteriosa mujer que viniera a recogerlo. Pensé que no iba a volver a verla. ¡Qué equivocado estaba!

            Mi lesión no parecía enmendarse y mi rehabilitación, pese al buen hacer y los ánimos del fisio, no daba ningún fruto. La desesperanza se había contagiado a mi espíritu, y mis días empezaban a teñirse de ilusiones muertas. Por eso fue una enorme suerte que un martes se presentara de nuevo el chico de los cascos y la barba descuidada. Todos lo saludamos con educación, aunque yo no pude ocultar una alegría que mis compañeros no podían explicarse. Esa tarde yo había terminado mis ejercicios y Armando acababa de darme esos golpecitos con la palma abierta en mi tobillo que era el “hasta la siguiente” del lenguaje de los fisioterapeutas. Remoloneé todo lo que pude y me dediqué a charlar con Eva sobre el tiempo que iba a hacer el fin de semana y a preguntarle qué pronosticaba su infalible rodilla destrozada. La espera fue fructífera. La chica del chándal naranja apareció, aunque se quedó en la puerta, a la espera de que José Luis, el hombre más afortunado del universo, abandonara la sala sin despedirse. Sé que mi comportamiento no fue el adecuado, pero los seguí.

            No recuerdo un día peor en todo el invierno. Llovía mucho, el viento era incómodo e impredecible. Yo no había traído paraguas y el forro que llevaba era inútil en tales circunstancias meteorológicas. Iba en chándal, como siempre que tenía rehabilitación, y el pantalón no abrigaba lo más mínimo. Mis zapatillas de deporte, de tela, con minúsculos agujeros en el empeine, condenaban a mis calcetines a empaparse sin remedio. La pareja andaba con enorme lentitud y eso aceleraba aún más la humedad a la que se había entregado todo mi cuerpo. No importaba. Podía distinguir la silueta perfecta de la extraordinaria mujer que inexplicablemente compartía su vida con el pobre diablo del grupo de fisioterapia. Las caderas de la muchacha me hipnotizaban con su danza bajo la lluvia, su sonrisa, aunque no la hubiera visto nunca, tiraba de un hilo al que me había atado voluntariamente y que no estaba dispuesto a soltar por ninguna razón. La razón, de hecho, no tenía nada que ver con esto. Tan ensimismado iba en mis pensamientos y en mis fantasías que no me di cuenta de que habíamos salido de la ciudad y nos adentrábamos en uno de esos jardines o huertos o descampados que circundan las últimas edificaciones del extrarradio. Atravesé una verja que recordaba chirriante y oxidada, aunque entonces no pude ni oír ni distinguir con la vista. La pareja se quedó en un rincón, ante un montón de piedras y malas hierbas y yo les ofrecí ese espacio de intimidad quedándome en un segundo plano, junto a la verja de hierro. Me senté, revolví el sudor y el agua de lluvia de mi frente y esperé durante horas. Conforme pasaba el tiempo distinguía con mayor claridad su figura, su cuerpo, su rostro y la línea de sus labios, sus ojos, su cabello empapado y la blancura radiante de sus facciones, ese contraste arrebatador con el naranja tan vivo, tan despierto, tan audaz de su alegre chándal. La figura de José Luis se desdibujaba a su lado. Parecía una sombra, un borrón que se difuminaba exclusivamente para marcar aún más la extraordinaria imagen que llenaba de color todo lo que me rodeaba.

            No será necesario –tampoco dispongo de mucho tiempo- que me extienda mucho más. El próximo recuerdo que tengo se vincula a este hospital. Una enfermera histérica, una ambulancia, ruido, luces, empujones y puertas que se abren y cierran. No sé en qué orden se produjeron estas escenas, pues mi cerebro ya no entiende de sucesiones lógicas. No he vuelto a ver a la chica hasta esta mañana. Con eso me basta. Es curioso. No me he enterado hasta hace bien poco de que José Luis, el chico de las sesiones de rehabilitación, ingresó cadáver esta misma madrugada, por ingesta atroz de pastillas. A mí me ha podido la neumonía. Hablo en pasado porque es el único tiempo que me he permitido utilizar en esta narración. Y porque a ella parece gustarle.”

III

            Un ruido seco de un cuaderno abierto sobre el suelo inmaculado de la sala de guardias del Hospital San Jorge de Huesca alertó al doctor Bermejo quien, erguido sobre su mesa de conglomerado verde, descubría horrorizado sus manos temblorosas a través del soberbio ventanal que se asomaba al cerro de la ciudad. Habría jurado que, entre las sombras, un brillo o un reflejo o un fulgor anaranjado había acompañado al último rayo de la dichosa tormenta del peor día de lo que se llevaba  de invierno.