I
-He encontrado esto en la habitación
del pobre muchacho. Se lo dejo en este lado de la mesa. No le molesto más,
doctor. –La celadora abandonó la consulta del jefe de sección de neumología del
Hospital San Jorge de Huesca sin esperar ninguna contestación. Estaba cansada,
tenía una pierna agarrotada y en lo único en lo que pensaba era en una ducha,
una ensalada y una cama. Y en que su marido estuviera ya profundamente dormido,
claro.
-¿Se puede saber qué es este
cuaderno y para qué… -El doctor Bermejo no pudo concluir la pregunta. El
portazo tiró por el precipicio la línea de entonación que sustentaba sus
palabras. Aquella mujerona tenía un carácter que cualquiera iba a chistarle.
Los médicos le tenían más miedo que al director del centro hospitalario. Si una
vez se le ocurrió invitar al San Jorge a una mujer con la que tonteaba para
fardar de trabajo y esta se negó a subir en el ascensor en cuanto asomó en su
interior la brutal celadora… Si desde que ejercía nunca había encontrado un
hospital en el que los pacientes desearan con tanto fervor recibir el alta
médica… Si tuvieron que cambiarla de planta para que dejaran de adelantarse los
partos durante el mes que reforzaron el personal en la planta de maternidad del
hospital…
Eran las nueve de la noche. Llevaba
horas lloviendo. El doctor tenía guardia. El cuaderno seguía en la misma
posición sobre la esquina de la mesa de conglomerado de la consulta. El doctor
Bermejo llevaba diez minutos en pie, asomado a una enorme cristalera que daba a
la calle, iluminada por las farolas desde media tarde a causa de la oscuridad
que trajeron las lluvias, y se sorprendió a sí mismo pensando en el extraño
joven que había llegado el día anterior al hospital, aquejado de una pulmonía
que había resultado ser fulminante. El chico no llevaba documentación y no
traía más que un pantalón de chándal, una camiseta de manga corta y un reloj de
pulsera. Había llegado descalzo al hospital, empapado, envuelto en un sudor
frío y una tos áspera, alta temperatura y delirio evidente. No pidió ver a
nadie, no reveló su nombre ni su domicilio. Tan solo insistió en preguntar por
una chica, por una chica enfundada en un chándal naranja. En cuanto se percató
de que allí no iba a encontrarla bajó la mirada, respiró profundamente y pidió
un bolígrafo y una libreta, se dejó desvestir y se subió a su cama. Escribía
con frenesí y, de vez en cuando, levantaba la vista y sonreía mirando hacia una
pared vacía que parecía darle algún consuelo y lo alentaba para seguir garabateando
sobre las hojas abombadas de su cuaderno.
De modo que allí estaba esa curiosa
libreta que contenía los últimos pensamientos del pobre desgraciado. Al médico
le costaba entrar en la intimidad de ese ser humano que yacía en el depósito.
Temía importunar a aquel último paciente. Al final, se convenció de que quizá
aquella escritura febril revelaría algún dato sobre la identidad del muchacho.
Con ese propósito y la necesidad de huir del aburrimiento y de las
preocupaciones que hacían cola en su cerebro cada vez que tenía guardia,
arrancó el cuaderno de manos del olvido y rescató la historia de su paciente
efímero.
II
“La lesión no sé cuándo me la hice.
Supongo que no fue producto de un momento puntual. Llevaba tiempo notando
molestias y no hice nada por remediarlo. Pero no quiero seguir hablando de
esto. Lo importante es que decidí acudir a un médico y este me prescribió unas
sesiones de fisioterapia. El chico que me atendía era muy amable y en cuanto
cogí confianza con todo el grupito que nos juntábamos allí, fue todo más
llevadero. En rehabilitación conoces un poco de toda la sociedad. Gente de
todas las edades y para todos los gustos. Como un chaval, Toni, que tenía no sé
qué enfermedad del crecimiento que le producía unos dolores terribles en las rodillas.
Era estudioso, educado, y estaba un poco harto de su madre, que le acompañaba a
todas partes y le llevaba los libros del cole a las sesiones para que no
perdiera tiempo de estudio. Había también dos chicas encantadoras, alegres y
comprensivas, con roturas en el fémur la más alta y en los ligamentos de la
rodilla la más joven, siempre interesadas en las afecciones de los demás,
dispuestas a echarte un capote en eso de llevar con buen humor tus molestias.
Una estaba de baja, Eva, la más alta, y tenía para rato. Su pierna estaba
destrozada, aunque el médico era optimista y el fisio había conseguido
recuperar mucha movilidad en un tiempo razonablemente corto. Tenía ojos claros,
media melena rubia y un buen tipo, y su sonrisa era como una señal luminosa de aparcamiento
libre y gratuito entre una ciudad superpoblada e imposible para el tráfico. Eva
me gustaba y creo que algo se olió, pues enseguida empezó a hablarme de su
novio, de que iba a irse con él todo el fin de semana, de que estaban pensando
en irse a vivir juntos… Macarena, la otra chica, también era fascinante.
Era muy joven. Tenía diecinueve años
recién cumplidos. Era estudiante de medicina y tenía una mirada inteligente que
atraía tanto o más que sus bien formadas curvas. Su rostro era risueño, con
esos ojos grandes y oscuros, que gritaban la marca Andalucía por todas partes.
Era de un pueblecito de Málaga, no recuerdo ahora el nombre, El Burgo, me
parece, o no sé qué del Burgo. El caso es que se había venido hasta aquí porque
quería estudiar la carrera en una universidad modesta, con poca gente. Como
ella me comentó mientras levantaba su pierna tensando una goma elástica que la
sujetaba a una camilla, en esta ciudad tocaba a un muerto para cada cinco
alumnos, lo cual era una suerte. En cualquier universidad andaluza, tenías que
repartírtelo entre más de cincuenta, y no aprendías nada. Casi era una suerte
poder palpar el cadáver en las prácticas. Macarena era muy divertida y tenía
mucho arte. Siempre estaba con una sonrisa en la boca y nunca se olvidaba de
preguntar por la evolución de tu lesión. Tanto ella como Eva enseguida se
aprendieron mi nombre –yo tardé unos días- y siempre me preguntaban por el fin
de semana, qué iba a hacer, a dónde iba a ir o qué es lo que había hecho y cómo
le había sentado a mi tendón el descanso de sesiones desde el viernes anterior.
Porque yo tenía una inflamación en el tendón de Aquiles, y no había manera de
que desapareciera.
Vuelvo a insistir. La tendinitis no
fue más que la llave que me dio acceso a un entorno desconocido para mí, una
habitación que nunca había encontrado en mi casa y en la que estaba
descubriendo una auténtica familia o más bien lo que había imaginado desde niño
como mi familia. En la sala de rehabilitación no había gritos ni llantos,
brazos arañados colgando de otros brazos en tensión, portazos que marcaban
puntos y aparte entre párrafos de insultos y reproches. Allí no había ausencias
prolongadas ni miedos agazapados, no había amenazas ni recriminaciones. Ni
padre autoritario ni madre desbordada ni malas compañías ni refugios que eran
trampas con cepos imposibles. En la sala de fisioterapia tan solo estaba
Armando, dirigiendo como un maestro de baile a unos y a otros, dando un minuto
a aquella y tres a este, pidiendo un poco de paciencia por aquí y aplicando un
masaje o un gel de ultrasonidos por allí. Enseñaba algunos ejercicios con la
pelota o las cintas elásticas o la pasarela y enseguida atendía las señales y
alarmas que confirmaban que el foco de calor se había parado o que tocaba
ganchear al de la segunda camilla. Y en torno a Armando Eva elevaba la pierna
operada ayudada por una cinta de tela, Macarena, sentada sobre la pelota, hacía
equilibrios con la espalda recta y don Antonio acompasaba brazos y piernas
mientras desfilaba por la pasarela arriba y abajo, abajo y arriba, hasta que
Armando le obligaba a descansar.
Don Antonio tenía cerca de noventa
años. No es broma. Había nacido recién terminada la Gran Guerra , había
participado en la Guerra
Civil española y le había rozado la Segunda Guerra Mundial.
Había estado en el extranjero muchos años y cuando volvió a su pueblo no le
conocía nadie. Como don Antonio nos contaba, “no me conoce el toro ni la
higuera y ni siquiera el niño de la tarde”. Porque don Antonio era muy
lorquiano, y no había dejado de leer a Federico nunca. Macarena, que se volvía
loca cuando se tocaban temas andaluces, se emocionaba oyendo hablar a don
Antonio e imploraba siempre a Armando para que dejara descansar al buen hombre,
obediente y disciplinado, siempre pasarela arriba, pasarela abajo, una y otra
vez. De hecho, nuestra estudiante de segundo curso de Medicina, para consolar
al veterano del grupo, le decía, con ese acento andaluz tan cargado de emoción
y sentimiento: “no te conoce nadie, no. Pero yo te canto.” Y don Antonio se
revolvía en la silla de descanso y se lanzaba de nuevo al ruedo, se sujetaba a
las barras con firmeza y desfilaba, pasarela arriba, pasarela abajo, con un
ímpetu que ya no tenían ni los adolescentes.
Dos semanas entre mis compañeros de
rehabilitación me bastaron para que me sintiera en ese lugar de olor
inconfundible y trasiego ordenado como si me encontrara en la casa de cualquier
compañero de colegio, ya que no puedo tomar la mía como ejemplo. Llegaba a
media tarde, saludaba a Armando y a las chicas, departía un poco con don
Antonio, cuando no estaba resollando en su silla de respaldo negro, y me metía
en la cabina para que me aplicaran ultrasonidos en el tendón. Después, un
ratito de espera y la cabina de al lado, no sé si la dos o la tres, porque Armando
se empeñaba en no poner unos numeritos sobre cada cubículo, y no hacíamos más
que confundirnos o preguntar tres veces si era esa la habitación o la que
estaba junto a ella. En fin, en la cabina vecina colocaba la pierna sobre un
aparato tapado con una toalla y una máquina se encargaba de adormecer mi
tobillo. En la sala solía llevarme un libro, aunque me gustaba estar más atento
a las conversaciones, siempre jugosas, que se producían en torno a las
camillas. Una cortinilla me aislaba de la sala central, pero siempre me las
apañaba para dejar una abertura por donde observar a mis compañeras de lesión.
A través de esa mirilla descubrí a la mujer que me ha tenido obsesionado hasta
ahora, y que no va a dejar de obsesionarme hasta el final de mi vida. Una niña
o una joven o una mujer. Su edad es incierta, como mi final. Sin embargo, su
chándal color naranja fue tan real que es lo único que puedo dar como seguro en
toda esta historia.
Antes quizá de hablar de la chica
tendría que haberme referido a José Luis. Al contrario que todos los que
participábamos en la gran tertulia que era la sala de rehabilitación, este
extraño muchacho de barba desaliñada y pegado a unos cascos, no participaba
para nada en nuestras conversaciones. Era un hombre extraño, de mirada triste,
como suspendida en un espacio que ninguno de nosotros estaba invitado a
compartir. Armando se esforzaba en integrarlo, sacarlo de su limbo y su
hermetismo, aunque sin éxito. El muchacho se limitaba a responder con
monosílabos únicamente las preguntas técnicas y de rigor que afectaban a su
lesión en uno de sus brazos, no recuerdo cuál. Por eso me extrañó sobremanera
que una chica como la que cruzó fugazmente detrás de mi cortinilla, de una
belleza que parecía de otro mundo, viniera a buscarlo. No tuve mucho tiempo de
analizar a la extraordinaria mujer del chándal naranja. La semana siguiente no
hubo ni rastro de José Luis. Parecía habérselo tragado la tierra. De igual
forma, ya no hubo misteriosa mujer que viniera a recogerlo. Pensé que no iba a
volver a verla. ¡Qué equivocado estaba!
Mi lesión no parecía enmendarse y mi
rehabilitación, pese al buen hacer y los ánimos del fisio, no daba ningún
fruto. La desesperanza se había contagiado a mi espíritu, y mis días empezaban
a teñirse de ilusiones muertas. Por eso fue una enorme suerte que un martes se
presentara de nuevo el chico de los cascos y la barba descuidada. Todos lo
saludamos con educación, aunque yo no pude ocultar una alegría que mis
compañeros no podían explicarse. Esa tarde yo había terminado mis ejercicios y
Armando acababa de darme esos golpecitos con la palma abierta en mi tobillo que
era el “hasta la siguiente” del lenguaje de los fisioterapeutas. Remoloneé todo
lo que pude y me dediqué a charlar con Eva sobre el tiempo que iba a hacer el
fin de semana y a preguntarle qué pronosticaba su infalible rodilla destrozada.
La espera fue fructífera. La chica del chándal naranja apareció, aunque se
quedó en la puerta, a la espera de que José Luis, el hombre más afortunado del
universo, abandonara la sala sin despedirse. Sé que mi comportamiento no fue el
adecuado, pero los seguí.
No recuerdo un día peor en todo el
invierno. Llovía mucho, el viento era incómodo e impredecible. Yo no había
traído paraguas y el forro que llevaba era inútil en tales circunstancias
meteorológicas. Iba en chándal, como siempre que tenía rehabilitación, y el
pantalón no abrigaba lo más mínimo. Mis zapatillas de deporte, de tela, con
minúsculos agujeros en el empeine, condenaban a mis calcetines a empaparse sin
remedio. La pareja andaba con enorme lentitud y eso aceleraba aún más la
humedad a la que se había entregado todo mi cuerpo. No importaba. Podía
distinguir la silueta perfecta de la extraordinaria mujer que inexplicablemente
compartía su vida con el pobre diablo del grupo de fisioterapia. Las caderas de
la muchacha me hipnotizaban con su danza bajo la lluvia, su sonrisa, aunque no
la hubiera visto nunca, tiraba de un hilo al que me había atado voluntariamente
y que no estaba dispuesto a soltar por ninguna razón. La razón, de hecho, no
tenía nada que ver con esto. Tan ensimismado iba en mis pensamientos y en mis
fantasías que no me di cuenta de que habíamos salido de la ciudad y nos
adentrábamos en uno de esos jardines o huertos o descampados que circundan las
últimas edificaciones del extrarradio. Atravesé una verja que recordaba
chirriante y oxidada, aunque entonces no pude ni oír ni distinguir con la
vista. La pareja se quedó en un rincón, ante un montón de piedras y malas
hierbas y yo les ofrecí ese espacio de intimidad quedándome en un segundo
plano, junto a la verja de hierro. Me senté, revolví el sudor y el agua de
lluvia de mi frente y esperé durante horas. Conforme pasaba el tiempo
distinguía con mayor claridad su figura, su cuerpo, su rostro y la línea de sus
labios, sus ojos, su cabello empapado y la blancura radiante de sus facciones,
ese contraste arrebatador con el naranja tan vivo, tan despierto, tan audaz de
su alegre chándal. La figura de José Luis se desdibujaba a su lado. Parecía una
sombra, un borrón que se difuminaba exclusivamente para marcar aún más la
extraordinaria imagen que llenaba de color todo lo que me rodeaba.
No será necesario –tampoco dispongo
de mucho tiempo- que me extienda mucho más. El próximo recuerdo que tengo se
vincula a este hospital. Una enfermera histérica, una ambulancia, ruido, luces,
empujones y puertas que se abren y cierran. No sé en qué orden se produjeron
estas escenas, pues mi cerebro ya no entiende de sucesiones lógicas. No he
vuelto a ver a la chica hasta esta mañana. Con eso me basta. Es curioso. No me
he enterado hasta hace bien poco de que José Luis, el chico de las sesiones de
rehabilitación, ingresó cadáver esta misma madrugada, por ingesta atroz de
pastillas. A mí me ha podido la neumonía. Hablo en pasado porque es el único
tiempo que me he permitido utilizar en esta narración. Y porque a ella parece
gustarle.”
III
Un ruido seco de un cuaderno abierto
sobre el suelo inmaculado de la sala de guardias del Hospital San Jorge de
Huesca alertó al doctor Bermejo quien, erguido sobre su mesa de conglomerado
verde, descubría horrorizado sus manos temblorosas a través del soberbio
ventanal que se asomaba al cerro de la ciudad. Habría jurado que, entre las
sombras, un brillo o un reflejo o un fulgor anaranjado había acompañado al
último rayo de la dichosa tormenta del peor día de lo que se llevaba de invierno.