martes, 1 de julio de 2014

Limpieza de boca



UNA VISITA AL DENTISTA

            No entendí por qué, cuando le pregunté por nuestro amigo común, movió la cabeza hacia ambos lados y se señaló la boca. Ante mi mirada de asombro, me pidió que me acercara y me enseñó los dientes. Todavía me estoy recuperando de la impresión. No me lo ha podido explicar hasta una semana más tarde, cuando recibí su llamada y quedamos en una cafetería del extrarradio. Llegar a aquel lugar era tan fácil como salir del Ikea. Cuando por fin traspasé el umbral del establecimiento, me encontré a mi amigo, con un vaso de tubo, sorbiendo con una pajita una cerveza. Sin dejar que me sentara me dijo que nuestro conocido se acababa de separar. Yo le pregunté que cómo estaba tan seguro y él volvió a enseñarme su boca. Reconozco que me indigné, como un portero cegado por el láser fosforescente en un campo de fútbol. Me hizo un gesto con las manos y me imploró que tomara asiento. Uno va cumpliendo años y cuanto más tiempo pasa menos te sorprende el comportamiento humano. Sin embargo, reconozco que lo que me contó mi amigo en esa cafetería solitaria y aislada del resto de la ciudad hizo que me replanteara este tipo de opiniones, este ramillete de reflexiones que uno suelta a la ligera, en un momento de inspiración, en Twitter o en Facebook.

            Mi amigo había visitado a aquel conocido nuestro, antiguo compañero del colegio, en su consulta. Tenía que hacer un viaje y pasar una temporada trabajando en un país extranjero y no quería marcharse sin arreglarse la boca. Quien en la adolescencia había sido un incorregible agitador y un buscapeleas insoportable había terminado estudiando odontología y montando una clínica con la ayuda de la que había terminado siendo su mujer. Resulta que aquel que no hacía más que romperle los piños a los renacuajos en el patio del colegio se había convertido en un prestigioso dentista. En lugar de estudiar desde niño para dedicarse a su oficio había preferido, ciertamente, irse formando una clientela a base de puñetazos. El caso es que tenía una clínica dental, como aquella a la que acudía la famosa llama, que llama se llama, de Barrio Sésamo. Así lo recordábamos los dos amigos en aquella cafetería alejada de la civilización, mientras la pajita de mi colega sorbía una cerveza tras otra y yo me bebía coca colas como quien se atiborra de pipas Tijuana delante del último capítulo de Juego de Tronos descargado en la red. Y el caso es que nuestro amigo dentista se había casado no hacía mucho con su socia y ayudante, la cual saludó con afectación a mi amigo mientras le ponía aquel babero verde con pinza y le decía que se pusiera cómodo.
            Mi amigo había estado esperando en la salita una media hora, envuelto en esa música relajante que parecía haber sido elegida por un torturador de algún grupo terrorista. Rodeado de orlas, diplomas y certificados y delante de revistas, tebeos y manuales ilustrados sobre el cepillado de dientes y encías, dolencias e infecciones, sarro y gingivitis, mi amigo había intentado inútilmente leer un libro que había traído consigo. Por fin, la chica le había hecho pasar al interior y le había pedido que se colocara sobre aquel sillón articulado. Y, repitió mi amigo mirándome a los ojos, le había dicho, en efecto, que se pusiera cómodo. Mi amigo había soltado la pajita para expresar mejor lo que sentía. Estaba fuera de sí. Daba la sensación de que me estaba gritando a mí y me echaba en cara todo lo que me estaba relatando. No entendía cómo podían tener los médicos tan poco tacto. ¿Cómo se puede decir que te pongas cómodo cuando estás asustado y eres plenamente consciente de que no van a hacerte, precisamente, cosquillas? Era como cuando el fisioterapeuta te pedía que te relajaras, mientras se remangaba para dejarte la espalda como una calle a punto de ser peatonalizada. Como cuando tu madre, cargada de algodón y alcohol de gran graduación, te obligaba a calmarte y te repetía que iba a escocer solo un poquito. Como cuando te colocaban el hombro después de que hubieras visto las estrellas en medio del campo y aún te sugerían que eso no podía doler, que eras un exagerado. Como si, terminaba mi amigo mientras le pedía con los ojos que volviera a sentarse y se tranquilizara de una vez, como si, insistía haciéndome caso y sentándose por fin, un oficial del pelotón de fusilamiento te llamara la atención y te pedía que volvieras a la fila, que era un segundito y ya, que enseguida terminaba todo.

            Bueno, ya más calmado, mi amigo continuó con su relato. En aquella habitación se había sentado y enjuagado la boca y la chica le había puesto una anestesia, pinchándole en las encías y había ido en busca de su marido para proceder a aquella operación. Mi amigo no sabía qué iban a hacerle porque no se había preocupado de preguntarlo. Además, todo lo que hablaba la pareja lo decían como en susurros, como si estuvieran conspirando para dar un golpe de estado. Un golpe sí iban a darle, eso estaba claro, porque todos aquellos artilugios que tenía delante de los ojos no podían presagiar nada bueno. Cuando ya notaba cómo se adormecía su boca y como el labio inferior perdía toda sensibilidad, mi amigo cayó en la cuenta de dos realidades que le aterrorizaron.
            En primer lugar, le habían dormido la parte inferior de la boca y eso le hacía casi imposible hablar o hacerse entender. En segundo lugar, la muela que tenían que extraerle se encontraba en la parte superior. Lo peor no era que se hubieran equivocado con tanto susurrito y tanta palabrita a media voz. Lo peor es que su antiguo compañero y aquella mujer que ahora era su esposa iban a trajinar en la parte equivocada de la boca y él no podía decírselo de ninguna de las maneras. No había que perder la calma. Quizá levantándose o haciendo señas con las manos…
            En ese momento la pareja entró en el más absoluto de los silencios. Habían estado en la salita de al lado, se supone que esperando a que la anestesia hiciera su efecto, pero tal y como volvían los dos más bien parecía que se hubieran anestesiado entre sí. No se dirigían la palabra, ya no había susurros sino silencios incómodos y malas caras. ¿Qué había pasado? El dentista abrió la boca de mi amigo y echó el guante a uno de aquellos garfios. La mujer, muda y a punto de estallar, le enganchó un tubo que aspiraba y lo dejó allí clavado, como el ancla en el mar tumultuoso de saliva, sangre y encías. Eso es lo que impidió que mi amigo pudiera hacer nada. Incapacitado absolutamente para emitir sonidos articulados, el sonido y la vibración del garfio pirata le susurró en mil lenguajes que no era prudente moverse, hacer gestos o intentar comunicar a aquel matrimonio que habían cometido un grave error. El sonido chirriante y la perforación espantosa que vinieron después no consiguieron, no obstante, que mi amigo no escuchara perfectamente las palabras que, de pronto, brotaron de aquellos dos seres que se inclinaban sobre el abismo con dientes de su boca.

            –Sé que tu madre no lo aprueba, pero tenemos que irnos solos, si aún queremos salvar nuestro matrimonio –habló por fin el dentista, mientras raspaba la muela más sana que había tocado en toda su vida.
            – ¿Por qué te empeñas en ponerla siempre en el bando contrario al nuestro? –se limitó a decir su ayudante, cambiando de posición el maldito tubo.
            –Lo hemos discutido cien veces. Ella se alegraría de que abandonáramos porque eso le daría la razón y eso es una victoria para ella, porque nunca me ha soportado –concluyó él, recogiendo un gancho que me hubiera paralizado sin necesidad de anestesia.
            –A veces pienso que tenía toda la razón del mundo –sostuvo ella a la vez que dejaba de sujetar el tubo, que se perdió por el interior de mi boca y estuvo a punto de aspirarme la campanilla.
            – ¿Quieres hacer el favor de concentrarte en el trabajo? –recriminó el dentista, dejando por un momento de atender a la muela que ya no estaba tan sana y olvidándose de que su mano derecha sujetaba un elemento altamente peligroso que se había ido a perforar un diente de las proximidades.

            En ese momento  mi amigo ya era consciente de lo que iba a ocurrir. Aquella pareja mal avenida, que vivía en la calle del resquemor y el desengaño, continuaría tirándose los trastos a la cabeza, incapaz de darse cuenta del error que habían cometido con su paciente. No le dejé que me enseñara otra vez la boca porque ya había tenido bastante con el primer pase al que asistí la semana anterior. El resultado de aquella visita al dentista lo había dejado hecho un adefesio y, además, había terminado con la ruptura de un joven matrimonio y el cierre de una clínica dental. Mi mujer, que se había alegrado mucho al oírme hablar de mi amigo y había hecho todo lo posible para que acudiera a mi cita con él en aquella cafetería del quinto pino, me había preparado unos dulces para que se los llevara, porque los dos sabíamos que era muy laminero. Ni qué decir tiene que evité abrir la bolsa que había envuelto mi mujer con sus propias manos y que tiré aquellos dulces en el retrete de la cafetería.
            Salimos mi amigo y yo de aquel lugar y nos despedimos hasta otra ocasión. La próxima vez que se me ocurra preguntar por antiguos amigos, colegas o compañeros de colegio, prometo hablar del tiempo o del cambio climático, o incluso de política. Lo más curioso es que me acaban de ofrecer un puesto para una temporada larga en Estados Unidos y el último consejo que me han dado es que me pase por el dentista y me haga una limpieza de boca. La boca he tenido que limpiármela, sí, porque lo que ha salido por ella no han sido precisamente halagos y buenos deseos porque mientras gritaba enfurecido y me quejaba de semejante sugerencia no podía quitarme de la cabeza aquella boca descompuesta y aquellos labios que sostenían una pajita sumergida en un tubo de cerveza.

sábado, 4 de enero de 2014

A veces la verdad está oculta tras los pliegues de una prenda inocente


LA TIJERA DE ORO

I

            -Es hora de recoger. Vamos, se hace tarde. –Caía ya la noche sobre una ciudad que vivía en un continuo bostezo.
            -¿Crees que volveremos a abrir? –La pregunta flotaba en el aire y la mujer a la que iba dirigida la recogía al vuelo, imperturbable.
            -Lo dudo mucho, hijo. –El hombre paseó entre armarios y estantes una mirada teñida de melancolía mientras su madre, de negro riguroso, sentenciaba inexpresiva.- Cuando las cajas se almacenan y el género se guarda, no es bueno volver a menearlo. Ocurre como con los malos recuerdos: nunca has de desempolvarlos, pues con el tiempo se vuelven en tu contra.
            -Te olvidas el cartel de la puerta, mamá. -Recordaba el joven.
            -Es pronto para colocarlo. –Se resistía la señora.
            -Pero la gente…
            -Esta ciudad es pequeña, Jorge. –La viuda no evitó una mueca de desagrado.- A estas alturas ya todo el mundo sabe lo ocurrido. Además, no me gusta esa palabra. Me produce escalofríos.

            Dieron dos vueltas a la llave y se sumergieron en un coso apagado, callado, ajeno a la desgracia, como a todo sentimiento de sus moradores. Dentro de la tienda, el cartel de “Cerrado por defunción” quedaba olvidado sobre el mostrador. Junto a él, un montón de tiques de compra se apilaban bajo un rollo de celo que hacía las veces de pisapapeles. El primero de esos recibos revelaba una fecha que era la misma del fallecimiento del dueño del negocio. Allí, junto a los caracteres semiborrados del trozo de papel, con bolígrafo y de su puño y letra, el desaparecido vendedor había apuntado un nombre y una palabra entre paréntesis. El nombre correspondía al de un cliente, el último comprador que había sido atendido en la tienda de ropa. La palabra encerrada entre paréntesis no podía presagiar nada malo. ¿Qué había más inocente que la ilusión, la sorpresa y los buenos sentimientos que acompañan siempre a un regalo de cumpleaños?


II

            -Llamo para denunciar la desaparición de un hombre. Se trata de mi tío. Han pasado siete días y estamos preocupados. –La voz era fría, neutra, y su tono no iba a abandonar tales pinceladas anímicas durante toda la conversación telefónica.- Vivía solo, sí. Los domingos solía comer con nosotros pero no se presentó en casa. Ya lo había hecho otras veces. No, lo de no dar señales de vida durante algunos días. Porque no había fallado un domingo desde que se puso farruco y se fue a vivir solo hará un par de años. Para él el domingo era sagrado. Era el único día que veía a su nieta y eso no se lo perdía por nada del mundo. Setenta y un años. Sesenta no, setenta. Viudo, sí. Mi tía falleció hace más de diez años. ¿De cabeza? Mucho mejor que usted y que yo.
            No tengo ni idea de dónde ha podido meterse. No, móvil no tenía. Y mira que le insistíamos. Mi mujer tuvo una pelotera increíble por ese tema y no volvimos a mencionárselo. Allá él. En su casa no está, no. Claro que lo he comprobado, ¿qué se cree? No, perdone, yo estoy muy calmado. ¿La última vez que lo vimos? Mi esposa asegura que se lo encontró en el Bar Oscense a las diez y media o cosa así. De la mañana. A esa hora de la noche no está mi señora zascandileando por las calles, ¿sabe? Vestía normal, qué sé yo. Vaqueros azules, camisa a rayas y una chaqueta de pana. Verde. No, beige. Estaba solo, sí. Mi tío siempre está solo. Una bolsa de una tienda. Es inútil, no se acuerda. ¿De ropa? Puede ser. El coso está plagado de tiendas de esas. No será fácil que lo encuentre. Vale, vale, no me meto en su investigación. ¿Quiere que se ponga Rosa y se lo confirma? ¿Cómo? No me diga que hay que ir hasta allí para cursar una denuncia. Ya sé dónde está, no se preocupe. Hasta el Eroski, prácticamente. No, si no me quejo. Solamente digo que no entiendo entonces para qué me he tirado un cuarto de hora colgado del teléfono. –La frialdad y la indignación se jugaron a piedra, papel o tijera quién se encargaría de colgar el aparato. Ganó la partida esta última, como atestiguaban las últimas palabras pronunciadas por el denunciante y recibidas por el agente de policía Ignacio Sorribas, al que no sentó muy bien esa noche la cena.





III

            -¡Abuelo! Ya estoy en casa.
            El muchacho traía un paquete en una bolsa que orilló frente al aparador de la sala de estar para darle un beso a la señora de la casa.
            -¡Vamos, Ramón, que tu nieto te ha traído una sorpresa! –Se mostraba cariñosa la anciana y pellizcaba los mofletes del joven que acababa de venir de la calle.
            -Calle abuela.- Reprendía con fingida molestia el muchacho.- Seguro que ya le ha dicho algo.
            -No puedo guardar un secreto durante tantos días. –Se justificaba sin dejar de sonreír la anciana.- Lo siento mucho, cariño. De todas formas él ya sabe que nunca olvidas su cumpleaños. ¡Ramón! Este hombre es un caso. Lleva unos días un poco raro, como destemplado.- Un brote de preocupación se asomaba al rostro de la abuela, aunque enseguida fue ahogado por una simpática sonrisa.- Este hombre es un caso, sí. ¿Se puede saber a qué esperas? Bueno, como quien oye llover. ¿Y tú que cuentas, chico?
            -Nada nuevo.- Resoplaba, aburrido, el muchacho.- Sigo ahorrando para largarme un año por ahí. En cuanto termine el contrato con el periódico me voy de corresponsal. En esta ciudad no pasa nunca nada. Un colega de la redacción dice que Huesca es una gigantesca fotocopiadora que enchufan en Noche Vieja. Hace una copia del año que termina y no hacemos sino vivir las mismas cosas todo el año siguiente.
            -¡Qué cosas más raras decís los periodistas! –Cambió el tono desenfadado la buena mujer para pronunciar la siguiente frase.- De todas formas, ya te habrás enterado de lo de La tijera de Oro.
            -Sí, abuela. Esas cosas nunca pasan desapercibidas. Además, trabajo en la prensa…
            -Es verdad, hijo. ¿Y cómo ha sido?
            -Era ya muy mayor.- No pudo reprimir el nieto escanear el aspecto exterior de su queridísima abuela y establecer una comparación desafortunada.- Es curioso que me hables de la tienda, porque fue precisamente allí donde compré el regalo para el abuelo. Si me hubiera retrasado un día más en la compra me habría tenido que buscar otra tienda y otro regalo.
            -Y hubiera sido una pena, porque tu abuelo ha comprado allí toda su vida. Y ya cumple setenta y cinco años.- Constataba, orgullosa, su adorada esposa.
            -Setenta y seis.- El abuelo Ramón aparecía por fin en el comedor y se aproximaba a su nieto sin evitar mirar de reojo aquel paquete envuelto en una caja rígida que estaba en el interior de una bolsa blanca de plástico con unas enormes tijeras impresas en ella.

IV

            -Sé que no es el mejor momento para ustedes, pero su colaboración nos serviría de gran ayuda en nuestra investigación.
            El policía había recorrido todas las tiendas del Coso Alto y el Coso Bajo, Correría y calle Padre Huesca, plaza Concepción Arenal e incluso calle Zaragoza, en busca de alguna pista sobre el paradero del anciano desaparecido. El tal Julián Sanz llevaba nueve días en paradero desconocido y sus familiares más cercanos, que habían interpuesto la denuncia, lo creían muerto y tirado a un contenedor. Ni que pudieran darse en la ciudad ese tipo de crímenes de reportaje televisivo. Nadie parecía haber visto al señor Sanz y ni siquiera el camarero del Oscense recordaba qué llevaba encima o cuál había sido la dirección que había tomado tras dejar a deber la cuenta. Era un cliente, un moroso y un desagradecido habitual del bar, según palabras del dueño del establecimiento.
            Estaba ya a punto de desesperar el agente Sorribas cuando una conversación entre dos señoras en la terraza del Apolo lo sacó de su derrotismo y lo catapultó hasta la vivienda del difunto dueño de La Tijera de Oro. El comercio llevaba cerrado desde el triste suceso y no había siquiera un letrero y un esperable “disculpen las molestias” sobre la puerta del local. Por eso había pasado de largo el agente de policía, que desconocía igualmente el hecho luctuoso.
            Para alivio del policía, la familia no puso objeción alguna a la “visita informal” que propuso realizar al conocido establecimiento local, sito en el Coso Bajo de la ciudad. A regañadientes, se ha de constatar, el hijo menor del difunto acompañó al agente Sorribas en su registro. Después de revisar cajones pesados de buena madera, tarimas y armarios, baldas, lejas y estantes, con la inestimable ayuda de una escalera a la que le hacía falta un buen engrasado, el policía inspeccionó con suma atención una pila de recibos y tiques de los que rescató únicamente dos. Ambos papelitos correspondían a las fechas comprendidas entre la supuesta desaparición del señor Sanz y la última de las compras efectuadas en la tienda, precisamente unas horas antes de la muerte del dueño del establecimiento.
            -¿Falta algún recibo o factura en la tienda? –Preguntó el policía al muchacho.
            -No lo creo. –Respondió tajante.- Aquí solamente entraba mi padre y hacía años que nadie trabajaba con él. Sus hijos habíamos dejado de venir para echarle una mano. Ciertamente, no hacía falta. Apenas tenía clientes. El negocio solamente se tenía en pie por la tozudez de mi padre.
            -Lo digo porque no he encontrado más que dos ventas realizadas en cuatro días, desde el lunes de la semana pasada hasta el jueves en el que… -Buscaba el policía una manera de suavizar sus palabras.- Bueno, el jueves que cerró la tienda. Se hicieron dos compras. Unos pañuelos de tela y un pijama de caballero.
            -Si es lo que dicen los papeles, es eso lo que ocurrió. –No se sentía a gusto el joven en la tienda de su padre.- ¿Nos vamos ya?
            -Desde luego. Gracias por todo, caballero.
            El policía salió de la tienda y el joven desapareció unos segundos en su interior para reaparecer en la puerta y colgar esta vez el cartel de cierre del negocio. Él estaba convencido de que no habría nunca un segundo cartel anunciando la reapertura.

V

            -¿Es que no te ha gustado el regalo? Estoy convencida de que si no te está bien nos lo pueden arreglar en cualquier otra tienda. –La impaciencia volvía a desfigurar el apacible rostro de la anciana.
            -Desde luego no lo podemos cambiar o devolver, abuela, porque La Tijera de Oro ya no… -No había una manera delicada de expresar tal realidad.
            -¡Qué lástima! –Dijo lánguidamente la anciana.
            -Sí. Es una pena. –Apostilló su nieto.
            Por fin el abuelo Ramón se dejó ver en el marco de la puerta. Pero no se acercó. Se quedó allí, pálido, con los ojos bien abiertos y los brazos rígidos. Acababa de probarse el pijama de caballero que su encantador nieto le había comprado en su tienda de toda la vida, a la que le llevara su padre por primera vez cuando no era más que un crío. La prenda de vestir, junto a las marcas propias del doblado de la caja en la que venía envuelta, mostraba ostensibles chorretones de un líquido reseco, de un color morado tirando a marrón o marrón tirando a morado, y que caían desde el lateral izquierdo de la prenda superior y resbalaban por toda la pernera del pantalón. Era sangre. Mucha sangre.
            En ese momento la esposa de don Ramón Oliván se desvanecía y los reflejos de su querido nieto evitaban un golpe contra la mesa del comedor. En esos mismos instantes unos nudillos golpeaban con fuerza la puerta del domicilio del matrimonio de edad avanzada, y la voz de un agente de policía solicitaba que se le abriera la puerta. También en ese momento el señor Oliván, enfundado en el regalo de su setenta y seis cumpleaños, buscó una silla en donde desplomarse y, con el abatimiento surcando sus ajadas facciones, empezó a contarle a su atemorizado nieto lo que esa noche iba a verse obligado a repetir ante el agente de policía Ignacio Sorribas y un abogado criminalista que llegaría esa misma tarde desde Zaragoza. Esta primera relación del señor Oliván, aunque más pasional y espontánea, no estuvo exenta de interrupciones, gritos, desvanecimientos, portazos y recaídas. No obstante, la declaración oficial de la noche recogería, fríamente, datos, nombres, hechos en definitiva. Esta segunda narración fue la que se transcribió íntegramente en el Periódico del Altoaragón el mismo día en que uno de sus trabajadores de plantilla se despidió para siempre y tomó un vuelo para no regresar jamás a la ciudad.

VI

            La sangre del pijama correspondía al desaparecido Julián Sanz, cuyo cuerpo se ocultaba bajo una trampilla camuflada en la trastienda del establecimiento de ropa. El tal Sanz, y el detenido y presunto asesino Ramón Oliván, habían sido socios hacía treinta años junto al recientemente fallecido Frutos Bernués, cuando este aún no había heredado el negocio de ropa y confección conocido como La Tijera de Oro. La cosa no salió bien y los tres antiguos amigos terminaron tirándose los trastos a la cabeza. Años después, Bernués y Oliván habían olvidado sus rencillas y, aunque ocasionalmente, todavía se encontraban para recordar juntos tiempos mejores.
            Pero Sanz vivía en el rencor y su soledad alimentaba un odio que cristalizó el lunes que, tras un carajillo en el Oscense, descubrió en la puerta de la popular tienda de ropa a sus antiguos socios charlando alegremente. Enfurecido y avivado en su insano resquemor por su camaradería hipócrita, entró en el establecimiento y se empeñó en comprar lo primero que vio en la estantería: unos pañuelos. Pagó, insultó y se fue. Volvió al bar y tomó otro carajillo. Más envalentonado, regresó al negocio e insistió ante sus dos antiguos socios, que aún seguían en la tienda, en probarse un pijama, el más elegante que tuviera, con el único objetivo de hacerles pasar a ambos un rato más que incómodo.
            En el interior del probador y ya fuera, junto al mostrador, no dejó Sanz de insultar, increpar a los dos hombres y arrojarles a la cara años y años de hiel abrasadora. Fue mordaz con don Ramón, quien, en un arrebato fatal, agarró unas tijeras repujadas en pan de oro que decoraban el mostrador y las clavó en el pecho al hombre que vestía todavía el pijama de elegante factura. Julián Sanz murió desangrado.
            Los dos hombres escondieron el cadáver y al bueno de don Frutos no se le ocurrió otra manera de deshacerse de la prenda que colocarla de nuevo en su caja. Cuando, tres días más tarde, el jueves de esa misma semana, un joven viniera en busca de un pijama para regalar a una persona mayor, el despiste, la fatalidad y las dudas e inquietudes acumuladas en esos días por el dueño de la tienda le empujaron a vender precisamente aquella funesta prenda y no otra. Horas más tarde fallecía de un ataque al corazón el vendedor. Días después se desempaquetaba en el domicilio de don Ramón Oliván el último producto adquirido en una tienda que, inevitablemente, llevaría asociada a su historia y a su nombre el mismo objeto que había sido arma homicida de semejante crimen.
            No pudo encontrarse entonces el objeto en cuestión hasta que, meses más tarde, desmontando el soporte sobre el que se anunciaba el nombre del establecimiento, que había adquirido a un precio irrisorio una todopoderosa empresa de telefonía móvil, el brillo de unas tijeras llamó la atención del operario. Siguiendo la huella exacta del dibujo que remataba el letrero que había permanecido inalterable más de sesenta años, unas tijeras contemplaban, bañadas en oro y sangre, el lento transcurrir de los días idénticos unos a otros entre aquella cuidad sumida en un largo y profundo letargo.

FIN