LA
TIJERA DE ORO
I
-Es hora de recoger. Vamos, se hace
tarde. –Caía ya la noche sobre una ciudad que vivía en un continuo bostezo.
-¿Crees que volveremos a abrir? –La
pregunta flotaba en el aire y la mujer a la que iba dirigida la recogía al
vuelo, imperturbable.
-Lo dudo mucho, hijo. –El hombre
paseó entre armarios y estantes una mirada teñida de melancolía mientras su
madre, de negro riguroso, sentenciaba inexpresiva.- Cuando las cajas se
almacenan y el género se guarda, no es bueno volver a menearlo. Ocurre como con
los malos recuerdos: nunca has de desempolvarlos, pues con el tiempo se vuelven
en tu contra.
-Te olvidas el cartel de la puerta,
mamá. -Recordaba el joven.
-Es pronto para colocarlo. –Se
resistía la señora.
-Pero la gente…
-Esta ciudad es pequeña, Jorge. –La
viuda no evitó una mueca de desagrado.- A estas alturas ya todo el mundo sabe
lo ocurrido. Además, no me gusta esa palabra. Me produce escalofríos.
Dieron dos vueltas a la llave y se
sumergieron en un coso apagado, callado, ajeno a la desgracia, como a todo
sentimiento de sus moradores. Dentro de la tienda, el cartel de “Cerrado por
defunción” quedaba olvidado sobre el mostrador. Junto a él, un montón de tiques
de compra se apilaban bajo un rollo de celo que hacía las veces de pisapapeles.
El primero de esos recibos revelaba una fecha que era la misma del
fallecimiento del dueño del negocio. Allí, junto a los caracteres semiborrados
del trozo de papel, con bolígrafo y de su puño y letra, el desaparecido
vendedor había apuntado un nombre y una palabra entre paréntesis. El nombre
correspondía al de un cliente, el último comprador que había sido atendido en
la tienda de ropa. La palabra encerrada entre paréntesis no podía presagiar
nada malo. ¿Qué había más inocente que la ilusión, la sorpresa y los buenos
sentimientos que acompañan siempre a un regalo de cumpleaños?
II
-Llamo para denunciar la
desaparición de un hombre. Se trata de mi tío. Han pasado siete días y estamos
preocupados. –La voz era fría, neutra, y su tono no iba a abandonar tales
pinceladas anímicas durante toda la conversación telefónica.- Vivía solo, sí.
Los domingos solía comer con nosotros pero no se presentó en casa. Ya lo había
hecho otras veces. No, lo de no dar señales de vida durante algunos días.
Porque no había fallado un domingo desde que se puso farruco y se fue a vivir
solo hará un par de años. Para él el domingo era sagrado. Era el único día que
veía a su nieta y eso no se lo perdía por nada del mundo. Setenta y un años.
Sesenta no, setenta. Viudo, sí. Mi tía falleció hace más de diez años. ¿De
cabeza? Mucho mejor que usted y que yo.
No tengo ni idea de dónde ha podido
meterse. No, móvil no tenía. Y mira que le insistíamos. Mi mujer tuvo una
pelotera increíble por ese tema y no volvimos a mencionárselo. Allá él. En su
casa no está, no. Claro que lo he comprobado, ¿qué se cree? No, perdone, yo
estoy muy calmado. ¿La última vez que lo vimos? Mi esposa asegura que se lo
encontró en el Bar Oscense a las diez y media o cosa así. De la mañana. A esa
hora de la noche no está mi señora zascandileando por las calles, ¿sabe? Vestía
normal, qué sé yo. Vaqueros azules, camisa a rayas y una chaqueta de pana.
Verde. No, beige. Estaba solo, sí. Mi tío siempre está solo. Una bolsa de una
tienda. Es inútil, no se acuerda. ¿De ropa? Puede ser. El coso está plagado de
tiendas de esas. No será fácil que lo encuentre. Vale, vale, no me meto en su
investigación. ¿Quiere que se ponga Rosa y se lo confirma? ¿Cómo? No me diga
que hay que ir hasta allí para cursar una denuncia. Ya sé dónde está, no se
preocupe. Hasta el Eroski, prácticamente. No, si no me quejo. Solamente digo
que no entiendo entonces para qué me he tirado un cuarto de hora colgado del
teléfono. –La frialdad y la indignación se jugaron a piedra, papel o tijera quién
se encargaría de colgar el aparato. Ganó la partida esta última, como
atestiguaban las últimas palabras pronunciadas por el denunciante y recibidas
por el agente de policía Ignacio Sorribas, al que no sentó muy bien esa noche
la cena.
III
-¡Abuelo! Ya estoy en casa.
El muchacho traía un paquete en una
bolsa que orilló frente al aparador de la sala de estar para darle un beso a la
señora de la casa.
-¡Vamos, Ramón, que tu nieto te ha
traído una sorpresa! –Se mostraba cariñosa la anciana y pellizcaba los mofletes
del joven que acababa de venir de la calle.
-Calle abuela.- Reprendía con
fingida molestia el muchacho.- Seguro que ya le ha dicho algo.
-No puedo guardar un secreto durante
tantos días. –Se justificaba sin dejar de sonreír la anciana.- Lo siento mucho,
cariño. De todas formas él ya sabe que nunca olvidas su cumpleaños. ¡Ramón!
Este hombre es un caso. Lleva unos días un poco raro, como destemplado.- Un
brote de preocupación se asomaba al rostro de la abuela, aunque enseguida fue ahogado
por una simpática sonrisa.- Este hombre es un caso, sí. ¿Se puede saber a qué
esperas? Bueno, como quien oye llover. ¿Y tú que cuentas, chico?
-Nada nuevo.- Resoplaba, aburrido,
el muchacho.- Sigo ahorrando para largarme un año por ahí. En cuanto termine el
contrato con el periódico me voy de corresponsal. En esta ciudad no pasa nunca
nada. Un colega de la redacción dice que Huesca es una gigantesca fotocopiadora
que enchufan en Noche Vieja. Hace una copia del año que termina y no hacemos
sino vivir las mismas cosas todo el año siguiente.
-¡Qué cosas más raras decís los
periodistas! –Cambió el tono desenfadado la buena mujer para pronunciar la
siguiente frase.- De todas formas, ya te habrás enterado de lo de La tijera de
Oro.
-Sí, abuela. Esas cosas nunca pasan
desapercibidas. Además, trabajo en la prensa…
-Es verdad, hijo. ¿Y cómo ha sido?
-Era ya muy mayor.- No pudo reprimir
el nieto escanear el aspecto exterior de su queridísima abuela y establecer una
comparación desafortunada.- Es curioso que me hables de la tienda, porque fue
precisamente allí donde compré el regalo para el abuelo. Si me hubiera
retrasado un día más en la compra me habría tenido que buscar otra tienda y
otro regalo.
-Y hubiera sido una pena, porque tu
abuelo ha comprado allí toda su vida. Y ya cumple setenta y cinco años.-
Constataba, orgullosa, su adorada esposa.
-Setenta y seis.- El abuelo Ramón
aparecía por fin en el comedor y se aproximaba a su nieto sin evitar mirar de
reojo aquel paquete envuelto en una caja rígida que estaba en el interior de
una bolsa blanca de plástico con unas enormes tijeras impresas en ella.
IV
-Sé que no es el mejor momento para
ustedes, pero su colaboración nos serviría de gran ayuda en nuestra
investigación.
El policía había recorrido todas las
tiendas del Coso Alto y el Coso Bajo, Correría y calle Padre Huesca, plaza
Concepción Arenal e incluso calle Zaragoza, en busca de alguna pista sobre el
paradero del anciano desaparecido. El tal Julián Sanz llevaba nueve días en
paradero desconocido y sus familiares más cercanos, que habían interpuesto la
denuncia, lo creían muerto y tirado a un contenedor. Ni que pudieran darse en
la ciudad ese tipo de crímenes de reportaje televisivo. Nadie parecía haber
visto al señor Sanz y ni siquiera el camarero del Oscense recordaba qué llevaba
encima o cuál había sido la dirección que había tomado tras dejar a deber la
cuenta. Era un cliente, un moroso y un desagradecido habitual del bar, según
palabras del dueño del establecimiento.
Estaba ya a punto de desesperar el
agente Sorribas cuando una conversación entre dos señoras en la terraza del
Apolo lo sacó de su derrotismo y lo catapultó hasta la vivienda del difunto
dueño de La Tijera de Oro. El comercio llevaba cerrado desde el triste suceso y
no había siquiera un letrero y un esperable “disculpen las molestias” sobre la
puerta del local. Por eso había pasado de largo el agente de policía, que
desconocía igualmente el hecho luctuoso.
Para alivio del policía, la familia
no puso objeción alguna a la “visita informal” que propuso realizar al conocido
establecimiento local, sito en el Coso Bajo de la ciudad. A regañadientes, se
ha de constatar, el hijo menor del difunto acompañó al agente Sorribas en su
registro. Después de revisar cajones pesados de buena madera, tarimas y
armarios, baldas, lejas y estantes, con la inestimable ayuda de una escalera a
la que le hacía falta un buen engrasado, el policía inspeccionó con suma
atención una pila de recibos y tiques de los que rescató únicamente dos. Ambos
papelitos correspondían a las fechas comprendidas entre la supuesta
desaparición del señor Sanz y la última de las compras efectuadas en la tienda,
precisamente unas horas antes de la muerte del dueño del establecimiento.
-¿Falta algún recibo o factura en la
tienda? –Preguntó el policía al muchacho.
-No lo creo. –Respondió tajante.-
Aquí solamente entraba mi padre y hacía años que nadie trabajaba con él. Sus
hijos habíamos dejado de venir para echarle una mano. Ciertamente, no hacía
falta. Apenas tenía clientes. El negocio solamente se tenía en pie por la
tozudez de mi padre.
-Lo digo porque no he encontrado más
que dos ventas realizadas en cuatro días, desde el lunes de la semana pasada
hasta el jueves en el que… -Buscaba el policía una manera de suavizar sus
palabras.- Bueno, el jueves que cerró la tienda. Se hicieron dos compras. Unos
pañuelos de tela y un pijama de caballero.
-Si es lo que dicen los papeles, es
eso lo que ocurrió. –No se sentía a gusto el joven en la tienda de su padre.-
¿Nos vamos ya?
-Desde luego. Gracias por todo,
caballero.
El policía salió de la tienda y el
joven desapareció unos segundos en su interior para reaparecer en la puerta y
colgar esta vez el cartel de cierre del negocio. Él estaba convencido de que no
habría nunca un segundo cartel anunciando la reapertura.
V
-¿Es que no te ha gustado el regalo?
Estoy convencida de que si no te está bien nos lo pueden arreglar en cualquier
otra tienda. –La impaciencia volvía a desfigurar el apacible rostro de la
anciana.
-Desde luego no lo podemos cambiar o
devolver, abuela, porque La Tijera de Oro ya no… -No había una manera delicada
de expresar tal realidad.
-¡Qué lástima! –Dijo lánguidamente
la anciana.
-Sí. Es una pena. –Apostilló su
nieto.
Por fin el abuelo Ramón se dejó ver
en el marco de la puerta. Pero no se acercó. Se quedó allí, pálido, con los
ojos bien abiertos y los brazos rígidos. Acababa de probarse el pijama de
caballero que su encantador nieto le había comprado en su tienda de toda la
vida, a la que le llevara su padre por primera vez cuando no era más que un
crío. La prenda de vestir, junto a las marcas propias del doblado de la caja en
la que venía envuelta, mostraba ostensibles chorretones de un líquido reseco,
de un color morado tirando a marrón o marrón tirando a morado, y que caían
desde el lateral izquierdo de la prenda superior y resbalaban por toda la
pernera del pantalón. Era sangre. Mucha sangre.
En ese momento la esposa de don
Ramón Oliván se desvanecía y los reflejos de su querido nieto evitaban un golpe
contra la mesa del comedor. En esos mismos instantes unos nudillos golpeaban
con fuerza la puerta del domicilio del matrimonio de edad avanzada, y la voz de
un agente de policía solicitaba que se le abriera la puerta. También en ese
momento el señor Oliván, enfundado en el regalo de su setenta y seis
cumpleaños, buscó una silla en donde desplomarse y, con el abatimiento surcando
sus ajadas facciones, empezó a contarle a su atemorizado nieto lo que esa noche
iba a verse obligado a repetir ante el agente de policía Ignacio Sorribas y un
abogado criminalista que llegaría esa misma tarde desde Zaragoza. Esta primera
relación del señor Oliván, aunque más pasional y espontánea, no estuvo exenta
de interrupciones, gritos, desvanecimientos, portazos y recaídas. No obstante,
la declaración oficial de la noche recogería, fríamente, datos, nombres, hechos
en definitiva. Esta segunda narración fue la que se transcribió íntegramente en
el Periódico del Altoaragón el mismo día en que uno de sus trabajadores de
plantilla se despidió para siempre y tomó un vuelo para no regresar jamás a la
ciudad.
VI
La sangre del pijama correspondía al
desaparecido Julián Sanz, cuyo cuerpo se ocultaba bajo una trampilla camuflada
en la trastienda del establecimiento de ropa. El tal Sanz, y el detenido y
presunto asesino Ramón Oliván, habían sido socios hacía treinta años junto al
recientemente fallecido Frutos Bernués, cuando este aún no había heredado el
negocio de ropa y confección conocido como La Tijera de Oro. La cosa no salió
bien y los tres antiguos amigos terminaron tirándose los trastos a la cabeza.
Años después, Bernués y Oliván habían olvidado sus rencillas y, aunque
ocasionalmente, todavía se encontraban para recordar juntos tiempos mejores.
Pero Sanz vivía en el rencor y su
soledad alimentaba un odio que cristalizó el lunes que, tras un carajillo en el
Oscense, descubrió en la puerta de la popular tienda de ropa a sus antiguos
socios charlando alegremente. Enfurecido y avivado en su insano resquemor por
su camaradería hipócrita, entró en el establecimiento y se empeñó en comprar lo
primero que vio en la estantería: unos pañuelos. Pagó, insultó y se fue. Volvió
al bar y tomó otro carajillo. Más envalentonado, regresó al negocio e insistió
ante sus dos antiguos socios, que aún seguían en la tienda, en probarse un
pijama, el más elegante que tuviera, con el único objetivo de hacerles pasar a
ambos un rato más que incómodo.
En el interior del probador y ya
fuera, junto al mostrador, no dejó Sanz de insultar, increpar a los dos hombres
y arrojarles a la cara años y años de hiel abrasadora. Fue mordaz con don
Ramón, quien, en un arrebato fatal, agarró unas tijeras repujadas en pan de oro
que decoraban el mostrador y las clavó en el pecho al hombre que vestía todavía
el pijama de elegante factura. Julián Sanz murió desangrado.
Los dos hombres escondieron el
cadáver y al bueno de don Frutos no se le ocurrió otra manera de deshacerse de
la prenda que colocarla de nuevo en su caja. Cuando, tres días más tarde, el
jueves de esa misma semana, un joven viniera en busca de un pijama para regalar
a una persona mayor, el despiste, la fatalidad y las dudas e inquietudes
acumuladas en esos días por el dueño de la tienda le empujaron a vender
precisamente aquella funesta prenda y no otra. Horas más tarde fallecía de un
ataque al corazón el vendedor. Días después se desempaquetaba en el domicilio
de don Ramón Oliván el último producto adquirido en una tienda que,
inevitablemente, llevaría asociada a su historia y a su nombre el mismo objeto
que había sido arma homicida de semejante crimen.
No pudo encontrarse entonces el
objeto en cuestión hasta que, meses más tarde, desmontando el soporte sobre el
que se anunciaba el nombre del establecimiento, que había adquirido a un precio
irrisorio una todopoderosa empresa de telefonía móvil, el brillo de unas
tijeras llamó la atención del operario. Siguiendo la huella exacta del dibujo
que remataba el letrero que había permanecido inalterable más de sesenta años,
unas tijeras contemplaban, bañadas en oro y sangre, el lento transcurrir de los
días idénticos unos a otros entre aquella cuidad sumida en un largo y profundo
letargo.
FIN