viernes, 13 de enero de 2023

La fábula del murciélago, la araña y la serpiente

 

EL MURCIÉLAGO, LA ARAÑA Y LA SERPIENTE 


Un día los animales de la selva quisieron elegir cuáles podrían considerarse las especies más aterradoras. No tenían que ser necesariamente las más agresivas o dañinas. Se trataba de descubrir entre ellos a los ejemplares que eran capaces de provocar en los demás un mayor espanto.

Fue en una reunión extraordinaria a la que todos estaban obligados a asistir. Al finalizar, algunos querían entregar ya su voto para desentenderse enseguida de tan desagradable iniciativa y estaban ansiosos por comunicar su resultado a la pantera negra, encargada de recoger el sentir popular. Otros se negaban taxativamente a participar en semejante votación, pues solamente pensar en esas temibles cualidades y materializarlas en uno de sus vecinos les llenaba de horror. 

Tuvo que poner orden el árbol milenario, alrededor del cual seguían reuniéndose todos desde hacía multitud de generaciones. Habló, pues, el más anciano y de más profundas raíces y convino en que la votación se realizaría al día siguiente, que todos estaban obligados a ejercer su voto y que debían meditar sobre su respuesta al menos durante el momento más oscuro de la noche previa al día de la votación.

 

El lugar más secreto para meditar sobre tan extraño requerimiento era, sin ninguna duda, la cueva del viejo escritor. 

Todos los animales conocían el escondrijo de aquel arrinconado anciano para el que no existía piedad ni perdón en la sociedad de los humanos. La ciudad le había vuelto la espalda y él se había refugiado en aquella cueva que había elegido como lecho y como lugar de trabajo. Los animales no estaban preparados para comprender qué delito había conducido hasta allí a aquel humano y por qué ninguna otra criatura acompañó al desdichado al interior del bosque. 

Tampoco a ellos les correspondía juzgar por qué se empeñaba el viejo en continuar con su trabajo y no se abandonaba, simplemente, a la muerte. Lejos de sumirse en el propio desamparo, el anciano seguía componiendo versos y llenando folios y, aunque al principio algunos animales se asustaban, la costumbre de versificar en voz alta ya no alteraba ni a las hormigas. 

En realidad, la cueva era el sitio más tranquilo y recogido para responder a la curiosa pregunta que se le había formulado a toda la comunidad de animales y allí se congregaron, sin ponerse de acuerdo, la gran mayoría de ellos.



Pero tres de los animales que al día siguiente ni siquiera se presentarían a la reunión en torno al árbol milenario llevaban un buen rato precisamente en el interior de la cueva del viejo escritor. Estaban discutiendo en torno al cuerpo del anciano extendido sobre su esterilla de caña. Al principio hablaban entre susurros, por miedo a despertar al hombre que dormitaba en su roca. Después el tono de voz fue elevándose, de tal forma que ningún animal que se encontrara en las inmediaciones de la cueva podría negar haber escuchado toda la conversación. 

Los tres animales se encontraban tan enzarzados en su riña que ni siquiera se dieron cuenta de que el resto de la comunidad animal se había congregado alrededor de ellos, como si se trataran de los protagonistas de uno de aquellos documentales que los humanos acababan produciendo para alguna cadena de televisión.


–Ya no lo soporto más. Voy a aprovechar que duerme para abrirle una herida fatal y conseguir que muera desangrado. Lo he pensado mucho y creo que es la manera más rápida –dijo el murciélago, moviendo la cabeza a ambos lados, como quitándose un peso de encima.

–Ni se te ocurra, pequeño –interrumpió la serpiente, estirando la cola para frenar aquel balanceo que ya le estaba poniendo histérica.

–¿Y por qué ahora precisamente? ¿Qué prisas os han entrado por deshaceros de él? –chilló la araña, harta de la compañía de esas dos criaturas repelentes.

–No tengo por qué darte explicaciones, patitas, ni a ti ni a nadie. Ya era hora de que le facilitáramos al viejo su final y estoy segura de que va a agradecérmelo. –Era cierto que la serpiente actuaba en parte porque se había convencido en los últimos días de que el anciano no podía soportarlo más.

–Me río yo de tu piedad, lengua bífida. –Entre la oscuridad no era fácil distinguir si el rostro del murciélago mostraba irritación, burla u otra cosa–. Desde el primer momento has querido asestarle el golpe final, pero yo he hecho lo imposible por impedirlo. Deberías mostrarte agradecida.

–Es lo que me faltaba por oír, Murci. –La serpiente se enrosca para tomar impulso y acercarse a la grieta en la que cuelga su interlocutor–. Desde el principio fui yo la que ha evitado su muerte, porque sabía el bien que nos iba a proporcionar su poesía. ¿No habéis vibrado con sus palabras, con el don que se nos ha negado a cada uno de nosotros? Pero su voz ya no me dice nada y compartir su inspiración con vosotros tampoco me ha hecho mejor serpiente.

–Son falsas tus palabras y venenosas tus frases. –Se atrevió la araña a descolgarse hasta la misma cabeza de la serpiente–. Te arrastras por el suelo y por eso no puedes expresarte de otra forma. El murciélago y yo te paramos los pies –valga la expresión– pero tú insistes en convertirte en la salvadora del anciano, perdonándole primero la vida y ofreciéndole una muerte dulce ahora que ya está próximo su fin.

 

La serpiente no se esperaba una reacción valiente como la que protagonizó la araña. Un brillo en los ojos de la víbora alertó al murciélago, que conocía demasiado bien a aquel bicho rastrero. Creyó que iba a lanzarse contra la araña y derribarla pero no fue así. La serpiente se limitó a hablar como ella sabía hacerlo, arrastrando las sílabas, alargando las eses y produciendo esa sensación hipnótica que solía ser irresistible.



–Entiendo vuestras reservas, aunque me duela reconocer la ingratitud sobre la que se construyen. Yo no os he atado a este rincón de roca y os he obligado a dejar con vida al viejo ni os he amenazado si se os ocurría tocarlo. Los tres consideramos más preciada su vida y más beneficiosa su existencia y hemos descubierto en sus palabras y en sus versos insondables caminos de paz espiritual. ¿Por qué, si no, hemos estado metidos en este agujero durante tanto tiempo? ¿Por qué nos hemos olvidado de la fresca orilla del río o de la húmeda sombra bajo el gran árbol milenario? ¿Qué nos ha retenido entre estas grietas, agujeros y simas y entre este eco que no es sino el desafío atroz de nuestras conciencias? 

Ha sido la música humana, la mágica palabra, la profunda poesía del viejo la que nos ha mantenido juntos en esta roca. Porque, sinceramente –la serpiente penetra con la mirada a la araña, que se traga esas palabras sin pararse a respirar– no querrás hacernos creer que tú solita podías ser capaz de acabar con la vida del anciano. ¡Tu veneno no es capaz ni de inmovilizar a un gusano de seda, cuanto menos puede siquiera acariciar a un animal más grande, como a tu inofensivo murciélago, por ejemplo!


–No le hagas ningún caso, patitas. –La araña está tan furiosa que la voz del murciélago le aguijonea el cuerpo y las ansias de demostrar lo equivocada que está la serpiente la lanzan contra el quiróptero, al que inyecta todo su veneno antes de dejarse caer sobre un hilillo ante el que la serpiente no encontrará resistencia. El cuerpo del murciélago cae muerto a los pies del escritor, que acaba de abrir los ojos y empieza a incorporarse.

–Nunca debiste escuchar a quien no te convenía –susurra la serpiente mientras barre con su cuerpo aquel arácnido inofensivo carcomido por el arrepentimiento, que se deja aplastar contra la roca inmóvil– y ya nada va a estorbarme para que el humano conozca por fin a su principal enemigo.


En ese momento el viejo secciona con su machete la cabeza de la serpiente y agradece a los dioses que el ruido de un murciélago caído lo haya despertado. Su cuerpo vuelve a recobrar la paz y el silencio lo invade todo de nuevo. Ahora está preparado para su último viaje y no va a llevarse nada de equipaje. 


Los animales, que han visto el horror dibujado en cada uno de los cuatro seres a los que han observado desde la oscuridad, han sentido el miedo de todos ellos y será difícil que hoy puedan conciliar el sueño. Lo que no va a ser nada difícil después de la escena en la cueva del viejo escritor –huido para siempre de la selva y de este mundo– es emitir el voto para la reunión del día siguiente. 


Ciertamente, lo que más ha asustado a los animales, lo que indudablemente será reconocido como el verdadero rostro del terror, tal y como recogerán prácticamente todas las papeletas que la pantera negra acercará al día siguiente al árbol milenario, ha sido el rostro de auténtico pavor que apareció como una maldición horrible en el viejo solitario de la cueva. 

Nada produce más miedo en la comunidad animal –sentenciará el árbol milenario tras el recuento de todos los votos– que el reflejo de nuestros propios temores en la faz oscura, siempre ensombrecida, de los hombres.

 

 

 

 

lunes, 9 de enero de 2023

El hotelito

 

EL HOTELITO

 

Mi madre siempre me lo advirtió. No tienes por qué tomarte todo al pie de la letra –me decía–, porque entonces nunca dejarás de ser un inadaptado. Se desesperaba cuando le respondía que no entendía lo que quería decir y que, para su información, las letras no tenían pies. Por eso a nadie puede sorprenderle que aquella noche hubiera colgado el cartel de completo en la curva de la carretera desde la que anunciábamos nuestro modesto hotel. Mi madre había deseado en voz alta que nada le habría gustado más que ver a todos esos tipos entre rejas, y todas las ventanas de nuestras habitaciones disponían de ellas. No debería ser yo quien lo dijera, pero me había encargado personalmente de pintarlas y habían quedado estupendas.


Estábamos viendo la tele en la salita de recepción y, como era final de verano, el telediario se entretenía con un reportaje avalado por un estudio de alguna universidad americana según el cual casi un cien por cien de la población, ante un vagabundo, un pordiosero o cualquiera con malas pintas, evitaría prestarle atención o auxilio y pasaría de largo. De hecho, habían colocado unas cámaras en una conocida calle de la capital y nada menos que diez viandantes demostraron con su comportamiento tal hipótesis. 

Mi madre y yo nos irritamos ante la pobre mujer zarrapastrosa que asistía indefensa a las muestras más virulentas de desprecio y humillación de aquella decena de transeúntes. Fue en ese momento cuando a mi madre se le escapó su fatídico ojalá y a mí se me ocurrió la idea. No pude desarrollarla entonces porque mi madre añadió que la noticia le había puesto roja de ira y yo tuve que convencerla de que su piel mantenía el mismo aspecto blancuzco de siempre. Tuve que bajarle un espejo para que comprobara por misma que yo tenía razón. Observé a través del cristal que ladeaba la cabeza y se llevaba las manos a la cabeza.

 

Mi madre iba a llevarse una sorpresa y no quería que sospechara nada. Las imágenes de la tele eran nítidas y yo conocía a un tipo que era capaz de buscar por ordenador al dueño de esos rostros y rastrearlos hasta dar con su paradero. Después solamente me quedaría atraerlos hasta nuestro humilde hotel y alojarlos en las diferentes habitaciones. ¡Qué sorpresa se llevaría mamá cuando viera encerrados a aquellos que tanto la habían soliviantado! Entretanto, ya había empezado a pensar qué hacer con cada uno cuando llegaran al hotel.

En estas estaba yo cuando entró mi madre en mi habitación. Estaba la cama sin hacer pero a ella no le importó. Simplemente me dijo que sabía que me traía algo entre manos y que ya era hora de que se lo contara todo. No le bastó que le enseñara las dos manos para que comprobara por ella misma que lo que decía no era cierto. Tampoco se quedó tranquila cuando, después de insistir en que ella se estaba oliendo la tostada, bajé como un rayo a la cocina y le mostré la tostadora limpia como una patena. Cuando todavía persistió y me gritó enfurecida que allí había gato encerrado ni siquiera esperó a que volviera con el gato callejero al que dábamos de comer de vez en cuando. En el momento en que regresé a mi habitación con el animalito paseándose libre- mente entre mis piernas, ella había vuelto al saloncito y se estaba metiendo un lingotazo.



Los médicos siempre han dicho que lo mío no es muy grave y que, a pesar de que no existe tratamiento, basta con no darle importancia. Se supone que tengo una afasia, creo que la llaman, que imposibilita a mi cerebro a encontrar en el lenguaje la interpretación “por encima de la mera literalidad del enunciado”. En otras palabras, debido a un desajuste poco común, soy incapaz de ir más allá del significado literal de la frase y no tengo la habilidad lingüística que a cualquier otro le permite saltar por encima de las palabras y encontrar el sentido figurado con el que el emisor las ha dotado en realidad. 

Para el doctor que me trató desde el principio la única consecuencia negativa de este trastorno está directamente relacionada con el nivel de aguante de las personas de mi entorno. Un joven psicólogo, con una ilusión que contagió a mi pobre madre, se empeñó en trabajar conmigo en la época del instituto. Me dijo que nunca iba a tirar la toalla, que el día que eso ocurriera no tendría valor de volver a mirarme a la cara, que confiara, pues, en su palabra. La mañana en la que mi madre y yo nos lo encontramos en la piscina municipal y observé cómo, nada más secarse, arrojaba la toalla de baño sobre el césped, me acerqué hasta él, le recordé sus palabras y le dije que habíamos terminado para siempre. 

Mamá intentó que volviera a ocuparse de y llegó a llorar desconsoladamente ante el joven. Fue inútil porque él también sabía que nunca me curaría. Han pasado muchos años y no me ha ido tan mal desde aquel episodio y ahora, aunque no haya mejorado nada, mi madre parece haberse resignado y cada vez soporta mejor los desajustes interpretativos propios de mi enfermedad. Para ser sincero, no he incluido entre esos desarreglos el último incidente con el que quise sorprenderla en nuestro propio hotel.

 

¿Por qué se lo ha tomado tan a la tremenda? Teníamos diez habitaciones justas y todas estaban vacías. Eran diez las personas que habían ignorado con crueldad a aquella pobre criatura que solo mendigaba un poquito de caridad delante de ellos. Mi madre quería verlos a todos entre rejas y nosotros teníamos esos barrotes relucientes en nuestra propiedad. Si tanto dice que me quiere y me comprende, si realmente ha hipotecado su felicidad personal para cuidar de mí y si, como me jura y perjura, ha asumido mi triste patología, ¿cómo podía yo imaginarme que se pusiera como se puso? 

Ahora es ella la que tiene un problema, me han dicho los médicos que la están tratando. Claro que yo no puedo ayudarla desde la institución en la que me han ingresado. Se le ha escapado a uno de esos especialistas que escriben más artículos que pacientes visitan. Ha dicho que su mente se ha disparado, que toda frase que escucha consigue darle la vuelta para que adquiera un significado disparatado, alejado de cualquier realidad. Dice que es imposible mantener una conversación con ella e incluso que nadie es ya capaz de comunicarse con mi madre. Tenía pinta de querer decirme muchas cosas más aquel sabio doctor pero se calló en el momento en el que hice una apreciación a su última intervención. Me había dicho que mi madre tenía la cabeza hecha fosfatina y yo le hice observar que en la cabeza de mamá no existía la más remota posibilidad de que semejante mezcla de fosfato, cal, azúcar y fécula tuviera cabida.

 

Aquel médico se despidió y no ha vuelto a visitarme. Yo estoy metido en una habitación el doble de grande de la que tenía en el hotel y aquí no tengo que trabajar. Echo en falta a mamá, claro, y nadie se toma con tanto aplomo mis deslices lingüísticos como ella, pero no me quejo. Aquellas diez personas se fueron sin pagar la habitación y los diez taxistas que contraté para que los trajeran con la promesa de unas ganancias ajustadas a los intereses de cada miserable no protestaron cuando les tripliqué las propinas. La anciana de la habitación 9 sufrió un ataque y el muchacho de la 2 se despertó con el pelo blanquecino, pero al margen de eso los demás no presentaron alteraciones dignas de reseñar. Un hombre de aspecto feroz, el de la 4, dicen que no consigue controlar su esfínter y la señora de la 6, que nadie había conseguido hacerla callar, tiene al marido más feliz de la tierra, pues no ha vuelto a despegar los labios desde que la policía sacó a todos nuestros inquilinos del hotel.

A todos menos al anciano escritor de la habitación 1, que había conseguido salir de ella y huir hacia la carretera poco antes de que preparara las cenas, aprovechando que bajé la guardia confiado en la debilidad de su aspecto. Fue una tontería y no pude hacer nada por evitar que aquel camión lo catapultara hasta la cuneta. En su cartera no encontraron ni siquiera el carné de identidad, caducado por cierto. Lo guardo como un recuerdo de aquella noche, el único de la fiesta sorpresa que mamá aún no ha sido capaz de agradecerme.



Mis cuidadores insisten en que tengo que aprender algo de todo esto. Hoy me ha dicho uno de ellos, nada simpático por cierto, que es preciso que extraiga la moraleja. ¿Me puede alguien explicar quién contrata a este personal inepto en nuestro sistema de salud? ¿O es que de verdad se piensa el enfermero que existe semejante máquina excavadora capaz de remover los cimientos de un barrio entero como el de la Moraleja?