EL MURCIÉLAGO, LA ARAÑA Y LA SERPIENTE
Un día los animales de la selva quisieron elegir cuáles podrían considerarse las especies más aterradoras. No tenían que ser necesariamente las más agresivas o dañinas. Se trataba de descubrir entre ellos a los ejemplares que eran capaces de provocar en los demás un mayor espanto.
Fue en una reunión extraordinaria a la que todos estaban obligados a asistir. Al finalizar, algunos querían entregar ya su voto para desentenderse enseguida de tan desagradable iniciativa y estaban ansiosos por comunicar su resultado a la pantera negra, encargada de recoger el sentir popular. Otros se negaban taxativamente a participar en semejante votación, pues solamente pensar en esas temibles cualidades y materializarlas en uno de sus vecinos les llenaba de horror.
Tuvo que poner orden el árbol milenario, alrededor del cual seguían reuniéndose todos desde hacía multitud de generaciones.
Habló, pues, el más anciano
y de más profundas raíces
y convino en que la votación se realizaría al día siguiente, que todos estaban obligados a ejercer su voto
y que debían meditar sobre su
respuesta al menos durante el momento más oscuro de la noche previa al
día de la votación.
El lugar más secreto para meditar sobre tan extraño requerimiento era, sin ninguna duda, la cueva del viejo escritor.
Todos los animales conocían el escondrijo de aquel arrinconado anciano para el que no existía piedad ni perdón en la sociedad de los humanos. La ciudad le había vuelto la espalda y él se había refugiado en aquella cueva que había elegido como lecho y como lugar de trabajo. Los animales no estaban preparados para comprender qué delito había conducido hasta allí a aquel humano y por qué ninguna otra criatura acompañó al desdichado al interior del bosque.
Tampoco a ellos les correspondía juzgar por qué se empeñaba el viejo en continuar con su trabajo y no se abandonaba, simplemente, a la muerte. Lejos de sumirse en el propio desamparo, el anciano seguía componiendo versos y llenando folios y, aunque al principio algunos animales se asustaban, la costumbre de versificar en voz alta ya no alteraba ni a las hormigas.
En realidad, la cueva era el sitio más tranquilo y recogido para responder a la curiosa pregunta que se le había formulado a toda la comunidad de animales y allí se congregaron, sin ponerse de acuerdo, la gran mayoría de ellos.
Pero tres de los animales que al día siguiente ni siquiera se presentarían a la reunión en torno al árbol milenario llevaban un buen rato precisamente en el interior de la cueva del viejo escritor. Estaban discutiendo en torno al cuerpo del anciano extendido sobre su esterilla de caña. Al principio hablaban entre susurros, por miedo a despertar al hombre que dormitaba en su roca. Después el tono de voz fue elevándose, de tal forma que ningún animal que se encontrara en las inmediaciones de la cueva podría negar haber escuchado toda la conversación.
Los tres animales se encontraban tan enzarzados en su riña que ni siquiera se dieron cuenta de que el resto de la comunidad animal se había congregado alrededor de ellos, como si se trataran de los protagonistas de uno de aquellos documentales que los humanos acababan produciendo para alguna cadena de televisión.
–Ya no lo soporto
más. Voy a aprovechar que duerme para
abrirle una herida fatal y conseguir que muera desangrado. Lo he pensado mucho y creo que es la manera
más rápida –dijo el murciélago, moviendo
la cabeza a ambos lados, como quitándose un peso de encima.
–Ni se te ocurra,
pequeño –interrumpió la serpiente, estirando la cola para frenar aquel
balanceo que ya le estaba poniendo
histérica.
–¿Y por qué ahora precisamente? ¿Qué prisas os han entrado por deshaceros de él? –chilló la araña, harta de la
compañía de esas dos criaturas repelentes.
–No
tengo por qué darte explicaciones, patitas, ni a ti ni a nadie. Ya era hora de que le
facilitáramos al viejo su final y estoy segura
de que va a agradecérmelo. –Era cierto que la serpiente actuaba en parte porque se había convencido en los últimos días de que
el anciano no podía soportarlo más.
–Me
río yo de tu piedad, lengua bífida. –Entre la oscuridad no era fácil distinguir si el rostro del murciélago mostraba irritación, burla u otra cosa–. Desde el
primer momento has querido asestarle
el golpe final, pero yo he hecho lo imposible
por impedirlo. Deberías
mostrarte agradecida.
–Es
lo que me faltaba por oír, Murci. –La serpiente se enrosca para tomar impulso y acercarse a la grieta en la que cuelga su interlocutor–. Desde el
principio fui yo la que ha evitado
su muerte, porque sabía el bien que nos iba a proporcionar su poesía. ¿No habéis vibrado con sus
palabras, con el don que se nos ha
negado a cada uno de nosotros? Pero su voz ya no me dice nada y compartir su inspiración con vosotros tampoco
me ha hecho mejor serpiente.
–Son falsas tus palabras y venenosas tus frases. –Se atrevió la araña a descolgarse hasta la misma cabeza de la serpiente–. Te arrastras por el suelo y por eso no puedes expresarte de otra forma. El murciélago y yo te paramos los pies –valga la expresión– pero tú insistes en convertirte en la salvadora del anciano, perdonándole primero la vida y ofreciéndole una muerte dulce ahora que ya está próximo su fin.
La serpiente
no se esperaba una reacción
valiente como la que protagonizó la araña. Un brillo
en los ojos de la víbora alertó al
murciélago, que conocía demasiado bien a aquel bicho rastrero. Creyó que iba a lanzarse contra la araña y
derribarla pero no fue así. La
serpiente se limitó a hablar como ella sabía
hacerlo, arrastrando las sílabas, alargando las eses y produciendo esa sensación hipnótica que solía ser irresistible.
–Entiendo vuestras reservas, aunque me duela reconocer la ingratitud sobre la que se construyen. Yo no os he atado a este rincón de roca y os he obligado a dejar con vida al viejo ni os he amenazado si se os ocurría tocarlo. Los tres consideramos más preciada su vida y más beneficiosa su existencia y hemos descubierto en sus palabras y en sus versos insondables caminos de paz espiritual. ¿Por qué, si no, hemos estado metidos en este agujero durante tanto tiempo? ¿Por qué nos hemos olvidado de la fresca orilla del río o de la húmeda sombra bajo el gran árbol milenario? ¿Qué nos ha retenido entre estas grietas, agujeros y simas y entre este eco que no es sino el desafío atroz de nuestras conciencias?
Ha sido la música humana, la mágica palabra, la profunda poesía del viejo la que nos ha mantenido juntos en esta roca. Porque, sinceramente –la serpiente penetra con la mirada a la araña, que se traga esas palabras sin pararse a respirar– no querrás hacernos creer que tú solita podías ser capaz de acabar con la vida del anciano. ¡Tu veneno no es capaz ni de inmovilizar a un gusano de seda, cuanto menos puede siquiera acariciar a un animal más grande, como a tu inofensivo murciélago, por ejemplo!
–No le hagas ningún caso, patitas. –La araña está tan furiosa que
la voz del murciélago le aguijonea el cuerpo y las ansias de demostrar
lo equivocada que está la serpiente la lanzan contra el quiróptero, al que inyecta todo su veneno
antes de dejarse caer sobre un hilillo
ante el que la serpiente no encontrará resistencia. El cuerpo del murciélago cae muerto a los pies del escritor,
que acaba de abrir los ojos y empieza a incorporarse.
–Nunca
debiste escuchar a quien no te convenía –susurra la serpiente mientras
barre con su cuerpo aquel arácnido inofensivo carcomido por el arrepentimiento, que se deja aplastar contra la roca inmóvil– y ya nada va a
estorbarme para que el humano conozca por fin a su principal enemigo.
En ese momento el viejo secciona con su machete la cabeza de la serpiente y agradece a los dioses que el ruido de un murciélago caído lo haya despertado. Su cuerpo vuelve a recobrar la paz y el silencio lo invade todo de nuevo. Ahora está preparado para su último viaje y no va a llevarse nada de equipaje.
Los animales, que han visto el horror dibujado en cada uno de los cuatro seres a los que han observado desde la oscuridad, han sentido el miedo de todos ellos y será difícil que hoy puedan conciliar el sueño. Lo que no va a ser nada difícil después de la escena en la cueva del viejo escritor –huido para siempre de la selva y de este mundo– es emitir el voto para la reunión del día siguiente.
Ciertamente, lo que más ha asustado a los animales, lo que indudablemente será reconocido como el verdadero rostro del terror, tal y como recogerán prácticamente todas las papeletas que la pantera negra acercará al día siguiente al árbol milenario, ha sido el rostro de auténtico pavor que apareció como una maldición horrible en el viejo solitario de la cueva.
Nada produce más miedo en la comunidad animal –sentenciará el árbol milenario tras el recuento de todos los votos– que el reflejo de nuestros propios temores en la faz oscura, siempre ensombrecida, de los hombres.