TORMENTA DE NIEVE
El resto de reclusos está en el patio. Nos han dado un permiso para que podamos
disfrutar de la nieve. Yo sé que a muchos de los que aquí están cumpliendo
condena les hará sentirse casi libres. Los copos de nieve cayendo sobre sus
manos y su cara, la brisa helada, el sonido aletargado de la nieve al
acumularse sobre la grava. Será como una luz con la que todo se ve de otro
color. Me han preguntado que por qué me he quedado en mi celda. No sé cuántas
veces he contado ya mi historia pero no me importa hacerlo una vez más. Estoy
seguro de que tú sí que vas a prestarme atención. Quizá después de escucharme a
ti tampoco te queden ganas de salir ahí afuera y dejarte engañar por esa blanca
esperanza que traen las nieves. Estarás bien aquí. Es mejor que te quedes
conmigo y escuches lo que tengo que contarte.
El aviso de tormenta de nieve lo leí completo en Internet. Había prohibición
expresa de salir con un vehículo e incluso prohibiciones de aparcamiento en
toda la ciudad. Yo ya me había surtido de todo lo necesario en el Big Y,
así que no tenía ninguna necesidad de salir de casa. La calefacción estaba en
marcha y tenía un buen libro conmigo. No necesitaba más. A lo largo de aquellas
horas encerrado en casa, de vez en cuando me asomaba a las ventanas y
descubría, en los distintos rincones a los que daba mi condo, la
evolución de la gran nevada que se había proyectado sobre Western
Massachusetts. La nieve caía copiosamente y mi aparcamiento se iba cubriendo
sin remedio. No recuerdo cuántas pulgadas de nieve se esperaban, pero algunos
medios hablaban de casi dos pies de nieve. El termómetro me decía en Celsius y
Fahrenheit que no hacía demasiado frío, aunque la nieve y el viento
contradecían claramente al mercurio. La calle estaba solitaria. Sin embargo,
para eso no se necesitaba una tormenta de nieve.
Desde que me había mudado a este condominio en Easthampton no había tenido la
oportunidad de pararme a hablar con ningún vecino. Ninguno, ni siquiera con el
que compartía fachada conmigo. Con esta peculiar distribución de los bloques de
apartamentos que tienen en Estados Unidos, no ves viviendas unas encima de
otras, como en España. Mi lado de la calle es una hilera de casas adosadas.
Cada fachada completa constituye un par de viviendas. Eso no ocurre con el
bloque de pisos en el que tengo mi domicilio en España. Allí puedes entablar
conversación con tus vecinos de edificio, por muy superficial y rudimentaria
que sea, gracias al ascensor. Al menos tienes la oportunidad de observar las
facciones de ese vecino del quinto, las curvas de la vecinita del segundo o
hacer un cálculo aproximado de la edad de la anciana del ático. Puedes
preguntar y ser preguntado y compartir algo más que el suelo sobre el que se
construyó el edificio en el que vives. Pero eso no ocurre en mi vivienda
americana. En los Estados Unidos, además, vas a todos sitios en coche y si
tienes garaje, como es mi caso, rara vez caminas por tu propia calle. Tal vez
cuando vas a recoger el correo al buzón que está estratégicamente situado en
mitad de la misma. Y no sueles tropezarte con nadie, la verdad.
Por eso conocía muy poco de mis vecinos de al lado. Algunas conversaciones y
murmullos a través de las paredes, el ladrido de su perro y su afición por el
fútbol americano. El marido era un ferviente seguidor de los Patriots de Nueva
Inglaterra y alguna vez lo había visto con su camiseta del número 12 sacando a
pasear al perro, un pastor alemán soberbio. Mis vecinos de al lado eran un
matrimonio de mediana edad, sin hijos, que yo supiera, o con hijos
suficientemente mayores como para estar viviendo y estudiando fuera. La pareja
discutía con frecuencia, eso sí lo recuerdo. Pero las voces que predominaban en
aquella casa eran las que salían del aparato de televisión. El marido podía
tragarse horas y horas de los más variopintos programas deportivos.
La tormenta de nieve estaba cumpliendo con todo lo que se había pronosticado.
El ritmo de la nieve al caer era constante y en mis paseos por el interior de
la casa, de un ventanal a otro, desde mi habitación al salón o el cuarto de
invitados de la planta baja, no dejaba de observar cómo se iba acumulando la
nieve, cómo el viento seguía lanzando aquellos copos contra toda superficie y
cómo mi aparcamiento era sepultado cada vez más profundamente. El coche estaba
a buen recaudo en el garaje. Sin embargo, no estaría de más limpiar el
aparcamiento para poder salir sin problemas al día siguiente, cuando lo
necesitara. Era un ejercicio que, además, me vendría de perlas. Quitar la nieve
con la pala que guardaba en el garaje me despejaría la cabeza y evitaría que el
encierro forzado al que me estaba sometiendo la climatología me afectara de
algún modo.
Porque era evidente que me estaba afectando. Tantas horas sin poder salir de tu
casa, sin otra distracción que una televisión vacía y un libro previsible, iban
a acabar por desquiciarme. Me había levantado miles de veces, había mirado por
la ventana infinidad de ellas y sentía que me faltaba aire, espacio y luz.
Había abandonado definitivamente la lectura y no hacía más que jugar al juego
de las sillas sin más participantes que yo mismo, con una sola silla y sin
música de fondo. Entonces empecé a pensar en los vecinos. No los había oído en
todo el día. Y lo más curioso de todo: la televisión con sus programas de
deportes no había venido a molestarme en todas aquellas horas de tormenta.
También me percaté de que no había visto que hubieran sacado a pasear al perro.
Quizá estaban asustados. El día anterior había ocurrido un incidente con un
ataque de un perro a un indigente y con estas cosas la gente se pone muy
nerviosa. Quizá era buena idea no dejarse ver con un perro de semejante tamaño
durante algún día. Con más razón todavía en un día de nieve como aquel.
Por el amor de Dios. ¿Por qué estaba yo atando y desatando cabos, dando o
quitando razones para tratar de entender el comportamiento de mis vecinos? La
culpa la tenía la maldita inactividad a la que nos habían arrojado las
autoridades por aquella espantosa tormenta de nieve. Si permanecía en la casa
un minuto más iba a acabar descubriendo algún horrible crimen, como en aquella
película de Hitchcock. Me puse mi anorak de la NFL , me calcé mis botas de montaña y entré en el
garaje para cargar con la pala. Pertrechado con braga, gorro y guantes, abrí la
puerta de mi casa y me puse a quitar la nieve de mi aparcamiento.
¡Qué bien me estaba sentando el ejercicio físico! Al aire libre, apenas
molestado por los copos de nieve, con el fresco viento animando cada movimiento
de la pala, estaba por fin desmaquillando mi alma de todo ese barniz de suposiciones
y pensamientos enfermizos. Hice alguna parada para tomar fuelle y levanté la
vista hacia la calle y el vecindario. Ya había despejado por completo la salida
de mi garaje. Me sentía bien, contento de disfrutar de toda aquella experiencia
que me había traído unos meses antes hasta aquel rincón del oeste del estado de
Massachusetts. Miré la nieve acumulada en el lado del vecino. Cargué los
pulmones una vez más y, sin pensármelo dos veces, así con fuerza la pala y
empecé a limpiar de nieve su aparcamiento. ¿Por qué no tener un detalle de
gratitud con aquella pareja que vivía puerta con puerta, aunque nos
conociéramos de nada, aunque nunca nos hubiéramos dirigido la palabra? Quizá a
partir de entonces podríamos tener una relación más estrecha…
A partir de este momento la tormenta de nieve se metió dentro de mi cabeza y,
aunque lo he intentado muchas veces, no he conseguido ver claro dentro de mis
pensamientos. Mi pala extrajo de entre la nieve una camiseta de los Patriots,
desgarrada y manchada de un líquido oscuro. Estaba enterrada en la nieve, junto
a la puerta del garaje. Entonces empecé a sospechar. No había visto al vecino
en todo ese tiempo y no lo había oído hablar. Tampoco sus programas deportivos
se escuchaban en mi apartamento, a través de la pared. Aquel matrimonio había
estado discutiendo desde que había llegado yo a la casa y estas cosas a
veces... ¿Habría ocurrido algo? Sujeté aquella camiseta y me di cuenta de que
la mía estaba empapada en sudor. Tenía que hacer algo antes de que me volviera
loco. Llamé a la puerta a ritmo de puñetazos histéricos y me abrió la mujer,
temblando, con un cuchillo de cocina y harina por todas partes. No pude
contenerme.
Horas
después, cuando las carreteras volvieron a estar limpias, yo mismo alerté a la
policía para que vinieran a por aquel monstruo que yacía junto a mi pala. Lo
que no me hubiera esperado nunca es que la sirena del coche de policía
despertara al bueno del vecino. El hombre, al que yo daba por muerto, estaba
durmiendo plácidamente en el cuarto de arriba y con el ruido se había asomado
al vestíbulo. No olvidaré nunca su mueca de horror al descubrir el cadáver de
su esposa junto a su antigua camiseta de Tom Brady. O a lo mejor lo que le
asustó fueron los ojos desquiciados de su vecino y una pala algo
abollada.
No fue hasta más tarde cuando me contaron que la infeliz mujer había entregado
a la parroquia congregacionista aquella vieja camiseta de su marido y que el
pobre indigente que la acabó llevando había sido brutalmente atacado por el
perro de la pareja. Aquel día mis vecinos no habían sacado a pasear al perro
porque al pobre animal lo habían sacrificado el día anterior, a consecuencia
del ataque. Aún así, el perro del vecino había tenido tiempo de dejar junto a
la casa aquella prenda que había recuperado para su amo, justo antes de que se
pusiera a nevar.
Ya
te lo he dicho. Gracias por haberme acompañado. Ahora sí, vete si quieres a
jugar con la nieve. Sal fuera, no te quedes aquí atrapado como yo, que llevo ya
veinte años sin pisar el exterior de este complejo penitenciario.