viernes, 19 de junio de 2020

Y la nieve se derritió en relato...


TORMENTA DE NIEVE

            El resto de reclusos está en el patio. Nos han dado un permiso para que podamos disfrutar de la nieve. Yo sé que a muchos de los que aquí están cumpliendo condena les hará sentirse casi libres. Los copos de nieve cayendo sobre sus manos y su cara, la brisa helada, el sonido aletargado de la nieve al acumularse sobre la grava. Será como una luz con la que todo se ve de otro color. Me han preguntado que por qué me he quedado en mi celda. No sé cuántas veces he contado ya mi historia pero no me importa hacerlo una vez más. Estoy seguro de que tú sí que vas a prestarme atención. Quizá después de escucharme a ti tampoco te queden ganas de salir ahí afuera y dejarte engañar por esa blanca esperanza que traen las nieves. Estarás bien aquí. Es mejor que te quedes conmigo y escuches lo que tengo que contarte.

            El aviso de tormenta de nieve lo leí completo en Internet. Había prohibición expresa de salir con un vehículo e incluso prohibiciones de aparcamiento en toda la ciudad. Yo ya me había surtido de todo lo necesario en el Big Y, así que no tenía ninguna necesidad de salir de casa. La calefacción estaba en marcha y tenía un buen libro conmigo. No necesitaba más. A lo largo de aquellas horas encerrado en casa, de vez en cuando me asomaba a las ventanas y descubría, en los distintos rincones a los que daba mi condo, la evolución de la gran nevada que se había proyectado sobre Western Massachusetts. La nieve caía copiosamente y mi aparcamiento se iba cubriendo sin remedio. No recuerdo cuántas pulgadas de nieve se esperaban, pero algunos medios hablaban de casi dos pies de nieve. El termómetro me decía en Celsius y Fahrenheit que no hacía demasiado frío, aunque la nieve y el viento contradecían claramente al mercurio. La calle estaba solitaria. Sin embargo, para eso no se necesitaba una tormenta de nieve.
            Desde que me había mudado a este condominio en Easthampton no había tenido la oportunidad de pararme a hablar con ningún vecino. Ninguno, ni siquiera con el que compartía fachada conmigo. Con esta peculiar distribución de los bloques de apartamentos que tienen en Estados Unidos, no ves viviendas unas encima de otras, como en España. Mi lado de la calle es una hilera de casas adosadas. Cada fachada completa constituye un par de viviendas. Eso no ocurre con el bloque de pisos en el que tengo mi domicilio en España. Allí puedes entablar conversación con tus vecinos de edificio, por muy superficial y rudimentaria que sea, gracias al ascensor. Al menos tienes la oportunidad de observar las facciones de ese vecino del quinto, las curvas de la vecinita del segundo o hacer un cálculo aproximado de la edad de la anciana del ático. Puedes preguntar y ser preguntado y compartir algo más que el suelo sobre el que se construyó el edificio en el que vives. Pero eso no ocurre en mi vivienda americana. En los Estados Unidos, además, vas a todos sitios en coche y si tienes garaje, como es mi caso, rara vez caminas por tu propia calle. Tal vez cuando vas a recoger el correo al buzón que está estratégicamente situado en mitad de la misma. Y no sueles tropezarte con nadie, la verdad.
            Por eso conocía muy poco de mis vecinos de al lado. Algunas conversaciones y murmullos a través de las paredes, el ladrido de su perro y su afición por el fútbol americano. El marido era un ferviente seguidor de los Patriots de Nueva Inglaterra y alguna vez lo había visto con su camiseta del número 12 sacando a pasear al perro, un pastor alemán soberbio. Mis vecinos de al lado eran un matrimonio de mediana edad, sin hijos, que yo supiera, o con hijos suficientemente mayores como para estar viviendo y estudiando fuera. La pareja discutía con frecuencia, eso sí lo recuerdo. Pero las voces que predominaban en aquella casa eran las que salían del aparato de televisión. El marido podía tragarse horas y horas de los más variopintos programas deportivos.

            La tormenta de nieve estaba cumpliendo con todo lo que se había pronosticado. El ritmo de la nieve al caer era constante y en mis paseos por el interior de la casa, de un ventanal a otro, desde mi habitación al salón o el cuarto de invitados de la planta baja, no dejaba de observar cómo se iba acumulando la nieve, cómo el viento seguía lanzando aquellos copos contra toda superficie y cómo mi aparcamiento era sepultado cada vez más profundamente. El coche estaba a buen recaudo en el garaje. Sin embargo, no estaría de más limpiar el aparcamiento para poder salir sin problemas al día siguiente, cuando lo necesitara. Era un ejercicio que, además, me vendría de perlas. Quitar la nieve con la pala que guardaba en el garaje me despejaría la cabeza y evitaría que el encierro forzado al que me estaba sometiendo la climatología me afectara de algún modo.
            Porque era evidente que me estaba afectando. Tantas horas sin poder salir de tu casa, sin otra distracción que una televisión vacía y un libro previsible, iban a acabar por desquiciarme. Me había levantado miles de veces, había mirado por la ventana infinidad de ellas y sentía que me faltaba aire, espacio y luz. Había abandonado definitivamente la lectura y no hacía más que jugar al juego de las sillas sin más participantes que yo mismo, con una sola silla y sin música de fondo. Entonces empecé a pensar en los vecinos. No los había oído en todo el día. Y lo más curioso de todo: la televisión con sus programas de deportes no había venido a molestarme en todas aquellas horas de tormenta. También me percaté de que no había visto que hubieran sacado a pasear al perro. Quizá estaban asustados. El día anterior había ocurrido un incidente con un ataque de un perro a un indigente y con estas cosas la gente se pone muy nerviosa. Quizá era buena idea no dejarse ver con un perro de semejante tamaño durante algún día. Con más razón todavía en un día de nieve como aquel. 
            Por el amor de Dios. ¿Por qué estaba yo atando y desatando cabos, dando o quitando razones para tratar de entender el comportamiento de mis vecinos? La culpa la tenía la maldita inactividad a la que nos habían arrojado las autoridades por aquella espantosa tormenta de nieve. Si permanecía en la casa un minuto más iba a acabar descubriendo algún horrible crimen, como en aquella película de Hitchcock. Me puse mi anorak de la NFL, me calcé mis botas de montaña y entré en el garaje para cargar con la pala. Pertrechado con braga, gorro y guantes, abrí la puerta de mi casa y me puse a quitar la nieve de mi aparcamiento.

            ¡Qué bien me estaba sentando el ejercicio físico! Al aire libre, apenas molestado por los copos de nieve, con el fresco viento animando cada movimiento de la pala, estaba por fin desmaquillando mi alma de todo ese barniz de suposiciones y pensamientos enfermizos. Hice alguna parada para tomar fuelle y levanté la vista hacia la calle y el vecindario. Ya había despejado por completo la salida de mi garaje. Me sentía bien, contento de disfrutar de toda aquella experiencia que me había traído unos meses antes hasta aquel rincón del oeste del estado de Massachusetts. Miré la nieve acumulada en el lado del vecino. Cargué los pulmones una vez más y, sin pensármelo dos veces, así con fuerza la pala y empecé a limpiar de nieve su aparcamiento. ¿Por qué no tener un detalle de gratitud con aquella pareja que vivía puerta con puerta, aunque nos conociéramos de nada, aunque nunca nos hubiéramos dirigido la palabra? Quizá a partir de entonces podríamos tener una relación más estrecha…
            A partir de este momento la tormenta de nieve se metió dentro de mi cabeza y, aunque lo he intentado muchas veces, no he conseguido ver claro dentro de mis pensamientos. Mi pala extrajo de entre la nieve una camiseta de los Patriots, desgarrada y manchada de un líquido oscuro. Estaba enterrada en la nieve, junto a la puerta del garaje. Entonces empecé a sospechar. No había visto al vecino en todo ese tiempo y no lo había oído hablar. Tampoco sus programas deportivos se escuchaban en mi apartamento, a través de la pared. Aquel matrimonio había estado discutiendo desde que había llegado yo a la casa y estas cosas a veces... ¿Habría ocurrido algo? Sujeté aquella camiseta y me di cuenta de que la mía estaba empapada en sudor. Tenía que hacer algo antes de que me volviera loco. Llamé a la puerta a ritmo de puñetazos histéricos y me abrió la mujer, temblando, con un cuchillo de cocina y harina por todas partes. No pude contenerme.

Horas después, cuando las carreteras volvieron a estar limpias, yo mismo alerté a la policía para que vinieran a por aquel monstruo que yacía junto a mi pala. Lo que no me hubiera esperado nunca es que la sirena del coche de policía despertara al bueno del vecino. El hombre, al que yo daba por muerto, estaba durmiendo plácidamente en el cuarto de arriba y con el ruido se había asomado al vestíbulo. No olvidaré nunca su mueca de horror al descubrir el cadáver de su esposa junto a su antigua camiseta de Tom Brady. O a lo mejor lo que le asustó fueron los ojos desquiciados de su vecino y una pala algo abollada. 
            No fue hasta más tarde cuando me contaron que la infeliz mujer había entregado a la parroquia congregacionista aquella vieja camiseta de su marido y que el pobre indigente que la acabó llevando había sido brutalmente atacado por el perro de la pareja. Aquel día mis vecinos no habían sacado a pasear al perro porque al pobre animal lo habían sacrificado el día anterior, a consecuencia del ataque. Aún así, el perro del vecino había tenido tiempo de dejar junto a la casa aquella prenda que había recuperado para su amo, justo antes de que se pusiera a nevar.

            Ya te lo he dicho. Gracias por haberme acompañado. Ahora sí, vete si quieres a jugar con la nieve. Sal fuera, no te quedes aquí atrapado como yo, que llevo ya veinte años sin pisar el exterior de este complejo penitenciario.

viernes, 5 de junio de 2020

Cuando llegó el WhatsApp a nuestras vidas


El día que estrené el WhatsApp

I

            Me muevo extraordinariamente bien entre la oscuridad. Desde que era un renacuajo que no levantaba dos palmos del suelo, siempre me he creído capaz de intuir cualquier obstáculo y esquivarlo sin ninguna complicación, por muy vendados que lleve los ojos o por muchas luces apagadas que me rodeen. En mi infancia, nada tierna, el escondite, la gallinita ciega y todas las versiones que puedan ocurrirse de esta clase de juegos infantiles no eran sino el escenario de mis triunfos. Los ganaba a todos, incluso a aquellos que se consideraban mayores para jugar con niños menores de su edad. Ya no soy ningún niño y pocos me considerarían joven, pero sigo siendo igual de habilidoso. Tan diestro y tan ágil como una gacela o un corzo entre las piedras que se apostan en la pendiente de un ribazo. Sin embargo, esta noche la torpeza se había adueñado de mi cuerpo y mi mente navegaba por océanos imprevisibles. La culpa era del what´s app.

            Laura y yo llevábamos saliendo solamente unos meses. Apenas nos habíamos contado nada el uno del otro pero estábamos tan bien juntos que cuando a mí se me ocurrió la idea de que se viniera a mi piso no nos costó más de día y medio llevar a término el traslado. Ciertamente, con lo del móvil había sucedido algo parecido. Fue ella la que me comentó esta misma tarde que era una tontería que me cerrara ante lo inevitable. Le di la razón e inmediatamente le entregué el teléfono móvil. Bajó la aplicación en unos segundos y dejó instalado el whatsApp sin apenas pestañear. Recuerdo haber visto bailar esos dedos suyos sobre la pantalla táctil como si el joven Travolta estuviera echando un duelo coreográfico al mismísimo Elvis. Recogí de sus expertas manos el Samsung Galaxy Ace que ella misma me había regalado para mi cumpleaños y volví a introducirlo en mi bolsillo. Fue justo antes de salir de casa para venir al trabajo.
           
            Por eso mismo se me hace tan incomprensible su comportamiento de esta noche.  Laura sabía perfectamente desde hacía tiempo que cuando me toca trabajar soy una persona absolutamente entregada. Me considero un maniático de mi profesión y no concibo que nadie, sea quien sea, se plantee la posibilidad de interrumpirme o distraerme. Ella sabía mejor que nadie que la noche iba a ser larga, pues conocía de sobra que cuando le avisaba de algún horario nocturno no debía molestarse en preguntar nada. Cuando el trabajo estuviera terminado ya me encargaba yo de hacérselo saber. Se ponía contentísima, he de reconocerlo, y no solamente por el regalito que acompañaba mi regreso a nuestro nido. De verdad notaba en sus miradas y en su reacción el verdadero semblante de un amor sincero. Ella me quería y yo lo supe desde el principio.

            No obstante, apenas me había despedido de ella en el distribuidor humilde de nuestra casa, sonaba ya aquella pequeña piedra caída en el lago que algún listillo había considerado una melodía genial para el aviso de mensaje. Sonó justo cuando estaba saliendo de mi edificio. De hecho, llegué a pensar que el estómago del vecino le jugaba una mala pasada mientras me abría educadamente la puerta de la calle. Volvió a sonar unos minutos después, cuando salía del coche y me dirigía al bloque de pisos en donde me tocaba trabajar. Por supuesto decidí ignorarlo también.
En un cuarto de hora ya estaba aparcando prácticamente en la mismísima puerta de mi destino, y un par de minutos después me encontraba en el ascensor, señalando con el dedo el 5º C. Me acompañaba ahí dentro una señora bastante impertinente que observaba sin ningún disimulo mi facha y mis movimientos. Recuerdo que se quedó mirando el botón que había apretado nada más subir, como si algo la inquietara. Cuando por fin abandoné a la mujer, que me había pedido que presionara el botón del ático con una voz peor engrasada que las compuertas del mismísimo ascensor, el ruidito de mi bolsillo volvió a sonar. Dos veces seguidas. Todo tenía un límite.

            Me quité el guante para manejar el móvil con más comodidad. Todos los mensajes eran de ella. Incrédulo todavía, decidí leerlos. Laura me enviaba una foto de la caja de herramientas, que había dejado en mitad del pasillo, a medio abrir. Había un comentario muy suyo, que no me hizo maldita gracia. “Siempre tan ordenado”. Y alguna chanza más. ¿Qué demonios le pasaba? Iba a volver a guardar el teléfono cuando llegó otro mensaje. Me sorprendió que no fuera otra bromita de mi novia, que ya me había dejado constancia en el último wasap de mi tremendo descuido. Había olvidado la linterna que ella misma me ayudó a elegir hacía unas semanas en nuestra visita mensual al Lidl. Aquello no me hacía ni pizca de gracia. Me estaba haciendo mayor y Laura, tan jovencita todavía, no parecía demostrar ni una gota de sensibilidad en ese asunto. Pensé en que, al menos, el propio teléfono móvil me iba a sacar del apuro. Conocía la aplicación. Eso bastaría. Siempre y cuando se interrumpieran los dichosos mensajitos.
            Porque el mensaje que descubría ahora en el aparato no era, precisamente de la guasona de mi novia. Ni de lejos. Se trataba de un antiguo colega de cuando trabajé en la capital, que me daba la bienvenida a la era electrónica como si yo fuera un troglodita de una subespecie menos avanzada. El mensaje no podía ser más socarrón ni su mensajero más indeseable.

Levanté la vista en aquel pasillo mal iluminado y conté hasta tres. Me calmé. Entonces la luz se encendió, pero no vi a nadie. Esperé a que se apagaran por sí solas. Sabía exactamente cuánto tardarían y funcionaron al milímetro. No era la primera vez que trabajaba en el edificio. Iba a volver a lo mío cuando los pensamientos que todavía no habían abandonado mi cerebro le dieron al botón de rellamada. Las gracias de Laura y el latigazo de mi antiguo compañero de curro resonaban en mi conciencia.

            No suelo perder los nervios bajo ninguna circunstancia y siempre me he caracterizado por alejar de mis obligaciones cualquier atisbo de preocupación personal o de cualquier índole. Pero esta noche no pude controlarlo todo. Con los dos últimos mensajes punzándome el orgullo, las dos réplicas elegantes que se me ocurrieron en ese preciso momento, envuelto en la oscuridad artificial de la quinta planta, habían tomado unas posiciones que iba a ser difícil desbaratar.
Si no hubiera hecho un verdadero esfuerzo de dominio personal, habría hecho estallar una carga de insultos y reproches envenenados a los artífices de aquella bromita de conversación incompleta. Me salvó entonces mi profesionalidad y el autocontrol, que es marca de la casa. Prueba de ello es que, impasible, decidí ignorar el móvil, a Laura y al gracioso de Andrés “el informático” y concentrarme en mi trabajo.

II

            Ya estaba dentro cuando volvió a sonar el ruidito dichoso de la piedra zambulléndose. Otro amigo había decidido unirse a la fiesta. ¿Qué aparato maléfico me había regalado Laura? Lo más curioso es que Pedro “el invisible”no se dirigía a mí sino que le soltaba una pulla a Andrés, hincha feroz del Madrid. Quise apagar el móvil pero contaba con el haz de luz que este podía proporcionarme. De todas formas, tenía muy claro que no iba a contestar a ninguna de las idioteces que estaba leyendo a través del teléfono. Tampoco me planteé responder a Laura, que me había mandado un montón de iconos que a ella debían de resultarle muy graciosos, pero que no tenían ningún significado para mí. Considero inútil siquiera describirlos y admito que los más de veinte caracteres animados todavía golpean a las puertas de mi cabeza buscando una interpretación que ya no llegará nunca.  

            Debía de llevar más de treinta minutos trabajando cuando el móvil pareció volverse loco. Despertó de su letargo y se vio aquejado de violentísimas sacudidas. Evidentemente, las piedras con vocación de suicidas volvieron a chapotear a mi alrededor. Me llegaron cinco mensajes prácticamente seguidos. El Barça y el Madrid eran objeto de dardos envenenados con apariencia de caracteres de pantalla táctil. Las ligas, las copas, los astros y sus familias venían a irrumpir en mi jornada y a aumentar la tensión que de por sí exige el oficio. Mis dos ex compañeros de faena se encendían en una discusión acalorada y perdían enseguida los papeles, si es que así puede expresarse en esta fastidiosa era digital, para acabar diciéndose de todo a través de las ondas. Había insultos, imágenes obscenas y muchos iconos denigrantes que no tenía la menor idea de dónde los habían sacado. Perdí la concentración y me juré no volver a usar nunca la dichosa maquinita que, no voy a negarlo, iluminaba a las mil maravillas. Quise comprobar si era posible desactivar la jodida aplicación o, por lo menos, evitar sus continuas interrupciones. 
            No había manera de silenciar aquello. A la enterada de mi mujer se le podía haber ocurrido explicarme cómo eliminar aquel tono de aviso o al menos cómo desconectarme del WhatsApp infernal. Mis dedos comenzaron a ofrecer muestras de nerviosismo y mi serenidad empezó a resquebrajarse, pues más de dos veces estuve tentado de lanzar el móvil contra el suelo o arrancar la batería de sus mismas entrañas. Entonces me llegó otro mensaje. Leí atónito el de de una pareja de amigos de Laura, todo sonrisas y convenciones, detalles y comprensión empalagosa, explicando un plan que les parecía divino proponernos, a nosotros y a otras tres parejas más. Enviaban una fotografía de una casita rural en un pueblo encantador con un nombre que de por sí evocaba ríos y montañas, un atractivo sendero y unas vistas de ensueño. A la imagen le faltaba un lacito en una esquina y unas palabras del concejal de turismo. Lo que me faltaba. Ya era suficiente. Necesitaba concentrarme en lo mío y el móvil había pasado de fútil distracción a adquirir categoría de estorbo innegable.

            Cuando iba a apagar el teléfono descubrí el temblor en los dedos de la mano derecha. Normalmente cualquier imprevisto en mi trabajo recibe de mi parte una respuesta proporcionada y llena de cautela. Este ligero temblor no era un buen presagio. Estaba más que desconcentrado y el nerviosismo se había atrincherado en mis posiciones y ademanes, pues por poco había tirado al suelo una lamparilla que adornaba una mesita baja.
Estaba claro que lo que el sentido común dictaba era abandonar aquel lugar y olvidarme de seguir con el curro. Tenía que volver a casa y retomar la tarea pendiente en una ocasión más propicia. Sin más miramientos. La ambición fatua nunca me ha caracterizado y no iba yo a abandonar aquel lugar con el espíritu de aquellos conductores obsesionados con su propio vehículo, que miran y remiran, provocándose casi un esguince en el cuello, temerosos de perder de vista aquello que idolatran. Sencillamente, dirigiría mis pasos hasta la puerta de entrada y me volvería a mi casa.

            De repente volvieron a la carga los wasaps. El Barça daba mala gana, el Madrid daba más pena todavía y la casa tenía una pinta estupenda. La parejita de Teruel, que yo ni siquiera conocía, no tenía planes para ese fin de semana y confirmaba su asistencia mientras que mi novia, pasando olímpicamente de lo que yo pudiera opinar, nos apuntaba a ambos y felicitaba a los organizadores por la iniciativa. Entre las amistades a los que se les proponía el maravilloso fin de semana rural había un tipo que nunca he podido tragar y que, eso fue lo más irritante, mandaba una imagen del escudo del Barça y un lema que ponía a los del equipo rival a caer de un burro. Entre mis manos, cada vez más temblorosas, la piedra se zambullía tantas veces que parecía que un ser superior le estaba haciendo ahogadillas desde las alturas.

            No sé por qué lo hice. Sigo dándole vueltas y no me reconozco en aquella reacción tan alejada de mis habituales decisiones taimadas y sopesadas. Lo más razonable habría sido apagar el móvil, salir de allí y bajar sin levantar sospechas por las escaleras o directamente por el ascensor. No hubiera tenido ninguna dificultad en llegar al coche y volver a mi casa, saludar a Laura, no sin cierta frialdad en el semblante, y envolver su precioso regalo con tarifa plana de internet en una linda bolsa de basura, no sin antes hacerla renegar de amistades y planecitos cursilones e idílicos. Todo lo que hubiera sacado de esta triste noche hubiera sido un agarrón de la chica y dos o tres días de mutismo incómodo que habríamos arreglado como se arreglan siempre estas cosas. Ahora no tiene remedio, pero habría sido tan fácil evitar que esta horrible noche no hubiera concluido como lo ha hecho…

            El caso es que todo se torció. Entré al trapo. Me puse de los nervios. Arranqué con un mensaje que envié a todos los contactos de la agenda, que eran más de cien, y defendí a mi equipo, ataqué al contrario, insulté a bastantes y dejé propinas para todos. Que nos dejaran en paz los abogados de los planes para otros y que nos respetaran los hinchas aburridos y enteradillos. A Laura le ponía que la quería, solamente que ciento cincuenta y pico caracteres después de haberla llamado pesada e inoportuna, protagonista y portavoz sin voto previo, regaladora de objetos absolutamente despreciables. Entretanto, mis perlas también se sumergían en ese mar de receptores sin vida propia y llegaban a mi Samsung Galaxy Ace las respuestas airadas o sorprendidas de un grupo cada vez más nutrido de contactos descontentos. Nada podía frenarme. Los mensajes que más me costó responder son los que Laura me enviaba. Podía imaginar tan vívida su cara y sus labios fruncidos, tan reales sus brazos como aspas agitadas que quería concentrarme en las palabras y pensar mucho el contenido de los what´s app a ella dirigidos. A todo esto, culés y merengues soltaban una barbaridad tras otra, y entre tantas pedradas comunicativas lanzaba yo mi honda y hería a varios de vez.

            Tan ensimismado estaba yo y tan pendiente de no dejar carta sin respuesta que ni siquiera me percaté de que un teléfono comenzó a sonar. ¿Cómo era posible? Por supuesto que no debía cogerlo. Eso era una tontería. ¿Por qué me estaba dirigiendo inconscientemente hasta el origen de aquella llamada telefónica mientras continuaba trasteando con mis dedos desenguantados en la pantalla táctil de mi propio móvil? Dejé un what´s app en el que Laura me decía que ni se me ocurriera llegar a casa en esas condiciones en las que me imaginaba ya, fueran las que fueran, y alcé el teléfono fijo para responder a la llamada.

            – ¿Cómo que qué pasa? ¿Qué le pasa a quién? ¡Váyase al carajo! –dije, y colgué el aparato. Para entonces, maravillas de la comunicación, tenía ya cinco what´s app sin leer. Antes de mirar si había terminado de enviar el que le estaba escribiendo a Laura, me llegaron tres más. Mi amigo Pedro, “el invisible” me preguntaba si seguía en activo, y recordaba entre comillas nuestras últimas faenas en la capital. El chico era tonto y “el informático” más todavía, pues enseguida se sumaba al grupo para alabar mi discreción, mi buen hacer y lo que había aprendido al trabajar todos esos años a mi lado. ¡Dios mío! ¿Pero qué estaba haciendo? Tenía que irme de allí ahora mismo. Era demasiado tarde.

III

            La vecina aquella iba acompañada de dos agentes que habían sido avisados hacía una hora y que llevaban apostados a las puertas del domicilio del señor Martínez de Martín desde hacía veinte minutos. La llamada la había realizado desde el móvil de la vecina del ático uno de los policías, cuyo gesto de asombro no se había borrado aún de su cara, al recibir respuesta. Nada se había sustraído del inmueble, pero todos los papeles importantes mostraban signos evidentes de haber sido manoseados. Solamente encontraron huellas de la mano derecha, que coincidían a la perfección con las que en la comisaría central en Madrid delataban al delincuente conocido como “el silencioso”, al que le esperaban más de cinco años en prisión.
Aquel ladrón de guante blanco entregaba ahora sus pertenencias y se desembarazaba de ellas casi con alivio. El móvil Samsung  Galaxy Ace fue lo primero de lo que se deshizo. Lo que más chocó a los agentes fue que el susodicho ladrón suplicó por favor que no le permitieran hacer ninguna llamada.