lunes, 9 de julio de 2018

El examen


SUSPENSO


            La voz del profesor sonaba lejana, distante. Iba perdiendo su entidad, su esencia de voz humana articulada, con un tono grave y distorsionado, e iba convirtiéndose en un eco profundo, que no venía de ningún sitio porque no pertenecía a ningún lugar. Mientras, yo desaparecía y me perdía por los pasillos, salía por la puerta y me encontraba en plena calle, dejando el instituto con sus pupitres, sus pizarras –no faltaban las digitales–, sus taquillas… Iba dejando atrás también los cuadernos, las carteras y los estuches, las sombras de alumnos y profesores. Mis compañeros de clase seguían en la clase de sociales, el conserje en secretaría y la de matemáticas, de guardia, en la sala de profesores.
Llegaba yo al semáforo y me tuve que parar. Estaba verde, pero me detuve. Una señora cruzó hacia mí y me miró sorprendida y preocupada. Continué andando y una furgoneta por poco no me alcanza. Tenía que recomponerme. Era una asignatura. Un examen nada más. ¿Es que un examen podía significar tanto? Volví a detenerme y saqué el examen de la cartera. Miré la nota por enésima vez. De tanto mirarla parecía que fuera a borrarla con la vista. Estaba cerca de un contenedor de vidrio. Me entraron ganas de echar el examen por el agujero. No. Tenía que afrontar la realidad. Llené el pecho de aire, destensé mis brazos, me eché la mochila al hombro y reanudé el paso.

            El año había sido malo para mis padres. Papá era autónomo. Tenía una tienda de bicicletas. Una tienda muy chiquita y un taller, más grande, en donde arreglaba y suministraba piezas y recambios. Nunca se habían vendido demasiadas bicicletas. El negocio no se vio afectado por aquel lado. El problema era la disminución espeluznante de clientes que tenían las bicis averiadas. Mi padre tenía un chico que le ayudaba en el taller. Había tenido que prescindir de sus servicios. En Navidades y en las semanas previas al verano, contrataba a otro chico que se encargaba de las ventas y de las cuentas. Ahora ya no se movía dinero. El otro chico tampoco hacía falta.
Yo quería echar una mano a mi padre, pero nunca dejaba que le ayudara. Siempre me decía lo mismo, que estudiara, que la mayor alegría que podía darle era que superara las asignaturas y aprovechara la escuela, y que siguiera con los estudios y me preparara lo mejor posible. Yo agachaba la cabeza y me daba media vuelta. Mi madre sonreía. Siempre sonreía. Hasta este último mes.
            El mes de mayo salió esplendoroso. Mejor tiempo no lo habíamos tenido nunca en la ciudad. Pero el clima no podía arreglar la economía familiar. Mi madre, en estos días tan buenos, solía preparar unos helados de ensueño, unas naranjadas jugosísimas y unos postres fríos que mis amigos envidiaban. Ahora nos contentábamos con unos polos de congelador que no sabían a nada y que te daban más sed todavía. Mamá, en vista de que las cosas no marchaban bien, había vuelto a trabajar. Entró en casa de una familia del vecindario. Limpiaba la casa y atendía a dos niñas preciosas. Tan lindas como poco cuidadosas. Por la tarde se ganaba un extra remendando ropa que le traía don Miguel, el cura de la parroquia, para dársela a los más pobres. Las noches, en casa se volvieron insufribles. Papá llegaba con mil preocupaciones y una mueca de fastidio. Mamá, que antes conseguía con una sonrisa y una voz dulcísima templarle y serenarle, no tenía fuerzas para ello, y se desplomaba en el sillón, agriando también el gesto. Yo salía de la habitación y, ante tal panorama, me escapaba de casa sin decir nada.

            Es verdad que no era la actitud más valiente. Salía de casa, me iba al parque y me encendía un canuto. Con el buen tiempo apetecía subirse a un banco, encima del respaldo y apoyar los pies en el asiento. Yo sentía que en mi casa había un ambiente que me oprimía, y no era capaz de cambiarlo. No sabía. ¿Qué podía hacer? En clase no tenía confianza para contar una cosa así. Además, en el momento en que hubiera abierto la boca para hacerlo, me hubiera echado a llorar. Decir en voz alta la situación de mi familia la hacía más real y tangible. Inmensamente más dolorosa. Fuera del instituto no tenía amigos. Claudia se había marchado el año pasado, dejando un bloc de notas y un número de teléfono que no me atrevía a marcar. El parque solitario, el rincón oscuro del banco y mi peta eran mi compañía y mi desahogo. Constituían un paréntesis en el día a día de mi vida, y, desgraciadamente, todas las noches tenía que cerrar ese paréntesis. La ortografía del mundo así lo exigía. Cuando volvía a casa, dos preguntas y ninguna respuesta:

–¿Se puede saber a dónde te vas todos los santos días?
            –Anda, ven a cenar. No fumas, ¿verdad?

            A finales de mayo mi padre empezó a quedarse en casa. Mi madre llegaba cada vez más tarde y a mí me tocó hacer la cena. Papá había decidido encontrar otro empleo, y, mientras tanto, había contratado al hijo vago de un vecino para que atendiera las cuatro llamadas que se recibían al día. La búsqueda de trabajo de papá comenzó siendo muy afanosa. Peleaba con el periódico armado con un rotulador rojo que yo le había dejado. Se afeitaba, salía de casa bien perfumado y enchaquetado. Volvía con alguna esperanza. Sin embargo, tres semanas después abandonó toda ilusión y dejó de afeitarse y echarse colonia. Además, me devolvió el rotulador. Mamá, muy comprensiva al principio, acabó estallando. Fue como abrir una lata agitada de coca cola. A partir de entonces tuvimos bronca todos los días.
A mí me alcanzaba muchas veces. La única manera de salvarme era mi visita al parque. Pero unos niñatos me quitaron mi banco y ya dejó de apetecerme salir por la noche. Así que me tragué todo tipo de reproches que mis padres se habían guardado durante años. Las cosas se estaban complicando y no veía ninguna solución. Lo peor fue que, no sé cómo, mi padre, cada vez que salía yo en la discusión, o sea, casi siempre, lo arreglaba diciendo que, al menos, me estaba labrando un porvenir, y no acabaría vendiendo porquerías o fregando suelos. Y allí mi madre me lanzaba una de esas miradas tan suyas que venían a decir: “en eso estamos los dos de acuerdo. Tú estudia que es nuestra única satisfacción”.

            La mochila pesaba más y más y se me fatigaban los hombros y las piernas.  Reflexionando en esas palabras de mi madre, viéndolas escritas en su mirada, se me estaba poniendo también un dolor intenso y agudo debajo de la boca del estómago. Me estaba entrando una sensación tan triste que me iba a devorar. Todo se me revolvía, dentro y fuera de mí. Necesitaba aprobar esa asignatura. Si no era capaz de hacerlo, el suspenso se sumaría a los dos que ya eran inevitables, y el título de secundaria nunca llegaría a mi casa. Mis notas eran las únicas que parecían salvar el matrimonio de mis padres. Lo único que compartían era su fe en mi estudio. Si suspendía, se acababa todo. Y la nota no había dios quien la remontara.
Atravesé el parque para alargar el camino. Un jardinero arreglaba un seto sin demasiado arte. Pasé a su lado y me echó una mirada despectiva. Dos ancianas gesticulaban y asentían. Supuse que ninguna de las dos podía oír nada que no fuera su propia conciencia. Una mujer en chándal trotaba muy lentamente, maquillada como para salir de copas. Cada paso que daba me encontraba con más personas, pero cuanta más gente salía a mi encuentro en el parque, más me daba la impresión de que estábamos solos. Muy solos.
            Llegué por fin a casa. Mamá estaba fuera. Papá, tirado en el sofá. Dormido. Tres latas de cerveza decoraban la mesita. Las recogí. Iba a ir a mi cuarto, pero observé que una cuña de queso se secaba donde habían estado las cervezas. Fue al cerrar la nevera cuando vi la nota que había dejado mi madre.
“No aguanto más. Me voy. Lejos. Dile al niño que lo veré para celebrar cuando titule”. Se me hizo un nudo en la garganta. Empecé a temblar, intenté hablar. Fue inútil. Me estaba ahogando. Me costaba respirar. Llegó un momento en el que no oía nada a mi alrededor. Un silencio espantoso, que me estaba haciendo enloquecer. Y, entre ese silencio, como emergiendo de la nada, un timbre hueco, sonoro. Una voz profunda, grave, al principio ininteligible. De ese fondo iba naciendo alguna que otra palabra, se formaban entonces las frases y apareció un mensaje que puede entender, con una nitidez abrumadora:

            –Gómez, si no es capaz de estar despierto en clase, absténgase de venir.

            En mi pupitre, boca abajo, el profesor de sociales acababa de dejar mi examen.
           

sábado, 9 de junio de 2018

Insomnio de una noche de verano


EL COLCHÓN


Me ha preguntado mi compañero de celda que cómo he dormido. No sé si tenía más preguntas que hacerme porque se lo han llevado corriendo a la enfermería. Todavía hay algún funcionario de prisiones con cara de no entender nada. Supongo que será nuevo aquí. No se ha atrevido a acercarse a mí y ha tenido que ser un veterano el que me ha sacado de mi celda. Este otro funcionario ya no me habla, de forma que he caminado en silencio por el pasillo. No creo que vuelvan a dejarme salir al patio en un tiempo. Ya ni me acuerdo de esa sensación del aire envolviendo todo mi cuerpo durante mis largos paseos alrededor de la ciudad, tras los cuales volvía a casa con el cansancio a cuestas y lo arrastraba hasta que lo arrojaba dentro de la cesta de la ropa sucia, justo antes de ducharme. Después venía la cena, el ratito con la televisión y el sueño de lamparilla y techo plano decorado con tres manchas de humedad de nuestro dormitorio.
            La culpa de que todo esto haya pasado –y no me refiero únicamente a la agresión de esta mañana y al castigo que se me avecina- la tiene mi señora. Aunque pueda parecer lo contrario, no es esta una frase hecha ni el leitmotiv de un sesentón al uso. Mi esposa, que no ha vuelto a venir desde que el bruto de la celda de al lado le destripara a voces los planes románticos que para ella maquinaba; mi querida Rosa, a quien reconozco que echo de menos más bien poco; mi mujer, en definitiva, fue sin duda la que comenzó todo el jaleo. No me duelen prendas mostrarme así de tajante, a pesar de que se me pueda acusar de ser un monstruo sin conciencia. Lo repito, por si a alguien no le entra en la mollera: la culpa la tuvo Rosa.

            Bien claro le dije a mi esposa que no era necesario cambiar de colchón. El nuestro había aguantado más de treinta años de casados y sus ruidos e irregularidades eran parte de nuestra intimidad como matrimonio. Tampoco había necesidad de gastarnos ese dineral en aquellas tonterías que se tragaba en la teletienda. Pero los anuncios de la televisión tenían más influencia en mi Rosa que los sermones del cura en la parroquia. De hecho, me había dado a mí por denominarlos “anuncios apostólicos”, por aquello de que ante sus eminencias ella acataba sumisa cualquier sugerencia de compra.
            Efectivamente, diez días después de que salieran los primeros espacios publicitarios sobre aquellos magníficos colchones, mi mujer me despertaba de la siesta con la emoción de una quinceañera sobre una esterilla en mitad de la cola de un concierto o de un casting de talentos. Despegué los ojos y la miré de arriba abajo, preguntándome si sería posible que todavía me revolviera en sueños cuando, tras un zarandeo de todo menos cariñoso, me pidió la cartera. El precio era tan desorbitado que me resistí a complacerla. No sé para qué tomaba a veces aquella actitud, cuando ambos éramos conscientes de que años de concesiones no ofrecían ni la más remota tentativa de negarme a sus requerimientos. Cuando se fue el muchacho sonriente con el dinero de mi bolsillo y las gracias de mi esposa, había un nuevo inquilino en nuestro modesto piso, un colchón sin estrenar sobre nuestro somier de siempre.

            En este momento, en la soledad de mi celda, mi recuerdo es un reclamo que me obliga a mirar el camastro que esta prisión me adjudicó el día de mi ingreso. La habitación que me reservaron hace exactamente un mes, antes doble y ahora de uso individual, sin baño y con vistas a volverme loco, es más bien  diminuta y el catre tiene una pinta que espanta, como todo lo que hay en este complejo penitenciario. Aunque de complejo no tiene nada, porque aquí todo es muy simple, desde la comida hasta los funcionarios, por no hablar de los reclusos y sus proyectos para cuando salgan. Este colchón de mi celda, descubro ahora con asombro, tiene un aire a aquel que mi mujer se empeñó en tirar a la basura. Tendrá los mismos años, si bien bastante menos de la mitad de su tamaño. Sé de lo que hablo porque a mí me tocó sacar nuestro viejo colchón del piso y dejarlo entre los contenedores. Mi esposa se puso cariñosa aquella noche sobre el elástico visitante pero yo no pude pensar en otra cosa que en la curiosa manera que tenía el recién llegado de convertir tu cuerpo en un bajorrelieve. A la mañana siguiente me tuvo que ayudar mi Rosa a despegarme de las garras del resistente colchón. Aquella mañana todo el vecindario se hizo eco del último grito en colchones. Eso sí, el colchón se quedó tan ancho, mi mujer tan pancha y yo tan afónico que me costó más de tres días volver a hacerme entender con palabras.
            Ahora nadie me cree, desde luego, pero cuando dejé esa primera noche en la acera de la calle nuestro viejo colchón, que nos había regalado una de mis cuñadas cuando nos casamos, me invadió una sensación de amenaza y de presagio que entonces no pude concretar ni interpretar. Hoy miro este color raído y esta tela agujereada y amarillenta del colchón de mi celda y creo percibir los mismos sentimientos. Quizá es el color o la textura, que tanto me recuerdan a nuestro familiar regalo de bodas. Puede ser que, simple y llanamente, ahora me hago cargo de que el destino tiene a veces una forma de hacer premoniciones que, de sutil, se pasa cinco pueblos. No cambio la realidad ni invento nada si afirmo rotundamente que la noche que subí la escalera del edificio hasta nuestro piso, sacudiéndome las manos después del esfuerzo y el último adiós al colchón de la cuñada,  mi vida se había ido, con el colchón aquel, nada menos que a la mismísima mierda, y que yo empezaba a ser muy consciente de lo funesto de aquel presagio, de lo inevitable de aquella amenaza.

            Ya he recordado la primera noche en aquella recién estrenada tabla de tortura. Las siguientes no fueron menos incómodas. Rosa, sin embargo, estaba encantada. Para ella la espalda había dejado de darle problemas y las piernas ya no se le inflamaban. El flamante colchón le había practicado un exorcismo y todos sus achaques, con sus versiones radiadas de mañana, mediodía y tarde, habían desaparecido tras el bálsamo reparador de unas cuantas noches de colchón “última novedad”. Podía ser su elasticidad, proporcionada por el núcleo de látex natural de veinte centímetros de grosor y un tejido viscosa con tacto aseado y mayor suavidad en el descanso; podían ser las siete zonas de descanso que se diferenciaban, además, incluso dándole la vuelta; podía ser el proceso de confección y cerrado, llevado a cabo por profesionales cualificados y con la intervención de la tecnología más avanzada; podía ser, sin más gaitas, que el poder de sugestión de la teletienda hubiera convertido a mi abducida esposa en una creyente que se pasaba durmiendo religiosamente toda la puñetera noche.
            En vista del envidiable descanso de mi Rosa, dejé de quejarme a los pocos días, pues llegué a creerme que era yo el que me inventaba mis penurias, mis luchas a cama y espalda con aquel intruso de alcoba. Seguía pareciéndome imposible conciliar el sueño hasta que el cansancio me noqueaba ya de madrugada. La sensación del cuerpo hundido en aquel lodazal, con mi silueta tan perfilada como los contornos amarillos de tiza de las víctimas de homicidio de las series policíacas que echan por la tele, me la tuve que callar delante de mi esposa. Pero reconozco que cuando veíamos CSI Nueva York, Miami, Las Vegas o Las que fueran, flaqueaban mis caballerosas intenciones de evitar levantarme del sillón, agarrar aquel maldito huésped por una de las asas laterales, fabricadas para una mejor manipulación, y embestir a mi descansada esposa con el suave tacto de ese tejido ligero, fresco, resistente y cómodo que, con su capacidad de absorción, podía haber absorbido igualmente el impacto contra el cuerpo de mi Rosa.

            No quiero dar la impresión equivocada. Entiendo que el lugar en el que tengo ahora mi residencia puede encaminar a cualquiera hacia conclusiones erróneas. Quizá me he dejado llevar por la violencia de los pensamientos y el recuerdo de aquellos primeros días con nuestro invitado de látex esté contaminado por la escena que acabo de protagonizar con mi antiguo compañero de celda. Por cierto, me han comunicado que él está bien y que ha pedido voluntariamente su aislamiento. A mí me van a hacer más pruebas con otra loquera, como si sirviera para algo. Lo que quiero decir es que todo es más sencillo y, para no desviarme del tema, voy a sentarme en el camastro de mi celda –la otra cama no han tardado nada en retirarla-, voy a obligarme a concentrarme y a procurar inspirarme rozando con la palma de la mano este asqueroso y áspero colchón reciclado con vete a saber qué clase de desechos.

            Pasaron dos semanas desde nuestra compra. Yo estaba cada vez más cansado y la intranquilidad me visitaba los pocos momentos en que mi cuerpo se relajaba y me sumía en el sueño. En aquel material endemoniado que habíamos metido entre las cuatro paredes de nuestro cuarto no había manera de menearse, lo cual era más chocante todavía, pues en mis sueños me revolvía como si tuviera treinta años menos y hubiera perdido kilos por docenas. Mientras el mullido descanso tonteaba con Rosa y le daba masajes invisibles, a mí me sacudía internamente un parkinson de fase avanzada, que me agitaba durante mi duermevela. Entonces fue cuando llegaron los nuevos vecinos. Eran un matrimonio encantador y vinieron con un perro. Se instalaron en el piso de arriba y allí siguen. Las noticias que me trajo Rosa, el día que me visitó por última vez, antes de salir escandalizada y atemorizada a causa del degenerado de la celda contigua, fueron que les habían cubierto de honores y de dinero y que al perro se lo habían llevado para adiestrarlo o para terminar mejor su entrenamiento. Ya no siento rabia ni ira ni rencores. Me resbala un poco todo, pues lo que pasó desde la llegada del animalito tenía que suceder de un modo u otro.
            Se habían instalado los nuevos vecinos en el piso de arriba y yo escuchaba cada noche cómo el chucho se arrastraba por el suelo, como una mopa pesada que recorría toda la superficie que se suspendía sobre nuestro dormitorio. Rosa no escuchaba nada y dormía plácidamente, pero yo nunca tenía sueño y mi imaginación volaba poniendo voz e imágenes a aquel ruido nocturno. El primer día, cuando el matrimonio joven se plantó sobre nuestras cabezas, llevaba ya dos semanas durmiendo a saltos. Desde entonces los sueños se multiplicaron y el espacio de vigilia aumentó considerablemente. Empecé a tener miedo de meterme en la cama y me obsesioné con retrasar todo lo que podía el momento exacto de retirarme a nuestra habitación. Rosa no decía nada y pensaba que eran nuevas manías de viejo contra las que el mejor remedio era la indiferencia. De los vecinos de arriba, por supuesto, mi esposa no entendía ni mis reparos ni mis reticencias. Simplemente pensaba que eran adorables y  el perro una monada.

            Entonces, una noche, el perro dejó de arrastrarse. Yo sentí un alivio indescriptible que me caló tan hondo que no pude dormir de la alegría. Tenía tanta excitación que mi mujer creyó que me había tomado varios lingotazos y hasta se enfadó conmigo. Me mandó al sofá, como hace veinte años, y me condenó a la tele con sus sanadores, sus brujas y la teletienda. Después de ver cinco veces el mismo anuncio de una máquina de hacer abdominales y un mismo número de teléfono multiplicado por todos los rincones de la pantalla, llegué a la conclusión de que tenía que acabar con la pesadilla que se había instaurado en casa con la llegada del siniestro colchón. Él tenía la culpa de que no durmiera y de que, cuando lo hacía, mis sueños arrebataran mi paz y extinguieran mi vida. Quité el sonido de la tele y mi cerebro, instigado por la oscuridad, la madrugada y el silencio, dio rienda suelta a una voz en off que expresó por fin mi determinación. Dormí muy poco en el sofá aquella noche pero no hacía falta mucho descanso para reunir todas mis fuerzas y  actuar como me había propuesto.
            Todo sucedió con rapidez. A la mañana siguiente, Rosa se fue a hacer la compra. Me encargué de añadir a su lista los artículos más dispares y los ingredientes más peregrinos. Estaría fuera mucho tiempo y yo tendría tiempo de afilar mi navaja suiza y acercarme sigilosamente hasta donde estaba aquel perturbador de látex y clavar mi acero en ambas platabandas de tejido acolchado. Estaba disfrutando con aquel destrozo, que humillaba enormemente la estética envidiable del símbolo del descanso que mi mujer había metido en mi propia casa, con tan mala fortuna que tardé un rato en atender el sonido de los ladridos y el rasgueo de las patas del perro deslizándose y arañando la puerta de mi vivienda. Dejé aquello como estaba, la hoja clavada hasta la empuñadura, y pegué el oído a la plancha de metal que cerraba nuestro hogar. Al otro lado de la puerta, el perro se puso como loco y sus ladridos aumentaron indefiniblemente. Pero nada podía echarme atrás. Me armé de valor y sujeté el colchón por una de sus asas, lo arrastré hasta el vestíbulo y abrí la puerta de golpe. Con perro o sin él tenía que bajarlo hasta los contenedores. Mi esposa llegaría en menos de una hora y la política de hechos consumados era la única que había contemplado mi estrategia nocturna, cuya voz seguía susurrándome instrucciones.
            El perro no se callaba, el colchón se entretenía en cada recoveco de la escalera, retrasando la operación, la puerta del edificio se me cerraba cada vez que intentaba colocarme convenientemente para sacar de un empujón a aquel intruso blanco que se había apoderado de mi felicidad. No obstante, nada podía detenerme. A los ladridos me acostumbré enseguida y de las zancadillas del colchón apenas hice caso. Salí por fin del piso y encaré los pocos metros que separan mi portal del ejército de contenedores que hacen guardia en nuestra calle. Faltaba dejar un espacio entre ellos y encasquetarles al maravilloso Látex cien por cien natural. Lo más difícil ya estaba hecho. La sonrisa de dos policías de barrio y un grupo de vecinos pegados a ellos como el queso fundido a los bordes de una sandwichera me hizo reparar en mi delicada situación. El perro no había dejado de ladrar, varios vecinos habían molestado a las autoridades con sus llamadas noctámbulas  y algunos de ellos sostenían entre sus manos unas bolsitas blancas que debían de haber recogido en algunos peldaños de la escalera comunitaria por donde acabábamos de bajar, el colchón y yo, como dos recién casados, entre pellizcos y achuchones.
A Rosa no la vi hasta mucho más tarde. Vino a buscarme hasta comisaría y no me ayudó mucho. La droga que habían encontrado en el interior del colchón era tan pura que no supieron descubrir el origen de la misma. Me preguntaron que quién era yo y hasta dónde se extendían mis redes y contactos. Yo no supe qué contestar y mi silencio los volvió desconfiados. En muy poquito tiempo me encontré entre estos muros. Es verdad que estoy privado de libertad y que mi vida ha cambiado mucho más de lo que nos prometía el viaje del INSERSO que ya nunca haremos Rosa y yo. También es cierto que ya no he permitido que mi esposa venga a este lugar y que transcurrirán semanas hasta que me asegure de que no vuelven a molestarla. Sin embargo, este viejo colchón en el que estoy sentado, cuyo tacto repele la piel menos sensible y que no disfruta, ciertamente, de una estética envidiable, como el otro, estoy convencido de que acabará consiguiendo que yo duerma del tirón por las noches.

            Esa esperanza es la que me anima para que mañana, cuando venga la nueva loquera y me pregunte, como ya hicieran sus colegas, que qué tal me encuentro, tenga que ser sincero una vez más y contestarle que no he estado mejor en toda mi vida. Y cuando me interrogue sobre el desafortunado encuentro con mi antiguo compañero de celda… Sinceramente, ha tenido suerte de que me confiscaran mi navaja suiza el día que me metieron aquí porque hay que reconocer que su pregunta no ha llegado en el mejor momento, esta mañana, nada más levantarme de la cama, sin haber desayunado todavía. Además, precisamente el día que se cumple un mes desde que mi esposa se encaprichó del colchón ideal para aquellos que desearan incorporar en su descanso productos totalmente naturales. ¡Que se lo digan a los dos tipos de narcóticos que terminaron de abrir en canal  aquel invento del demonio!

sábado, 12 de mayo de 2018

Un relato escalofriante para Halloween / A spooky story for Halloween



HALLOWEEN (Relato en español)


            No creo en Halloween. Nunca lo he entendido y no estoy seguro de que llegue a compartir esa fiebre americana por todo lo que rodea a esta curiosa fiesta del 31 de octubre. Mi familia y yo vinimos a los Estados Unidos hace cinco años, cuando yo solamente tenía ocho. En el colegio nos contaban historias de terror y nos traían caramelos. En el barrio nos aconsejaban decorar nuestras casas y adornar la puerta principal con todo tipo de artilugios fantasmagóricos. Tuvimos que aprender a vaciar una calabaza y agujerearla. En fin, yo no quise parecer raro o aislarme del resto de la clase y también formé parte de toda esa locura de disfraces, bromas, sustos e historias de miedo. Hasta este año.
            Ayer decidí que este año no iba a celebrar Halloween. Ocurrió de forma natural. Estaba paseando cerca del lago que rodea el pueblo y allí tomé la resolución. No sé si fue antes o después de leer los carteles que habían puesto por todo el sendero que rodea el lago y que anunciaban el peligro de las aguas y el lodazal que se había formado en las primeras semanas de octubre. El caso es que se me vino esta idea a la cabeza, como un cartel luminoso que venía a inspirarme. Halloween es una solemne tontería. Nadie va a convencerme de que Halloween es importante. Pienso discutir si hace falta con toda mi familia, con toda la escuela, con todo el barrio. Eso fue lo que pensé. Me acuerdo perfectamente. Hasta recuerdo que llevaba puesta mi camiseta del Barça y me había llevado una linterna por si se me hacía de noche antes de lo previsto. Mis paseos pueden durar una eternidad cuando me entretengo ordenando ideas en mi cabeza.
            Cuando regresé a casa ni mi padre, ni mi madre ni mi hermana pequeña quisieron hacerme caso. Tenía argumentos de sobra para defender mi postura. Halloween apesta. Halloween no aporta nada. Es absurdo que lo celebremos. No querían escucharme y yo tuve que encerrarme en mi habitación. Por la noche, oí como mamá hablaba con papá entre susurros y ambos salían de casa precipitadamente. Como no me habían querido dirigir la palabra y me habían ignorado por completo, no quise saber nada del asunto. Me dormí con la intención de esgrimir mi argumentación delante de toda la clase, del colegio entero.
            Fue decepcionante. Mi grupo de amigos parecía no notar mi presencia y el profesor más entusiasta, el máximo defensor de toda esta historia de Halloween hizo como que no me veía. De pronto, sonó la alarma. Era un simulacro de incendios y todos tuvimos que salir del edificio con nuestros profesores. Lo curioso fue que nos mandaron a todos a nuestras casas y ese día las clases terminaron cuando estaban empezando. No encontré a mis padres en casa y mi hermana no daba señales de vida. Paseé por el barrio y descubrí la decoración de las casas de nuestra calle. Había calabazas, fantasmas, niñas del exorcista columpiándose o esqueletos balanceándose desde un gancho de la puerta. Había miembros amputados con gotitas de sangre y más calabazas. Me irritó tanto ese espectáculo que volví a casa.

*****

            Llevo dos horas delante de la puerta de mi casa. Está vacía. Está anocheciendo y no se oyen más que silbatos, ladridos de perros y gente gritando el nombre de alguien, no llego a distinguir de quién. Mi casa también está decorada y eso me está poniendo de los nervios. Creo que voy a coger la dichosa calabaza con esa sonrisita imperfecta que ha tenido que dibujar mi hermana y la voy a aventar hacia el bosque. Pero entonces descubro un trozo de papel que alguien ha colgado de la puerta. En él hay una fotografía de un chico de trece años que lleva una camiseta del Barça. Me parece que necesito dar un paseo y digerir todo esto. Quizá me acerque otra vez al lago. Es allí donde se aclaran mejor mis ideas. Me he incorporado bruscamente y he oído un chasquido, como un ruido de cristal roto. Me llevo la mano al bolsillo trasero del pantalón y saco mi vieja linterna. Está rota, empapada y cubierta de barro.



HALLOWEEN (English version)

            I do not believe in Halloween. I have never understood it and I'm not sure I could ever share that American fever for everything that surrounds this curious party on October 31st. My family and I came to the United States five years ago when I was just eight. In the school they used to tell us horror stories and bring us a lot of candies. In the neighborhood we were encouraged to decorate our homes and the front door with all kinds of ghostly gadgets. It was also the same stuff, every single year. We had to learn to empty a pumpkin and carve it. I was forced to do it. I did not want to seem weird. I did not want to isolate myself from the rest of the class. I promise I never had the chance to avoid that madness of disguises, jokes, scares and spooky stories. Except for this year.

           It was precisely yesterday when I decided not to celebrate Halloween. It happened naturally. I was walking near the pond that surrounds my small town when I resolved myself to get rid of it. Whether it was before or after reading the posters placed throughout the trail around the pound, the signs announcing the danger of water and mud for the first rains of October, I would never say. Anyway, this idea came to me at the top, like a neon sign that came to inspire me. Halloween is absolute nonsense. Nobody is going to convince me that Halloween is important. I needed to discuss it with my family, with all the school, with the entire neighborhood. That's what I thought during my walk in the pound. I remember it perfectly. I remember wearing my Barça shirt and bringing with me a flashlight in case it gets dark. My walks can last an eternity when I entertain myself ordering ideas in my head.

            When I returned home neither my father, my mother nor my little sister wanted to listen to me. I had plenty of arguments to defend my thesis. Halloween sucks. Halloween brings nothing to us. It is absurd that we celebrate Halloween. They did not listen to me and I had to lock myself in my room. At night, I heard Mom and Dad talking in whispers and the next minute both left the house abruptly. As they had not wanted me to say any words and I had been completely ignored, I resolved not to guess anything about it. I was upset and angry with them. I slept with the intention to wield my argument in front of the whole class, the whole school, the day after. Today.
            It has been disappointing this morning. My group of friends seemed not to notice my presence and the most enthusiastic teacher, the greatest defender of all this Halloween stuff, pretended not to see me. Suddenly, in the middle of the first period in the morning, the alarm sounded. It was a fire drill and everyone had to leave the building with our teachers. The funny thing was that they sent us all to our homes and the school day ended when classes were starting. I have not found my parents and my sister at home. I have been walking around the neighborhood and I have found the decoration of the houses on our street. There are pumpkins, ghosts, possessed swinging girls or skeletons dangling from a hook on doors. There are members of bodies with droplets of blood and more pumpkins. I was so irritated that I have decided to come back home.

*****

            I have been standing for two hours in front of my house. It is empty. It is dark and the only thing I can hear comes from outside. Whistles, dogs barking and people yelling someone's name, I fail to distinguish who. My house is also decorated and it's getting on my nerves. I think I am going to take this happy pumpkin with its imperfect smile that my sister drew and I am going to throw it away into the woods or maybe I am going to throw it and sink it under the pound... But then, I discover a piece of paper that someone has hung on the door. It is a picture of a thirteen year old boy wearing a Barcelona shirt. I guess I need to go on a walk and digest it all. Maybe I address to the pound again. This is my favorite place, the only place where my ideas are better clarified. I stand up and I hear a pop, like the sound of broken glasses. I put my hand to my back pocket and pull out my old lantern. It is broken, soaked and covered in mud.

sábado, 24 de marzo de 2018

La muerte va a rehabilitación


LA CHICA DEL CHÁNDAL NARANJA

I

            -He encontrado esto en la habitación del pobre muchacho. Se lo dejo en este lado de la mesa. No le molesto más, doctor. –La celadora abandonó la consulta del jefe de sección de neumología del Hospital San Jorge de Huesca sin esperar ninguna contestación. Estaba cansada, tenía una pierna agarrotada y en lo único en lo que pensaba era en una ducha, una ensalada y una cama. Y en que su marido estuviera ya profundamente dormido, claro.
            -¿Se puede saber qué es este cuaderno y para qué… -El doctor Bermejo no pudo concluir la pregunta. El portazo tiró por el precipicio la línea de entonación que sustentaba sus palabras. Aquella mujerona tenía un carácter que cualquiera iba a chistarle. Los médicos le tenían más miedo que al director del centro hospitalario. Si una vez se le ocurrió invitar al San Jorge a una mujer con la que tonteaba para fardar de trabajo y esta se negó a subir en el ascensor en cuanto asomó en su interior la brutal celadora… Si desde que ejercía nunca había encontrado un hospital en el que los pacientes desearan con tanto fervor recibir el alta médica… Si tuvieron que cambiarla de planta para que dejaran de adelantarse los partos durante el mes que reforzaron el personal en la planta de maternidad del hospital…

            Eran las nueve de la noche. Llevaba horas lloviendo. El doctor tenía guardia. El cuaderno seguía en la misma posición sobre la esquina de la mesa de conglomerado de la consulta. El doctor Bermejo llevaba diez minutos en pie, asomado a una enorme cristalera que daba a la calle, iluminada por las farolas desde media tarde a causa de la oscuridad que trajeron las lluvias, y se sorprendió a sí mismo pensando en el extraño joven que había llegado el día anterior al hospital, aquejado de una pulmonía que había resultado ser fulminante. El chico no llevaba documentación y no traía más que un pantalón de chándal, una camiseta de manga corta y un reloj de pulsera. Había llegado descalzo al hospital, empapado, envuelto en un sudor frío y una tos áspera, alta temperatura y delirio evidente. No pidió ver a nadie, no reveló su nombre ni su domicilio. Tan solo insistió en preguntar por una chica, por una chica enfundada en un chándal naranja. En cuanto se percató de que allí no iba a encontrarla bajó la mirada, respiró profundamente y pidió un bolígrafo y una libreta, se dejó desvestir y se subió a su cama. Escribía con frenesí y, de vez en cuando, levantaba la vista y sonreía mirando hacia una pared vacía que parecía darle algún consuelo y lo alentaba para seguir garabateando sobre las hojas abombadas de su cuaderno.
            De modo que allí estaba esa curiosa libreta que contenía los últimos pensamientos del pobre desgraciado. Al médico le costaba entrar en la intimidad de ese ser humano que yacía en el depósito. Temía importunar a aquel último paciente. Al final, se convenció de que quizá aquella escritura febril revelaría algún dato sobre la identidad del muchacho. Con ese propósito y la necesidad de huir del aburrimiento y de las preocupaciones que hacían cola en su cerebro cada vez que tenía guardia, arrancó el cuaderno de manos del olvido y rescató la historia de su paciente efímero.

II

            “La lesión no sé cuándo me la hice. Supongo que no fue producto de un momento puntual. Llevaba tiempo notando molestias y no hice nada por remediarlo. Pero no quiero seguir hablando de esto. Lo importante es que decidí acudir a un médico y este me prescribió unas sesiones de fisioterapia. El chico que me atendía era muy amable y en cuanto cogí confianza con todo el grupito que nos juntábamos allí, fue todo más llevadero. En rehabilitación conoces un poco de toda la sociedad. Gente de todas las edades y para todos los gustos. Como un chaval, Toni, que tenía no sé qué enfermedad del crecimiento que le producía unos dolores terribles en las rodillas. Era estudioso, educado, y estaba un poco harto de su madre, que le acompañaba a todas partes y le llevaba los libros del cole a las sesiones para que no perdiera tiempo de estudio. Había también dos chicas encantadoras, alegres y comprensivas, con roturas en el fémur la más alta y en los ligamentos de la rodilla la más joven, siempre interesadas en las afecciones de los demás, dispuestas a echarte un capote en eso de llevar con buen humor tus molestias. Una estaba de baja, Eva, la más alta, y tenía para rato. Su pierna estaba destrozada, aunque el médico era optimista y el fisio había conseguido recuperar mucha movilidad en un tiempo razonablemente corto. Tenía ojos claros, media melena rubia y un buen tipo, y su sonrisa era como una señal luminosa de aparcamiento libre y gratuito entre una ciudad superpoblada e imposible para el tráfico. Eva me gustaba y creo que algo se olió, pues enseguida empezó a hablarme de su novio, de que iba a irse con él todo el fin de semana, de que estaban pensando en irse a vivir juntos… Macarena, la otra chica, también era fascinante.
            Era muy joven. Tenía diecinueve años recién cumplidos. Era estudiante de medicina y tenía una mirada inteligente que atraía tanto o más que sus bien formadas curvas. Su rostro era risueño, con esos ojos grandes y oscuros, que gritaban la marca Andalucía por todas partes. Era de un pueblecito de Málaga, no recuerdo ahora el nombre, El Burgo, me parece, o no sé qué del Burgo. El caso es que se había venido hasta aquí porque quería estudiar la carrera en una universidad modesta, con poca gente. Como ella me comentó mientras levantaba su pierna tensando una goma elástica que la sujetaba a una camilla, en esta ciudad tocaba a un muerto para cada cinco alumnos, lo cual era una suerte. En cualquier universidad andaluza, tenías que repartírtelo entre más de cincuenta, y no aprendías nada. Casi era una suerte poder palpar el cadáver en las prácticas. Macarena era muy divertida y tenía mucho arte. Siempre estaba con una sonrisa en la boca y nunca se olvidaba de preguntar por la evolución de tu lesión. Tanto ella como Eva enseguida se aprendieron mi nombre –yo tardé unos días- y siempre me preguntaban por el fin de semana, qué iba a hacer, a dónde iba a ir o qué es lo que había hecho y cómo le había sentado a mi tendón el descanso de sesiones desde el viernes anterior. Porque yo tenía una inflamación en el tendón de Aquiles, y no había manera de que desapareciera.

            Vuelvo a insistir. La tendinitis no fue más que la llave que me dio acceso a un entorno desconocido para mí, una habitación que nunca había encontrado en mi casa y en la que estaba descubriendo una auténtica familia o más bien lo que había imaginado desde niño como mi familia. En la sala de rehabilitación no había gritos ni llantos, brazos arañados colgando de otros brazos en tensión, portazos que marcaban puntos y aparte entre párrafos de insultos y reproches. Allí no había ausencias prolongadas ni miedos agazapados, no había amenazas ni recriminaciones. Ni padre autoritario ni madre desbordada ni malas compañías ni refugios que eran trampas con cepos imposibles. En la sala de fisioterapia tan solo estaba Armando, dirigiendo como un maestro de baile a unos y a otros, dando un minuto a aquella y tres a este, pidiendo un poco de paciencia por aquí y aplicando un masaje o un gel de ultrasonidos por allí. Enseñaba algunos ejercicios con la pelota o las cintas elásticas o la pasarela y enseguida atendía las señales y alarmas que confirmaban que el foco de calor se había parado o que tocaba ganchear al de la segunda camilla. Y en torno a Armando Eva elevaba la pierna operada ayudada por una cinta de tela, Macarena, sentada sobre la pelota, hacía equilibrios con la espalda recta y don Antonio acompasaba brazos y piernas mientras desfilaba por la pasarela arriba y abajo, abajo y arriba, hasta que Armando le obligaba a descansar.
            Don Antonio tenía cerca de noventa años. No es broma. Había nacido recién terminada la Gran Guerra, había participado en la Guerra Civil española y le había rozado la Segunda Guerra Mundial. Había estado en el extranjero muchos años y cuando volvió a su pueblo no le conocía nadie. Como don Antonio nos contaba, “no me conoce el toro ni la higuera y ni siquiera el niño de la tarde”. Porque don Antonio era muy lorquiano, y no había dejado de leer a Federico nunca. Macarena, que se volvía loca cuando se tocaban temas andaluces, se emocionaba oyendo hablar a don Antonio e imploraba siempre a Armando para que dejara descansar al buen hombre, obediente y disciplinado, siempre pasarela arriba, pasarela abajo, una y otra vez. De hecho, nuestra estudiante de segundo curso de Medicina, para consolar al veterano del grupo, le decía, con ese acento andaluz tan cargado de emoción y sentimiento: “no te conoce nadie, no. Pero yo te canto.” Y don Antonio se revolvía en la silla de descanso y se lanzaba de nuevo al ruedo, se sujetaba a las barras con firmeza y desfilaba, pasarela arriba, pasarela abajo, con un ímpetu que ya no tenían ni los adolescentes.

            Dos semanas entre mis compañeros de rehabilitación me bastaron para que me sintiera en ese lugar de olor inconfundible y trasiego ordenado como si me encontrara en la casa de cualquier compañero de colegio, ya que no puedo tomar la mía como ejemplo. Llegaba a media tarde, saludaba a Armando y a las chicas, departía un poco con don Antonio, cuando no estaba resollando en su silla de respaldo negro, y me metía en la cabina para que me aplicaran ultrasonidos en el tendón. Después, un ratito de espera y la cabina de al lado, no sé si la dos o la tres, porque Armando se empeñaba en no poner unos numeritos sobre cada cubículo, y no hacíamos más que confundirnos o preguntar tres veces si era esa la habitación o la que estaba junto a ella. En fin, en la cabina vecina colocaba la pierna sobre un aparato tapado con una toalla y una máquina se encargaba de adormecer mi tobillo. En la sala solía llevarme un libro, aunque me gustaba estar más atento a las conversaciones, siempre jugosas, que se producían en torno a las camillas. Una cortinilla me aislaba de la sala central, pero siempre me las apañaba para dejar una abertura por donde observar a mis compañeras de lesión. A través de esa mirilla descubrí a la mujer que me ha tenido obsesionado hasta ahora, y que no va a dejar de obsesionarme hasta el final de mi vida. Una niña o una joven o una mujer. Su edad es incierta, como mi final. Sin embargo, su chándal color naranja fue tan real que es lo único que puedo dar como seguro en toda esta historia.

            Antes quizá de hablar de la chica tendría que haberme referido a José Luis. Al contrario que todos los que participábamos en la gran tertulia que era la sala de rehabilitación, este extraño muchacho de barba desaliñada y pegado a unos cascos, no participaba para nada en nuestras conversaciones. Era un hombre extraño, de mirada triste, como suspendida en un espacio que ninguno de nosotros estaba invitado a compartir. Armando se esforzaba en integrarlo, sacarlo de su limbo y su hermetismo, aunque sin éxito. El muchacho se limitaba a responder con monosílabos únicamente las preguntas técnicas y de rigor que afectaban a su lesión en uno de sus brazos, no recuerdo cuál. Por eso me extrañó sobremanera que una chica como la que cruzó fugazmente detrás de mi cortinilla, de una belleza que parecía de otro mundo, viniera a buscarlo. No tuve mucho tiempo de analizar a la extraordinaria mujer del chándal naranja. La semana siguiente no hubo ni rastro de José Luis. Parecía habérselo tragado la tierra. De igual forma, ya no hubo misteriosa mujer que viniera a recogerlo. Pensé que no iba a volver a verla. ¡Qué equivocado estaba!

            Mi lesión no parecía enmendarse y mi rehabilitación, pese al buen hacer y los ánimos del fisio, no daba ningún fruto. La desesperanza se había contagiado a mi espíritu, y mis días empezaban a teñirse de ilusiones muertas. Por eso fue una enorme suerte que un martes se presentara de nuevo el chico de los cascos y la barba descuidada. Todos lo saludamos con educación, aunque yo no pude ocultar una alegría que mis compañeros no podían explicarse. Esa tarde yo había terminado mis ejercicios y Armando acababa de darme esos golpecitos con la palma abierta en mi tobillo que era el “hasta la siguiente” del lenguaje de los fisioterapeutas. Remoloneé todo lo que pude y me dediqué a charlar con Eva sobre el tiempo que iba a hacer el fin de semana y a preguntarle qué pronosticaba su infalible rodilla destrozada. La espera fue fructífera. La chica del chándal naranja apareció, aunque se quedó en la puerta, a la espera de que José Luis, el hombre más afortunado del universo, abandonara la sala sin despedirse. Sé que mi comportamiento no fue el adecuado, pero los seguí.

            No recuerdo un día peor en todo el invierno. Llovía mucho, el viento era incómodo e impredecible. Yo no había traído paraguas y el forro que llevaba era inútil en tales circunstancias meteorológicas. Iba en chándal, como siempre que tenía rehabilitación, y el pantalón no abrigaba lo más mínimo. Mis zapatillas de deporte, de tela, con minúsculos agujeros en el empeine, condenaban a mis calcetines a empaparse sin remedio. La pareja andaba con enorme lentitud y eso aceleraba aún más la humedad a la que se había entregado todo mi cuerpo. No importaba. Podía distinguir la silueta perfecta de la extraordinaria mujer que inexplicablemente compartía su vida con el pobre diablo del grupo de fisioterapia. Las caderas de la muchacha me hipnotizaban con su danza bajo la lluvia, su sonrisa, aunque no la hubiera visto nunca, tiraba de un hilo al que me había atado voluntariamente y que no estaba dispuesto a soltar por ninguna razón. La razón, de hecho, no tenía nada que ver con esto. Tan ensimismado iba en mis pensamientos y en mis fantasías que no me di cuenta de que habíamos salido de la ciudad y nos adentrábamos en uno de esos jardines o huertos o descampados que circundan las últimas edificaciones del extrarradio. Atravesé una verja que recordaba chirriante y oxidada, aunque entonces no pude ni oír ni distinguir con la vista. La pareja se quedó en un rincón, ante un montón de piedras y malas hierbas y yo les ofrecí ese espacio de intimidad quedándome en un segundo plano, junto a la verja de hierro. Me senté, revolví el sudor y el agua de lluvia de mi frente y esperé durante horas. Conforme pasaba el tiempo distinguía con mayor claridad su figura, su cuerpo, su rostro y la línea de sus labios, sus ojos, su cabello empapado y la blancura radiante de sus facciones, ese contraste arrebatador con el naranja tan vivo, tan despierto, tan audaz de su alegre chándal. La figura de José Luis se desdibujaba a su lado. Parecía una sombra, un borrón que se difuminaba exclusivamente para marcar aún más la extraordinaria imagen que llenaba de color todo lo que me rodeaba.

            No será necesario –tampoco dispongo de mucho tiempo- que me extienda mucho más. El próximo recuerdo que tengo se vincula a este hospital. Una enfermera histérica, una ambulancia, ruido, luces, empujones y puertas que se abren y cierran. No sé en qué orden se produjeron estas escenas, pues mi cerebro ya no entiende de sucesiones lógicas. No he vuelto a ver a la chica hasta esta mañana. Con eso me basta. Es curioso. No me he enterado hasta hace bien poco de que José Luis, el chico de las sesiones de rehabilitación, ingresó cadáver esta misma madrugada, por ingesta atroz de pastillas. A mí me ha podido la neumonía. Hablo en pasado porque es el único tiempo que me he permitido utilizar en esta narración. Y porque a ella parece gustarle.”

III

            Un ruido seco de un cuaderno abierto sobre el suelo inmaculado de la sala de guardias del Hospital San Jorge de Huesca alertó al doctor Bermejo quien, erguido sobre su mesa de conglomerado verde, descubría horrorizado sus manos temblorosas a través del soberbio ventanal que se asomaba al cerro de la ciudad. Habría jurado que, entre las sombras, un brillo o un reflejo o un fulgor anaranjado había acompañado al último rayo de la dichosa tormenta del peor día de lo que se llevaba  de invierno.

jueves, 22 de febrero de 2018

Temporal de nieve en el Día de Acción de Gracias


LOS RESTOS DE LA CENA


            Estoy sentada a la mesa y no veo el momento de levantarme y recoger los platos, los cubiertos, las copas, las bandejas. Debería de incorporarme y recoger todo lo que hay sobre la mesa, todos los restos de la cena. Sin embargo, algo me retiene. Algo me ata a la silla recién tapizada sobre la que, por fin, puedo descansar. Ya no tengo que hacer cientos de viajes de ida y vuelta a la cocina. Ya no necesito obsesionarme con la temperatura del horno ni con el punto de la carne ni preguntarme si habrá suficientes cervezas o si hay que descorchar otra botella de vino italiano o español. Ahora puedo descansar y disfrutar también del silencio que reina sobre esta casa. Porque, por primera vez en su vida, mi marido, con el que llevo casada treinta y dos años, ha cerrado su maldita boca.

El silencio, la paz y la quietud que me envuelve como una manta de niebla en una mañana de otoño me invita a dejar correr libres mis pensamientos. Mi cabeza es como uno de esos planos imposibles de las viejas ciudades de Europa. Hay demasiados callejones sin salida, calles de ángulos imposibles y avenidas que cambian de nombre sin ninguna razón. Son demasiadas las calles cerradas al tráfico y no son pocas las que no han  visto un peatón o un coche en años. Pero es este cerebro mío el que tiene que aprender a interpretar los signos y leer la leyenda que aparece en el reverso. Y ahora estoy en condiciones de hacerlo. Me parece increíble poder respirar sosegadamente y escuchar el lento movimiento de los copos de nieve que siguen amontonándose ahí fuera. Solamente los platos del postre y los restos de la cena de Acción de Gracias podrían disuadirme. Cuando los principios del orden natural de las cosas, la fuerza de la costumbre, lo correcto y la guía de la buena ama de casa se ponen de acuerdo para que me levante por fin de la silla y retire el servicio, la badeja del pastel de manzana con el que hemos cerrado la cena se interpone en mi camino. Veo todas esas migas y, como un acto reflejo, me llevo la mano al bolsillo del delantal y siento el termómetro hecho añicos. Un minúsculo cristal corta uno de mis dedos ajados y agrietados. No he sentido nada.

Continúo sentada, mirando los copos de nieve, escuchando el ruido que hace la nieve acumulada al desplomarse. Entonces me doy cuenta de que la meteorología tiene la culpa de todo. Las nieves que llevan anunciando todos los canales durante la semana, el frío que está haciendo, las carreteras cortadas, la ausencia de nuestros invitados españoles, el continuo descenso del mercurio en el termómetro que una amiga me regaló y que yo coloqué en el cristal exterior de la ventana de la cocina. Lo que ha pasado tenía que suceder así, porque el tiempo, el frío, la nieve y la receta de Acción de Gracias no pueden estar equivocados.

Nuestros amigos españoles habían llamado esta mañana temprano. Los niños no tenían escuela porque habían cancelado las clases en todo el distrito. Se oían los gritos de los chicos jugando en el sótano, esperando que la nieve les diera una tregua para salir al jardín. El matrimonio que iba a venir a cenar esta noche no estaba tan eufórico. La carretera que lleva a nuestra pequeña ciudad de Western Massachusetts, por la que iban a venir desde el barrio de Boston en donde viven, estaba cortada. Se habían derrumbado varios árboles antes de la gran nevada debido a unas ráfagas de viento que nadie se esperaba. Con el temporal de nieve encima, las autoridades habían preferido evitar problemas en la carretera. El viento, de hecho, es uno de los agentes desencadenantes de lo que ha ocurrido esta noche.

Yo me había levantado muy temprano, como siempre. Él siguió durmiendo hasta bien entrado el mediodía. Comos siempre, tengo que añadir. Fue antes de la llamada de Pilar y Carlos desde Milton cancelando nuestra cena, antes de que la nieve hiciera su aparición, antes de que en la tele empezara el programa especial de Acción de Gracias con todo lo que había que saber para preparar la perfecta cena de Thanksgiving Day. Yo no necesitaba que nadie me hablara como a una retrasada o una principiante sin ninguna noción de cocina. Lo último que me quedaba por hacer a esas alturas era el postre. Un pastel de manzana que había descubierto en una receta de cocina que me habían aconsejado mis amigos de Boston.
Me habían hablado de una página de Internet -espancomido.com- que había creado una prima de Pilar y que recogía recetas deliciosas. No necesitaba la traducción porque venía en inglés y era sencilla. La única diferencia con el apple pie que yo preparé esta mañana ha sido el origen de las manzanas que he usado para el postre. No era muy probable que encontrara en nuestros supermercados las manzanas de La Almunia que aconsejaban en Internet. La Almunia, por lo visto, era una población del norte de España, famosa también por sus cerezas y sus melocotones. Yo había comprado mis manzanas Granhy Smith y el resto de los ingredientes el día anterior en el BigY. Estaba convencida de que iba a salir estupendo. Entonces no sabía que el pastel íbamos a tener que comérnoslo entre él y yo. Y entonces oí un ruido a través de la ventana de la cocina.

El termómetro me lo había regalado mi amiga y ella misma me había dicho cómo colocarlo. Había aguantado quince días. Pero el viento era muy fuerte y pudo con él. Bajé corriendo al driveway y comprobé lo que me temía. El cristalito que protegía el mercurio se había partido con el golpe sobre el asfalto y lo recogí en una bolsita de plástico que tenía en el delantal, de aquellas que usaba para recoger las deposiciones de nuestro Atila. Todavía sentada junto a la mesa sin recoger, jugueteo con los trocitos de cristal que conservo en el bolsillo derecho del delantal, miro esos critalitos y observo una vez más todo lo que queda encima de la mesa. Estoy cada vez más convencida que la meteorología tiene la culpa de todo. Cada vez más convencida.

Después vino la llamada de Pilar y la confirmación de que mi marido no iba a levantarse temprano el Día de Acción de Gracias ni siquiera para ver el desfile por la televisión. ¿Por qué me sentí aliviada? No iba a tener que oír sus quejas, sus gruñidos, sus desprecios. Durante todos estos años no ha habido día en que no me sorprendiera a mí misma mirando el reloj, deseando con toda mi alma que todavía no se despertara, que fuera el momento de irse con sus amigos y se emborrachara en el Peter Pan bar, que aceptara un viaje de más de un fin de semana para jugar en el torneo de bowling, que sonara el teléfono y me dijera que a mi marido le había ocurrido una desgracia…
Esta mañana no ha sido diferente y, en la cocina, preparando el apple pie, he mirado el reloj y he dejado que estos pensamientos jugaran la super bowl en mi cerebro. Luego he reaccionado y he cumplido con mi deber en mi propia casa. Después él se ha levantado y no ha cesado de gritarme e insultarme. Se ha ido un momento dejándome el corazón acogotado, el salón repleto de cervezas y la cocina y la mesa como un bodegón de esos cuadros barrocos que tanto me han gustado siempre. He rezado para que no volviera y ahí arriba no debe de llegar mi frecuencia. Ha vuelto, hemos estado cenando, no me he ahorrado ningún viaje a la cocina, ha devorado cada uno de los platos que he servido y ha terminado con el pastel de manzana. Yo no lo he probado.

Está bien. Creo que es el momento de levantarme y despejar la mesa del comedor. Primero llevaré las copas y los vasos, las  bandejas y los cubiertos. Después la jarra y las fuentes. Voy a dejar los platos del postre para el final. Creo que limpiaré a conciencia el suyo y la bandeja en donde he servido el pastel de manzana. Cuando termine de recoger todo, asiré a mi marido levantándolo de las axilas. No tengo ni idea de qué voy a hacer con el cuerpo. Será imposible esconder el veneno del mercurio en su organismo. Lo mejor será enterrarlo bajo la nieve.

jueves, 18 de enero de 2018

Homenaje a Stephen King

RELATO EN BAR HARBOR

            Necesitaba unos días para escribir mi historia. Había escogido una casita en el estado de Maine, en Bar Harbour, muy cerca de una de las entradas al Acadia National Park. Tenía un permiso de trabajo y había dejado a los niños con su madre y sus abuelos, como quien deja un paquete en la US Postal. No era el mejor momento porque mi esposa estaba esperando una niña y llevaba todo el embarazo echándome en cara lo poco que colaboraba. Yo sabía que con este viaje le estaba regalando una maleta llena de argumentos que abriría en cada sesión de discusiones posteriores. Sin embargo, tenía que escribir si quería seguir viviendo mi sueño. En el mundo sin pies ni cabeza del oficio de escritor, solamente se cumplen tus sueños si te olvidas de dormir. Y en estos seis días apenas he pegado ojo.
            No sé por dónde empezar. Puedo decir que la historia está prácticamente terminada. Una línea más y estará lista para enviársela a la editorial. Tengo abierto el correo electrónico y el mensaje escrito a falta de mostrar borrador y adjuntar el archivo definitivo. No acabo de decidirme. Hoy es mi último día en Maine y podría dar carpetazo a todo este asunto y dedicarme a pasear por la costa, beber una Allagash, saborear el lobster roll o probar el famoso clam chowder. Pero aquí sigo, delante del ordenador, con el cursor parpadeando y un silencio sepulcral amenazando con estallar si pulso las teclas. Estoy en modo pause desde el punto de la mañana y lo único que se me ha ocurrido es rescatar el bolígrafo del bolsillo de mi mejor camisa y garabatear estas líneas antes de decidirme a poner punto y final a mi relato. He colgado el teléfono hace un rato y…

No pretendo que alguien entienda lo que escribo. El relato doy por descontado que no pasará de ser otra historia curiosa y me atrevo a decir que estimulante. Original, sin duda. Esta carta puede que sea, además, mi testamento. Quizá legado suene menos serio, menos dramático. La voz de un escritor navega entre su imaginación y su experiencia y a veces no hay tabla que la salve del naufragio. Si esta historia consigue sobrevivir a las mareas podré sentirme afortunado. Hay quien ve al autor detrás del oleaje de sus frases y metáforas y hay quien nunca se plantea quién es el timonel del barco de una buena historia. Con esta carta y este relato no estoy más que creando un mar de tinta y no me toca a mí dilucidar si los borrones o las frases hechas o muy hechas son algo más que pura fantasía. Llevo seis días tratando de entenderlo y hoy, por fin, cuando escriba las últimas palabras, se acabarán sospechas y misterios.

Empezaré desde el principio. Nada más llegar al pueblo de Bar Harbor, en Maine, tuve una conversación de lo más extraña con la chica de la gasolinera. Me saludó como si me conociera de siempre y, sinceramente, soy culpable de no haberla sacado de su error. Era guapa y asustadiza y me recordó un poco a Hannah, mi esposa. Después de pagarle e insistir en que se quedara la propina, me dio esa especie de abrazo con velcro con el que se prodigan algunos americanos y me dijo que al final de la semana había música en directo en el Thirsty Whale, y que todos estarían allí. ¿Era posible que la preciosa mujer enfundada en el mono gris me hubiera confundido con un hombre de la zona? Mi acento de Bogotá convierte en imposible llegar a semejante conclusión. Lo dejé estar, aunque resolví dejarme caer por aquel bar aquella noche, dondequiera que se encontrase el garito. La invitación para el siguiente viernes había decidido considerarla muy seriamente. Pero era lunes todavía y aún tenía que llegar a la finca que había alquilado.
La casa era amplia y acogedora, los ventanales inmensos y la mesita en donde coloqué el portátil se ajustaba a la perfección a mis tres o cuatro manías de escritor. Encendí el ordenador y leí el correo. Tres mensajes de la editorial y un par de mi compañero de letras, instigándome a terminar el cuento que llevaba meses postergando. Me enfurecí y estuve a punto de tirar el florero que estaba sobre el escritorio. ¿Por qué no me dejaban en paz? ¿No estaba allí para cumplir con mi contrato? Estaba tan enfadado que me decidí a salir a conducir por el Parque, aunque había empezado a llover con fuerza y el viento, que no había parado en todo el día, sobrecogía un poco. En cuanto salí por la puerta vi a la vecina.

Era la chica de la gasolinera. No me lo podía creer. Se asustó un poco al ver la expresión de mi rostro y la brusquedad con la que había abierto la puerta. Me saludó otra vez y me pidió un juego de mesa. Le iba a contestar que yo no tenía ni idea si en aquella casa tenían algo parecido pero la chica entró como si estuviera en su propia casa y abrió un baúl repleto de barajas, juegos y cubiletes de dados. Yo no podía salir de mi asombro y, entonces, se acercó a mí, me cogió dulcemente de la mano y me besó en la mejilla. Abandoné la idea de salir de casa. El cabreo se había evaporado y solo tuve ganas de abrir una de las botellas de Malbec argentino que había traído y darme un baño. Ese día no escribí ni una sola línea.
El martes estuve todo el día organizando las fotos de familia que tenía en el ordenador. Quería darle una sorpresa a Hannah y a los niños y preparar una especie de álbum que abonara el terreno para la pequeña que venía en camino. También necesitaba hacer la compra, así que me fui al supermercado. Mientras hacía cola descubrí con horror que la chica de la caja era la misma rubia de la gasolinera, la misma vecinita cariñosa. ¿Me estaba volviendo loco? Volvió a estar excesivamente afectuosa conmigo y me recordó el concierto del sábado. No mencionó su cariñosa despedida en mi casa ni me dijo si iba a devolverme aquel juego o a invitarme a jugar aquella noche. Cuando deslicé la tarjeta para pagar las cuatro cosas que me llevaba del local, ella me arrebató la tarjeta de crédito y me indicó cómo debía colocarla. Me pellizcó suavemente en la mano y recorrió con su índice mis nudillos. Mencionó que el sábado no trabajaba y que ya sabía dónde se bebía la mejor cerveza de Bar Harbor.
Cuando llegué a la casa, abrí la otra botella de tinto y me senté delante del ordenador. Venía desde Western Mass con un montón de ideas sobre mi relato y traía apuntes sobre el narrador, los personajes, los ambientes y dos o tres tramas sorprendentes. Rompí aquellas notas y empecé a escribir mi historia sobre la desconocida muchacha rubia. Empecé a obsesionarme y, cuando me quise dar cuenta, estaba amarrado al Font du Vent, en la única playa de arena de Acadia. Estaba atardeciendo y no había más que unas sombras a lo lejos que paseaban chapoteando en las frías aguas del océano. Había estado escribiendo durante horas pero no era capaz de recordar ni una sola frase, situación o personaje. Me levanté, abandonando la botella vacía junto a unas rocas y empecé a subir los peldaños de aquella escalera. Una muchacha tiró de mi camiseta y descubrí, al volverme, a aquella atractiva mujer de Maine.

Los cuatro días siguientes pasaron de largo como un pañuelo de estación. El ordenador seguía encendido y el relato estaba escrito. ¿Había inventado yo aquella historia? ¿Qué era lo que había trasladado a aquel documento de la esquina superior de la pantalla? ¿Por qué no me atrevía a abrirlo y despejar las dudas? Esa mañana me levanté y busqué la botella de Rioja. Había terminado con todas las que había traído y no quedaba ni gota del vino francés que había comprado en el pueblo. El último tique de compra era de la noche del día anterior y en él aparecían tres botellas. Las tres yacían desangradas sobre la pila del fregadero.
Ya estábamos a viernes, el día del concierto en el bar de moda de Bar Harbor. Tenía que ir, que descubrirla, que hablar con ella por fin. Desde que aquella mujer había hablado conmigo por primera vez, detrás del surtidor de gasolina, no recordaba haber tenido la valentía de hacerle la pregunta. Ella era siempre la que hablaba, la que me llevaba a su terreno, la que me adormecía con ese trato íntimo, con esas confidencias y esas miradas y cuchicheos que acababan perdiéndome en su cuerpo. Y luego nunca recordaba nada. Cada mañana me levantaba habiendo perdido un día y dos o tres botellas. Así que la noche del viernes iba a ser diferente.
Cuando entré en el Thirsty Whale no me sorprendió el saludo que me llegó desde la barra. La gente me saludaba allá donde iba y me invitaban o me preguntaban sobre mí. Entonces me senté en una de las mesitas y pedí mi cerveza. Estaba echando un vistazo a la carta cuando entró uno de los tipos que iban a dar el concerto. Llevaba un bajo y muchas prisas. El camarero salió de la barra y se vino con un barril de cerveza. Uno de los clientes del bar se me acercó extrañado, sorprendido de que no bebiera vino, como de costumbre. No entendía nada. En realidad llevaba casi una semana sin entender absolutamente nada de lo que ocurría a mi alrededor. En ese pueblo estaban mal de la cabeza o tenían un sentido del humor muy poco respetuoso con los foráneos. Me levanté y pagué la cuenta dejando una propina ridícula. A punto de salir de aquel bar, entró entonces la misteriosa mujer de Bar Harbor.
Recuerdo hacerle mil y una preguntas, pedirle otras tantas cervezas y llevarla a su casa en mi coche. En el desvío para llegar a la casa paré el coche, apagué el motor y le pedí por favor que me lo contara. No he visto una expresión más dulce, triste y esperanzada en toda mi vida. Me miró y abrió la puerta del coche. Y no pude reaccionar a tiempo. La chica salió del vehículo y se puso a correr entre los árboles. Fue inútil seguirla y perdí el sentido de la orientación. No supe encontrar el camino hacia la carretera y la aplicación de la linterna del móvil no consiguió sacarme de aquel bosque de trampas. Se me cruzó un ciervo más asustado que yo y tropecé con un bulto entre dos pinos majestuosos. Era un cuerpo. Descubrí horrorizado aquella chaqueta de punto que le había ayudado yo a quitarse en el bar, en la playa y en otros lugares del Parque. Comprobé angustiado que la figura que yacía boca abajo entre la maleza llevaba los vaqueros moda de los setenta que había visto alejarse de la casa la primera vez que vino a por aquel juego. Era ella. Y estaba muerta.

La policía me ha dicho que tengo que abandonar la casa cuanto antes. No saben quién me la ha alquilado y a quién se supone que pagué por la semana de vacaciones. En aquella casa vivía una pareja muy querida en el pueblo. La chica era encantadora y él un hombre sencillo. Pero esa casa llevaba cerrada quince años y el cuerpo que acababa de encontrar llevaba esos tres lustros bajo tierra. El policía que me tomó declaración se esforzó por no reírse cuando describí a aquel ángel de cabellos rubios, tan hermosa cuando le cerré los ojos bajo los pinos… Al final han cedido y me han acompañado a visitar la gasolinera, el bar, la playa y el supermercado. A la chica que jura que me atendió el día de mi llegada y me echó la gasolina más barata no la he visto en mi vida. Lo mismo que a la cajera, que asegura que estuvimos hablando de vinos españoles, franceses e italianos el rato largo que le costó a mi tarjeta entrar con buen pie por la ranura. No he vuelto a ver al camarero del bar ni a los clientes del Thirsty Whale. Al final, se ha concluido que encontré los restos de la muchacha por casualidad y que el destino quería que por fin los padres de la joven, ya ancianos, pudieran enterrar a su hija. Las sospechas recaen sobre su antiguo novio, claro, pero no se han vuelto a tener noticias de él desde que desapareció la muchacha.

Como se pueden imaginar, nada más volver de la comisaría de policía me he dirigido a casa para hacer las maletas y desaparecer de este lugar. He leído el documento del escritorio del ordenador y lo he encontrado en blanco. Me he puesto a escribir esta carta para no olvidar lo que he vivido durante estos días y es entonces cuando me ha sorprendido una llamada de teléfono. Se trata de un hombre. Asegura que ha firmado un contrato para alojarse en esta casa durante una semana y que está encantado con la localidad, que ha descubierto un par de sitios para comprar buen vino y que la gente parece ser de lo más agradable. Me llama desde un bar del pueblo, no sabe decirme el nombre. Reacciono como puedo y prefiero decirle que soy la persona de la agencia que le va a alquilar la casa. Intento zafarme de él pero insiste en facilitarme su carné de identidad y rellenar una ficha que facilitaban por Internet. Me la va a enviar al correo electrónico que yo le facilite. Le he dado mi correo personal en lugar de inventarme uno. No sé por qué lo he hecho. Ha colgado. Tengo que irme de aquí.
Tengo ya todo preparado. Las maletas ya están en el coche y la casa ha quedado recogida. He terminado la carta con prisas y ya pensaré qué hago con ella. Solamente me falta cerrar el ordenador y llevarlo al coche. Descubro que hay un mensaje de correo. Es la ficha del tipo de la llamada de antes. La abro por pura curiosidad. Cuando termino de leerla me he puesto a escribir la historia, esta historia. Después, he corrido hasta el coche y he arrancado. No pienso parar hasta que me encuentre en mi casa, a muchas millas de este lugar.

En el correo he descubierto que el tipo que llega hoy a la casa es escritor, de origen colombiano, casado y con dos niños. Su mujer espera una niña y su editor le está apretando las tuercas para que escriba un relato. No me resisto a echar mano a mi cartera y ver mi propio carné de identidad. No puedo creerlo. Por lo que aquí dice tengo quince años más de lo que pensaba. Ha empezado a llover y no veo muy bien. Cuando pongo el limpiaparabrisas el carné se cae al suelo e intento recuperarlo sin soltar el volante. Cuando vuelvo a colocar las dos manos sobre el volante y dejo la cartera sobre la guantera descubro que debajo del carné hay una fotografía. Es la chica rubia. Por detrás, una fecha de hace quince años y el nombre del lugar del que estoy huyendo. Un volantazo me lleva directamente hacia el cartel de despedida del estado de Maine.