LOS RESTOS DE LA CENA
Estoy sentada a la mesa y no veo el
momento de levantarme y recoger los platos, los cubiertos, las copas, las
bandejas. Debería de incorporarme y recoger todo lo que hay sobre la mesa,
todos los restos de la cena. Sin embargo, algo me retiene. Algo me ata a la
silla recién tapizada sobre la que, por fin, puedo descansar. Ya no tengo que
hacer cientos de viajes de ida y vuelta a la cocina. Ya no necesito
obsesionarme con la temperatura del horno ni con el punto de la carne ni
preguntarme si habrá suficientes cervezas o si hay que descorchar otra botella
de vino italiano o español. Ahora puedo descansar y disfrutar también del
silencio que reina sobre esta casa. Porque, por primera vez en su vida, mi
marido, con el que llevo casada treinta y dos años, ha cerrado su maldita boca.
El silencio, la paz y la quietud que me envuelve como una manta de niebla
en una mañana de otoño me invita a dejar correr libres mis pensamientos. Mi
cabeza es como uno de esos planos imposibles de las viejas ciudades de Europa.
Hay demasiados callejones sin salida, calles de ángulos imposibles y avenidas
que cambian de nombre sin ninguna razón. Son demasiadas las calles cerradas al
tráfico y no son pocas las que no han
visto un peatón o un coche en años. Pero es este cerebro mío el que
tiene que aprender a interpretar los signos y leer la leyenda que aparece en el
reverso. Y ahora estoy en condiciones de hacerlo. Me parece increíble poder
respirar sosegadamente y escuchar el lento movimiento de los copos de nieve que
siguen amontonándose ahí fuera. Solamente los platos del postre y los restos de
la cena de Acción de Gracias podrían disuadirme. Cuando los principios del
orden natural de las cosas, la fuerza de la costumbre, lo correcto y la guía de
la buena ama de casa se ponen de acuerdo para que me levante por fin de la
silla y retire el servicio, la badeja del pastel de manzana con el que hemos
cerrado la cena se interpone en mi camino. Veo todas esas migas y, como un acto
reflejo, me llevo la mano al bolsillo del delantal y siento el termómetro hecho
añicos. Un minúsculo cristal corta uno de mis dedos ajados y agrietados. No he
sentido nada.
Continúo sentada, mirando los copos de nieve, escuchando el ruido que
hace la nieve acumulada al desplomarse. Entonces me doy cuenta de que la
meteorología tiene la culpa de todo. Las nieves que llevan anunciando todos los
canales durante la semana, el frío que está haciendo, las carreteras cortadas,
la ausencia de nuestros invitados españoles, el continuo descenso del mercurio
en el termómetro que una amiga me regaló y que yo coloqué en el cristal
exterior de la ventana de la cocina. Lo que ha pasado tenía que suceder así,
porque el tiempo, el frío, la nieve y la receta de Acción de Gracias no pueden
estar equivocados.
Nuestros amigos españoles habían llamado esta mañana temprano. Los niños
no tenían escuela porque habían cancelado las clases en todo el distrito. Se
oían los gritos de los chicos jugando en el sótano, esperando que la nieve les
diera una tregua para salir al jardín. El matrimonio que iba a venir a cenar
esta noche no estaba tan eufórico. La carretera que lleva a nuestra pequeña
ciudad de Western Massachusetts, por la que iban a venir desde el barrio de
Boston en donde viven, estaba cortada. Se habían derrumbado varios árboles
antes de la gran nevada debido a unas ráfagas de viento que nadie se esperaba.
Con el temporal de nieve encima, las autoridades habían preferido evitar
problemas en la carretera. El viento, de hecho, es uno de los agentes
desencadenantes de lo que ha ocurrido esta noche.
Yo me había levantado muy temprano, como siempre. Él siguió durmiendo
hasta bien entrado el mediodía. Comos siempre, tengo que añadir. Fue antes de
la llamada de Pilar y Carlos desde Milton cancelando nuestra cena, antes de que
la nieve hiciera su aparición, antes de que en la tele empezara el programa
especial de Acción de Gracias con todo lo que había que saber para preparar la
perfecta cena de Thanksgiving Day. Yo
no necesitaba que nadie me hablara como a una retrasada o una principiante sin
ninguna noción de cocina. Lo último que me quedaba por hacer a esas alturas era
el postre. Un pastel de manzana que había descubierto en una receta de cocina
que me habían aconsejado mis amigos de Boston.
Me habían hablado de una página de Internet -espancomido.com- que había
creado una prima de Pilar y que recogía recetas deliciosas. No necesitaba la
traducción porque venía en inglés y era sencilla. La única diferencia con el apple pie que yo preparé esta mañana ha
sido el origen de las manzanas que he usado para el postre. No era muy probable
que encontrara en nuestros supermercados las manzanas de La Almunia que aconsejaban en
Internet. La Almunia ,
por lo visto, era una población del norte de España, famosa también por sus
cerezas y sus melocotones. Yo había comprado mis manzanas Granhy Smith y el
resto de los ingredientes el día anterior en el BigY. Estaba convencida de que
iba a salir estupendo. Entonces no sabía que el pastel íbamos a tener que
comérnoslo entre él y yo. Y entonces oí un ruido a través de la ventana de la
cocina.
El termómetro me lo había regalado mi amiga y ella misma me había dicho
cómo colocarlo. Había aguantado quince días. Pero el viento era muy fuerte y
pudo con él. Bajé corriendo al driveway y
comprobé lo que me temía. El cristalito que protegía el mercurio se había
partido con el golpe sobre el asfalto y lo recogí en una bolsita de plástico
que tenía en el delantal, de aquellas que usaba para recoger las deposiciones
de nuestro Atila. Todavía sentada junto a la mesa sin recoger, jugueteo con los
trocitos de cristal que conservo en el bolsillo derecho del delantal, miro esos
critalitos y observo una vez más todo lo que queda encima de la mesa. Estoy
cada vez más convencida que la meteorología tiene la culpa de todo. Cada vez
más convencida.
Después vino la llamada de Pilar y la confirmación de que mi marido no
iba a levantarse temprano el Día de Acción de Gracias ni siquiera para ver el
desfile por la televisión. ¿Por qué me sentí aliviada? No iba a tener que oír
sus quejas, sus gruñidos, sus desprecios. Durante todos estos años no ha habido
día en que no me sorprendiera a mí misma mirando el reloj, deseando con toda mi
alma que todavía no se despertara, que fuera el momento de irse con sus amigos
y se emborrachara en el Peter Pan bar,
que aceptara un viaje de más de un fin de semana para jugar en el torneo de bowling, que sonara el teléfono y me
dijera que a mi marido le había ocurrido una desgracia…
Esta mañana no ha sido diferente y, en la cocina, preparando el apple pie, he mirado el reloj y he
dejado que estos pensamientos jugaran la super
bowl en mi cerebro. Luego he reaccionado y he cumplido con mi deber en mi
propia casa. Después él se ha levantado y no ha cesado de gritarme e
insultarme. Se ha ido un momento dejándome el corazón acogotado, el salón
repleto de cervezas y la cocina y la mesa como un bodegón de esos cuadros
barrocos que tanto me han gustado siempre. He rezado para que no volviera y ahí
arriba no debe de llegar mi frecuencia. Ha vuelto, hemos estado cenando, no me
he ahorrado ningún viaje a la cocina, ha devorado cada uno de los platos que he
servido y ha terminado con el pastel de manzana. Yo no lo he probado.
Está bien. Creo que es el momento de levantarme y despejar la mesa del
comedor. Primero llevaré las copas y los vasos, las bandejas y los cubiertos. Después la jarra y
las fuentes. Voy a dejar los platos del postre para el final. Creo que limpiaré
a conciencia el suyo y la bandeja en donde he servido el pastel de manzana.
Cuando termine de recoger todo, asiré a mi marido levantándolo de las axilas.
No tengo ni idea de qué voy a hacer con el cuerpo. Será imposible esconder el
veneno del mercurio en su organismo. Lo mejor será enterrarlo bajo la nieve.
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