RELATO
EN BAR HARBOR
Necesitaba unos días para escribir
mi historia. Había escogido una casita en el estado de Maine, en Bar Harbour,
muy cerca de una de las entradas al Acadia National Park. Tenía un permiso de
trabajo y había dejado a los niños con su madre y sus abuelos, como quien deja
un paquete en la US Postal.
No era el mejor momento porque mi esposa estaba esperando una niña y llevaba
todo el embarazo echándome en cara lo poco que colaboraba. Yo sabía que con
este viaje le estaba regalando una maleta llena de argumentos que abriría en
cada sesión de discusiones posteriores. Sin embargo, tenía que escribir si
quería seguir viviendo mi sueño. En el mundo sin pies ni cabeza del oficio de
escritor, solamente se cumplen tus sueños si te olvidas de dormir. Y en estos seis
días apenas he pegado ojo.
No sé por dónde empezar. Puedo decir
que la historia está prácticamente terminada. Una línea más y estará lista para
enviársela a la editorial. Tengo abierto el correo electrónico y el mensaje
escrito a falta de mostrar borrador y adjuntar el archivo definitivo. No acabo
de decidirme. Hoy es mi último día en Maine y podría dar carpetazo a todo este
asunto y dedicarme a pasear por la costa, beber una Allagash, saborear el
lobster roll o probar el famoso clam chowder. Pero aquí sigo, delante del
ordenador, con el cursor parpadeando y un silencio sepulcral amenazando con
estallar si pulso las teclas. Estoy en modo pause desde el punto de la mañana y
lo único que se me ha ocurrido es rescatar el bolígrafo del bolsillo de mi
mejor camisa y garabatear estas líneas antes de decidirme a poner punto y final
a mi relato. He colgado el teléfono hace un rato y…
No pretendo que alguien entienda lo que escribo. El relato doy por
descontado que no pasará de ser otra historia curiosa y me atrevo a decir que
estimulante. Original, sin duda. Esta carta puede que sea, además, mi
testamento. Quizá legado suene menos serio, menos dramático. La voz de un
escritor navega entre su imaginación y su experiencia y a veces no hay tabla
que la salve del naufragio. Si esta historia consigue sobrevivir a las mareas
podré sentirme afortunado. Hay quien ve al autor detrás del oleaje de sus
frases y metáforas y hay quien nunca se plantea quién es el timonel del barco
de una buena historia. Con esta carta y este relato no estoy más que creando un
mar de tinta y no me toca a mí dilucidar si los borrones o las frases hechas o
muy hechas son algo más que pura fantasía. Llevo seis días tratando de
entenderlo y hoy, por fin, cuando escriba las últimas palabras, se acabarán
sospechas y misterios.
Empezaré desde el principio. Nada más llegar al pueblo de Bar Harbor, en
Maine, tuve una conversación de lo más extraña con la chica de la gasolinera.
Me saludó como si me conociera de siempre y, sinceramente, soy culpable de no
haberla sacado de su error. Era guapa y asustadiza y me recordó un poco a
Hannah, mi esposa. Después de pagarle e insistir en que se quedara la propina,
me dio esa especie de abrazo con velcro con el que se prodigan algunos
americanos y me dijo que al final de la semana había música en directo en el
Thirsty Whale, y que todos estarían allí. ¿Era posible que la preciosa mujer
enfundada en el mono gris me hubiera confundido con un hombre de la zona? Mi
acento de Bogotá convierte en imposible llegar a semejante conclusión. Lo dejé
estar, aunque resolví dejarme caer por aquel bar aquella noche, dondequiera que
se encontrase el garito. La invitación para el siguiente viernes había decidido
considerarla muy seriamente. Pero era lunes todavía y aún tenía que llegar a la
finca que había alquilado.
La casa era amplia y acogedora, los ventanales inmensos y la mesita en
donde coloqué el portátil se ajustaba a la perfección a mis tres o cuatro
manías de escritor. Encendí el ordenador y leí el correo. Tres mensajes de la
editorial y un par de mi compañero de letras, instigándome a terminar el cuento
que llevaba meses postergando. Me enfurecí y estuve a punto de tirar el florero
que estaba sobre el escritorio. ¿Por qué no me dejaban en paz? ¿No estaba allí para
cumplir con mi contrato? Estaba tan enfadado que me decidí a salir a conducir
por el Parque, aunque había empezado a llover con fuerza y el viento, que no
había parado en todo el día, sobrecogía un poco. En cuanto salí por la puerta
vi a la vecina.
Era la chica de la gasolinera. No me lo podía creer. Se asustó un poco al
ver la expresión de mi rostro y la brusquedad con la que había abierto la
puerta. Me saludó otra vez y me pidió un juego de mesa. Le iba a contestar que
yo no tenía ni idea si en aquella casa tenían algo parecido pero la chica entró
como si estuviera en su propia casa y abrió un baúl repleto de barajas, juegos
y cubiletes de dados. Yo no podía salir de mi asombro y, entonces, se acercó a
mí, me cogió dulcemente de la mano y me besó en la mejilla. Abandoné la idea de
salir de casa. El cabreo se había evaporado y solo tuve ganas de abrir una de
las botellas de Malbec argentino que había traído y darme un baño. Ese día no
escribí ni una sola línea.
El martes estuve todo el día organizando las fotos de familia que tenía
en el ordenador. Quería darle una sorpresa a Hannah y a los niños y preparar
una especie de álbum que abonara el terreno para la pequeña que venía en
camino. También necesitaba hacer la compra, así que me fui al supermercado.
Mientras hacía cola descubrí con horror que la chica de la caja era la misma
rubia de la gasolinera, la misma vecinita cariñosa. ¿Me estaba volviendo loco?
Volvió a estar excesivamente afectuosa conmigo y me recordó el concierto del
sábado. No mencionó su cariñosa despedida en mi casa ni me dijo si iba a
devolverme aquel juego o a invitarme a jugar aquella noche. Cuando deslicé la
tarjeta para pagar las cuatro cosas que me llevaba del local, ella me arrebató
la tarjeta de crédito y me indicó cómo debía colocarla. Me pellizcó suavemente
en la mano y recorrió con su índice mis nudillos. Mencionó que el sábado no
trabajaba y que ya sabía dónde se bebía la mejor cerveza de Bar Harbor.
Cuando llegué a la casa, abrí la otra botella de tinto y me senté delante
del ordenador. Venía desde Western Mass con un montón de ideas sobre mi relato
y traía apuntes sobre el narrador, los personajes, los ambientes y dos o tres
tramas sorprendentes. Rompí aquellas notas y empecé a escribir mi historia
sobre la desconocida muchacha rubia. Empecé a obsesionarme y, cuando me quise
dar cuenta, estaba amarrado al Font du Vent, en la única playa de arena de
Acadia. Estaba atardeciendo y no había más que unas sombras a lo lejos que
paseaban chapoteando en las frías aguas del océano. Había estado escribiendo
durante horas pero no era capaz de recordar ni una sola frase, situación o
personaje. Me levanté, abandonando la botella vacía junto a unas rocas y empecé
a subir los peldaños de aquella escalera. Una muchacha tiró de mi camiseta y descubrí,
al volverme, a aquella atractiva mujer de Maine.
Los cuatro días siguientes pasaron de largo como un pañuelo de estación.
El ordenador seguía encendido y el relato estaba escrito. ¿Había inventado yo
aquella historia? ¿Qué era lo que había trasladado a aquel documento de la
esquina superior de la pantalla? ¿Por qué no me atrevía a abrirlo y despejar
las dudas? Esa mañana me levanté y busqué la botella de Rioja. Había terminado
con todas las que había traído y no quedaba ni gota del vino francés que había
comprado en el pueblo. El último tique de compra era de la noche del día
anterior y en él aparecían tres botellas. Las tres yacían desangradas sobre la
pila del fregadero.
Ya estábamos a viernes, el día del concierto en el bar de moda de Bar Harbor.
Tenía que ir, que descubrirla, que hablar con ella por fin. Desde que aquella
mujer había hablado conmigo por primera vez, detrás del surtidor de gasolina,
no recordaba haber tenido la valentía de hacerle la pregunta. Ella era siempre
la que hablaba, la que me llevaba a su terreno, la que me adormecía con ese
trato íntimo, con esas confidencias y esas miradas y cuchicheos que acababan
perdiéndome en su cuerpo. Y luego nunca recordaba nada. Cada mañana me
levantaba habiendo perdido un día y dos o tres botellas. Así que la noche del
viernes iba a ser diferente.
Cuando entré en el Thirsty Whale no me sorprendió el saludo que me llegó
desde la barra. La gente me saludaba allá donde iba y me invitaban o me
preguntaban sobre mí. Entonces me senté en una de las mesitas y pedí mi
cerveza. Estaba echando un vistazo a la carta cuando entró uno de los tipos que
iban a dar el concerto. Llevaba un bajo y muchas prisas. El camarero salió de
la barra y se vino con un barril de cerveza. Uno de los clientes del bar se me
acercó extrañado, sorprendido de que no bebiera vino, como de costumbre. No
entendía nada. En realidad llevaba casi una semana sin entender absolutamente
nada de lo que ocurría a mi alrededor. En ese pueblo estaban mal de la cabeza o
tenían un sentido del humor muy poco respetuoso con los foráneos. Me levanté y
pagué la cuenta dejando una propina ridícula. A punto de salir de aquel bar,
entró entonces la misteriosa mujer de Bar Harbor.
Recuerdo hacerle mil y una preguntas, pedirle otras tantas cervezas y llevarla
a su casa en mi coche. En el desvío para llegar a la casa paré el coche, apagué
el motor y le pedí por favor que me lo contara. No he visto una expresión más
dulce, triste y esperanzada en toda mi vida. Me miró y abrió la puerta del
coche. Y no pude reaccionar a tiempo. La chica salió del vehículo y se puso a
correr entre los árboles. Fue inútil seguirla y perdí el sentido de la
orientación. No supe encontrar el camino hacia la carretera y la aplicación de
la linterna del móvil no consiguió sacarme de aquel bosque de trampas. Se me
cruzó un ciervo más asustado que yo y tropecé con un bulto entre dos pinos
majestuosos. Era un cuerpo. Descubrí horrorizado aquella chaqueta de punto que
le había ayudado yo a quitarse en el bar, en la playa y en otros lugares del
Parque. Comprobé angustiado que la figura que yacía boca abajo entre la maleza
llevaba los vaqueros moda de los setenta que había visto alejarse de la casa la
primera vez que vino a por aquel juego. Era ella. Y estaba muerta.
La policía me ha dicho que tengo que abandonar la casa cuanto antes. No
saben quién me la ha alquilado y a quién se supone que pagué por la semana de
vacaciones. En aquella casa vivía una pareja muy querida en el pueblo. La chica
era encantadora y él un hombre sencillo. Pero esa casa llevaba cerrada quince
años y el cuerpo que acababa de encontrar llevaba esos tres lustros bajo
tierra. El policía que me tomó declaración se esforzó por no reírse cuando
describí a aquel ángel de cabellos rubios, tan hermosa cuando le cerré los ojos
bajo los pinos… Al final han cedido y me han acompañado a visitar la
gasolinera, el bar, la playa y el supermercado. A la chica que jura que me
atendió el día de mi llegada y me echó la gasolina más barata no la he visto en
mi vida. Lo mismo que a la cajera, que asegura que estuvimos hablando de vinos
españoles, franceses e italianos el rato largo que le costó a mi tarjeta entrar
con buen pie por la ranura. No he vuelto a ver al camarero del bar ni a los
clientes del Thirsty Whale. Al final, se ha concluido que encontré los restos
de la muchacha por casualidad y que el destino quería que por fin los padres de
la joven, ya ancianos, pudieran enterrar a su hija. Las sospechas recaen sobre
su antiguo novio, claro, pero no se han vuelto a tener noticias de él desde que
desapareció la muchacha.
Como se pueden imaginar, nada más volver de la comisaría de policía me he
dirigido a casa para hacer las maletas y desaparecer de este lugar. He leído el
documento del escritorio del ordenador y lo he encontrado en blanco. Me he
puesto a escribir esta carta para no olvidar lo que he vivido durante estos
días y es entonces cuando me ha sorprendido una llamada de teléfono. Se trata
de un hombre. Asegura que ha firmado un contrato para alojarse en esta casa
durante una semana y que está encantado con la localidad, que ha descubierto un par
de sitios para comprar buen vino y que la gente parece ser de lo más agradable.
Me llama desde un bar del pueblo, no sabe decirme el nombre. Reacciono como
puedo y prefiero decirle que soy la persona de la agencia que le va a alquilar
la casa. Intento zafarme de él pero insiste en facilitarme su carné de
identidad y rellenar una ficha que facilitaban por Internet. Me la va a enviar
al correo electrónico que yo le facilite. Le he dado mi correo personal en
lugar de inventarme uno. No sé por qué lo he hecho. Ha colgado. Tengo que irme
de aquí.
Tengo ya todo preparado. Las maletas ya están en el coche y la casa ha
quedado recogida. He terminado la carta con prisas y ya pensaré qué hago con
ella. Solamente me falta cerrar el ordenador y llevarlo al coche. Descubro que
hay un mensaje de correo. Es la ficha del tipo de la llamada de antes. La abro
por pura curiosidad. Cuando termino de leerla me he puesto a escribir la
historia, esta historia. Después, he corrido hasta el coche y he arrancado. No
pienso parar hasta que me encuentre en mi casa, a muchas millas de este lugar.
En el correo he descubierto que el tipo que llega hoy a la casa es
escritor, de origen colombiano, casado y con dos niños. Su mujer espera una
niña y su editor le está apretando las tuercas para que escriba un relato. No
me resisto a echar mano a mi cartera y ver mi propio carné de identidad. No
puedo creerlo. Por lo que aquí dice tengo quince años más de lo que pensaba. Ha
empezado a llover y no veo muy bien. Cuando pongo el limpiaparabrisas el carné
se cae al suelo e intento recuperarlo sin soltar el volante. Cuando vuelvo a
colocar las dos manos sobre el volante y dejo la cartera sobre la guantera
descubro que debajo del carné hay una fotografía. Es la chica rubia. Por
detrás, una fecha de hace quince años y el nombre del lugar del que estoy
huyendo. Un volantazo me lleva directamente hacia el cartel de despedida del
estado de Maine.
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