jueves, 18 de enero de 2018

Homenaje a Stephen King

RELATO EN BAR HARBOR

            Necesitaba unos días para escribir mi historia. Había escogido una casita en el estado de Maine, en Bar Harbour, muy cerca de una de las entradas al Acadia National Park. Tenía un permiso de trabajo y había dejado a los niños con su madre y sus abuelos, como quien deja un paquete en la US Postal. No era el mejor momento porque mi esposa estaba esperando una niña y llevaba todo el embarazo echándome en cara lo poco que colaboraba. Yo sabía que con este viaje le estaba regalando una maleta llena de argumentos que abriría en cada sesión de discusiones posteriores. Sin embargo, tenía que escribir si quería seguir viviendo mi sueño. En el mundo sin pies ni cabeza del oficio de escritor, solamente se cumplen tus sueños si te olvidas de dormir. Y en estos seis días apenas he pegado ojo.
            No sé por dónde empezar. Puedo decir que la historia está prácticamente terminada. Una línea más y estará lista para enviársela a la editorial. Tengo abierto el correo electrónico y el mensaje escrito a falta de mostrar borrador y adjuntar el archivo definitivo. No acabo de decidirme. Hoy es mi último día en Maine y podría dar carpetazo a todo este asunto y dedicarme a pasear por la costa, beber una Allagash, saborear el lobster roll o probar el famoso clam chowder. Pero aquí sigo, delante del ordenador, con el cursor parpadeando y un silencio sepulcral amenazando con estallar si pulso las teclas. Estoy en modo pause desde el punto de la mañana y lo único que se me ha ocurrido es rescatar el bolígrafo del bolsillo de mi mejor camisa y garabatear estas líneas antes de decidirme a poner punto y final a mi relato. He colgado el teléfono hace un rato y…

No pretendo que alguien entienda lo que escribo. El relato doy por descontado que no pasará de ser otra historia curiosa y me atrevo a decir que estimulante. Original, sin duda. Esta carta puede que sea, además, mi testamento. Quizá legado suene menos serio, menos dramático. La voz de un escritor navega entre su imaginación y su experiencia y a veces no hay tabla que la salve del naufragio. Si esta historia consigue sobrevivir a las mareas podré sentirme afortunado. Hay quien ve al autor detrás del oleaje de sus frases y metáforas y hay quien nunca se plantea quién es el timonel del barco de una buena historia. Con esta carta y este relato no estoy más que creando un mar de tinta y no me toca a mí dilucidar si los borrones o las frases hechas o muy hechas son algo más que pura fantasía. Llevo seis días tratando de entenderlo y hoy, por fin, cuando escriba las últimas palabras, se acabarán sospechas y misterios.

Empezaré desde el principio. Nada más llegar al pueblo de Bar Harbor, en Maine, tuve una conversación de lo más extraña con la chica de la gasolinera. Me saludó como si me conociera de siempre y, sinceramente, soy culpable de no haberla sacado de su error. Era guapa y asustadiza y me recordó un poco a Hannah, mi esposa. Después de pagarle e insistir en que se quedara la propina, me dio esa especie de abrazo con velcro con el que se prodigan algunos americanos y me dijo que al final de la semana había música en directo en el Thirsty Whale, y que todos estarían allí. ¿Era posible que la preciosa mujer enfundada en el mono gris me hubiera confundido con un hombre de la zona? Mi acento de Bogotá convierte en imposible llegar a semejante conclusión. Lo dejé estar, aunque resolví dejarme caer por aquel bar aquella noche, dondequiera que se encontrase el garito. La invitación para el siguiente viernes había decidido considerarla muy seriamente. Pero era lunes todavía y aún tenía que llegar a la finca que había alquilado.
La casa era amplia y acogedora, los ventanales inmensos y la mesita en donde coloqué el portátil se ajustaba a la perfección a mis tres o cuatro manías de escritor. Encendí el ordenador y leí el correo. Tres mensajes de la editorial y un par de mi compañero de letras, instigándome a terminar el cuento que llevaba meses postergando. Me enfurecí y estuve a punto de tirar el florero que estaba sobre el escritorio. ¿Por qué no me dejaban en paz? ¿No estaba allí para cumplir con mi contrato? Estaba tan enfadado que me decidí a salir a conducir por el Parque, aunque había empezado a llover con fuerza y el viento, que no había parado en todo el día, sobrecogía un poco. En cuanto salí por la puerta vi a la vecina.

Era la chica de la gasolinera. No me lo podía creer. Se asustó un poco al ver la expresión de mi rostro y la brusquedad con la que había abierto la puerta. Me saludó otra vez y me pidió un juego de mesa. Le iba a contestar que yo no tenía ni idea si en aquella casa tenían algo parecido pero la chica entró como si estuviera en su propia casa y abrió un baúl repleto de barajas, juegos y cubiletes de dados. Yo no podía salir de mi asombro y, entonces, se acercó a mí, me cogió dulcemente de la mano y me besó en la mejilla. Abandoné la idea de salir de casa. El cabreo se había evaporado y solo tuve ganas de abrir una de las botellas de Malbec argentino que había traído y darme un baño. Ese día no escribí ni una sola línea.
El martes estuve todo el día organizando las fotos de familia que tenía en el ordenador. Quería darle una sorpresa a Hannah y a los niños y preparar una especie de álbum que abonara el terreno para la pequeña que venía en camino. También necesitaba hacer la compra, así que me fui al supermercado. Mientras hacía cola descubrí con horror que la chica de la caja era la misma rubia de la gasolinera, la misma vecinita cariñosa. ¿Me estaba volviendo loco? Volvió a estar excesivamente afectuosa conmigo y me recordó el concierto del sábado. No mencionó su cariñosa despedida en mi casa ni me dijo si iba a devolverme aquel juego o a invitarme a jugar aquella noche. Cuando deslicé la tarjeta para pagar las cuatro cosas que me llevaba del local, ella me arrebató la tarjeta de crédito y me indicó cómo debía colocarla. Me pellizcó suavemente en la mano y recorrió con su índice mis nudillos. Mencionó que el sábado no trabajaba y que ya sabía dónde se bebía la mejor cerveza de Bar Harbor.
Cuando llegué a la casa, abrí la otra botella de tinto y me senté delante del ordenador. Venía desde Western Mass con un montón de ideas sobre mi relato y traía apuntes sobre el narrador, los personajes, los ambientes y dos o tres tramas sorprendentes. Rompí aquellas notas y empecé a escribir mi historia sobre la desconocida muchacha rubia. Empecé a obsesionarme y, cuando me quise dar cuenta, estaba amarrado al Font du Vent, en la única playa de arena de Acadia. Estaba atardeciendo y no había más que unas sombras a lo lejos que paseaban chapoteando en las frías aguas del océano. Había estado escribiendo durante horas pero no era capaz de recordar ni una sola frase, situación o personaje. Me levanté, abandonando la botella vacía junto a unas rocas y empecé a subir los peldaños de aquella escalera. Una muchacha tiró de mi camiseta y descubrí, al volverme, a aquella atractiva mujer de Maine.

Los cuatro días siguientes pasaron de largo como un pañuelo de estación. El ordenador seguía encendido y el relato estaba escrito. ¿Había inventado yo aquella historia? ¿Qué era lo que había trasladado a aquel documento de la esquina superior de la pantalla? ¿Por qué no me atrevía a abrirlo y despejar las dudas? Esa mañana me levanté y busqué la botella de Rioja. Había terminado con todas las que había traído y no quedaba ni gota del vino francés que había comprado en el pueblo. El último tique de compra era de la noche del día anterior y en él aparecían tres botellas. Las tres yacían desangradas sobre la pila del fregadero.
Ya estábamos a viernes, el día del concierto en el bar de moda de Bar Harbor. Tenía que ir, que descubrirla, que hablar con ella por fin. Desde que aquella mujer había hablado conmigo por primera vez, detrás del surtidor de gasolina, no recordaba haber tenido la valentía de hacerle la pregunta. Ella era siempre la que hablaba, la que me llevaba a su terreno, la que me adormecía con ese trato íntimo, con esas confidencias y esas miradas y cuchicheos que acababan perdiéndome en su cuerpo. Y luego nunca recordaba nada. Cada mañana me levantaba habiendo perdido un día y dos o tres botellas. Así que la noche del viernes iba a ser diferente.
Cuando entré en el Thirsty Whale no me sorprendió el saludo que me llegó desde la barra. La gente me saludaba allá donde iba y me invitaban o me preguntaban sobre mí. Entonces me senté en una de las mesitas y pedí mi cerveza. Estaba echando un vistazo a la carta cuando entró uno de los tipos que iban a dar el concerto. Llevaba un bajo y muchas prisas. El camarero salió de la barra y se vino con un barril de cerveza. Uno de los clientes del bar se me acercó extrañado, sorprendido de que no bebiera vino, como de costumbre. No entendía nada. En realidad llevaba casi una semana sin entender absolutamente nada de lo que ocurría a mi alrededor. En ese pueblo estaban mal de la cabeza o tenían un sentido del humor muy poco respetuoso con los foráneos. Me levanté y pagué la cuenta dejando una propina ridícula. A punto de salir de aquel bar, entró entonces la misteriosa mujer de Bar Harbor.
Recuerdo hacerle mil y una preguntas, pedirle otras tantas cervezas y llevarla a su casa en mi coche. En el desvío para llegar a la casa paré el coche, apagué el motor y le pedí por favor que me lo contara. No he visto una expresión más dulce, triste y esperanzada en toda mi vida. Me miró y abrió la puerta del coche. Y no pude reaccionar a tiempo. La chica salió del vehículo y se puso a correr entre los árboles. Fue inútil seguirla y perdí el sentido de la orientación. No supe encontrar el camino hacia la carretera y la aplicación de la linterna del móvil no consiguió sacarme de aquel bosque de trampas. Se me cruzó un ciervo más asustado que yo y tropecé con un bulto entre dos pinos majestuosos. Era un cuerpo. Descubrí horrorizado aquella chaqueta de punto que le había ayudado yo a quitarse en el bar, en la playa y en otros lugares del Parque. Comprobé angustiado que la figura que yacía boca abajo entre la maleza llevaba los vaqueros moda de los setenta que había visto alejarse de la casa la primera vez que vino a por aquel juego. Era ella. Y estaba muerta.

La policía me ha dicho que tengo que abandonar la casa cuanto antes. No saben quién me la ha alquilado y a quién se supone que pagué por la semana de vacaciones. En aquella casa vivía una pareja muy querida en el pueblo. La chica era encantadora y él un hombre sencillo. Pero esa casa llevaba cerrada quince años y el cuerpo que acababa de encontrar llevaba esos tres lustros bajo tierra. El policía que me tomó declaración se esforzó por no reírse cuando describí a aquel ángel de cabellos rubios, tan hermosa cuando le cerré los ojos bajo los pinos… Al final han cedido y me han acompañado a visitar la gasolinera, el bar, la playa y el supermercado. A la chica que jura que me atendió el día de mi llegada y me echó la gasolina más barata no la he visto en mi vida. Lo mismo que a la cajera, que asegura que estuvimos hablando de vinos españoles, franceses e italianos el rato largo que le costó a mi tarjeta entrar con buen pie por la ranura. No he vuelto a ver al camarero del bar ni a los clientes del Thirsty Whale. Al final, se ha concluido que encontré los restos de la muchacha por casualidad y que el destino quería que por fin los padres de la joven, ya ancianos, pudieran enterrar a su hija. Las sospechas recaen sobre su antiguo novio, claro, pero no se han vuelto a tener noticias de él desde que desapareció la muchacha.

Como se pueden imaginar, nada más volver de la comisaría de policía me he dirigido a casa para hacer las maletas y desaparecer de este lugar. He leído el documento del escritorio del ordenador y lo he encontrado en blanco. Me he puesto a escribir esta carta para no olvidar lo que he vivido durante estos días y es entonces cuando me ha sorprendido una llamada de teléfono. Se trata de un hombre. Asegura que ha firmado un contrato para alojarse en esta casa durante una semana y que está encantado con la localidad, que ha descubierto un par de sitios para comprar buen vino y que la gente parece ser de lo más agradable. Me llama desde un bar del pueblo, no sabe decirme el nombre. Reacciono como puedo y prefiero decirle que soy la persona de la agencia que le va a alquilar la casa. Intento zafarme de él pero insiste en facilitarme su carné de identidad y rellenar una ficha que facilitaban por Internet. Me la va a enviar al correo electrónico que yo le facilite. Le he dado mi correo personal en lugar de inventarme uno. No sé por qué lo he hecho. Ha colgado. Tengo que irme de aquí.
Tengo ya todo preparado. Las maletas ya están en el coche y la casa ha quedado recogida. He terminado la carta con prisas y ya pensaré qué hago con ella. Solamente me falta cerrar el ordenador y llevarlo al coche. Descubro que hay un mensaje de correo. Es la ficha del tipo de la llamada de antes. La abro por pura curiosidad. Cuando termino de leerla me he puesto a escribir la historia, esta historia. Después, he corrido hasta el coche y he arrancado. No pienso parar hasta que me encuentre en mi casa, a muchas millas de este lugar.

En el correo he descubierto que el tipo que llega hoy a la casa es escritor, de origen colombiano, casado y con dos niños. Su mujer espera una niña y su editor le está apretando las tuercas para que escriba un relato. No me resisto a echar mano a mi cartera y ver mi propio carné de identidad. No puedo creerlo. Por lo que aquí dice tengo quince años más de lo que pensaba. Ha empezado a llover y no veo muy bien. Cuando pongo el limpiaparabrisas el carné se cae al suelo e intento recuperarlo sin soltar el volante. Cuando vuelvo a colocar las dos manos sobre el volante y dejo la cartera sobre la guantera descubro que debajo del carné hay una fotografía. Es la chica rubia. Por detrás, una fecha de hace quince años y el nombre del lugar del que estoy huyendo. Un volantazo me lleva directamente hacia el cartel de despedida del estado de Maine.

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