CLUB DE LECURA
Llegué tarde. Había olvidado en mi
apartamento los libros que quería enseñar al grupo, las lecturas que había
pensado proponer para el programa de lectura. También había copiado en mi
cuaderno unas cuantas ideas y frases célebres sobre los libros y la lectura.
Cuando ocupé un asiento entre aquel grupo de personas respiré aliviado. Al
final, había encontrado el lugar de la reunión tal y como anunciaba la emisora
de radio que escuchaba cada mañana cuando iba al trabajo. Porque no había sido
fácil dar con aquel lugar.
Lo llamaban Programa Anual de Lectura y los locutores apelaban al corazón
de los participantes, como si formar parte del meeting fuera a cambiar nuestra vida o algo parecido. No me
sorprendió. Llevaba viviendo unos meses en los Estados Unidos y me estaba
acostumbrando a la manera de “tocar el corazón” de los oyentes, los
telespectadores o el público en general. Lo que no me esperaba en absoluto fue
lo que me encontré en la sala. Ni lo que ha venido después.
Pensaba que el lugar de nuestra
reunión iba a ser la biblioteca de la ciudad, en torno a una mesa larga y
entrañables personas de aspecto amable y comprensivo. Creía que íbamos a hablar de los libros que se iban
a proponer, que trataríamos de las últimas novedades, de los clásicos, de los
autores olvidados y las obras ignoradas por el gran público o la crítica. Por
eso llevaba mis libros, mi lista de sugerencias aún a costa de no llegar
puntual a mi primera cita con el grupo de lectura. Pero aquello no era una
biblioteca sino una sala de paredes blancas sin ninguna mesa sobre la que tomar
apuntes o dejar los libros. Solamente unas cuantas personas formando un
círculo. Eso es lo que me encontré nada más llegar. Tomé asiento y en ese
momento se levantó uno de los miembros del grupo. Una mujer en torno a los
cincuenta.
–Hola, me llamo Abigail Clarence y
llevo treinta y siete días sin leer –dijo, su rostro contraído y tenso como el
mástil de la bandera de la casa de mi vecino de Vermont.
–Hola, Abigail –respondió el auditorio.
–Hola, me llamo Daniel Shean –habló
el que estaba a mi izquierda– y llevo quinientos días sin tocar un libro.
–Hola Daniel –contestaron los demás,
excepto yo, que me había quedado mudo.
Todos fueron presentándose de esa
manera y luego empezaron a contar la peligrosa adicción contra la que estaban
luchando. La tal Abigail había intentado ahogar a una bibliotecaria de la
tercera edad cuando se negó a levantarle la multa por el retraso en la
devolución de una antología de cuentos de Cortázar; una chica de veintitantos
aseguraba oír voces en su interior, personajes de todos los libros que había
leído a escondidas de sus padres y profesores y que tramaban y conspiraban
contra el mundo de los vivos; Daniel, por lo visto, estaba tan enganchado que
le habían pillado robando medicamentos en un CVS solamente para poder leer los
prospectos de todas las medicinas. Cada individuo tenía su historia y cada
componente del grupo abría su corazón y todos podíamos leer en él como en un
libro. Quizá no es esta la imagen más adecuada, lo reconozco.
Ahora me encuentro en un lugar muy
distinto. Todos estamos aquí. Hablando con el oficial que lleva el caso,
intento dar lógica a esta aventura surrealista. Insisto en que yo estaba allí
porque me encantan los libros y porque suponía que se trataba de eso. Tengo que
susurrárselo al oído porque todo el grupo de lectura se encuentra en comisaría
y si me escuchan pueden empezar otra vez los ataques y el delirium tremens. ¿Exagero? En absoluto. Preguntadle al pobre
policía que se presentó hora y media después de que la terapia de lectura
comenzara y os dirá la verdad. En el momento en que se fijaron en mí, cuando ya
habían hablado todos, y me invitaron a contarles mi historia; en el preciso
momento en que reconocía ante aquella particular audiencia que yo había ido
allí a leer y les enseñé la lista de lecturas y los libros que había traído
conmigo; en ese instante, se volvieron como locos.
Le digo al agente que estoy aterrorizado. Todavía no ha perdido ese
brillo atormentado la mirada de estos seres que están removiendo los archivos
de la comisaría buscando informes, atestados, expedientes o fichas que llevarse
a los ojos. Tengo miedo porque en mi brazo derecho me hice un tatuaje hace unos
años con una frase que una antigua novia quiso que llevara conmigo a todas
partes. Esta gente es capaz de arrancarme el brazo para leerla.