sábado, 18 de febrero de 2023

El obstáculo o cómo el amor puede con todo

 

EL OBSTÁCULO


            El plan era perfecto. El objetivo estaba bien definido. El amor, me habían enseñado siempre, es capaz de deshacerse de cualquier obstáculo. Por muchas dificultades que encuentren en el camino dos almas que se quieren terminarán uniéndose para siempre. Y sabes que te quiero con locura. Por eso nada podía interponerse entre nosotros y por eso me había procurado aquel  atuendo que haría las delicias de tu altanera esposa. Me había vestido así para la entrevista y la mirada de ella mostraba que estaba encantada. Mi actitud servil y apocada la hacían parecer superior y con mi humillación crecían las posibilidades de que me ofreciera el puesto. Tú no hacías más que reírte y taparte el rostro con las manos y eso me ponía cada vez más nerviosa. Tu mujer podía sospechar y tú no hacías sino darle argumentos. Me  sugeriste que me faltaba una cofia y un plumero y entonces ella te miró con extrañeza. Imité aquel acento colombiano que habíamos  ensayado y puse esa sonrisa fabulosa que me hacía parecer imbécil y no pudiste reprimir la carcajada. Ella se creyó que te reías de mis orígenes y te puso en su sitio. A pesar de su hipocresía, tu   mujer es una mujer de carácter, no lo niego. Y entiendo por qué le tienes miedo. Cuando se marchó para hacer unas compras y nos dejó con el viejo a los dos solos, pude quitarme el dichoso delantalito.

Ya estaba contratada. La representación había sido un éxito pero aún no había acabado todo. Ahora íbamos a pasar mucho tiempo juntos y siempre que tu esposa desapareciera de casa estaríamos en condiciones de entregarnos y matarnos de amor. Te dije que nuestro destino era estar juntos y que encontraría la manera de hacerlo realidad. No he cambiado de opinión y te repito esto mismo ahora, susurrándotelo al oído, para que no lo olvides nunca. Porque, en el fondo, tu mujer no es más que una criatura maquillada de buenas palabras y forrada de exquisitas telas. Ella no es cariñosa contigo, no te quiere y ni siquiera es hermosa. No la he visto sonreír ni una sola vez desde que la conozco y tampoco creo que tú le hayas arrancado nunca una sonrisa. Sin embargo, tiene un atractivo que no le discuto, con ese lenguaje fino y esos andares y esos movimientos de danza clásica que parece que la van a envolver a una y van a hacer que acabe alabándole el gusto, llevándole la corriente y lanzándole miradas de aprobación incondicionales.

            ¿Te acuerdas de cómo me senté en este sillón del saloncito  y me quité aquellos zapatos negros que me hacían un daño espantoso? Las medias negras no me dejaban respirar y el vestido,  que había elegido en una tienda de costura a la que llevaba a mi  madre, me venía muy justo. Estaba loca por ponerme mis vaque ros anchos y mi blusa pero no podíamos arriesgarnos. Ella podía  regresar en cualquier momento. me habías dicho que era muy  caprichosa y absolutamente imprevisible. ¿Y si se cansaba en la primera tienda y volvía furiosa a casa? Yo tenía que estar en mi puesto, con mi uniforme, aunque el tacón de los zapatos y las mangas del vestido negro me estuvieran asfixiando. A ti te encantaban, lo sé, todas estas prendas y me pellizcabas y me ponías ojitos de  deseo. Pero no había tiempo para juegos y debíamos, en primer lugar, ocuparnos de tu suegro.

El hombre estaba impedido desde hacía treinta años. Estaba atado a una silla de ruedas. De cintura para abajo no  era más que una maceta cubierta de tierra. Sin embargo, no me inspiraba el viejo ninguna lástima. En primer lugar porque era el padre de aquella arpía y, por ello, culpable de su existencia y de su indolente carácter. En segundo lugar por cómo te trataba a ti. No te perdonaba una y se reía desde su trono de ruedas de cada humillación que te regalaba su pérfida hija. Y luego estaba esa costumbre suya de esconderlo todo, de hacer desaparecer las cosas, volviéndonos a todos locos. Yo ya te lo había dicho, quizá  con otras palabras. A lo mejor no le iba a hacer tanta gracia que fuéramos tú y yo los que hiciéramos desaparecer lo que él más apreciaba en el mundo…



Desde el principio de nuestra relación consideramos ineludible eliminar de la ecuación a tu esposa. Para lo cual –me encantó cómo concluiste el símil matemático que encerraba mi propuesta– no había otra alternativa que despejar al anciano. Si yo entraba a cuidarlo como asistenta y me hacía pasar por extranjera, cobrando una miseria y sonriendo como una tonta, tu mujer tendría alguien más sobre quien ejercer su dominio y su altivez y tu suegro ya no alentaría ese estado de alerta y desconfianza que su cuidado había provocado en ella. Porque tu mujer, lo sabes bien, desde que os habíais hecho cargo del anciano, había estrangulado tu felicidad. Controlaba todo lo que  hacías y vigilaba tus pasos, hasta que te escapaste aquella noche  a respirar el humo libre del tabaco a escondidas y las copas de estraperlo. Sé muy bien cómo te encontré en aquel restaurante, fumando un cigarro tras otro, bebiendo de aquel vino de la casa con el que intentabas inútilmente emborracharte. Tu tristeza despertó mi vida y tu historia agitó mi conciencia desarmada.



Te quiero. No me importa que lo que íbamos a hacer fuera reprobable. Mi corazón, que latía por inercia antes de aquella noche, tenía su caducidad pegada al tuyo, y para que pudiera vivir necesitaba que aquella bruja se evaporara de nuestras vidas. Por eso preparé el veneno, lo metí en una petaquita muy mona que me habías regalado en uno de tus viajes con ella, jugándote la vida para que no te sorprendiera en el Duty Free del aeropuerto, y la  llevé al piso oculta entre el vestido negro de doncella decimonónica. Me habías hablado de su costumbre de tomarse un anís a media mañana, como aquellas señoronas de las series de época y no iba a resultar difícil verter el contenido de la petaca en su copa. ¿Quién me iba a decir que el anciano se había levantado esa mañana con ánimo suficiente como para pegarse un lingotazo a la salud de todos nosotros?

             El viejo había visto la petaca y sus ojos empujaron sus pensamientos y su maltrecho cuerpo hasta allí. No me di cuenta porque en ese momento yo me entretenía haciendo su cama. Si ella veía el cuarto de su papá sin hacer descargaría toda su insatisfacción contra mí y ese disgusto le agriaría el carácter y podría hacerle cambiar de idea, dejar su costumbre de la copita  mañanera y dedicar la mejor de sus broncas y la más horrible de sus muecas para la sudamericana descuidada que había metido en casa por caridad. Ya me había tragado más de una amonestación y sabía que cuando empezaba no era capaz de parar. Cuando salí de la habitación de tu suegro, tras estirar las sábanas y golpear con fuerza su almohada, descubrí con horror la petaca vacía sobre el suelo del salón. ¿Qué había hecho el insensato? Fue imposible salvarlo. Un ataque al corazón camuflaría la verdadera causa de la muerte porque un anciano en ese estado no iba a levantar sospechas ni aunque el mismo Poirot hubiera supervisado su autopsia.


            Fue una sorpresa que tu mujer no me echara a la calle. Se había encariñado conmigo, con mi presencia en vuestro hogar, reconocía que la limpieza y el orden que había puesto en él me convertían en una persona imprescindible para la casa. Quería que siguiera a su servicio –todavía usaba expresiones de principios de siglo, como si así pudiera recuperar una conciencia de clase a la que le hubiera encantado pertenecer– y me encargara  de las tareas domésticas, con más dedicación que antes, ahora que su padre faltaba. No podía soportar esos arrebatos sentimentales que representaba frente a mí cada vez que nombraba a su difunto padre. Mi mala conciencia tampoco. Cada vez me era más  odiosa y tú estabas de acuerdo conmigo en que su presencia era  un obstáculo que no iba a desaparecer si solamente tratábamos de evitarlo.


            Te miro ahora y aprieto contra ti mi pecho. Busco tu mirada   perdida y llevo mis labios a los tuyos. ¿No sientes como yo que nuestros corazones se buscan y sus pilas deberían durar eternamente? Yo lo había preparado todo. Aquella mañana ella estaba  de buen humor y leí en sus ojos que era el día perfecto para  que disfrutara de su copita de anís. No había abandonado esta costumbre la señora y eso alentó que repitiera mi intentona. Es verdad que no te dije nada a ti, cariño. Iba a ser una sorpresa y el  beso con el que te contaría todo me hubiera perdonado el que te lo   ocultara. ¿Cómo iba a suponer que haberla visto así de contenta  te iba a animar de esa manera? ¿Cómo podía imaginarme que tú  la acompañarías en esa copita y que ibas a escoger precisamente  la que acababa de llenar con el veneno?


Tu mujer ha salido disparada a buscar un médico. ¿Acaso te quiere todavía? Yo me he quedado aquí contigo y todavía siento algo de calor en tu cuerpo. que es una ilusión porque el veneno está actuando igual de rápido que la última vez, cuando tu suegro le cambió el billete en el viaje a ninguna parte en el que ella nunca termina de embarcarse. Tu esposa aún no ha vuelto o a lo mejor es la que lleva llamando al timbre desde hace un buen rato. Yo no puedo moverme de aquí porque quiero disfrutar de los últimos momentos de nuestra vida en los que vamos a estar los dos solos, sin viejos que incomoden ni brujas que nos  desprecien. 



Te quiero. Te lo he dicho ya. Te he contado esta historia por si la recuerdas cuando nos volvamos a ver. Ahora parece que aporrean la puerta. Van a entrar. no te muevas. Me pondré  delante de ti y me convertiré en un obstáculo para ella. Estoy convencida de que si intenta quitarme de en medio le ocurrirá como nosotros y acabará siendo tu viuda la que se borre ella misma del  mapa, la que nos dirá adiós desde la ventanilla del vuelo sin destino que reservamos y yo para ella con demasiada antelación.

viernes, 3 de febrero de 2023

La otra fábula del murciélago, la araña y la serpiente

 

LA OTRA FÁBULA DEL MURCIÉLAGO, LA ARAÑA Y LA SERPIENTE

 

Los sonidos de la naturaleza nunca cesan. Por el día, por la noche, al atardecer o al mediodía, en medio del bosque o en mitad de las poblaciones, nuestro oído se ve agasajado en todo momento. Desde el primer trino de las golondrinas hasta el batir de alas del murciélago o el pestañeo fugaz de la lechuza, la naturaleza nos ofrece un auténtico recital. Para escuchar a la naturaleza, sin embargo, es necesario no hacer ningún ruido. Si no, toda esa gama riquísima de tonos pasa totalmente desapercibida. Para captar los sonidos del mundo natural es preciso acallar completamente todo lo que nos rodea. Para escuchar es imprescindible el silencio.

            Hace cientos de años, en el interior de una desconocida selva, un niño de un poblado ignoto se perdió. No había entonces calendarios ni existían mapas, aunque el dolor y el miedo transitaban ya sobre este mundo. El niño estuvo caminando en círculos durante toda la jornada. Sin embargo, todo su esfuerzo fue en vano. El sol se ocultó y dejó que los criminales noctámbulos camparan a sus anchas. La noche se presentó como una maestra implacable que no iba a aceptar ninguna excusa. Venía acompañada por el sueño, ese inspector que nunca transige. El sueño escoltó a la noche hasta el corazón del niño y el silencio entumeció los frágiles músculos de la asustada criatura. El frío despertó de repente y al niño no le quedó otra opción que refugiarse dentro de una cueva disimulada bajo la maleza.

            Palpando la roca llegó hasta un abrigo natural donde pudo sentarse. Arrastró hasta allí unas ramas cubiertas de hojas, con las que se fabricó unas mantas que nada envidaban a las pieles de las mejores viviendas del poblado. El niño cerró los ojos y se imaginó al abuelo contándole uno de sus cuentos, mientras su madre le arropaba y su padre preparaba uno de sus juegos. ¿Y si aquella experiencia terrible la convertía en uno de los pasatiempos de su padre? La noche le daba miedo, pero también podía enseñarle algo mucho más valioso. El frío, el silencio y el sueño habían venido para atemorizarlo, pero él les plantaría cara. El niño abrió los ojos. No veía nada. Dejó de moverse porque ya no tenía frío. Entonces, cuando el silencio se hizo dueño y señor de su guarida de piedra, el niño comenzó a escuchar y a sentir que no estaba solo en aquella cueva.   

 

            Antes, cuando se había acomodado contra la fría roca, el niño había sentido en el rostro el tacto de seda de una telaraña que él había desbaratado de un manotazo. Podía ahora percibir el baile de una araña remendando su trabajo echado a perder. Casi podía escuchar sus lamentos. El niño imitó  las quejas en voz alta del artrópodo y le hizo gracia aplicar, sobre aquellas lamentaciones, el acento de su hermana mayor, siempre tan cascarrabias. Que si ya estaba bien, que no hacía más que trabajar, limpiar y arreglar la casa y que, venga, todos a ensuciar sin preocuparse, que ya estaba ella para dejarlo todo en orden.

Aquella araña debía de tener los ojos como los de su hermana, grises y apagados, como difuminados sobre la cara. El niño no pudo evitar una sonrisa porque recordó aquella vez que le había pintado con un carboncillo a su hermana unas manchas de tigre y ella tardó muchísimo en darse cuenta.

Todavía permanecía el niño recordando y reproduciendo la voz quejosa de su hermana, diciéndoles a todos que salieran de la casa y que la dejaran en paz y que no volvieran hasta que se hubieran limpiado bien, cuando otro sonido vino a hacerle compañía. Reptando bajo sus pies descalzos apareció una serpiente. El siseo adormeció las voces de su imaginación y congeló esa sonrisa en el rostro del niño. Pero aquello no duró mucho tiempo.

 

El niño no tardó demasiado en volver a sonreír. No tenía miedo. Ese sonido que silbaba desde la tierra de la cueva y llegaba hasta sus oídos era el mismo que hacía madre cuando les pedía a él y a su hermana que no se pelearan, que no jugaran ni dieran voces cuando padre se estaba echando un sueñecito. Era el mismo sonido que hacía madre cuando los hombres del poblado se reunían en casa y trataban de asuntos importantes. Los niños no deben hacer ruido cuando hablan los mayores. No deben molestar el descanso del cabeza de familia. Psss, callaos, guardad silencio, no hagáis ruido.

Madre tenía una manera de hablar en susurros que a él le parecía divertida. Pronunciaba las palabras como si estuvieran jugando a caballitos en un campo de minas. Era como si las eses bombardearan todas las frases y las ahogaran. Al niño le recordaban aquellas oraciones de los ancianos del poblado en los interminables ritos de la caza, de las estaciones, de las cosechas…

Y claro, ese sonido que traía consigo la serpiente le produjo un estallido de risas y carcajadas. El niño no podía dejar de pensar en su madre llamándoles la atención. Les ocurría lo mismo a su hermana y a él dentro de la choza. Se contagiaban la risa y su madre, que seguí mandándoles callar con esa voz tan divertida, se enfadaba mucho y aquello hacía todavía más inevitable la risa.

Por eso el niño, en el interior de la cueva, soltó abruptamente una carcajada tan sonora que la serpiente huyó bien lejos de aquel ser extraño cubierto de ramas y hojarasca. La araña, por su parte, dio un brinco y salió trepando por el techo de roca. Sin embargo, esa misma carcajada atrajo a otro animal agazapado cerca del pequeño. Un murciélago batió sus alas y atravesó el corredor que llegaba hasta el rincón de la cueva donde el niño reía a gusto. El ruido de las alas asustó al niño al principio, pero enseguida se tranquilizó.

Ese sonido era el que hacía el chamán del poblado cuando ahuyentaba los malos espíritus, las grandes catástrofes y las terribles tormentas. Era el sonido del bastón agitándose en el aire, expulsando males y maldiciones, despojando al poblado de todo lo dañino y perjudicial.

El murciélago sintió tan cerca de sí aquella carcajada que volvió a batir sus alas y despareció por otro corredor dentro de la cueva. El niño volvió a sentir un alivio gigantesco, como el que sentía cada vez que el chamán les prometía que todas las amenazas estaban conjuradas y que el mal se había alejado definitivamente de su pueblo. El alivio era tan grande que el niño sintió una relajación, un calor y una paz que lo envolvieron con una sensación más agradable que las hojas y las ramas con las que se acurrucaba en la roca. El sueño acabó venciéndolo y un hormigueo muy placentero invadió al pequeño.

No despertó hasta la mañana siguiente, cuando sus padres y otras familias del poblado encontraron al pequeño apaciblemente dormido dentro de la cueva, cubierto de hojas y con una sonrisa en los labios. El niño volvió a su casa con el corazón más fuerte y lleno de valor. La música de la selva acompañó a toda la familia hasta el poblado. En esa melodía el niño distinguía los acordes del murciélago, de la serpiente y de la araña. Ese sonido no lo abandonaría jamás. El niño había aprendido a hacerse dueño de su silencio.