EL OBSTÁCULO
El plan era perfecto. El objetivo estaba bien definido. El amor, me habían enseñado siempre, es capaz de deshacerse de cualquier obstáculo. Por muchas dificultades que encuentren en el camino dos almas que se quieren terminarán uniéndose para siempre. Y tú sabes que te quiero con locura. Por eso nada podía interponerse entre nosotros y por eso me había procurado aquel atuendo que haría las delicias de tu altanera esposa. Me había vestido así para la entrevista y la mirada de ella mostraba que estaba encantada. Mi actitud servil y apocada la hacían parecer superior y con mi humillación crecían las posibilidades de que me ofreciera el puesto. Tú no hacías más que reírte y taparte el rostro con las manos y eso me ponía cada vez más nerviosa. Tu mujer podía sospechar y tú no hacías sino darle argumentos. Me sugeriste que me faltaba una cofia y un plumero y entonces ella te miró con extrañeza. Imité aquel acento colombiano que habíamos ensayado y puse esa sonrisa fabulosa que me hacía parecer imbécil y no pudiste reprimir la carcajada. Ella se creyó que te reías de mis orígenes y te puso en su sitio. A pesar de su hipocresía, tu mujer es una mujer de carácter, no lo niego. Y entiendo por qué le tienes miedo. Cuando se marchó para hacer unas compras y nos dejó con el viejo a los dos solos, pude quitarme el dichoso delantalito.
Ya
estaba contratada. La representación había sido un éxito pero aún no había acabado todo. Ahora íbamos a pasar mucho tiempo juntos y siempre que tu
esposa desapareciera de casa
estaríamos en condiciones de entregarnos y matarnos de amor. Te dije que nuestro
destino era estar juntos y que encontraría la manera de
hacerlo realidad. No he cambiado de
opinión y te repito esto mismo ahora,
susurrándotelo al oído, para que no
lo olvides nunca. Porque, en el fondo, tu mujer no es más que una criatura maquillada de buenas
palabras y forrada de exquisitas
telas. Ella no es cariñosa contigo, no te quiere y ni siquiera es hermosa. No la he visto sonreír ni
una sola vez desde que la conozco y
tampoco creo que tú le hayas arrancado nunca una sonrisa. Sin embargo, tiene un atractivo que no le discuto, con ese lenguaje fino y esos andares y esos
movimientos de danza clásica que parece que la van a envolver
a una y van a hacer que acabe
alabándole el gusto, llevándole la corriente y lanzándole miradas
de aprobación incondicionales.
¿Te acuerdas de cómo me senté en este sillón del saloncito y me quité aquellos zapatos negros que me hacían un daño espantoso? Las medias negras no me dejaban respirar y el vestido, que había elegido en una tienda de costura a la que llevaba a mi madre, me venía muy justo. Estaba loca por ponerme mis vaque ros anchos y mi blusa pero no podíamos arriesgarnos. Ella podía regresar en cualquier momento. Tú me habías dicho que era muy caprichosa y absolutamente imprevisible. ¿Y si se cansaba en la primera tienda y volvía furiosa a casa? Yo tenía que estar en mi puesto, con mi uniforme, aunque el tacón de los zapatos y las mangas del vestido negro me estuvieran asfixiando. A ti te encantaban, lo sé, todas estas prendas y me pellizcabas y me ponías ojitos de deseo. Pero no había tiempo para juegos y debíamos, en primer lugar, ocuparnos de tu suegro.
El hombre estaba impedido
desde hacía treinta
años. Estaba atado
a una silla de ruedas.
De cintura para abajo no era
más que una maceta cubierta de tierra. Sin embargo, no me inspiraba el viejo ninguna lástima. En
primer lugar porque era el padre de
aquella arpía y, por ello, culpable de su existencia y de su indolente
carácter. En segundo lugar por cómo te trataba a ti. No te perdonaba una y se reía desde
su trono de ruedas de cada
humillación que te regalaba su pérfida hija. Y luego estaba esa costumbre suya de esconderlo todo, de hacer desaparecer las cosas,
volviéndonos a todos locos. Yo ya te lo había dicho, quizá con otras palabras. A lo mejor no le iba a hacer tanta gracia que fuéramos
tú y yo los que hiciéramos desaparecer lo que él más apreciaba en el
mundo…
Desde el principio de nuestra relación consideramos ineludible eliminar de la ecuación a tu esposa. Para lo cual –me encantó cómo concluiste el símil matemático que encerraba mi propuesta– no había otra alternativa que despejar al anciano. Si yo entraba a cuidarlo como asistenta y me hacía pasar por extranjera, cobrando una miseria y sonriendo como una tonta, tu mujer tendría alguien más sobre quien ejercer su dominio y su altivez y tu suegro ya no alentaría ese estado de alerta y desconfianza que su cuidado había provocado en ella. Porque tu mujer, lo sabes bien, desde que os habíais hecho cargo del anciano, había estrangulado tu felicidad. Controlaba todo lo que hacías y vigilaba tus pasos, hasta que te escapaste aquella noche a respirar el humo libre del tabaco a escondidas y las copas de estraperlo. Sé muy bien cómo te encontré en aquel restaurante, fumando un cigarro tras otro, bebiendo de aquel vino de la casa con el que intentabas inútilmente emborracharte. Tu tristeza despertó mi vida y tu historia agitó mi conciencia desarmada.
Te
quiero. No me importa que lo que íbamos a hacer fuera reprobable. Mi corazón, que latía por inercia antes de aquella noche, tenía
su caducidad pegada
al tuyo, y para que pudiera vivir
necesitaba que aquella
bruja se evaporara
de nuestras vidas. Por eso preparé el veneno, lo metí en una petaquita muy mona que me habías regalado en uno de tus viajes con
ella, jugándote la vida para que no
te sorprendiera en el Duty Free del aeropuerto, y la llevé al piso oculta entre el vestido negro de doncella
decimonónica. Me habías hablado
de su costumbre de tomarse un anís a media
mañana, como aquellas señoronas de las series de época y no iba a resultar difícil verter el contenido de la petaca en
su copa. ¿Quién me iba a decir que el
anciano se había levantado esa mañana
con ánimo suficiente como para pegarse un lingotazo a la salud de todos
nosotros?
Fue una sorpresa que tu mujer no me echara a la calle. Se había encariñado conmigo, con mi presencia en vuestro hogar, y reconocía que la limpieza y el orden que había puesto en él me convertían en una persona imprescindible para la casa. Quería que siguiera a su servicio –todavía usaba expresiones de principios de siglo, como si así pudiera recuperar una conciencia de clase a la que le hubiera encantado pertenecer– y me encargara de las tareas domésticas, con más dedicación que antes, ahora que su padre faltaba. No podía soportar esos arrebatos sentimentales que representaba frente a mí cada vez que nombraba a su difunto padre. Mi mala conciencia tampoco. Cada vez me era más odiosa y tú estabas de acuerdo conmigo en que su presencia era un obstáculo que no iba a desaparecer si solamente tratábamos de evitarlo.
Te miro ahora y aprieto contra ti mi pecho. Busco tu mirada perdida y llevo mis labios a los tuyos. ¿No sientes como yo que nuestros corazones se buscan y sus pilas deberían durar eternamente? Yo lo había preparado todo. Aquella mañana ella estaba de buen humor y leí en sus ojos que era el día perfecto para que disfrutara de su copita de anís. No había abandonado esta costumbre la señora y eso alentó que repitiera mi intentona. Es verdad que no te dije nada a ti, cariño. Iba a ser una sorpresa y el beso con el que te contaría todo me hubiera perdonado el que te lo ocultara. ¿Cómo iba a suponer que haberla visto así de contenta te iba a animar de esa manera? ¿Cómo podía imaginarme que tú la acompañarías en esa copita y que ibas a escoger precisamente la que acababa de llenar con el veneno?
Tu mujer ha salido disparada a buscar un médico. ¿Acaso te quiere todavía? Yo me he quedado aquí contigo y todavía siento algo de calor en tu cuerpo. Sé que es una ilusión porque el veneno está actuando igual de rápido que la última vez, cuando tu suegro le cambió el billete en el viaje a ninguna parte en el que ella nunca termina de embarcarse. Tu esposa aún no ha vuelto o a lo mejor es la que lleva llamando al timbre desde hace un buen rato. Yo no puedo moverme de aquí porque quiero disfrutar de los últimos momentos de nuestra vida en los que vamos a estar los dos solos, sin viejos que incomoden ni brujas que nos desprecien.
Te quiero. Te lo he dicho ya. Te he contado esta historia por si la recuerdas
cuando nos volvamos
a ver. Ahora parece que aporrean la puerta. Van a entrar. Tú no te muevas. Me pondré delante de ti y me convertiré en un obstáculo
para ella. Estoy convencida de que si intenta quitarme de en medio le ocurrirá
como a nosotros y acabará
siendo tu viuda la que se borre ella misma del mapa, la que nos dirá adiós desde la ventanilla del vuelo sin destino que reservamos tú y yo para ella con demasiada antelación.