LA
OTRA FÁBULA DEL MURCIÉLAGO, LA ARAÑA Y LA SERPIENTE
Los
sonidos de la naturaleza nunca cesan. Por el día, por la noche, al atardecer o
al mediodía, en medio del bosque o en mitad de las poblaciones, nuestro oído se
ve agasajado en todo momento. Desde el primer trino de las golondrinas hasta el
batir de alas del murciélago o el pestañeo fugaz de la lechuza, la naturaleza
nos ofrece un auténtico recital. Para escuchar a la naturaleza, sin embargo, es
necesario no hacer ningún ruido. Si no, toda esa gama riquísima de tonos pasa
totalmente desapercibida. Para captar los sonidos del mundo natural es preciso
acallar completamente todo lo que nos rodea. Para escuchar es imprescindible el
silencio.
Hace cientos de años, en el interior
de una desconocida selva, un niño de un poblado ignoto se perdió. No había
entonces calendarios ni existían mapas, aunque el dolor y el miedo transitaban
ya sobre este mundo. El niño estuvo caminando en círculos durante toda la
jornada. Sin embargo, todo su esfuerzo fue en vano. El sol se ocultó y dejó que
los criminales noctámbulos camparan a sus anchas. La noche se presentó como una
maestra implacable que no iba a aceptar ninguna excusa. Venía acompañada por el
sueño, ese inspector que nunca transige. El sueño escoltó a la noche hasta el
corazón del niño y el silencio entumeció los frágiles músculos de la asustada
criatura. El frío despertó de repente y al niño no le quedó otra opción que
refugiarse dentro de una cueva disimulada bajo la maleza.
Palpando la roca llegó hasta un
abrigo natural donde pudo sentarse. Arrastró hasta allí unas ramas cubiertas de
hojas, con las que se fabricó unas mantas que nada envidaban a las pieles de
las mejores viviendas del poblado. El niño cerró los ojos y se imaginó al
abuelo contándole uno de sus cuentos, mientras su madre le arropaba y su padre
preparaba uno de sus juegos. ¿Y si aquella experiencia terrible la convertía en
uno de los pasatiempos de su padre? La noche le daba miedo, pero también podía
enseñarle algo mucho más valioso. El frío, el silencio y el sueño habían venido
para atemorizarlo, pero él les plantaría cara. El niño abrió los ojos. No veía
nada. Dejó de moverse porque ya no tenía frío. Entonces, cuando el silencio se
hizo dueño y señor de su guarida de piedra, el niño comenzó a escuchar y a
sentir que no estaba solo en aquella cueva.
Antes, cuando se había acomodado
contra la fría roca, el niño había sentido en el rostro el tacto de seda de una
telaraña que él había desbaratado de un manotazo. Podía ahora percibir el baile
de una araña remendando su trabajo echado a perder. Casi podía escuchar sus
lamentos. El niño imitó las quejas en
voz alta del artrópodo y le hizo gracia aplicar, sobre aquellas lamentaciones, el
acento de su hermana mayor, siempre tan cascarrabias. Que si ya estaba bien,
que no hacía más que trabajar, limpiar y arreglar la casa y que, venga, todos a
ensuciar sin preocuparse, que ya estaba ella para dejarlo todo en orden.
Aquella
araña debía de tener los ojos como los de su hermana, grises y apagados, como
difuminados sobre la cara. El niño no pudo evitar una sonrisa porque recordó
aquella vez que le había pintado con un carboncillo a su hermana unas manchas
de tigre y ella tardó muchísimo en darse cuenta.
Todavía
permanecía el niño recordando y reproduciendo la voz quejosa de su hermana, diciéndoles
a todos que salieran de la casa y que la dejaran en paz y que no volvieran
hasta que se hubieran limpiado bien, cuando otro sonido vino a hacerle compañía.
Reptando bajo sus pies descalzos apareció una serpiente. El siseo adormeció las
voces de su imaginación y congeló esa sonrisa en el rostro del niño. Pero
aquello no duró mucho tiempo.
El
niño no tardó demasiado en volver a sonreír. No tenía miedo. Ese sonido que
silbaba desde la tierra de la cueva y llegaba hasta sus oídos era el mismo que
hacía madre cuando les pedía a él y a su hermana que no se pelearan, que no
jugaran ni dieran voces cuando padre se estaba echando un sueñecito. Era el
mismo sonido que hacía madre cuando los hombres del poblado se reunían en casa
y trataban de asuntos importantes. Los niños no deben hacer ruido cuando hablan
los mayores. No deben molestar el descanso del cabeza de familia. Psss,
callaos, guardad silencio, no hagáis ruido.
Madre
tenía una manera de hablar en susurros que a él le parecía divertida.
Pronunciaba las palabras como si estuvieran jugando a caballitos en un campo de
minas. Era como si las eses bombardearan todas las frases y las ahogaran. Al
niño le recordaban aquellas oraciones de los ancianos del poblado en los
interminables ritos de la caza, de las estaciones, de las cosechas…
Y
claro, ese sonido que traía consigo la serpiente le produjo un estallido de
risas y carcajadas. El niño no podía dejar de pensar en su madre llamándoles la
atención. Les ocurría lo mismo a su hermana y a él dentro de la choza. Se
contagiaban la risa y su madre, que seguí mandándoles callar con esa voz tan
divertida, se enfadaba mucho y aquello hacía todavía más inevitable la risa.
Por
eso el niño, en el interior de la cueva, soltó abruptamente una carcajada tan
sonora que la serpiente huyó bien lejos de aquel ser extraño cubierto de ramas
y hojarasca. La araña, por su parte, dio un brinco y salió trepando por el
techo de roca. Sin embargo, esa misma carcajada atrajo a otro animal agazapado
cerca del pequeño. Un murciélago batió sus alas y atravesó el corredor que
llegaba hasta el rincón de la cueva donde el niño reía a gusto. El ruido de las
alas asustó al niño al principio, pero enseguida se tranquilizó.
Ese
sonido era el que hacía el chamán del poblado cuando ahuyentaba los malos
espíritus, las grandes catástrofes y las terribles tormentas. Era el sonido del
bastón agitándose en el aire, expulsando males y maldiciones, despojando al
poblado de todo lo dañino y perjudicial.
El
murciélago sintió tan cerca de sí aquella carcajada que volvió a batir sus alas
y despareció por otro corredor dentro de la cueva. El niño volvió a sentir un
alivio gigantesco, como el que sentía cada vez que el chamán les prometía que
todas las amenazas estaban conjuradas y que el mal se había alejado
definitivamente de su pueblo. El alivio era tan grande que el niño sintió una
relajación, un calor y una paz que lo envolvieron con una sensación más
agradable que las hojas y las ramas con las que se acurrucaba en la roca. El
sueño acabó venciéndolo y un hormigueo muy placentero invadió al pequeño.
No
despertó hasta la mañana siguiente, cuando sus padres y otras familias del
poblado encontraron al pequeño apaciblemente dormido dentro de la cueva, cubierto
de hojas y con una sonrisa en los labios. El niño volvió a su casa con el
corazón más fuerte y lleno de valor. La música de la selva acompañó a toda la
familia hasta el poblado. En esa melodía el niño distinguía los acordes del
murciélago, de la serpiente y de la araña. Ese sonido no lo abandonaría jamás. El
niño había aprendido a hacerse dueño de su silencio.
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