lunes, 8 de noviembre de 2021

Segundo Premio Tierra Vacía "La mujer en el mundo rural" de Albada

 

CARTAS EN EL CAJÓN

Por Fajuelo

 

Conchi espera en el rellano, con paciencia mal disimulada, a que Julián le abra la puerta de su domicilio. Nada, que no hay manera. Y le quedan todavía un par de repartos más en la ciudad. Los sábados no da abasto. La caja con la fruta no pesa demasiado, al menos. Julián le ha dicho, a través de las paredes de su casa, que enseguida le abre. Ha añadido algo de que su madre estaba terminando una carta. ¿Una carta? ¿La señora Suceso? ¿Se puede saber qué tiene que ver eso con dejarla a ella ahí tirada, entre el ascensor y la puerta de entrada, como un emparedado vegetal al que todo el mundo ignora y al que ningún cliente elige? ¿Qué carta ni qué ocho cuartos? Y encima Conchi sabe que ha dejado la furgoneta mal aparcada no, lo siguiente…

 

“Querida Milagros:

¿Qué te contaba en mi última carta? ¿Te puedes creer que no me acuerdo? Ya sabes que de un tiempo a esta parte mi cabeza no es lo que era. Con lo que yo he sido, hermana. Tú me lo recordabas siempre, cuando no podías concebir que tuviera el mapa del pueblo y el trazado de cada calle metidos en el cerebro. Es lo que tiene haber sido cartera, te decía yo, y te lo sigo diciendo. Aunque con buena memoria no bastaba. Yo tengo memorizado todo el pueblo y conozco cada casa y cada rincón. Tú te fuiste bien lejos pero seguro que no te has olvidado de muchos hogares de aquí.

Yo los recuerdo todos, aunque ya no puedo visitarlos, porque caminar para mí se ha convertido en una penitencia insufrible y ya no salgo de casa. Casi no salgo de mi habitación, que sigue como tú la dejaste al marchar a Barcelona. Pues aunque ya no ande de un lado para otro como antes; aunque no visite ni vengan a visitarme; yo conservo en mi cabeza todas las esquinas, las cuestas, las enrunas y los agujeros en el asfalto. Exactamente igual que cuando pateaba las calles del pueblo y llamaba a todas las puertas. Como cuando les entregaba una carta, un aviso o un paquete especial a los vecinos.

 

¿Te acuerdas de aquel mozo que me festejaba y que se adelantó como los almendros? Si no hubiera sido tan torpón y tan atropellado a lo mejor habría sonado otra música… Pero no, él quiso ir muy deprisa y se quedó a dos velas. ¿Cómo le decían los de su pueblo? Te quedaste sin novia y sin dinero, eso es lo que le decían, porque te volviste sin la cartera. ¿Te acuerdas, Milagros, de lo que me decía aquel mozo? Yo te refresco la memoria. Decía que yo era el humo de los poblados indios de las Montañas Rocosas de América, que yo era la electricidad del cableado de todas las poblaciones de España. No era pedante ni nada el mozo. Ese ya no volvió al pueblo. Sin embargo, no le faltaba razón.

Tú lo sabes bien, hermana. Yo he traído y llevado las alegrías y las penas por toda la comarca. He visto las lágrimas de la Casillera cuando recibió carta de la hija mayor, la que ya nunca pasa las Navidades en el pueblo. Como tú, Milagros. Yo he visto el tremendo alborozo del lechero cuando descubrió que estaba a punto de ser abuelo. También he sufrido incomodidades. Yo he viajado al pueblo vecino, mucho más grande que este, ya lo sabes bien, porque tenía que recoger aquellos paquetes que habían recibido ya dos avisos. Después de haber hecho las notificaciones en días distintos y horarios diferentes, no tenía guasa la cosa, me tocaba buscar la Oficina de Correos más cercana y aún tenía que aguantar las malas caras del vecino al que le obligaban a plantarse en el pueblo de al lado y hacer cola en Correos.

Así son los pueblos como el nuestro, donde las incomodidades aumentan en la misma proporción que desciende la población. No obstante, Milagros, yo me quedo con el pueblo. ¿Sabes la de veces que he entregado carta y me han hecho pasar al interior para probar el vino, las pastas o para cargarme con unas borrajas, unos tomates, morcilla, bola o longaniza? A veces abrían las cartas delante de mí porque necesitaban mi aliento o mi consuelo, o porque aquellas noticias que yo introducía en sus zaguanes requerían besos y abrazos que no soportarían una retransmisión en diferido.

 

Es verdad que cada vez somos menos. ¡A quién se lo voy a contar! De las casas ya solo me voy quedando con la etiqueta, casa Orencio, casa El Esquilador, casa Bardachín, y con los recuerdos vividos en ellas y que yo guardo en mi interior. Pero esas imágenes se me han quedado desprovistas de sonido. Por cierto, ¿sabes lo que se me ocurrió el otro día? Como ya no salgo apenas, quería cumplir con la misión del alcalde. Ya te lo conté, que me dejó al cargo de la megafonía nada más jubilarme, porque al alguacil no lo entendían ni las vacas. Pues bien, como mi nieto tiene uno de esos aparatos móviles que graban mensajes, he decidido hacer los anuncios grabados. ¿A qué es buena idea? Así no tengo que desplazarme hasta el Ayuntamiento…

Volviendo a lo de los pueblos que se están quedando en nada, como el sofrito del arroz cuando te despistabas en la cocina, en el pueblo nos sucede como en los países africanos. Lo que pasa es que las pateras aquí tienen la forma de cajas de pino o de coches de mudanza con el depósito lleno y una matrícula de una gran ciudad, como tu Barcelona.

Bueno, que soy una pesada, Milagros. Como me decía siempre padre, Suceso, eres un caso. Y se reía hasta que le entraba el ataque de tos. Tú también te reías. Pues eso, que seguiré contándote las novedades, como me hiciste prometer, para que nuestro pueblo puedas sentirlo siempre cerca. Voy a darle al chico estas cuartillas para que me ponga sobre y sello y lo entregue en la Oficina de Correos. Ahora lo llamaré y se llevará tu carta. En la próxima te cuento más.

Un besico, Suceso.”

 

–Le dejo, pues, la fruta donde siempre. –Por fin le han abierto la puerta y Conchi, que se conoce muy bien la casa, ha conseguido colocar la caja sobre la mesa de la cocina, donde ha descubierto la carta–. No me entretengo, que tengo la furgo en doble fila. ¿Esta carta es para Correos? Lo digo porque yo voy a estar por ahí esta tarde. Si quiere, puedo echársela. A mi hijo le encanta dárselas al león para que coma. Desde que el Centro es peatonal nos hemos abonado al Coso.

–No se moleste, Conchi. –Contesta Julián–. Se agradece el ofrecimiento. Esta carta no va a ningún sitio. Aunque vea el sello y una dirección en Barcelona, la destinataria, mi tía Milagros, falleció hace ya años.

–No lo entiendo, Julián.

–Mi madre tiene demencia –explica él, con una sonrisa que parece que se la han grapado a traición–, y los últimos años de su vida se han desvanecido sin dejar rastro. Ella se cree que sigue en su casa del pueblo, que desapareció hace un par de décadas. Le hemos conservado la habitación tal y como la tenía allá. Mi madre, que hizo una promesa a su hermana para ponerle al día de las cosas del pueblo, sigue escribiéndole cartas. Nos pide que las enviemos a la ciudad a la que la tía Milagros se marchó cuando abandonó el pueblo, allá por los años ochenta. Luego murió, pero eso mi madre ya no lo recuerda.

–Pobrecita…

–Tiene tan vivos sus recuerdos de entonces –continúa Julián–, que nos los cuenta también a nosotros, como si el pueblo nunca nos hubiera dicho adiós. ¿Se encuentra bien, Conchi? ¿Le ocurre algo?

–Me acuerdo mucho del pueblo de mis abuelos… –La voz de la frutera se ahoga bajo la tierra, como un tubérculo.

–Vamos, mujer –trata de consolarla Julián–. A todos nos sucede lo mismo. Mi madre fue la cartera del pueblo y compartió todo con todos, conocía todas las casas y todos la adoraban. Todo el que la ve así ahora se marcha con el pensamiento puesto en su propio pueblo. ¿Sabe qué le pidió mi madre a su nieto hace unas semanas? Descubrió que con los móviles se pueden grabar mensajes y siempre que viene a verla le pide al chico que le grabe los anuncios de la megafonía del pueblo. Como cuando se jubiló de cartera sustituyó al alguacil con los avisos…

–Esto que me cuenta es… No tengo palabras… –La frutera se ahoga y busca con la mirada la puerta de la entrada, que está medio abierta.

–Pues mi madre está llena de ellas. Palabras que consigna en las cartas a su hermana Milagros; palabras que deja grabadas en el móvil de mi hijo y que hablan de negocios, afiladores, vendedores ambulantes y nuevas de un pueblo que solo conserva las pocas letras que forman su nombre; palabras que… ¡Conchi, mujer, no se vaya, que todavía no hemos arreglado cuentas! ¿Será posible?

 

Miles de recuerdos amontonados en la cabeza de la frutera la empujan fuera de la casa. Son recuerdos del pueblo de los abuelos los que la precipitan escaleras abajo y la hacen desaparecer, como un azucarillo que se disuelve en medio del ajetreo de la ciudad.

En ese momento, Julián cierra la puerta y se lleva la carta al cajón de la cómoda de su habitación para ponerla con las otras.