CARTAS EN EL CAJÓN
Por Fajuelo
Conchi espera en el rellano, con
paciencia mal disimulada, a que Julián le abra la puerta de su domicilio. Nada,
que no hay manera. Y le quedan todavía un par de repartos más en la ciudad. Los
sábados no da abasto. La caja con la fruta no pesa demasiado, al menos. Julián
le ha dicho, a través de las paredes de su casa, que enseguida le abre. Ha
añadido algo de que su madre estaba terminando una carta. ¿Una carta? ¿La
señora Suceso? ¿Se puede saber qué tiene que ver eso con dejarla a ella ahí
tirada, entre el ascensor y la puerta de entrada, como un emparedado vegetal al
que todo el mundo ignora y al que ningún cliente elige? ¿Qué carta ni qué ocho
cuartos? Y encima Conchi sabe que ha dejado la furgoneta mal aparcada no, lo
siguiente…
“Querida
Milagros:
¿Qué
te contaba en mi última carta? ¿Te puedes creer que no me acuerdo? Ya sabes que
de un tiempo a esta parte mi cabeza no es lo que era. Con lo que yo he sido,
hermana. Tú me lo recordabas siempre, cuando no podías concebir que tuviera el
mapa del pueblo y el trazado de cada calle metidos en el cerebro. Es lo que
tiene haber sido cartera, te decía yo, y te lo sigo diciendo. Aunque con buena
memoria no bastaba. Yo tengo memorizado todo el pueblo y conozco cada casa y
cada rincón. Tú te fuiste bien lejos pero seguro que no te has olvidado de
muchos hogares de aquí.
Yo
los recuerdo todos, aunque ya no puedo visitarlos, porque caminar para mí se ha
convertido en una penitencia insufrible y ya no salgo de casa. Casi no salgo de
mi habitación, que sigue como tú la dejaste al marchar a Barcelona. Pues aunque
ya no ande de un lado para otro como antes; aunque no visite ni vengan a
visitarme; yo conservo en mi cabeza todas las esquinas, las cuestas, las
enrunas y los agujeros en el asfalto. Exactamente igual que cuando pateaba las
calles del pueblo y llamaba a todas las puertas. Como cuando les entregaba una
carta, un aviso o un paquete especial a los vecinos.
¿Te
acuerdas de aquel mozo que me festejaba y que se adelantó como los almendros?
Si no hubiera sido tan torpón y tan atropellado a lo mejor habría sonado otra
música… Pero no, él quiso ir muy deprisa y se quedó a dos velas. ¿Cómo le
decían los de su pueblo? Te quedaste sin novia y sin dinero, eso es lo que le
decían, porque te volviste sin la cartera. ¿Te acuerdas, Milagros, de lo que me
decía aquel mozo? Yo te refresco la memoria. Decía que yo era el humo de los poblados
indios de las Montañas Rocosas de América, que yo era la electricidad del
cableado de todas las poblaciones de España. No era pedante ni nada el mozo.
Ese ya no volvió al pueblo. Sin embargo, no le faltaba razón.
Tú
lo sabes bien, hermana. Yo he traído y llevado las alegrías y las penas por
toda la comarca. He visto las lágrimas de la Casillera cuando recibió carta de
la hija mayor, la que ya nunca pasa las Navidades en el pueblo. Como tú,
Milagros. Yo he visto el tremendo alborozo del lechero cuando descubrió que
estaba a punto de ser abuelo. También he sufrido incomodidades. Yo he viajado
al pueblo vecino, mucho más grande que este, ya lo sabes bien, porque tenía que
recoger aquellos paquetes que habían recibido ya dos avisos. Después de haber
hecho las notificaciones en días distintos y horarios diferentes, no tenía
guasa la cosa, me tocaba buscar la Oficina de Correos más cercana y aún tenía
que aguantar las malas caras del vecino al que le obligaban a plantarse en el
pueblo de al lado y hacer cola en Correos.
Así
son los pueblos como el nuestro, donde las incomodidades aumentan en la misma
proporción que desciende la población. No obstante, Milagros, yo me quedo con
el pueblo. ¿Sabes la de veces que he entregado carta y me han hecho pasar al
interior para probar el vino, las pastas o para cargarme con unas borrajas,
unos tomates, morcilla, bola o longaniza? A veces abrían las cartas delante de
mí porque necesitaban mi aliento o mi consuelo, o porque aquellas noticias que
yo introducía en sus zaguanes requerían besos y abrazos que no soportarían una
retransmisión en diferido.
Es
verdad que cada vez somos menos. ¡A quién se lo voy a contar! De las casas ya
solo me voy quedando con la etiqueta, casa Orencio, casa El Esquilador, casa
Bardachín, y con los recuerdos vividos en ellas y que yo guardo en mi interior.
Pero esas imágenes se me han quedado desprovistas de sonido. Por cierto, ¿sabes
lo que se me ocurrió el otro día? Como ya no salgo apenas, quería cumplir con
la misión del alcalde. Ya te lo conté, que me dejó al cargo de la megafonía
nada más jubilarme, porque al alguacil no lo entendían ni las vacas. Pues bien,
como mi nieto tiene uno de esos aparatos móviles que graban mensajes, he
decidido hacer los anuncios grabados. ¿A qué es buena idea? Así no tengo que
desplazarme hasta el Ayuntamiento…
Volviendo
a lo de los pueblos que se están quedando en nada, como el sofrito del arroz
cuando te despistabas en la cocina, en el pueblo nos sucede como en los países
africanos. Lo que pasa es que las pateras aquí tienen la forma de cajas de pino
o de coches de mudanza con el depósito lleno y una matrícula de una gran
ciudad, como tu Barcelona.
Bueno,
que soy una pesada, Milagros. Como me decía siempre padre, Suceso, eres un
caso. Y se reía hasta que le entraba el ataque de tos. Tú también te reías.
Pues eso, que seguiré contándote las novedades, como me hiciste prometer, para
que nuestro pueblo puedas sentirlo siempre cerca. Voy a darle al chico estas
cuartillas para que me ponga sobre y sello y lo entregue en la Oficina de
Correos. Ahora lo llamaré y se llevará tu carta. En la próxima te cuento más.
Un
besico, Suceso.”
–Le dejo, pues, la fruta donde
siempre. –Por fin le han abierto la puerta y Conchi, que se conoce muy bien la
casa, ha conseguido colocar la caja sobre la mesa de la cocina, donde ha
descubierto la carta–. No me entretengo, que tengo la furgo en doble fila. ¿Esta carta es para Correos? Lo digo porque yo
voy a estar por ahí esta tarde. Si quiere, puedo echársela. A mi hijo le
encanta dárselas al león para que coma. Desde que el Centro es peatonal nos
hemos abonado al Coso.
–No se moleste, Conchi. –Contesta
Julián–. Se agradece el ofrecimiento. Esta carta no va a ningún sitio. Aunque
vea el sello y una dirección en Barcelona, la destinataria, mi tía Milagros,
falleció hace ya años.
–No lo entiendo, Julián.
–Mi madre tiene demencia –explica
él, con una sonrisa que parece que se la han grapado a traición–, y los últimos
años de su vida se han desvanecido sin dejar rastro. Ella se cree que sigue en
su casa del pueblo, que desapareció hace un par de décadas. Le hemos conservado
la habitación tal y como la tenía allá. Mi madre, que hizo una promesa a su
hermana para ponerle al día de las cosas del pueblo, sigue escribiéndole cartas.
Nos pide que las enviemos a la ciudad a la que la tía Milagros se marchó cuando
abandonó el pueblo, allá por los años ochenta. Luego murió, pero eso mi madre
ya no lo recuerda.
–Pobrecita…
–Tiene tan vivos sus recuerdos de
entonces –continúa Julián–, que nos los cuenta también a nosotros, como si el
pueblo nunca nos hubiera dicho adiós. ¿Se encuentra bien, Conchi? ¿Le ocurre
algo?
–Me acuerdo mucho del pueblo de mis
abuelos… –La voz de la frutera se ahoga bajo la tierra, como un tubérculo.
–Vamos, mujer –trata de consolarla
Julián–. A todos nos sucede lo mismo. Mi madre fue la cartera del pueblo y
compartió todo con todos, conocía todas las casas y todos la adoraban. Todo el
que la ve así ahora se marcha con el pensamiento puesto en su propio pueblo.
¿Sabe qué le pidió mi madre a su nieto hace unas semanas? Descubrió que con los
móviles se pueden grabar mensajes y siempre que viene a verla le pide al chico
que le grabe los anuncios de la megafonía del pueblo. Como cuando se jubiló de
cartera sustituyó al alguacil con los avisos…
–Esto que me cuenta es… No tengo
palabras… –La frutera se ahoga y busca con la mirada la puerta de la entrada,
que está medio abierta.
–Pues mi madre está llena de ellas.
Palabras que consigna en las cartas a su hermana Milagros; palabras que deja
grabadas en el móvil de mi hijo y que hablan de negocios, afiladores,
vendedores ambulantes y nuevas de un pueblo que solo conserva las pocas letras
que forman su nombre; palabras que… ¡Conchi, mujer, no se vaya, que todavía no
hemos arreglado cuentas! ¿Será posible?
Miles de recuerdos amontonados en
la cabeza de la frutera la empujan fuera de la casa. Son recuerdos del pueblo de
los abuelos los que la precipitan escaleras abajo y la hacen desaparecer, como
un azucarillo que se disuelve en medio del ajetreo de la ciudad.
En ese momento, Julián cierra la
puerta y se lleva la carta al cajón de la cómoda de su habitación para ponerla con
las otras.