viernes, 4 de diciembre de 2015

Historia de Navidad

UN CUCURUCHO DE CASTAÑAS



I



 El joven publicista apenas puede ver nada. La ciudad está escondida entre jirones de niebla, rasgada y envuelta entre una mordaza húmeda y opresiva que apenas deja espacio para respirar. Las señales no pueden leerse, los edificios se confunden unos con otros y las luces de los semáforos se difuminan como esos lacasitos sin brillo que uno encuentra tiempo después en el bolsillo de un viejo vaquero. El muchacho avanza por el Coso Bajo y descubre por primera vez que no es el único que transita por las calles de la ciudad. Es Nochebuena y casi todo el mundo se encuentra en casa, preparando la cena, ultimando detalles, recibiendo a los que están lejos. Alguna compra de última hora o alguna inquietud desconocida ha sacado de sus hogares a estos otros con los que el joven publicista y aspirante a escritor se topa en plena calle. Son las nueve y media de la noche, ya ha pasado las cuatro esquinas y está muy cerca del Teatro Olimpia.

 El muchacho ha estado trabajando hasta ahora en la nueva campaña de publicidad. Tenía que estar lista para antes de las fiestas y, sinceramente, el chico cree que ha fracasado. En su mano derecha, un puñado de papeles recogen las frases con las que iba a presentar su propuesta. Ahora esos folios arrugados no parece que vayan a salvar su puesto de trabajo. Ha sacrificado tantas cosas para poder centrarse en la dichosa campaña del año que viene… Ha dejado atrás a una chica maravillosa. Ha descuidado a sus padres, viejos y olvidados como aquellas cintas de VHS con las películas de su infancia. Ha olvidado que tiene tres sobrinos, que uno juega al fútbol todos los sábados en su colegio y los otros se morirían por escuchar uno de sus cuentos. Ha estado tan obsesionado con esta campaña que su mejor amigo ha dejado de contarle sus penas y ha empezado a descargar sus frustraciones al otro lado de la barra del bar de la esquina. Lo único que le queda es su ilusión, su confianza en sí mismo y su trabajo. Quizá esta noche lo pierda todo.



 En la plaza de la Inmaculada, en mitad del Coso Alto de la ciudad, cuatro paredes de madera y unas brasas conforman el hogar de la castañera. Todos los inviernos, esta señora que todo el mundo reconoce pero que nadie conoce de verdad, esta mujer que desafía el frío, la humedad y la niebla, remueve las castañas sobre las brasas. Se le acaba de terminar el papel para formar sus cucuruchos y aquel joven que camina triste como un testigo de Jehová sin compañero, como un perro sin amo, como un móvil sin carcasa, acaba de cruzarse con ella, sujetando con fiereza un puñado de folios que bien pueden servirle.

 La castañera no entiende el lenguaje de la cortesía y simplemente le ha hecho un gesto con el fuelle. El muchacho lo ha comprendido enseguida. Ha tardado unos segundos en llegar a la conclusión de que sus brillantes frases, sus eslóganes y sus agudas reflexiones van a ser de mayor utilidad en las manos de aquellos devoradores de castañas. El joven publicista se ha acercado hasta la casita de madera y le ha alargado a la anciana sus papeles. La mujer ha adivinado la tristeza y frustración en aquel muchacho y le ha dicho algo que le ha salido del alma. "Consumir preferentemente antes de que se enfríen". El chico se ha quedado perplejo y la mujer ha ocultado su rostro y ha vuelto a su tarea de revolver brasas y castañas.



II



 Han pasado tres horas. Algunas familias salen ahora de la Misa del Gallo y se cruzan con la juventud que sale de marcha. Nuestro joven publicista se ha pasado todo este tiempo paseando por la ciudad, visitando las Miguelas y el Transmuro, la Antigua Residencia de Niños, perdiéndose entre las calles de Huesca, camuflado entre la niebla. No ha dejado de pensar ni un momento en aquella frase de la vendedora de castañas. Consumir preferentemente antes de que se enfríen. Un momento. Es eso. Todas sus ideas, sus logos, sus frases, el trabajo de estos meses, las últimas horas sin dormir, sin descansar. Ya lo tiene. Tiene que recuperar esos papeles.

 ¿Cómo no lo había pensado antes? Con unas cuantas frases puede tocar el corazón de la audiencia, de los clientes, de las empresas que han patrocinado la campaña de publicidad. Y tiene que ser ahora, antes de que la gente se acomode y se duerma y se apalanque. Tiene que recuperar esas frases y darles el toque de la frase que está pintada sobre las tablas de aquella casita de madera. Tiene que ser "antes de que se enfríen".



 Mientras el joven publicista corre hasta el puesto de castañas, tres personas saborean aquel fruto tierno, sabroso, crujiente. La castañera sonríe y su mirada lleva cientos de años de conocimiento. Ella posa su mirada en las tres personas que, esa noche, se han acercado a su casita de madera, buscando algo más que el alimento y el calor de las brasas. Un matrimonio mayor se ha llevado el cucurucho de castañas y ha leído cientos de veces la frase en aquel papel tibio y arrugado. Una joven, con los ojos hinchados y los labios temblorosos no deja de repetir aquella frase de su cucurucho de castañas. Tiene que ser de él. Qué tonta ha sido. No tenía que haberlo dejado escapar. Muchas veces son las princesas las que tienen que sujetar al dragón y correr en busca del jinete y su caballo. Allí están sus padres, que la han reconocido entre la niebla, justo después de observar cómo compraba su cucurucho de castañas. No ha hecho falta que la vendedora les diga a ninguno de ellos de dónde ha sacado esos folios ni cómo han llegado hasta sus manos aquellos cucuruchos con los que ha acunado sus castañas asadas.



III



 Han pasado unos meses. Toda la ciudad está cubierta de carteles, pósters e imágenes de la campaña de ayuda al Tercer Mundo. Las imágenes son preciosas pero lo que todo el mundo comenta y repite y recuerda son aquellas frases, aquellos latigazos del alma, aquellos lengüetazos de cariño, aquellas caricias que arropan y confortan. Marquesinas y autobuses guiñan sus ojos a todo aquel que se pasea por la ciudad. Ya se acabaron las nieblas, los fríos y las humedades. El joven publicista no ha dejado su trabajo pero sale mucho antes y a veces consigue que los jefes le den un día para pasarlo con sus padres, para llevar a sus sobrinos al parque y contarles historias increíbles. Ella ha vuelto a conquistarlo y ahora todo el ingenio del muchacho se vuelca en los what´sapps que a ella le envía desde la oficina. Al final de la jornada los comentan entre sonrisas y bocados. Ambos recorren las calles de Huesca contaminándose el cariño sin preocuparse de niveles ni emisiones.

 La vendedora de castañas se fue de la ciudad y no volverá hasta el siguiente invierno. Será en las Navidades cuando retorne a Huesca, al Coso, a la plaza y a su puesto de castañas. Tiene la dirección de aquel muchacho y lo primero que va a hacer cuando vuelva el frío será pedirle alguna de aquellas frases u otra nuevas, tan encendidas como las otras, para escribirlas en papeles con los que formar sus cucuruchos. Sus castañas asadas son como los sentimientos y ella, la castañera, solamente tiene un único consejo para sus clientes: "consumir preferentemente antes de que se enfríen".

martes, 29 de septiembre de 2015

Una magnífica explosión de colores



COLORES

            Mi mente se ha quedado en blanco. Es curioso que utilice un color para expresar cómo me siento ahora mismo. Puestos a reflexionar sobre mis palabras,  he dicho curioso pero debería haber utilizado otro adjetivo. ¿Irónico?, ¿paradójico? Tal vez. Mis compañeros me miran, esperando que les diga algo sobre el niño que va a salvarnos a todos o hacer que volemos por los aires. En mis manos tengo los expedientes de todo el alumnado del centro. Muchas hojas han caído al suelo pero todavía sostengo aquella en la que he encontrado la ficha del estudiante. Viene su nombre y apellidos, su dirección, las materias que cursa y si tiene alguna información de tipo médico que el Centro deba conocer. La tiene.

            Hace una hora nos llamaron dando un aviso de bomba en nuestro Colegio. Un hombre había entrado y se había llevado a un alumno. Se habían encerrado en el gimnasio y nadie pudo hacer nada. El hombre era un desequilibrado y conseguimos hablar con él por teléfono. Mi colega, una de las secretarias del Centro, ha estado comunicándose con él. El hombre ha empezado a verlo todo negro y, de pronto, el tipo se ha volado la tapa de los sesos. El niño se ha quedado solo con el teléfono y nos ha descrito el artefacto que lleva el individuo atado a su cintura. El director ha cogido el teléfono y le ha pedido que nos diera su nombre. Es entonces cuando yo he accedido a los expedientes de los alumnos y he dado con su ficha.


            La situación se ha puesto al rojo vivo. Ya estoy otra vez usando adjetivos que no ayudan para nada. Sobre todo cuando todos los que estamos en el edificio, que aún no ha sido evacuado completamente, estamos jugándonos la vida. Todos los estudiantes están ya a salvo y prácticamente todos los profesores. El director y la jefa de estudios, la secretaria y yo nos hemos quedado con el experto en explosivos. Solamente nosotros y el pobre alumno que sigue atrapado en el gimnasio y que no ha sido capaz de abrir las puertas. Siento cómo el director y la secretaria están verdes de envidia porque ellos preferirían estar fuera de peligro, como sus compañeros, como todos los demás. Dichosos colores, que se apoderan de mis palabras y pintan a su antojo mis últimos pensamientos.

            He dicho últimos pensamientos y esta vez he usado la palabra exacta y el término justo. Con el expediente del pobre muchacho entre mis manos, con mis ojos clavados en una frase del mismo y con las últimas palabras del experto en explosivos en mis oídos, miro al director, a la secretaria y al agente y les digo adiós con el miedo adueñándose de mi rostro.

El policía le ha dicho por teléfono al muchacho que corte el cable verde, solamente el verde, nada más que el verde, que no toque ni el rojo ni el azul ni el amarillo. Con un tono seco y cortante, frío e inequívoco, el policía le ha dicho al muchacho que cortara el cable verde, ahora, enseguida, que lo cortes ya, el verde, solamente el verde, sin más dilación, ahora, sí, ahora mismo.

            La bomba estallará sin que yo pueda explicarme nunca, sin que pueda comentarle al policía, al director, a la jefa de estudios o a la otra secretaria que el alumno en cuestión es daltónico de nacimiento. 

sábado, 19 de septiembre de 2015

Luna de miel en Vietnam



LA LLAMADA

            Solo me han dado opción a realizar una única llamada. De apenas treinta segundos, he de puntualizar. Eso significa que no te va a llevar mucho tiempo escuchar esto. Además, el tiempo ha empezado a contar en cuanto el teléfono ha dado la señal. Si tardan en cogerlo, aún tengo menos tiempo para hablar.
            Estoy en un país de Asia y ha habido un malentendido. El funcionario de policía se piensa que soy un terrorista o algo así. Van a meterme en una celda y a esta gente le importa un comino que sea europeo, americano o australiano. Sin embargo, han sido corteses conmigo. Me han quitado el móvil, la cartera con el pasaporte y mi mp3, pero me han dejado la foto de la novia y mi cámara de fotos. Estoy repasando todas las imágenes de estas últimas semanas. Se nos ve tan felices... No me gustaría ser empalagoso pero, por algo lo llaman luna de miel. Somos una paraje adorable… Me encanta esa sonrisa que ella dedica a cada fotografía. Por eso conservo precisamente esta foto. Ella está delante de unos contenedores, en nuestra casa del pueblo, ya ves qué romántico. Sin embargo, no deja de sonreír, como si la hubieran envenenado a base de anuncios de Coca Cola.
            El caso es que van a traerme un teléfono para hacer mi llamada y están tardando un poco. He aprovechado a repasar las fotos y recordar estos momentos felices. La última fotografía es la que he hecho esta misma mañana, en la habitación del hotel. Ella estaba durmiendo como una niña buena y no se había borrado su sonrisa todavía. Estaba muy guapa. Yo he salido para dar una última vueltecita, para decir adiós a este lugar de ensueño. Me he llevado la cámara y la música. Entonces se han abalanzado sobre mí y me han traído hasta esta comisaría de película de Jacky Chan. Ahora que me han dejado a solas, con mi cámara y mi fotografía en papel, tengo tiempo para pensar en nuestra conversación de anoche.
            Hablábamos de cine, de la película que queríamos ir a ver nada más llegar a casa. A ella le apasionan las películas y yo he aprendido mucho gracias a ella. Ella nombró una vieja película del mismo director que está cosechando tantísimos éxitos este año y yo le pregunté por los actores. Sabíamos el nombre de los dos protagonistas pero no había manera de recordar al actor secundario, uno de nuestros favoritos. Aquí no tenemos Internet ni había wifi en el hotel, así que solamente dependíamos de nuestra memoria. Nada, no había manera. Y el actor es muy conocido y hace un papelón y tenías que habernos visto apretando los dientes y recorriendo la habitación del hotel dando golpes en la mesa y en las paredes, intentando dar con el dichoso nombrecito. Entonces llamaron a la puerta y era el vecino de habitación, preocupado por los ruidos. Era americano y le preguntamos por la película. El secundario de lujo era un actor estadounidense pero el vecino no tenía ni idea de cine. Solo quería dormir. Nos acostamos pero ninguno de los dos pudimos dormir. Estábamos en silencio. Yo sabía que ella seguía repasando imágenes en su cabeza, visionando internamente todas las películas en las que había actuado el tipo cuyo nombre se había evaporado de nuestros recuerdos. Yo jugaba a pronunciar en voz baja nombres americanos, cambiando sus letras, probando combinaciones. Imposible.
           
            El funcionario de policía ha vuelto con un teléfono móvil. Quiere que haga mi llamada ahora. Me ha pillado por sorpresa. Llevo diez minutos recordando la noche pasada y nuestros esfuerzos inútiles por dar con aquel actor de cine que nos encanta. Me han dado el teléfono y me han indicado en un inglés de sonido de lata en un callejón que llame ya. Estoy tan nervioso que me olvido de la cárcel, del nombre de este país asiático, del peligro en el que estoy metido y de que mi mujer, no me acostumbro a llamarla así, debe de estar durmiendo todavía, con esa sonrisa que ya no sé si voy a volver a ver. Porque he marcado un número, han tardado en responder, y cuando lo han hecho, he podido escuchar una frase y he hablado con una ansiedad que ha terminado por asustarme a mí mismo:

            -Disculpe. Solamente quería saber cómo se llamaba el actor que hizo un papel secundario soberbio en la película “Sospechosos habituales”. Tiene que darse prisa, señorita, porque no dispongo más que de unos diez segundos.

            Me ha llegado la respuesta. ¡Cómo he podido ser tan idiota! Kevin Spacey, eso es. Ahora sonrío, por fin. Ella sigue sonriendo desde la fotografía. Quien no parece estar muy contento es el funcionario. Han cerrado la puerta de mi celda y no tienen pinta de seguir siendo amables conmigo. Tenemos que ver otra vez esa película, los dos solos, en casa. Se han llevado mi cámara y la foto. Se ve cada vez menos en este lugar. Los pasos del funcionario han dejado de escucharse. Yo cierro los ojos y mi memoria proyecta las escenas de la película. Soberbia.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Aquellas dos clases de E.G.B.



VEINTICINCO AÑOS

            El Colegio estaba cerrado. ¿Había llegado demasiado pronto? Me llevé la mano al bolsillo de la camisa y desplegué el folio con el programa del día. El actual director del Centro nos había mandado una carta recordándonos aquel aniversario, invitándonos a asistir al acto, conminándonos a recuperar entre todos ese trocito de nuestra memoria. Habían pasado veinticinco años desde que dijéramos adiós a la Educación General Básica y a nuestra promoción le tocaba este año convertirse en protagonista del momento. Ya no existía la E.G.B., ni el B.U.P. ni el C.O.U. Habían cambiado los tiempos, la nomenclatura y las mentalidades. Sin embargo, las vivencias escolares sobrevivían a las marcas, las siglas y los legisladores. Rescaté el folio de mi bolsillo. El papel salió más arrugado que mi mejor camisa de algodón cuando la saco de la lavadora. Pues no. Había llegado puntual como un reloj suizo. ¿Cómo es que allí no había nadie? ¿Cómo es que la puerta principal no estaba abierta?
            Rodeé aquellos muros del Colegio y me dirigí hacia las puertas del patio. A lo mejor querían que entráramos como cuando estudiábamos allí, que hiciéramos cola delante de la puerta, igual que cuando éramos críos. Hasta podía entretenerme antes bebiendo agua de la fuente, salpicándome completamente, llevándome el dorso de la mano derecha a la boca, dejando antes que un reguero de agua eche una carrera y se pierda entre mi cuello y mi barbilla. Pues no. Las dos puertas del patio estaban cerradas. Ni un alma en los alrededores. No me quedaba otra que entrar en el Álvaro y pedirme un café. ¿Para eso había viajado desde tan lejos? ¿Qué broma pesada era esta? Después de tantas cartas, recordatorios, mensajes y ánimos, después de tanta insistencia para celebrar el aniversario de las dos clases de la promoción, resulta que aquí no aparecen ni los fantasmas del pasado.

            Los recuerdos de la infancia siempre me han parecido un juego peligroso. Para mí es como quien juega a la ruleta rusa. Escoges un arma cargada con media docena de balas y alguien hace girar el tambor. No tienes más que acercarte un recuerdo hasta la sien y apretar el gatillo. El mismo recuerdo puede pasar sin dejar rastro dentro de tu alma y a otro puede que le acabe destrozando la vida. Cada jugador digiere su pasado de una manera diferente. Unos pueden reírse hasta retorcerse por los suelos mientras otros experimentan un dolor tan agudo e intenso que necesitan más de una vida para que cicatrice. La respuesta de un profesor, el chiste de un compañero, las carcajadas de un grupo o la mirada de una fila entera de la clase determinan si esa bala cargada de emociones está lista para salir disparada y afectar nuestras vidas para siempre. Bueno, basta ya de imágenes y de armas. Voy a sentarme en la barra y pedirme un café.

            Allí encuentro a tres antiguos compañeros de la clase del noventa. Huesca tiene el sabor de un remake de una serie de éxito. No nos hemos visto mucho pero entre las fiestas de san Lorenzo y algunas Navidades ha habido saludos cordiales y apretones de manos que han estado jugando a la oca durante todos estos años. Esta ciudad es como una cabina de fotografías, un fotomatón que recoge instantáneas de todos nosotros y nos guarda imágenes en la memoria que se superponen unas a otras. Quizá no nos hemos visto mucho todos los de aquella promoción de hace veinticinco años, sin embargo, tenemos actualizadas nuestras caras y nuestras pintas. Es como si con la partida de nacimiento nos hubieran regalado una descarga gratuita de la aplicación informática para actualizar la imagen que tenemos de cada uno de nosotros. Pocas veces nos sorprendemos intentando averiguar cómo estará aquel o si habrá cambiado mucho ese que se sentaba junto a nosotros en la última fila.
            Porque todos tenemos nuestros recuerdos de la clase, de nuestro asiento, de nuestro número de lista, de quién estaba antes y a quién le correspondía, por apellido, el número posterior. Pasamos muchas horas sentados juntos. Por eso, cerca de estos tres compañeros, me sorprendo dándome cuenta de lo poco que los conozco. El que no paraba de matar animalillos en el patio y se dedicaba los fines de semana a tirar con perdigón a todo bicho viviente pertenece ahora al partido animalista y tiene en Facebook toda una galería de vídeos y consignas que podrían llenar ciudades enteras. El otro, tan callado entonces, no para de hablar de su trabajo, de su familia, del gobierno, el país y la segunda división. El otro, con un humor ácido e inspirado, no dejaba títere con cabeza y todos, entre los que me incluyo, le reíamos las gracias con esas risas enlatadas que luego se pusieron tan de moda en las series americanas. Ahora está callado y apenas dice una o dos frases, como quien abre una lata de refresco en mitad de un cine sembrado de adolescentes.

            No tengo mucho en común con ellos y no tengo sus teléfonos ni sus correos. No somos amigos, ni siquiera en Facebook. No obstante, tenemos algo en común, formamos parte del mismo túnel de lavado que nos escupió hasta los estudios superiores y el mundo del trabajo. Voy a ir al baño y voy a quitarme esta americana que me está asfixiando. Entonces me doy la vuelta y veo, en las mesas, debajo de la gran pantalla en donde he visto tantos encuentros de Champions, a un nutrido grupo de antiguos compañeros de colegio. No sé por qué me hago el despistado y bajo los ojos, como el acomodador que se aferra a su linterna y nunca aminora la marcha, esperando la reacción inmediata de los que llegan tarde y se encuentran con el trailer más oscuro de toda la filmografía. Me meto en el baño y me desprendo de la americana. ¿Por qué he actuado tan precipitadamente? Me ha dado vergüenza encontrarme con más gente. Quizá el baño de recuerdos se me está antojando algo más difícil de lo que esperaba. Como si no hubiera hecho la digestión o como si alguien hubiera echado más cloro a la piscina.

            Salgo por fin del baño y recibo el saludo de algún que otro amigo. Me he relajado un poco y ahora vuelve a venirme a la cabeza la pregunta que tenía que haber hecho desde el principio. ¿Por qué está cerrada la puerta principal? Es sencillo. Esta noche ha habido alguien que ha metido puntillas de hierro en las cerraduras. Ha sido imposible abrir las puertas. Ahora lo están intentando unos cerrajeros. ¿Qué significa eso? Mi cabeza no puede dejar de escanear la fotografía de las dos clases de nuestra promoción. ¿Quién de nosotros sería capaz de boicotear el evento? Mirando hacia mis recuerdos, leyendo en voz baja la partitura de aquella música del pasado y reproduciendo interiormente la coreografía de aquellos años, no es difícil descubrir algún alma insatisfecha. Por lo que nunca dijo o por lo que nunca se atrevió a hacer. Por aquella escena que le persigue en sueños y hace que se levante envuelto en sudor algunas noches. La infancia es un líquido metido en una caja que no acaba de cerrar nunca bien. Siento rabia y pena por esa persona que hoy se ha levantado con todo ese amargor en el cerebro. Ojalá pudiera hablar con él a solas y decirle que la crueldad la llevas en la infancia con el abrigo y la cartera, que no debería echar a nadie la culpa de sus sufrimientos. Pero no sé muy bien qué le diría ni si me siento culpable o simplemente triste.

            Los amigos de siempre, a los que no he dejado de ver durante años, me llaman para que me acerque. Debo de ser el más raro del grupo porque no creo que estén los demás sacando punta al pasado. Es suficiente. Voy a dejar el tajador sobre el cubilete y concentrarme en disfrutar de mis amigos. Sonríen con franqueza y eso me anima mucho.
Aquí estamos todos. Han pasado veinticinco años y todos hemos cambiado algo. No sé si es una tontería haber venido y ponernos delante de nuestras sombras de catorce años. No sé si es doloroso, amargo o gratificante esto de mirar hacia atrás y gritar nuestros nombres y apellidos y ver con qué vocecilla contestamos. Lo que sí tengo claro es que merece la pena conversar con estas personas que un día cayeron en la misma clase, se asustaron ante las mismas dificultades y compartieron los mismos profesores. Cuando nos digan que ya están las puertas abiertas y empecemos a cumplir el programa del Colegio, no pienso dejar que el resquemor avinagre mis recuerdos de esta etapa. Estos desconocidos, estos amigos, este piquete desafortunado y estos antiguos maestros tenemos en nuestras vidas este dulce compartido, este chupón que nunca se caduca, esta esquinita de la memoria a la que hoy le estamos quitando el polvo.

En el estudio de alquimia del Álvaro, el café se ha hecho cerveza y esta última ronda ha corrido por mi cuenta. Un grupo numeroso abandonamos el bar y nos metemos en el Colegio. Hemos entrado por el patio, en efecto.
Ha cambiado bastante, pero allí están las pinturas murales de cada generación. No llevamos libros ni cuadernos pero, no sé por qué, se me mete en el cuerpo una extraña sensación. Podría ser capaz de correr hasta llegar a la fila o jugar a “tú la llevas”, o abrir el grifo de la fuente y salpicar a tanto cuarentón desprevenido. En lugar de cromos llevamos tarjetas de empresa con nuestros correos y nuestros títulos. Podríamos cambiarlos y empezar el “ten, ten,  no ten” y desplegar aquellos álbumes que nunca se terminaban hasta que pedías por carta, desde tu quiosco, todos los números que te faltaban.
Antes no llevábamos reloj y nunca sabíamos a qué hora terminábamos el partido. Ahora tenemos el de la muñeca, el del móvil y el de la tablet, que nos da la hora en diez capitales mundiales distintas. Ya no llevamos esas canicas de colores y no parece facil encontrar los “guas” en este pavimiento asfaltado. Seguimos caminando hasta la puerta y, sin proponérnoslo, hacemos una fila y entramos en el edificio del Colegio San Viator. La promoción del noventa, veinticinco años después de terminar octavo de E.G.B., se enfrenta a las escaleras que llevan a las aulas. Las escaleras son las mismas. Las piernas, el corazón y la cabeza de los que subimos estos peldaños han cambiado una enormidad.

martes, 1 de septiembre de 2015

Un relato de mi hermano Enrique: en las fiestas de San Lorenzo

VENGANZA

Está decidido. Lo haré mañana. Es el día y el lugar perfecto. Mucha gente y mucho ruido desviarán la atención. Sí, lo voy a hacer. Lo haré porque la sigo queriendo y yo sé que así no va a ser feliz. No sé por qué hemos llegado hasta aquí, no me lo explico. O quizá sí. ¿Cómo no me he dado cuenta? Éramos la pareja ideal. Éramos. Hace tiempo ya de todo eso. Mucho tiempo.

Arrancó nuestra historia sin mucha teatralidad. La vi, me vio, no pasó nada. Los días se siguieron uno al otro sin que ninguno pensáramos en nada. Yo no era muy social y pasaba horas y horas leyendo libros o viendo películas. Ella en cambio no paraba de ir de tienda en tienda o de bar en bar, del Coso Alto al Bajo, haciendo más disfrutar a los demás con su presencia que lo que ella misma lo hacía. Le faltaba algo, le faltaba yo, y me encontró. Un día cualquiera en un sitio cualquiera nos besamos. No fue ni muy apasionado ni muy soso. Fue un beso nada más, y nada menos. Al principio parecía que la cosa quedaría allí, pero a mí dejo de interesarme la lectura lo mismo que empezó a gustarme el aire fresco y su compañía. Ella empezó a enamorarse de mí cuando probablemente yo ya lo estaba hasta los huesos.

Los siguientes meses hasta los tres años que llevamos juntos estuvieron llenos de buenos momentos, y no lo digo por decir. Claro que hubo alguna discusión, pero era una relación basada en la confianza y el respeto. Había ternura, había cariño, había sinceridad. No había indicios ni hechos que me hicieran prever la situación actual. En los últimos tiempos no me hizo sentir nada especial ni me contó ningún problema que estuviera rondando por su cabeza. Probablemente se los contaba a él. Supongo que ella seguía siendo la misma y tenía las mismas necesidades que antes. Simplemente ya no las compartía sólo conmigo.

Me gustaría saber cuándo se produce el punto de inflexión. Tiene que haber un momento en el que dejas de creer, en el que piensas que ya no hay nada que hacer. Imagino que antes de eso harás lo posible por evitarlo, y no dudo que ella lo hiciera, pero yo no lo adiviné, no lo vi venir. No le culpo, no creo que tirara la toalla sin antes haberlo intentado una y mil veces. Es más, estoy seguro de que ella no le buscó a él, ni que tampoco él la buscaba. Surgiría de entre la indiferencia, la impotencia y la soledad. No le busco sentido porque temo que acabaría encontrándolo y ya no tengo humor para eso. Ya lo he decidido y lo voy a llevar a cabo. No voy a permitir que esto siga así y mañana voy a acabar con esto.

Necesito una pistola. No tengo ni idea de cuánto cuesta, ni cuánto pesa ni si será difícil de utilizar. Por suerte mi hermano es policía, está de vacaciones y mañana madrugará como todos los años, así que no tengo que preocuparme por eso. Justo después podré cogerla de su habitación. Antes había pensado en el veneno, o incluso en un cuchillo, pero creo que lo más seguro y fácil de utilizar es una pistola. Y es muy fácil de esconder cuando hay mucha gente a tu alrededor. Lo buscaré entre la multitud y buscaré su mirada. Quiero que me vea, quiero que sepa lo que voy a hacer antes de que lo haga, que lo vea en mis ojos. Quiero acabar con esto de una vez y, lo siento por él, pero yo no soy el que está saliendo con su novia.

Lo tengo todo pensado, hace frío y tengo sueño, así que me voy a casa. Es curiosa esta ciudad, en pleno agosto y puedes estar sudando a las doce de la noche o echando de menos una chaqueta a las ocho de la tarde. Hoy la echo de menos y además debería haberme cogido una chaqueta. ¿Qué pensará de mí a partir de mañana? Yo me iré lejos y tardaré en volver a verla, si la veo. Me gustaría despedirme de ella, pero no podré. ¿Me perdonará? No creo.

Llevo mucho rato pensando y ya no sé ni dónde estoy. A veces andando últimamente descubro que estoy cerca de Loreto, entre los campos de los alrededores, o en un bar del centro tomando un café, y no sé cómo he llegado allí. Otras veces estoy pensando en donde iré cuando todo acabe y despierto sentado en el sofá de mi casa, con la televisión encendida y la luz apagada. ¡Ah sí!, estoy en la plaza de la Catedral, en lo más alto. ¿Habré venido aquí para repasar lo que hacer o para ver todo desde arriba, con perspectiva, para replantearme las cosas? No lo sé, pero me voy a casa, tengo que descansar. Mañana todo tiene que salir bien y no quiero estar cansado. Voy caminando hacia el Museo. Me he cruzado con un par de estudiantes y con una señora muy bajita que me ha mirado con cara lastimosa. Bajo la cuesta hacia el depósito y recuerdo las veces que habré subido por allí en otra época, sin plantearme que podría llegar a la situación en la que estoy. Pero ya no puedo más, no puedo aguantar más y el culpable tiene que pagar por ello. Llego a mi casa, entro y paso directo a mi habitación mirando al frente para no cruzar ninguna palabra con mi madre. Creo que ya estoy durmiendo…

Son las once. ¿Cómo se me ha hecho tan tarde? No sé cuánto he dormido porque no sé qué hora era cuando llegué a casa ayer. Mi hermano ya no está así que no me cuesta nada realizar la primera parte del plan. Ya tengo la pistola. Ahora toca vestirse para la ocasión. Saco la ropa guardada desde el año anterior. Blanco y verde, es fácil. Me pongo la pistola en el pantalón y aprieto bien la faja, que no quiero tener un disgusto a mitad de camino, y salgo de casa. Tengo que darme prisa o todo puede irse al traste.

Por la calle todo son risas, gritos y alegría. Incluso yo estoy contento porque todo va a acabar. Todo el miedo de los últimos días ahora es decisión. Lo tengo todo clarísimo, no hay dudas en mi interior. Subiendo por Lizana un grupo alborotado y algo más animado de lo normal a esas horas se están tirando litros de vino por encima y a mí me salpican un montón de gotas. Quizá me venga bien para disimular más tarde, y si no, me da igual. Ya estoy muy cerca de la plaza. Aún queda tiempo con lo que puedo atravesarla para colocarme justo al fondo, cerca de donde suelen estar él y sus amigos, pero detrás, para que no me vea hasta que yo quiera. Ya estoy allí, todo preparado, dispuesto. Nadie me ha saludado en todo el camino. Nadie me ha conocido. Probablemente ni yo me reconocería ahora mismo. Estoy excitado, nervioso, exultante.
Faltan diez minutos como mucho y no lo veo. ¿Dónde estará? ¿Por qué no ha llegado ya? No va a venir. Se acabó. Todo este tiempo planeando y esperando el día no ha servido para nada. No estoy triste. Casi aliviado. Era lo mejor. Me siento afortunado. ¡Qué locura! ¿Cómo se me había ocurrido? Menos mal. Me voy antes de que alguien me vea la pistola. Era lo mejor. Ya está aquí. Ya lo veo… y viene con ella.

¡Con ella! Lo que faltaba. Me dijo que estaba pasando unos días con sus padres. Otra mentira. No me sorprende. La cosa cambia. ¿Seré capaz de hacerlo delante de ella? ¿Cómo aguantar su mirada después de tantos años? No lo sé, pero no hay vuelta atrás. Tengo que hacerlo, acabar de una vez. Está empezando el discurso desde el balcón del Ayuntamiento, así que hay que darse prisa. La plaza está abarrotada y temo que alguien note la pistola al caminar entre la gente pero empiezo a andar. Voy hacia ellos. Tengo que llegar cuanto antes. Cuesta avanzar. Hay mucho calor, olor a alcohol y sudor y empujones a derecha e izquierda. En uno de estos casi se me cae la pistola y en cuanto levanto la vista para comprobar que nadie se ha dado cuenta los veo.

Son sus ojos, me están mirando fijamente. Siempre ha tenido los ojos preciosos pero hoy son especialmente bonitos. Me mira sorprendida y sobre todo asustada. ¿Sabrá por qué estoy allí? No, seguro que no. Él me mira también. Se miran. Me vuelven a mirar. Está acabando el discurso. Ella le ha soltado la mano. Sus ojos me dicen que la perdone. ¿Yo? No entiendo nada. ¿De verdad pensaba que no lo sabía? Sigue siendo tan inocente como siempre. ¿Me perdonará ella a mí después de todo? El discurso ha acabado y han prendido la mecha. El cohete anunciador sale disparado. Tengo que hacerlo. He perdido al amor de mi vida para siempre y tengo que matar al culpable. Entre el clamor y los gritos de júbilo se hace el silencio justo cuando saco la pistola. Ella no puede creer lo que ve y él me mira como un cachorro perdido en el bosque. Nadie más se ha dado cuenta. Todo el mundo está mirando al cielo. El silbido se oye cada vez más lejos. Acabo de apuntar el cañón de mi arma cuando el sonido del cohete explota en las alturas. ¡PUM!

No sabía si me iba a atrever pero no he tenido ni que pensarlo. Tenía el dedo en el gatillo y con el susto del estallido se ha disparado. Ya está hecho. Se acabó. El júbilo ha estallado en la plaza y ha escondido el grito desgarrador de mi único amor. ¿Sólo yo puedo oírla? Me mira con ternura, no lo entiendo. ¿Me habrá perdonado? Él no puede cerrar la boca mientras ella se tira a mis brazos, manchándose con mi sangre. Ella no podía ser feliz y yo no iba a permitirlo. Yo era el culpable y tenía que quitarme de en medio. Pero no quería hacerlo escondido como una rata debajo de un puente o en la oscuridad de mi habitación. Quería que él lo viera, que entendiera que esto no podía pasarle a él. Que no puede dejar que se le escape. Ya casi no oigo nada más que sus sollozos cerca de mi oído. Una de sus lágrimas ha caído en mi mejilla y ha limpiado mi alma. Ya casi no oigo nada… ¡Viva Huesca! ¡Viva San Lorenzo!

sábado, 25 de julio de 2015

Huesca ya es peatonal y otros relatos

Se han cumplido casi dos años y medio desde que comenzó la andadura de este blog, que acaba de romper la barrera de las ocho mil visitas. Haber compartido con vosotros unas cuantas historias ha sido una experiencia fabulosa. Gracias por vuestro apoyo, comentarios y visitas.

Ahora os puedo anunciar que la editorial Pirineo acaba de publicar una selección de relatos bajo el título "Huesca ya es peatonal y otros relatos". El humor, que acompaña las situaciones más cotidianas, llevándolas hasta el extremo, o la intriga, que se enrosca en cada párrafo para mantener al lector pegado a la historia, esas dos saetas del reloj de mis narraciones breves, han llegado a la calle en el preciso momento en el que cambiamos nuestros relojes. Y no es una coincidencia.

La aventura de los relatos cortos comenzó con el premio de Narración Breve de la UNED para mi relato "Las cinco y cuarto", una historia corta que surgió, precisamente, la noche en la que cambiamos la hora de nuestros relojes, allá por octubre de 2011. Entonces, yo no me había decidido a publicar nada todavía. Entonces, yo escribía una novela que no sabía si vería la luz algún día y me ejercitaba escribiendo algún que otro relato, probando, indagando, experimentando... El premio me lanzó al ruedo y me plantó delante de una editorial y de mis lectores. Así nació el blog y así nacieron las historias que aparecen, por fin, en letra de imprenta.

Es verdad, en el nuevo libro vais a descubrir 17 historias cortas. Los que habéis leído mis cuentos y relatos ya sabéis lo que vais a encontrar en las librerías: 100 páginas para que el tiempo se dentenga, se paren los relojes y la ficción dirija las manecillas de vuestro tiempo de ocio. Si aún no habéis leído mis historias, podéis probar con las de este blog. Elegid algunas de estas historias y probadlas. Si os quedáis con hambre, salid a la calle y no os quedéis delante del escaparate de la librería. No os va a decepcionar, en absoluto.

lunes, 11 de mayo de 2015

MEMORIAL DAY / VETERANS DAY



MEMORIAL DAY / VETERANS DAY


Yo no creo en casualidades ni coincidencias. Las cosas suceden por algún motivo y no está en nuestras manos evitar que pase lo que tenga que pasar. La media sonrisa de la enfermera, por ejemplo, va a conseguir que acabe pidiéndole el teléfono. Así de simple. Si nadie arregla el balcón de una de las habitaciones del ala este del edificio un día de estos, algún enfermo o trabajador de este  recinto será portada del periódico local y la tragedia ocupará al menos varias páginas durante una semana. Si el niño que tengo a mi derecha no deja el móvil tendrá serios problemas para rendir mejor en los estudios. Y si no hubiera sido yo el que desenterró este tesoro, el libro y todas sus historias habrían acabado en un contenedor de papel. Y mi vida no habría sido la misma. Es así de sencillo.
Estoy en un hospital de veteranos en un pueblo perdido del oeste de Massachusetts, en una salita de espera, sentado entre familiares y voluntarios que han venido a hacer compañía a miembros del ejército de los Estados Unidos ingresados en hospitales militares. Hoy es Memorial Day y muchas familias visitan lugares como este. En realidad, yo no conozco aquí a nadie ni trabajo como voluntario ni nada parecido. Yo estoy aquí por una razón. Y para hablar de ese motivo he de remontarme al último día de este mes de abril. Empezaré por el principio.

Mi nombre es Óscar Cajeáis. Soy un profesor visitante en Massachusetts y doy clase de español en un distrito del oeste del estado. Este es mi primer año y, como todos los españoles que participamos de este programa, estoy dando clases en un instituto americano durante al menos un curso escolar. Soy de una ciudad pequeña del norte de España y hasta hace unos días pensaba que era el único de mi tierra que se había embarcado en  esta experiencia americana y que nadie en mi ciudad podría comprender mis sentimientos y mis impresiones de esta aventura transoceánica.
El último día de abril estaba yo cerca de las pistas de béisbol del colegio, dando un paseo después de un día agotador de clases. Muchos profesores ya se habían ido a sus casas y los autobuses amarillos habían desaparecido mucho antes. No había prácticas ni partidos en las instalaciones del high school, así que no había un alma por allí. Me decidí a descalzarme y pisar aquella hierba perfecta para el deporte. Entonces, uno de los dedos de mi pie se quedó enganchado a una especie de tira de color rojo que sobresalía. Después de jurar en arameo con acento español y deje americano, tiré de aquella cinta colorada y observé que estaba enganchada a una especie de piqueta o clavo. Tiré de aquello y salió una caja hortera con un montón de pegatinas y una cerradura que no me costó forzar en absoluto.


Era un Year Book de hacía unos diez años. Pertenecía a un tal Mr. De Meers. Tenía un montón de dedicatorias y, gracias a ellas, pude descubrir muchas cosas sorprendentes. Profesores y resto del personal le agradecían su simpatía y su arrojo al embarcarse en su aventura en Estados Unidos. Algún alumno le recordaba lo que le gustaban las historias que él contaba de Huesca, precisamente la ciudad de la que provengo. Había sido profesor de español y muchas de las palabras estaban escritas en mi lengua natal. Por lo visto, había estado dando clases en el Midle School y había dejado huella en los chavales. Sin embargo, lo más sorprendente es que, dentro del libro había una nota en la que anunciaba su intención de conseguir la Green Card y quedarse allí para siempre. Tenía que investigar sobre este paisano y lo primero era ver qué podía averiguar en la Secretaría.
A la mañana siguiente hablé con una de las de la Oficina y le pregunté por Mr. De Meers. Lu me dijo que hacía muchos años que había estado allí pero que se había marchado porque se le ocurrió alistarse en el ejército. ¿Americano? Sí, ni más ni menos. Por lo visto había estado esperando a que fuera ciudadano con pleno derecho para enrolarse. No era tan extraño, apostillaba Maureen, la otra chica de la Oficina. Bueno, de acuerdo, pero entonces, ¿no hay nada sobre él, ningún informe o una dirección…? A mí me apetecía profundizar en el asunto. Iba a cumplir mi primer año en el Distrito y haber descubierto que otro oscense había vivido la misma experiencia me había impresionado. ¿Cómo sería compartir esos recuerdos con aquel profesor que se había mimetizado con la cultura americana de aquella manera? ¿Cómo habrían sido sus primeros días en el país, sus gestiones, sus papeles, sus citas? Las dos mujeres de la oficina ya no me escuchaban porque me habían arrebatado el Year Book y estaban señalando fotos y haciendo comentarios, soltando carcajadas y trayendo recuerdos de hacía una década.
            Cuando me estaba dando la vuelta me llamaron y me dijeron que en la parte de atrás del Year Book había un sobre con algo dentro. Me hice con él y les dejé el libro para que siguieran disfrutando de su baño de espuma de recuerdos. Iban a estar ocupadas durante semanas.

            La enfermera sigue sonriéndome y yo tengo ya preparadas las palabras para que le sea imposible negarse a darme su número. Nunca dejo una conversación con una mujer guapa a la improvisación. Planifico perfectamente todo, como las Lesson Plans. Eso lo he aprendido en este país, como tantas otras cosas. Me pregunto si ahora, cuando por fin vea a Mr. De Meers, él será enteramente americano y habrá olvidado sus raíces. Me pregunto, mientras la guapa enfermera me indica que entre al fin en la habitación y yo le deslizo mis frases ensayadas, me pregunto, entonces, si el hombre con el que voy a entrevistarme tendrá todavía acento de Huesca. Porque siguiendo la pista de aquel volumen enterrado pude dar con él, con el dueño del Year Book, y descubrí que al fin está en un hospital militar, recuperándose de una herida grave en Afganistán. Por lo visto, soy la primera visita que tiene y aún no le he dicho que somos del mismo pueblo, como suele decirse.
Entro en la habitación y le saludo tímidamente. En cuanto abre la boca me parece estar en mitad del Coso Alto, con las campanas de la Compañía de fondo y la mujer de las castañas removiendo las brasas con su rasera. Tiene un acento aragonés maravilloso y enseguida nos ponemos a hablar.


Cuando la enfermera viene a avisarme de que ya se ha acabado el horario de visitas, cuando desliza un papelito en mi mano con un nombre y un número de teléfono y cuando su sonrisa me dice adiós desde la ventanilla de la recepción del hospital, entonces me doy cuenta de lo afortunado que soy. Mr. De Meers me ha recordado aquella hojita que encontré en el sobre del Year Book y en la que venían anotadas unas cuantas palabras y expresiones mezcladas en español y en inglés. Lo que antes era un sinsentido ahora se ha convertido en el mejor compendio de sensaciones que puede tener uno de Huesca en los Estados Unidos de América. Con la conversación se ha descifrado el código enterrado en aquel sobre, en aquel libro, en aquel campo de béisbol del High School.
No puedo sino paladear estos sabores que se han mezclado en la conversación, en esta cata de momentos y experiencias con la que el bueno de Mr. De Meers me ha deleitado esta tarde. Aquí dejo su aroma que irá ganando en fuerza y en cuerpo con el paso de los años. Ahora sé que, cuando termine esta aventura americana, esta tarde del Memorial Day será la mejor carta de presentación de todos mis recuerdos. Y lo será ya para el resto de mi vida. Me estoy poniendo sentimental. Mejor voy al grano. Reproduzco como si fueran entradas de un diario las claves culturales de un oscense en Nueva Inglaterra. De la cita con la enfermera (date más que appointment, tengo que decir), ya habrá ocasión de contaros más adelante.

Segunda quincena de agosto: El capazo o cómo hacer un “nice to see you”

Cuando llegas a Estados Unidos y conoces a alguien tienes que saludarlo y mostrarte encantado de hacerlo. Ese es el siempre sonriente “nice to meet you”. En Huesca, cuando conoces a alguien y te lo encuentras por la calle, es habitual pararte en medio de donde sea, si estorbas mejor, y ponerte a hablar. Allí se llama coger un capazo. Vas de capazos cuando de un sitio a otro de la ciudad tienes varias de estas paradas. En Estados Unidos, cuando te paras a hablar con alguien, lo cual es harto complicado, dado que vas a todos sitios en coche y no es habitual ver gente caminando, haces lo que sería el equivalente a coger un capazo: hacer un “nice to see you”.

Septiembre: “Dime cómo toses y te diré God bless you”

La primera vez me asusté. Cuando alguien va a estornudar o necesita toser, no se lleva la mano a la boca, como hacemos en Huesca, ya sea en formato puño o mano tipo cuenco o bowl. En Estados Unidos lo hacen en el codo, como los embozados del siglo XVII o los padres de Luis Mejía y Juan Tenorio en la Hostería del Laurel. Como don Mendo y don Pero en la escena del robo con la escala en la almena para ver a Magdalena.

Octubre: Las mil y una opciones del menú.

Una camarera se me acercó para atenderme. Muy sonriente y muy agradable. Con lo que cuesta decidirse por lo que vas a tomar luego llegan las múltiples opciones de sides o acompañamientos. Creí entender algo así como super salad y me dije: a por ello. Una ensalada enorme seguro que es deliciosa. Contesté que sí, super salad. La camarera volvió a decirme “Soup or salad”. No sé por qué pero al final pedí la sopa.

Noviembre: Cómo jugar al frontón y dar los buenos días.

Nada más ver a alguien en el trabajo o cuando te toca el turno en la fila de la caja de un supermercado viene el momento del “How are you”. Es como el rudimentario y antiguo juego de las maquinetas: dos barras en los dos extremos de la pantalla y una pelotita a la que golpear para evitar que toque el fondo. Tú dices “how are you” y la otra persona responde “not bad”, “good”, “pretty good” y entonces te manda un “how are you” que no ha de pillarte desprevenido. Al principio contaba alguna cosa que había hecho, sobre todo tras el fin de semana. Luego me di cuenta que con un “thank you” “me lo quitaba”.

Diciembre: El tiempo y las condiciones climáticas.

Mis alumnos no acaban de cogerlo. Cuando tienen frío no hay problema pero cuando me quieren decir que hace calor en el aula y se quejan con razón, encontramos un pequeño escollo que cuesta mucho sortear. El problema es el de siempre: el verbo “to be”, como no podía ser de otra manera. No es la primera vez que un alumno se me acerca a la mesa de la clase y me dice “estoy muy caliente”. Por suerte se han acabado las pesadillas.

Enero: El automóvil

Aquí tienes que coger el coche para todo. De hecho, hay actividades que solo en este país las puedes hacer también desde el coche. Algunas se dan en ambos sitios. En Huesca puedes pedir en un Mc Donalds desde el coche, como en América. Sin embargo, hay otras gestiones que solo en Estados Unidos puedes hacer sin salir del coche. Ir al cine, sacar dinero del cajero, retirar productos de una farmacia o sacarte un cafelito. Es curioso pero en algún estado (no precisamente sobrio) puedes sacarte una bebida alcohólica para consumir en el interior de tu vehículo.

Febrero: El invierno está de okupa

Yo creía que, al ser de Huesca, uno era con pleno derecho un chicarrón del Norte. ¿Frío? Por supuesto, qué te voy a contar… He descubierto el significado de no poder estar en la calle de puro frío, de caminar entre nieve y sobre hielo y convertir un paseo por la ciudad en una gymkhana de supervivencia. He aprendido a usar la pala para el driveway y el rascador para el coche. Ya nunca olvido guantes y gorro cuando salgo por la puerta. Cuando estás bajo cero Fahrenheit durante todo un mes aprendes a valorar aquel tiempo en el que disfrutabas del mundo exterior porque aquí los bebés aprenden antes a patinar que a andar.

Marzo: Huso horario

Cuando en Huesca son las doce del mediodía aquí son las seis de la mañana. Algún domingo me levantaba yo, tras salir por el tubo hasta las tantas, a eso de las doce. Y pensar que a esa hora – a veces un poco antes–  la gente se suele levantar para ir al trabajo…
Es de locos. Aquí a las dos de la mañana se cierran los bares mientras que en Huesca a esas horas hay gente que lo que está cerrando es la puerta de su casa para sumergirse en la noche oscense. Aquí no hay comida con mesa y mantel. Hay lunch variado en veinte minutillos y mucho es. Se cena a las seis o a las siete de la tarde y no se merienda, se pica. Los pinchos de tortilla y las bolas de patata de mis almuerzos en Huesca se han convertido en unos cafés de mil sabores del Dunkin Donuts. Tengo un jet lag crónico en mi aparato digestivo que no sé cómo se curará.

Abril: ¿Quién me ha robado el mes de abril?

Tenía razón Sabina. Hemos pasado del invierno al verano de la noche a la mañana. Cuando te acabas de quitar el gorro, los guantes, el abrigo y las botas te das cuenta de que te apetece quitártelo todo. Lo peor no es el calor. Es la humedad. Yo ya no distingo quién está nervioso o azorado. Aquí todo el mundo suda sin pensar y no se puede soportar ese sol. Me quejaba yo de que el sol se ponía a las cuatro y cuarto de la tarde en pleno invierno. En este mes de abril el sol se ha plantado como el pobre frente a al iglesia y parece que no va a irse nunca.

Mayo: Buscando los orígenes

Hay una verdadera obsesión en este país por buscar los ancestros, antecesores, orígenes e historia familiar. El árbol que más abunda por toda Nueva Inglaterra es el genealógico. Si tienes una tatarabuela italiana que viajó a Sudamérica y, finalmente, entró en esta región de Norteamérica ya eres feliz. Está bien eso de buscar y conocer tus orígenes. Aquí todos viven su vida y quieren dirigir su propia precuela. En Huesca nos importa la familia, pero con los primos del pueblo ya no necesitamos remontarnos más, a ver si nos van a reivindicar los cuatro almendros…

Junio: La fiesta de promoción

La prom es un clásico para los jóvenes de Estados Unidos. La verdad es que la primera vez que asistí a una, como profesor del instituto, me sentí un poco extraño. No se sirven bebidas alcohólicas, así que tiras de ponche o soda. Como la cena empezaba a las seis y la juerga se terminaba a las once, no daba tiempo para lamentar no encontrar ni siquiera una cerveza. Aunque he de decir que fue un día muy especial y los adolescentes bailaron y disfrutaron mucho. No había ron cola ni gin tonics. Una resaca menos.

Julio: Un año más es un año menos

Y llegó el fin de curso. A los que antes les alargabas la mano y apretabas con más o menos fuerza, ahora te los llevas al pecho y los acomodas un rato mientras les das una palmada en la espalda. Es el momento de decir adiós al curso escolar y de coger ese avión que dejará la tierra de las oportunidades y aterrizará en la tierra de toda la vida. Habrá que olvidarse que en rojo puedes saltarte el semáforo si vas a la derecha y que el verde, a la izquierda, significa que hay que ceder el paso si te viene un coche de frente. A ver si la vamos a liar en una de las quinientas rotondas de la ciudad. Y no sé yo si voy a acostumbrarme a que Huesca es ya peatonal. Tendré que hacerme un coso y coger capazos… No sé si me acordaré.

domingo, 22 de marzo de 2015

Media hora en comisaría



OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS

16:30 HORAS

En la oficina de objetos perdidos el que parecía estar más perdido era el oficial de policía. Para el agente Orange la tarde había empezado interesante. Tres personas se habían presentado casi a la vez, apenas abierta la ventanilla de atención al público. No se conocían entre sí ni mostraban intención de hacerlo, desde luego. A regañadientes, se habían sentado bien lejos unos de otros y sus miradas perdidas seguían trayectorias que no iban a coincidir en aquella comisaría. El policía les había dicho que tenía que consultarlo, que no se le desesperaran, que el oficial al mando ya estaba viniendo para allá, que no, señor, que aquí no se puede fumar y que si son tan amables, mejor se quedan ahí sentados en la salita el tiempo que sea necesario.
Se trataba de dos hombres y de una mujer. Al agente Orange la chica le parecía atractiva y uno de los tipos le cayó simpático. El otro individuo se había dirigido a él de manera grosera y descarada desde el momento en el que se asomó a la ventanilla. Los tres estaban tensos como la ropa mojada cuando está bien tendida. El inspector jefe llegaría en cualquier momento. ¿Qué iba a decirle el bueno de Orange? La mujer y los dos hombres, sentados a la fuerza, parecían estar luchando interiormente por descifrar lo que fuera que los había traído hasta allí. Orange no era muy perspicaz ni se caracterizaba por su aguda intuición o su vasto conocimiento de la psicología humana. Su trabajo en la policía era más de oficina que de campo. No obstante, no había que ser un lince para averiguar que aquellas tres personas no buscaban en sus pensamientos otra cosa que no fueran argumentos para adjudicarse la propiedad de un mismo objeto.

– ¿Me quiere usted decir, Orange, que los tres están aquí para reclamar el mismo dispositivo? –espetó el recién llegado inspector jefe de policía a su subordinado.
–Un móvil de última generación, con claras muestras de haber recibido un impacto y sucio como un cubre manteles en la casa de un soltero, señor inspector –contestó Orange, mientras ponía en manos de su superior aquel teléfono móvil. El policía siguió al inspector hasta su despacho. Antes de cruzar la puerta, echó un último  vistazo. La sala de espera se le antojó al agente Orange la sala de banquetes del palacio de la desdichada Penélope. Desde que leía a los clásicos a Orange le salían símiles como atestados.

I

La única manera de salvar mi empleo es que ese dichoso aparato deje de existir. La jefa me la tiene jurada y no hay derecho a que venga el maldito poli y me tenga aquí atado a esta silla y comiéndome la cabeza. Llevo un año impecable de repartos y en la oficina me empiezan a tomar en serio. Y Rose me ha perdonado. Se lo noto en los ojos, que le brillan cuando le suelto mis frases. Este domingo quiero llevármela a cenar y he reservado y todo. Pero si no arreglo esto, ni cena, ni Rosita, ni trabajo.
¿Quiénes son esos dos? No entiendo por qué tampoco los han despachado. Este policía es bastante simple. Parece como si lo hubieran sacado de Twin Peaks. A Rose le apasiona esa serie y le encanta que la veamos juntos. Tiene más años que la moneda de cinco centavos pero a mí me da igual. Son ratos que aprovecho para estar con ella. Estuvo muy feo lo que le hice hará cosa de un año. Te pusiste nervioso y la golpeaste, es lo que me he dicho siempre. No había manera de que se calmara, estaba histérica. Pero levantarle la mano y golpearla… Eso no me lo he perdonado nunca, aunque ella parece que sí lo ha hecho. Es más buena…
Los demás en la oficina de Correos no son tan benévolos. La jefa está esperando a que cometa un solo error para despedirme o relegarme, que ya es difícil. No sé que hay por debajo de un simple repartidor pero seguro que ella encuentra algo. Por eso tengo que arreglar lo del dichoso celular. Este envío me va a costar muy caro. Si pudiera conseguir que el teléfono móvil simplemente desapareciera… No tengo ni idea de por qué el idiota del policía no me lo entrega de una vez. ¿A qué está esperando ese memo?
Esta misma mañana me encargaron esta entrega. Era un paquete para una zona residencial. No sé por qué en este país los sietes los hacen igual que los unos. Es la dichosa manía de no poner una rayita cruzando el palo alto. Por eso me equivoqué. El número era el 171 de Redwood Street y yo dejé el paquete en el número 111. Continué mi ruta y volví a la oficina para recoger mis cosas y marcharme. Entonces leí una notita de Rose. El domingo a las once. ¿Para cenar? No podía ser. Pero ella ya se había marchado, así que le pregunté a Frankie, en ventanilla. Se rió de mí y me dijo que allí ponía a las 17 horas, que a ver si me espabilaba ya, con tantos años como llevaba en este país, que si es que los portorriqueños éramos retrasados o qué. Entonces caí en la cuenta. Había equivocado el envío. Recordé las palabras de la jefa. Un error más, Israel, y estás en la calle. Tenía que recuperar ese paquete antes de que fuera demasiado tarde. Y aquí estoy. Meándome, por cierto. Me voy al servicio y así estiro las piernas. En vista de que no me dejan fumar…

II

            Ese tipo de ahí no hace más que mirarme el trasero. Voy a dejar de pasear y sentarme de una vez y le evito la tentación. Qué asco. Está sudando como un pollo. El policía ha sido bastante atento pero ineficaz. Ni una explicación. Simplemente que esperara, que tenía que comprobar no sé qué y que tenía que hablar con sus superiores. Pues bien, al otro policía lo ha llamado inspector, así que no sé a qué espera para devolverme el dichoso teléfono. Con solo que me lo dejen un minuto puedo hacer que toda esta historia se borre para siempre. No necesito más que unos cuantos segundos y no tendré que preocuparme de nada.
            Siempre he sido muy impulsiva y eso de pensar las cosas dos veces no ha sido mi fuerte. Mamá me lo ha dicho siempre y mi primer marido opinaba igual. No es mi único defecto. Tengo una colección entera, pero a John no le importa lo más mínimo. Es tan bueno conmigo… No le importa que llegue tarde, que me compre más de una tontería en Macy´s o que me olvide de responder a sus llamadas cuando estoy con mis amigas. No me lo merezco, eso es verdad. Es tan cariñoso y detallista. Es un cielo y voy a perderlo. Estoy convencida: va a dejarme. En cuanto descubra todo lo que le he dicho se retirará de la escena, me dirá adiós sin un beso y delicadamente romperá conmigo. Es horrible lo que le he hecho. Me siento sucia y despreciable.
            Me han entrado ganas de llorar pero aquí solo hay un baño y está ocupado por el chico del mono de US Postal Service, un hispano muy guapo al que han sentado aquí también. Muy diferente al creído de enfrente. No le ha hecho gracia que me sentara porque le he aguado la fiesta. No es el primero al que decepciono. John puso una cara parecida cuando le dije que necesitaba un tiempo, que quería pensar bien las cosas. Es la mayor tontería que podía imaginar. Después, solo faltó que le llamara y le dijera todo aquello que le dije. No contestó al teléfono pero saltó el contestador y le dejé aquel horrible mensaje. Me siento fatal y nunca debí hacerlo. Él no se lo merece y yo lo necesito más que nunca. Nada más dejar el mensaje me arrepentí y corrí hacia su casa. Esperé en la calle a que saliera a correr al parque, como cada domingo. Salió a la calle, puntual como un reloj. Suele utilizar el móvil para escuchar música y lo llevaba en el bolsillo del pantalón. Cuando iba a saludarlo y estaba pensando ya en una excusa para hacerme con el teléfono sucedió algo inesperado. El móvil se cayó al suelo sin que él se percatara. De hecho, empezó a correr como si nada. Cuando fui a recogerlo me di cuenta de que aquel móvil era nuevo. No me había dicho que estrenaba móvil. No pude observarlo con detalle porque aquel tipo de las gafas de sol se me adelantó, cogió el móvil del suelo y se lo llevó consigo. He tenido que seguirle la pista al dichoso teléfono hasta acabar en esta comisaría. Es de locos. He entrado justo después del tipo de la camiseta sudada y la mirada sucia. Hubo un momento en que he pensado que iba a perderlo.
En cuanto salga ese policía voy a conseguir que me devuelva el móvil y voy a borrar mi desafortunado mensaje. John nunca sabrá lo que yo le dije y me seguirá queriendo. Será como si nunca le hubiera dicho todo aquello. Lo quiero tanto que no puedo perderlo por un arrebato como el que me dio esta mañana. Si llegara a escucharlo… No puedo permitirlo. Tengo que recuperar su móvil y borrar ese maldito mensaje con el que terminaba con él definitivamente. Por suerte él perdió el móvil esta mañana y yo estoy a punto de recuperarlo y arreglarlo todo.


III

            Este policía es idiota. Con todas las letras. Me recuerda al hombrecillo de las gafas de sol y aspecto bobalicón de esta mañana. Lo último que hubiera pensado de él es que fuera un investigador privado. Pero así es. Es el tipo al que había contratado mi mujer para sacar unas fotografías y arruinarme la vida. Cuando bajé del motel para robarle la cámara me dijo que no había usado ninguna, que se había hecho con un teléfono móvil que un incauto había perdido en plena calle y la resolución era aún mejor. Cuando lo amenacé se asustó como un conejillo y se llevó la mano al bolsillo para entregármelo. Entonces se le cayó al suelo y, sin tiempo para recogerlo, un señor se agachaba con agilidad y se llevaba la prueba del delito, alejándose de nosotros a grandes zancadas. Era el dueño del motel en el que todavía me estará esperando la chica. No me acuerdo de su nombre. El caso es que he seguido al tipo que se había hecho con el móvil a una distancia prudente y he acabado en una maldita comisaría.
Si el estúpido policía me da por fin el dichoso aparato podré borrar todas y cada una de las fotografías. Mi querida mujercita no sabrá nunca de mis escarceos. No son más que deslices insignificantes que me debo a mí mismo. La carrera política desgasta mucho y uno necesita estimularse de vez en cuando. Cualquiera puede entenderlo. No obstante, ella no es cualquiera y esto podría costarme el matrimonio y el futuro político.
            Yo la quiero más que a nada en el mundo. Estar con otra mujer no cambia esa premisa general. Tenemos dos niños maravillosos y somos la envidia de toda la comunidad. Cuando nos trasladamos a Redwood Street nadie sabía de nosotros y fue una tarea ardua la de hacernos un hueco entre los vecinos del barrio. Mi esposa tiene un don especial para las relaciones sociales y yo simplemente lo aprovecho. Ella es feliz de ver que su habilidad me reporta grandes beneficios y está encantada de favorecer así mi carrera. No hay vecino que no me dedique su mejor sonrisa o me hable de lo encantadora que es Suzanne. A veces me sorprende lo que puede conseguir esa mujer que se casó conmigo sin un atisbo de duda. Por todos los santos, no puedo perderla. Tengo que arrancarle el móvil al policía y borrar aquellas fotos comprometedoras. ¿No me ha llamado hoy Suzanne para decirme que aún no ha llegado aquel móvil de última generación del que yo me había encaprichado y que ella iba a regalarme para mi cumpleaños? La pobre estaba tan afectada… Iba a ser una sorpresa y ahora… No la merezco, la verdad. Cuando termine todo este asunto voy a llevármela a algún buen restaurante y matarla de cariño. Pero primero tengo que deshacerme de las dichosas fotos.
            Suzanne me quiere con locura pero no es tonta. Todo lo contrario que el investigador privado que había contratado para que me espiara. Ella intuía que yo le estaba siendo infiel y había pagado un dineral para que le consiguiera pruebas. No tuve que apretarle demasiado las tuercas para que cantara. El tipo es medio retrasado. Me había seguido hasta el motel de carretera y se había apostado cerca del Diner para sacar unas cuantas fotografías con la modelo a la que había arrastrado desde la inauguración de la residencia de ancianos. La chica era mona y yo estaba harto de tanta baba y tanta sonrisa falsa. Simplemente le dije que iba a ayudarla en su carrera y casi le faltó tiempo para meterse en el taxi y acompañarme hasta aquella habitación. No me costó mucho descubrir que alguien estaba observándonos desde el aparcamiento.
            Lo más gracioso es que el hombre al que mi mujer había contratado era un desastre en toda regla. Había perdido su cámara de alta resolución y había tenido que improvisar. Le había robado el móvil a un tipo en ropa de deporte en plena calle y había salido corriendo. El móvil llevaba un golpe interesante pero funcionaba perfectamente, me dijo. Hacía unas fotografías excelentes. Lástima que, atemorizado por mi presencia, el teléfono se le había caído en el aparcamiento y él había huido justo cuando el dueño del hostal se alejaba con el teléfono. Ese es el dueño que recogió el teléfono y se acercó hasta esta comisaría. Seguramente el dueño del motel necesitaba ganar puntos delante de la policía para continuar con sus actividades clandestinas porque si no yo no me explico tanta premura y tanta diligencia para entregar aquí el teléfono olvidado en plena calle. No aguanto más. Voy a pedir que me lo devuelvan ahora mismo.

17:00 HORAS

            Por fin se abrió la puerta del despacho del Inspector Jefe de Policía de Easthampton. El agente Orange sabía cuál era la tarea encomendada y cómo hacer que aquellos tres individuos prestaran declaración. El inspector había sido muy claro: había que descubrir qué había ocurrido con ese teléfono y por qué estaban allí aquellas tres personas. Para esclarecer los hechos bastaba con escuchar los tres testimonios, usar sus habilidades como funcionario de la policía y atar cabos. Él podía hacerlo perfectamente. El agente Orange dedicó una sonrisa a su superior y extendió esa sonrisa a toda la audiencia allí congregada: el tipo agradable, la atractiva señorita y el impresentable de la camisa empapada. Cuando iba a disponerse a llamar a este último para interrogarle, el teléfono móvil que llevaba en su mano derecha se deslizó y fue a parar al suelo. La batería salió despedida y el resto aterrizó sobre el cubo de fregona que las limpiadoras habían dejado preparado para la limpieza vespertina. Le salpicaron unas gotas. El móvil había quedado inutilizado. Mal asunto. El agente Orange sería expedientado pero ninguna de aquellas tres personas que esperaban en la comisaría de policía iba a estar allí para verlo. Tres suspiros de alivio desaparecieron de aquel lugar para siempre y se fueron a sus respectivas casas, a vivir sus respectivas mentiras. Al fin y al cabo, el policía a cargo de la oficina de objetos perdidos les había salvado la vida.  Siguiendo con una de sus analogías, el agente de policía le comentaría esa noche a su novia que, mientras que todo el mundo acudía a la comisaría para recuperar lo que había perdido, él iba a ser el primero que había ido allí para perder algo. El agente Orange estaba hablando de su empleo.