martes, 1 de septiembre de 2015

Un relato de mi hermano Enrique: en las fiestas de San Lorenzo

VENGANZA

Está decidido. Lo haré mañana. Es el día y el lugar perfecto. Mucha gente y mucho ruido desviarán la atención. Sí, lo voy a hacer. Lo haré porque la sigo queriendo y yo sé que así no va a ser feliz. No sé por qué hemos llegado hasta aquí, no me lo explico. O quizá sí. ¿Cómo no me he dado cuenta? Éramos la pareja ideal. Éramos. Hace tiempo ya de todo eso. Mucho tiempo.

Arrancó nuestra historia sin mucha teatralidad. La vi, me vio, no pasó nada. Los días se siguieron uno al otro sin que ninguno pensáramos en nada. Yo no era muy social y pasaba horas y horas leyendo libros o viendo películas. Ella en cambio no paraba de ir de tienda en tienda o de bar en bar, del Coso Alto al Bajo, haciendo más disfrutar a los demás con su presencia que lo que ella misma lo hacía. Le faltaba algo, le faltaba yo, y me encontró. Un día cualquiera en un sitio cualquiera nos besamos. No fue ni muy apasionado ni muy soso. Fue un beso nada más, y nada menos. Al principio parecía que la cosa quedaría allí, pero a mí dejo de interesarme la lectura lo mismo que empezó a gustarme el aire fresco y su compañía. Ella empezó a enamorarse de mí cuando probablemente yo ya lo estaba hasta los huesos.

Los siguientes meses hasta los tres años que llevamos juntos estuvieron llenos de buenos momentos, y no lo digo por decir. Claro que hubo alguna discusión, pero era una relación basada en la confianza y el respeto. Había ternura, había cariño, había sinceridad. No había indicios ni hechos que me hicieran prever la situación actual. En los últimos tiempos no me hizo sentir nada especial ni me contó ningún problema que estuviera rondando por su cabeza. Probablemente se los contaba a él. Supongo que ella seguía siendo la misma y tenía las mismas necesidades que antes. Simplemente ya no las compartía sólo conmigo.

Me gustaría saber cuándo se produce el punto de inflexión. Tiene que haber un momento en el que dejas de creer, en el que piensas que ya no hay nada que hacer. Imagino que antes de eso harás lo posible por evitarlo, y no dudo que ella lo hiciera, pero yo no lo adiviné, no lo vi venir. No le culpo, no creo que tirara la toalla sin antes haberlo intentado una y mil veces. Es más, estoy seguro de que ella no le buscó a él, ni que tampoco él la buscaba. Surgiría de entre la indiferencia, la impotencia y la soledad. No le busco sentido porque temo que acabaría encontrándolo y ya no tengo humor para eso. Ya lo he decidido y lo voy a llevar a cabo. No voy a permitir que esto siga así y mañana voy a acabar con esto.

Necesito una pistola. No tengo ni idea de cuánto cuesta, ni cuánto pesa ni si será difícil de utilizar. Por suerte mi hermano es policía, está de vacaciones y mañana madrugará como todos los años, así que no tengo que preocuparme por eso. Justo después podré cogerla de su habitación. Antes había pensado en el veneno, o incluso en un cuchillo, pero creo que lo más seguro y fácil de utilizar es una pistola. Y es muy fácil de esconder cuando hay mucha gente a tu alrededor. Lo buscaré entre la multitud y buscaré su mirada. Quiero que me vea, quiero que sepa lo que voy a hacer antes de que lo haga, que lo vea en mis ojos. Quiero acabar con esto de una vez y, lo siento por él, pero yo no soy el que está saliendo con su novia.

Lo tengo todo pensado, hace frío y tengo sueño, así que me voy a casa. Es curiosa esta ciudad, en pleno agosto y puedes estar sudando a las doce de la noche o echando de menos una chaqueta a las ocho de la tarde. Hoy la echo de menos y además debería haberme cogido una chaqueta. ¿Qué pensará de mí a partir de mañana? Yo me iré lejos y tardaré en volver a verla, si la veo. Me gustaría despedirme de ella, pero no podré. ¿Me perdonará? No creo.

Llevo mucho rato pensando y ya no sé ni dónde estoy. A veces andando últimamente descubro que estoy cerca de Loreto, entre los campos de los alrededores, o en un bar del centro tomando un café, y no sé cómo he llegado allí. Otras veces estoy pensando en donde iré cuando todo acabe y despierto sentado en el sofá de mi casa, con la televisión encendida y la luz apagada. ¡Ah sí!, estoy en la plaza de la Catedral, en lo más alto. ¿Habré venido aquí para repasar lo que hacer o para ver todo desde arriba, con perspectiva, para replantearme las cosas? No lo sé, pero me voy a casa, tengo que descansar. Mañana todo tiene que salir bien y no quiero estar cansado. Voy caminando hacia el Museo. Me he cruzado con un par de estudiantes y con una señora muy bajita que me ha mirado con cara lastimosa. Bajo la cuesta hacia el depósito y recuerdo las veces que habré subido por allí en otra época, sin plantearme que podría llegar a la situación en la que estoy. Pero ya no puedo más, no puedo aguantar más y el culpable tiene que pagar por ello. Llego a mi casa, entro y paso directo a mi habitación mirando al frente para no cruzar ninguna palabra con mi madre. Creo que ya estoy durmiendo…

Son las once. ¿Cómo se me ha hecho tan tarde? No sé cuánto he dormido porque no sé qué hora era cuando llegué a casa ayer. Mi hermano ya no está así que no me cuesta nada realizar la primera parte del plan. Ya tengo la pistola. Ahora toca vestirse para la ocasión. Saco la ropa guardada desde el año anterior. Blanco y verde, es fácil. Me pongo la pistola en el pantalón y aprieto bien la faja, que no quiero tener un disgusto a mitad de camino, y salgo de casa. Tengo que darme prisa o todo puede irse al traste.

Por la calle todo son risas, gritos y alegría. Incluso yo estoy contento porque todo va a acabar. Todo el miedo de los últimos días ahora es decisión. Lo tengo todo clarísimo, no hay dudas en mi interior. Subiendo por Lizana un grupo alborotado y algo más animado de lo normal a esas horas se están tirando litros de vino por encima y a mí me salpican un montón de gotas. Quizá me venga bien para disimular más tarde, y si no, me da igual. Ya estoy muy cerca de la plaza. Aún queda tiempo con lo que puedo atravesarla para colocarme justo al fondo, cerca de donde suelen estar él y sus amigos, pero detrás, para que no me vea hasta que yo quiera. Ya estoy allí, todo preparado, dispuesto. Nadie me ha saludado en todo el camino. Nadie me ha conocido. Probablemente ni yo me reconocería ahora mismo. Estoy excitado, nervioso, exultante.
Faltan diez minutos como mucho y no lo veo. ¿Dónde estará? ¿Por qué no ha llegado ya? No va a venir. Se acabó. Todo este tiempo planeando y esperando el día no ha servido para nada. No estoy triste. Casi aliviado. Era lo mejor. Me siento afortunado. ¡Qué locura! ¿Cómo se me había ocurrido? Menos mal. Me voy antes de que alguien me vea la pistola. Era lo mejor. Ya está aquí. Ya lo veo… y viene con ella.

¡Con ella! Lo que faltaba. Me dijo que estaba pasando unos días con sus padres. Otra mentira. No me sorprende. La cosa cambia. ¿Seré capaz de hacerlo delante de ella? ¿Cómo aguantar su mirada después de tantos años? No lo sé, pero no hay vuelta atrás. Tengo que hacerlo, acabar de una vez. Está empezando el discurso desde el balcón del Ayuntamiento, así que hay que darse prisa. La plaza está abarrotada y temo que alguien note la pistola al caminar entre la gente pero empiezo a andar. Voy hacia ellos. Tengo que llegar cuanto antes. Cuesta avanzar. Hay mucho calor, olor a alcohol y sudor y empujones a derecha e izquierda. En uno de estos casi se me cae la pistola y en cuanto levanto la vista para comprobar que nadie se ha dado cuenta los veo.

Son sus ojos, me están mirando fijamente. Siempre ha tenido los ojos preciosos pero hoy son especialmente bonitos. Me mira sorprendida y sobre todo asustada. ¿Sabrá por qué estoy allí? No, seguro que no. Él me mira también. Se miran. Me vuelven a mirar. Está acabando el discurso. Ella le ha soltado la mano. Sus ojos me dicen que la perdone. ¿Yo? No entiendo nada. ¿De verdad pensaba que no lo sabía? Sigue siendo tan inocente como siempre. ¿Me perdonará ella a mí después de todo? El discurso ha acabado y han prendido la mecha. El cohete anunciador sale disparado. Tengo que hacerlo. He perdido al amor de mi vida para siempre y tengo que matar al culpable. Entre el clamor y los gritos de júbilo se hace el silencio justo cuando saco la pistola. Ella no puede creer lo que ve y él me mira como un cachorro perdido en el bosque. Nadie más se ha dado cuenta. Todo el mundo está mirando al cielo. El silbido se oye cada vez más lejos. Acabo de apuntar el cañón de mi arma cuando el sonido del cohete explota en las alturas. ¡PUM!

No sabía si me iba a atrever pero no he tenido ni que pensarlo. Tenía el dedo en el gatillo y con el susto del estallido se ha disparado. Ya está hecho. Se acabó. El júbilo ha estallado en la plaza y ha escondido el grito desgarrador de mi único amor. ¿Sólo yo puedo oírla? Me mira con ternura, no lo entiendo. ¿Me habrá perdonado? Él no puede cerrar la boca mientras ella se tira a mis brazos, manchándose con mi sangre. Ella no podía ser feliz y yo no iba a permitirlo. Yo era el culpable y tenía que quitarme de en medio. Pero no quería hacerlo escondido como una rata debajo de un puente o en la oscuridad de mi habitación. Quería que él lo viera, que entendiera que esto no podía pasarle a él. Que no puede dejar que se le escape. Ya casi no oigo nada más que sus sollozos cerca de mi oído. Una de sus lágrimas ha caído en mi mejilla y ha limpiado mi alma. Ya casi no oigo nada… ¡Viva Huesca! ¡Viva San Lorenzo!

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