jueves, 28 de diciembre de 2017

Mi media "orange" es bastante "amena"

DISCULPE, ¿HABLO CON EL TITULAR DE LA LÍNEA?

            Acaba de levantarse. Ha ido al servicio. El camarero del Flor me ha hecho un guiño y he sonreído, mirando a mi alrededor absolutamente satisfecho. Me he servido más Somontano. Desde luego, el vino contribuye a que mi sonrisa sea incapaz de desdibujarse de mi rostro. Su voz todavía no quiere abandonar mi mente y se enrosca en mis oídos suave y delicadamente, tan dulcemente que no me va a hacer falta pedir postre. Cuando vuelva pienso atreverme a pedirle el teléfono y a insinuar que me encantaría que me acompañara a ver la última de Woody Allen a los Multicines.
            Ha vuelto a sentarse y me encanta cómo se coloca la servilleta sobre su falda. Es una preciosidad y su acento va a volverme loco. Ha pedido un café bombón y el cumplido no he podido callármelo. Le ha encantado y se ha ruborizado. Es el momento de atacar. Nuestra historia, si todo va bien, será para grabarla y reproducirla una y otra vez. Antes de la proposición que voy a hacerle, toda nuestra aventura se repite en mi interior. Es de película. El guion, de lo más simple.
            Chico está aburrido en casa. Chico coge el teléfono. Chica llama para ofrecer condiciones inmejorables de su aparato de telefonía móvil. Chico escucha atentamente y acepta todo lo que ella dispone. Chico asalta con pregunta sorprendente. Chica reacciona encantada y ambos quedan para cenar el sábado siguiente. La cena es un éxito y solamente falta poner la guinda al pastel. Eso es lo que toca ahora. Allá voy.
            – ¿Me darás tu número de teléfono? Así estamos en contacto y te invito a al cine un día de estos. Tengo pensada una película que te va a encantar. –Ya está. Ya lo he dicho.
            –No puedo darte mi número porque no tengo teléfono móvil –dice, mientras clava en mi mano izquierda una uña azul. Tengo que dejar de leer a Bécquer, lo sé.
            – ¿Me tomas el pelo? ¡Si te dedicas a eso! –replico, apartando bruscamente mi mano de sus dedos afilados.
            –Ya ves. Estas son nuestras condiciones laborales. –Ella parece abatida. Sé que le gusto y tengo que luchar. Me levanto y le hablo apasionadamente.
            -Vas a decirme quién te contrató e iré a hablar con él. La próxima vez que nos veamos tú tendrás un móvil de última generación y yo te escribiré los mensajes más hermosos que nunca hayas recibido.
            -Fue en una empresa de trabajo temporal. En la calle Zaragoza, me parece. Gracias. Me siento tan abochornada… -No ha terminado la frase porque ha huido a la velocidad de la banda ancha. Yo voy a pagar la cuenta y me iré a casa. Esto lo arreglo el mismo lunes.

            Lunes. Estoy en un banco orientado hacia ninguna parte en medio del Coso Alto. A mi derecha, un anciano en batería que suelen recoger cuando empieza a oscurecer. Lo he visto muchos días allí, solo o en compañía de otras personas mayores. A mi izquierda hay un macetero con una planta de no sé qué especie. No sé cuál es su fruto, pero dudo mucho de que deban florecer en ella vasos de plástico y cartones de tetra brick. Este es el famoso macetero contra el que se golpeó el paso de la Santa Cena en la procesión de Semana Santa. Desde entonces ha recuperado el nombre de Última Cena, porque ya no va a volver a salir el año que viene.
            Llevo aquí desde las dos de la tarde y no me quiero ir a casa. He perdido a la chica de mi vida, a mi media naranja, como dicen los cursis. La escena que he protagonizado esta mañana en la E.T.T. ha anulado todas mis esperanzas. Voy a quedarme aquí hasta que se me olvide todo. Todavía me martillea el alma aquella dichosa entrevista.
            –Disculpe, ¿es esta la empresa de trabajo temporal?
            –En efecto –dice un señor con bigote y cara de palo.
            –Entonces podrá atenderme –respondo esperanzado.
            –Tenía que haber venido unos minutos antes. Ya no trabajo aquí. Acaban de despedirme. Tendrá que acudir al nuevo o hablar directamente con el jefe de contrataciones, ese de ahí enfrente –dice, en voz baja, el señor de bigote. Me dirijo al caballero que está al mando y le pregunto por mi chica.
            –Lo siento mucho, joven –no se nota en absoluto ese sentimiento ni en sus gestos ni en sus palabras–, pero ya no estoy al mando de este departamento. Acaban de cambiarme de sección.

            Como me estaba volviendo loco, decidí marcharme y darme una vuelta por la ciudad hasta que he acabado sentándome en este banco. No puedo tirar la toalla y por eso he optado por una arriesgada maniobra. Voy a volver a llamar a la compañía telefónica para intentar preguntar por ella. Tengo que conseguir que me den su nombre y que me la pasen al teléfono. Ya he marcado.


            Tres horas después subo a casa derrotado. Llevo un menú del Burger King para ahogar mis penas en vacuno. Ahora dispongo de tarifa plana, van a instalarme el módem la semana que viene y tengo hasta tres paquetes de canales de televisión. Dispondré de internet en el móvil y me aplicarán un veinte por ciento de reducción en el precio los seis primeros meses. Sin embargo, no han hecho ni el amago de querer pasarme con ella. He perdido para siempre a la mujer que iba a hacerme feliz. No tengo novia, ni compromiso a la vista. Eso sí. Tengo un contrato de permanencia que me ata más que una hipoteca o que un matrimonio. Lo que faltaba. Se han vuelto a olvidar del ketchup.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Una historia de arañas

LA REDADA

– ¿Quién es la graciosa que ha apagado las luces? Así no hay manera de trabajar. Tenemos que tomar declaración a estos tres individuos antes de volver a comisaría y en estas condiciones va a ser imposible.
–Voy a echar un vistazo ahí fuera –contestó su compañera, la agente que había formado parte de la brigada arácnida especializada en altercados públicos y vigilancia del cumplimiento de la Ley               de Decibelios–, deja que me encargue yo. Tienes a estos tres inmovilizados y no van a darse a la fuga. He aplicado la nueva resina para hilo convencional que compró el Departamento.
–Está bien, pero date prisa. No quiero quedarme sola demasiado tiempo con estos tres y en estas condiciones de visibilidad.
La pareja de arañas llevaba tan solo un par de semanas trabajando juntas. Apenas había habido movimiento en todo ese tiempo, hasta que llegó, esta misma mañana, la llamada del Departamento. Ellas estaban por la zona y fueron las primeras en insectizarse en el lugar de los hechos.
Las arañas eran las encargadas de todas las redadas de la ciudad, por razones obvias. Se había dado aviso a la central de escándalo público en un terrario de guardería, que quedaba muy cerca de donde patrullaban las dos compañeras. A su llegada, muchos de los asistentes a la fiesta ilegal pudieron dispersarse, pero aquellos tres indocumentados no lo habían conseguido. Las dos arañas de policía lo habían impedido. Ahora, atrapados en una red pegajosa y muy resistente, un caracol, una lombriz de tierra y una culebra intentaban zafarse de aquellos hilos. Y, para su desgracia, alguien había venido a hacer la situación todavía más calamitosa. De golpe y porrazo se había ido toda la luz del recinto y se habían quedado todos casi a oscuras.
Se trataba de una fiesta de disfraces sin autorización y podían caerles penas a los responsables de hasta diez años. Eso es lo que decía el manual de la policía artrópoda que aquella agente repasaba mientras intentaba averiguar qué había pasado con las luces. Debido a los excesos que se habían producido en los últimos tiempos con las fiestas de disfraces, y muy especialmente debido a los casos de relaciones aberrantes entre animales de diferentes especies que la confusión carnavalesca había disparado, aquellas celebraciones festivas habían sido declaradas ilegales en todo el territorio.
Aquellos tres individuos que habían logrado atrapar los dos agentes de los Abdómenes y Quelíceros de Seguridad del Territorio iban a pagarlo muy caro. La fiesta era ilegal, el ruido que habían provocado se saltaba la nueva normativa y, para colmo, su actitud ante la policía había sido desafiante e irrespetuosa. Aunque solamente fuera por los disfraces  y los nombres con los que se habían atrevido a identificarse, tenían garantizada la condena en una de las prisiones de máxima seguridad de la corteza terrestre. Lo de los nombres, especialmente, tenía delito…
La araña se había quedado perpleja cuando su compañera, que ahora vigilaba allá abajo a aquellos tres cafres con pintas, les había pedido cortésmente que se identificaran para proceder a la detención. En primer lugar, ella misma había tenido que dibujarlas en la agenda para que todo el mundo pudiera comprender el alcance de la provocación que suponía su atuendo. Describir a aquellos tres detenidos no era fácil y la araña que continuaba buscando el origen de la oscuridad que había caído sobre aquel lugar se obligaba a decirlo en voz alta, porque no acababa de creérselo.
–La lombriz llevaba minifalda y una melena rubia. La culebra se había puesto una cinta en la cabeza y una muñequera en la cintura, y llevaba una especie de pelota de goma pegada en un extremo de su cuerpo. El caracol llevaba un sombrero australiano y se había pintado ojos y boca.
– ¿Se puede saber qué pasa ahí arriba? –La araña que continuaba vigilando a los tres detenidos se estaba impacientando. –Cada vez se ve menos aquí abajo y estos tres no dejan de forcejear y de empujarse.
Era cierto que, cuando habían irrumpido en aquel terrario, la luz del sol bañaba literalmente cada pedacito del terreno. Las dos arañas habían dado el alto a toda aquella comunidad de especies que bailaban como chinches con hiperactividad. Porque nada más escuchar las sirenas, los animales, envueltos  en sus disfraces,  habían huido en estampida. Entonces se veía perfectamente todo aquel escenario, y nadie se podría haber ocultado a los dieciséis ojos de las agentes de policía. Sin embargo, ahora, había sobrevenido una oscuridad tal que ni siquiera los tres animales cautivos podían verse su propio cuerpo.
–Todavía no he dado con el origen del apagón, compañera. –No era tan fácil descubrir aquel misterio. Además, la araña llevaba un buen rato suspendida sobre una especie de superficie con ranuras e islotes de goma que parecía haberse posado sobre aquel pedazo de tierra en el que se había producido la redada. –Tendrás que tener un poco de paciencia, porque no sabemos el terreno que pisamos…

La voz de la araña se apagó de repente. Su compañera no tuvo tiempo de volver a preguntar. Los tres animales arrestados ya no volvieron a moverse en su loco afán por deshacerse de aquellas telarañas. Una zapatilla de una niña de dos años acabó de un pisotón con la vida de todos los animales del terrario de guardería. Si a alguien le hubiera importado la vida de aquellos seres, habría podido leerse en su epitafio, junto a los de las dos arañas que habían muerto en acto de servicio, los tres curiosos nombres que habían usado la lombriz, la culebra y el caracol en su identificación.


Ya lo había anunciado una de las arañas. Lo de los nombres tenía delito. No puede imaginarse un epitafio con estos tres nombres: Caracol Kidman, Culebrón James y Lombrizney Spears . 

domingo, 16 de julio de 2017

Un día de san Valentín en plenos carnavales


         JUEGO DE FECHAS

   Un recorte de periódico traía la noticia. Una fotografía, un titular y no más de seis líneas. A dos semanas para la ceremonia de los Oscar, un desconocido disfrazado del personaje del Zorro había irrumpido en el Duquesa, había golpeado a una joven y asestado cuatro puñaladas a su acompañante. La chica llevaba un disfraz de Catwoman y él iba disfrazado de John Snow, uno de los principales personajes de la popular serie "Juego de Tronos”. Más tarde se descubrió que se trataba del auténtico actor que encarnaba a Snow. ¿Qué hacía en una pequeña ciudad española como Huesca la noche del catorce de febrero del presente año? ¿Y quién y por qué querían matarlo?

            El actor llevaba meses en Sevilla, rodando la quinta temporada de la serie. Había aprendido algo de español y se había encaprichado de una de las chicas que participaban como extras en algunas de las escenas de la serie. La chica era una preciosidad y su forma de hablar había cautivado a la estrella televisiva. Una noche, entre copas, música de flamenco y palmas, la chica le había contado, medio en español, medio en inglés, que su única familia estaba en Huesca, a mil kilómetros de allí, y que nunca había tenido el valor de hacer ese viaje. Nunca habían aprobado la vida que ella llevaba en Sevilla y la habían apartado de su vida. La chica tenía una hermana a la que había estado muy unida siempre y ahora necesitaba verla.
            No le costó al actor de la serie americana convencer al equipo de rodaje de que necesitaba unos días para desconectar del estrés de algunas escenas. Preparó un viaje romántico a la ciudad del norte en donde iba a formar parte de ese reencuentro familiar tan deseado. A ella no se lo dijo hasta el día de antes y su alegría fue el maravilloso aldabonazo al plan de San Valentín que había proyectado. Tenía los billetes de AVE, una reserva de hotel en el Sancho Abarca y una cena para dos en el Duquesa. La chica, cuando hizo la maleta, no olvidó que ese fin de semana era el de carnavales. Claro, él había pensado en todo. Cuántas veces le había hablado de cómo disfrutaba desde niña de esos carnavales en su ciudad. Había metido en la maleta un traje de carnaval, que conservaba de cuando se disfrazaba con su hermana. Era increíble que fuera a reencontrarse con ella, en su querida Huesca. Y todo gracias a ese actor tan guapo que la volvía loca y al que amaba con toda su alma.

            En cuento el mundo del cine se enteró de la noticia, todos quisieron averiguar qué había ocurrido en aquel país y en aquella pequeña población aragonesa. Era la noche de san Valentín y habían asesinado a uno de los hombres más apuestos del panorama televisivo del momento. Estaba acompañado de una belleza española. 

Mientras gran parte de los medios seguía los pasos del actor mediático y de la atractiva joven que había conocido en Sevilla, un grupo de amigos de la ciudad de Huesca cogió el otro cabo de esta enmarañada historia. Los amigos descubrieron la otra cara de la moneda y se la pasaron por what´s app a uno de ellos, periodista, que fue el que acabó redactando la noticia.
            El que había apuñalado a sangre fría al extranjero era el primo de una amiga de uno de los del grupo de “Huescanos”. Por lo visto, era el marido de una encargada de la tienda de ropa “Pilar Prieto”. Esa noche, su mujer, a la que todos los miembros masculinos del grupo calificaban como espectacular, le había dicho que tenían un curso de escaparatistas en Zaragoza, y que no iba a llegar hasta el domingo por la noche a Huesca. El hombre había salido con sus amigos y, según otro miembro del grupo de Huescanos, se le había visto tomando una copa en el Da Vinci, una hora antes del incidente del Duquesa. Era la noche de san Valentín y había tenido que anular una reserva en el Lilas porque su mujer tenía un maldito cursillo. No tenía pinta de estar muy alegre, el hombre, había comentado el del grupo. El disfraz de Zorro, por cierto, se lo había pedido a uno de los del grupo de what´s app.

            Fue por un mensaje de móvil a través de otro grupo como se enteró aquel marido solitario de lo del Duquesa. Llevaba un buen rato recibiendo imágenes de gente disfrazada en la ciudad. Estaba aburrido de ver tanta estupidez a su alrededor. Era sábado de carnaval y todo el mundo se había empeñado en hacerse el original. Las imágenes eran de la cabalgata o desfile o lo que fuera de carnaval, de las primeras horas de la tarde en las calles y las últimas horas en los bares y restaurantes. Muchas fotos de la ciudad pero ni un mensaje de su esposa. Entonces llegó aquella foto.
            Mucho se habló de aquella imagen que le había llegado al marido por what´s app. En ella se veía a un tipo clavadito al de la serie “Game of Thrones” en actitud más que cariñosa con la mujer del desencajado marido. Estaban en el Duquesa y ella llevaba el disfraz de Catwoman que se había puesto los últimos carnavales, porque le recordaba los buenos momentos de un pasado que nunca se había atrevido a compartir con él. Su mujer le había pedido siempre que no le preguntara por aquello y él, como un auténtico idiota, había accedido a todos sus deseos. ¿Cómo era posible? Ese bar era el Duquesa, el marido no tenía ni un asomo de duda. Estaba aquí, en Huesca, con otro hombre. Antes de nada, aquel hombre disfrazado del Zorro llamó por teléfono a su esposa. No contestó nadie. Entonces, se levantó, pidió la cuenta a la camarera disfrazada de bolsa de palomitas y alargó el brazo detrás de la barra mientras le preparaban la cuenta. Nadie en el Da Vinci se percató de que había desparecido un cuchillo de cocina.

            Horas después del suceso, la mujer, desconsolada, estaba siendo atendida por una ambulancia. No tenía ni idea de quién era aquel tipo ni por qué había atacado al actor. Era todo tan confuso que no había manera de poner orden. Para colmo, había tanta gente disfrazada que no había manera de que la policía o los servicios médicos fueran tomados en serio. Se descubrieron más de cinco falsos policías y enfermeros que, metidos en su papel, interrogaron y tomaron el pulso a la mujer hasta que fueron descubiertos. En la dislocada noche oscense solamente una aparición pudo deshacer el ruido, la confusión, el caos y el disparate. Se trataba de una mujer que vestía uniforme de la firma Pilar Prieto y cargaba unas cuantas bolsas de ropa. Esta mujer se había acercado hasta la camilla del interior de la ambulancia y había acercado su rostro hasta el de la pobre víctima del ataque. Los dos rostros eran idénticos.


            La historia la terminó redactando uno de los periodistas locales, aficionado a la literatura y amigo también de gran parte del grupo de what´s app. Era el asunto típico de una novela bizantina. Se trataba de dos hermanas gemelas que habían vivido en Huesca con su familia hasta hacía unos diez años. Una de ellas se había marchado a la capital hispalense para trabajar en el mundo de la interpretación, en contra de los deseos de los padres, alejándose definitivamente de su querida hermana. La otra había continuado su vida en la ciudad de Huesca, había conocido a alguien y se había casado con él. La noche de San Valentín iba a ponerlas en contacto después de tantos años pero el azar había vuelto a interpretar el papel protagonista. El periodista terminaba su artículo con una pregunta que lanzaba a sus lectores. El Día de san Valentín había caído en el mismo sábado que lo había hecho el Día de Carnaval. ¿Cuándo tenía el destino planeada otra coincidencia fatal de fechas?

lunes, 24 de abril de 2017

Libros, autores, lectores

AUTORES DE LIBROS

                Soy autor de libros. No me importa reconocerlo. Durante todo el año los autores buscamos un rincón desde el que escribir nuestros artículos, ensayos y poemas. Todos los meses y todas las estaciones nos consagramos al oficio de contar, describir y profundizar en nuestro propio mundo. En verano, mientras los seres humanos se despojan de capas y capas de indumentaria, los escritores cubrimos de caracteres las páginas en blanco de archivos de ordenador y embarazamos cuadernos y carpetas con nuestras producciones.  En otoño se caen las hojas y nosotros, los que escribimos, las amontonamos y las cosemos con palabras. En invierno, el mundo animal se prepara para hibernar y no derrochar mucha energía. Nosotros, los autores, nos desgastamos creando fábulas y tramas, pintando personajes y estableciendo conexiones entre personajes que no existen fuera de la imaginación. En plena primavera, el día 23 de abril, florecen los lectores en las calles de nuestras ciudades y pueblos y los claveles y las rosas desfilan orgullosos y guardan los lomos y cubiertas de los libros que hemos dado a luz los autores de libros.  
                El 23 de abril vestimos nuestras mejores plumas y estilográficas y nos instalamos en una banqueta, detrás de una caseta, que ahora llaman “stand” porque todo lo extranjero suena siempre mejor que lo propio, y nos preparamos para ponernos delante del espejo de nuestros lectores del pasado, del presente y del futuro. Hablamos de nuestro trabajo, escuchamos, asentimos, aprendemos y nos emocionamos. Sin embargo, no quiero escribir aquí sobre pasiones de escritores y adoración de lectores. Como dijo Umbral, “yo no he venido a hablar de mi libro”, sino de las curiosas anécdotas que, desde nuestra muralla de libros y precios, vienen a aliviar nuestra jornada de ventas y rúbricas.

                Ayer fue 23 de abril. Desde el punto de la mañana plantaron editores y libreros sus ejemplares en los Porches. El libro es una planta de interior, que nace en rincones y no necesita de mucha luz para gestarse. El libro es una especie que oculta al ojo humano sus raíces, que reserva su fruto solamente a quien lo engulle, que está cubierto de hojas, cuyo número varía considerablemente entre sus clases. Suele plantarse a diferentes alturas, y a veces se seca, cuando no se airea suficientemente, y se cubre de polvo y de olvido. A pesar de ello, no le perjudica a esta curiosa planta la exposición al aire libre, al sol e incluso a lluvias y humedades. Suele aconsejarse, en días de Feria, trasplantar esos volúmenes y ubicarlos en plena calle, para admiración y deleite de la especie humana, especialmente de la raza lectora en general, o de esa subespecie que son los carroñeros de letras o devoradores de libros.
                Así ocurrió en la jornada de ayer. La ciudad amaneció vestida de páginas y prestó sus calles para ese desfile de modelos que no descansaron en ningún momento. Las grandes firmas de la Alta Lectura se dieron cita en el centro. Los libros se dejaron acariciar, los libreros se volcaron con sus clientes y los autores nos apostamos dispuestos a presentar en sociedad a nuestras criaturas, vestidas de domingo. Fue un día soleado, lleno de palabras y lecturas, en el que los escritores compartimos impresiones y estampamos firmas, fechas y deseos. No obstante, ya he dicho que no voy a convertir estas líneas en un canto a los libros o a la lectura. Podría convertir estas palabras en un postre empalagoso, del que siempre te acabas arrepintiendo, con lo bien que habías elegido hasta el momento con los platos… Aquí me interesa recoger algunos chascarrillos, alguna anécdota que, después de tantas horas metido en la caseta, tatúan en tu rostro una sonrisa de las que no se van fácilmente.
                En la caseta de la editorial Pirineo ocurre de todo. El Día del Libro en Huesca no nos privó de historias para guardar en la memoria. Este es el motivo de este escrito, el día después del Día de Autos en una Huesca sin ellos.
                Cristian me estaba contando una anécdota de una Feria del Libro en Zaragoza. Cristian Laglera es un autor de la editorial y sus historias no tienen desperdicio. A mí me gusta poner título a las anécdotas, y a esta historia se me ha ocurrido llamarla “El autor muerto”. El asunto es que el año pasado, una mañana, unas señoras se plantaron, como dos primeras ediciones, delante de un cartel que anunciaba que otro autor de la editorial, José Antonio Adell, firmaba libros esa misma tarde en la Feria del Libro de Zaragoza.
                –Chica, qué bien. ¿Igual vamos?
                –Pero cómo vamos a ir, mujer… Si el autor ya está muerto.
                Cristian, que asistía a aquel diálogo, no pudo menos que sonreírse. Él, que había pasado la tarde de ayer con José Antonio, acababa de presenciar el asesinato de un compañero. No sabía si poner los precios de sus libros –que no son pocos– a media asta o si dejar sus libros de despoblados y ermitas y escribir una novela al estilo de Delibes que llevara por título “Cinco horas con Adell”, recordando todas las conversaciones del día anterior. Aquella tarde, José Antonio no podía parar de reírse cuando se lo contó su compañero de firmas.
                Después de que Cristian me contara esta historia, sin darme tiempo a masticar con deleite las palabras de mi compañero, una señora se acercó para preguntar por un libro:
         ¿Tenéis el libro “Gladiolos”?
         ¿”Gladiolos”? Pues “Gladiolos” no, pero “Gladiator” sí.

                En fin, de este tipo de anécdotas, que entran en la categoría de “preguntas peregrinas” hay a patadas. Quiero recoger ahora otra anécdota, que yo pude presenciar también, y la he bautizado como “la lectora disléxica”. Estábamos ya terminando la jornada y una señora se acercó a Cristian para que le cobrara un libro que quería llevarse. Se trataba de uno de sus libros, así que se ofreció para dedicárselo.
                –Pero cómo me lo vas a dedicar tú… Tendría que estar la autora para eso.
         ¿Perdone?
                –Sí, hombre. Cristina Laglera, la autora de los libros de los pueblos despoblados…

                Cristian Laglera intentó hacer que la buena mujer leyera despacio el nombre del autor para que se cerciorara de su error, pero la señora no estaba dispuesta a pasar por allí. De hecho, pretendía conocer a la tal Cristina. Yo solamente pude dar unos golpecitos en la espalda de mi amigo y compañero de firmas. No había nada que hacer. Y así terminó la jornada aquella.
                Lo he dicho desde el principio. Los autores de libros, como los ejemplares que escribimos, salimos muy de vez en cuando a las calles y nos exponemos al aire libre para darnos un baño de lectores muy gratificante. Durante esos encuentros con los lectores, aparte de firmar e intercambiar impresiones, podemos disfrutar de esas aventuras que nos arrancan más de una sonrisa. Son arañazos de placer, empujones de ánimo, golpes a nuestros silencios y a nuestras soledades. Y,  desde luego, se nos quedan impresos en la piel y los redescubrimos cada vez que nos juntamos para otra Feria, para una presentación, o Día del Libro. Esas historietas, chanzas o jerigonzas, esos chascarrillos o jacarandas de nuestros momentos de caseta editorial, no son pintadas ni maquillajes. Estas aventuras no se van ni con mil lavados, porque somos autores de libros y algo sabemos de contar y recordar historias.

                

sábado, 14 de enero de 2017

La mujer que perdió un tren y encontró un pen

LA MUJER QUE PERDIÓ UN TREN Y ENCONTRÓ UN PEN

                Soy profesor de judo desde hace un par de décadas. En el barrio me conocen como “el cerrajero”, pues no hay nadie que conozca más llaves que yo. Sin embargo, no he venido aquí a contar mis proezas o a publicitar mis clases. Clases que podéis recibir sin ningún coste durante el primer mes en el gimnasio de detrás de la Parroquia de san José. Estamos que lo tiramos al tatami, vamos, como El Corte Inglés, cinturones de todos los colores y a mitad de precio. Trato exquisito y caídas higiénicas, o sea, muy limpias. Aunque ya digo que no es mi objetivo convenceros de las ventajas de mi oficio. He escrito esta carta al periódico porque hay historias que merecen la pena ser contadas.

                Hace unas semanas, mi mujer y yo estuvimos de viaje en el Sur del país. Habíamos ido a Sevilla y nos volvíamos en el AVE para Zaragoza. En una de las estaciones de paso, asistimos a un espectáculo digno de pagar entrada de palco. El tren paró en Córdoba unos minutos y yo me decidí a salir para respirar aire fresco. Cuando llevas un rato sentado en un coche metálico con calefacción y todo tipo de comodidades, llegas a echar de menos un poco de fresco y libertad de movimientos. Por eso, aunque mi mujer se descompuso cono una reacción química reversible, me levanté de mi asiento 1C y salí del coche 5 de nuestro tren.

Entonces, mis narinas se dieron de bruces con una mujer de medidas perfectas y formas alucinantes. Era Xena, la princesa guerrera, tan bien proporcionada que, cuando me choqué con ella, me desviaron de su trayectoria sus cosenos y a punto estuve de salirme por la tangente. Era una mujer trigonométrica. Con solo mirarla podías tender al infinito y tu mente te despejaba hasta la equis. Tendría la edad de mi esposa. Me quedé tan obnubilado que a punto estuve de perder el tren. Porque, si no llego a estar atento, me quedo en la estación. Mi mujer me esperaba en el asiento 1D con la expresión “te lo dije” tatuada en la frente. Las puertas del tren empezaron a cerrarse. Fue entonces cuando la descubrí.

Nos enteramos de que su nombre era Noelia. Fue imposible no quedarse con su nombre después de aquellos alaridos. No, no me refiero al monumento de antes, a la mujer de formas maravillosas a la que todo el pasaje acababa de declarar Bien de Interés Cultural. Se trataba de otra muchacha, una chica joven que golpeaba con gracia andaluza y despecho cántabro la ventanilla de nuestro vagón. Con abrigo largo negro y un mechero en una de sus manos, hacía lo imposible por volver de nuevo al tren del que se había apeado para fumar un cigarrillo. Los de dentro intentamos abrir pero nuestros esfuerzos se quedaron en el banquillo. El partido estaba perdido y las reglas del Ave no conocen qué es eso del tiempo añadido. Para ellos el descuento solo tiene claves económicas. La situación era desesperada. Un hombre, con una criatura en brazos, daba golpes desde el interior del vagón y llamaba a gritos al revisor, para que evitaran lo que ya no tenía remedio. La máquina echó a andar y la muchacha nos persiguió con movimientos de ballet clásico, diciéndole a su marido que lo vería luego y a su hija que algún día le explicaría, cuando fuera mayor, por qué mamá hizo transbordo en una estación de Córdoba.


Pero esto no es todo. Mi mujer y yo volvimos a Huesca y, después de arrastrar las maletas por la calle y ponerle banda sonora a la noche desde la acera, mi esposa frenó en seco, sin intermitentes ni nada, y yo me clavé en la espinilla los bajos de su equipaje. Había descubierto, junto al portal de nuestra casa, una memoria USB. Recogió el pen y me lo alargó, como si estuviera dentro de mis competencias. Alguien lo había perdido y nosotros podíamos encontrar al desgraciado, lo que para mi esposa significaba que yo tenía que ocuparme de todo.
Sin esperar a deshacer las maletas, encendí el ordenador e introduje el lápiz. Busqué algún documento que me revelara al dueño de tanta información. Había un curriculum vitae y pude apuntar el número de teléfono. Su nombre respondía a una tal Noelia. No me lo podía creer. Qué casualidad. Enseguida envíe un mensaje de texto a aquella mujer y le comuniqué el hallazgo. Ella no podía dar crédito, como un banco con un cliente con trabajo temporal. Tenía acento andaluz y estaba agradecidísima.

Me enteré más tarde de que aquella Noelia era la misma que había perdido el tren en Córdoba. También me dijo ella misma que ese pen había desaparecido hacía cinco años y era otro el que andaba buscando. La vida no deja de sorprendernos. Ya decía yo que esa elegante mujer que vino al gimnasio a recoger el lápiz de memoria no podía ser la niña que trabajaba de cajera en el Eroski, y que esa fotografía del documento que había inspeccionado desde casa, esa imagen de una muchacha mascando chicle, con un par de coletas y una mirada desafiante, no tenía ya mucho que ver con la de la profesora de instituto que me relató toda esta aventura.

Yo no sé si los periódicos siguen publicando este tipo de noticias. Ni siquiera me he molestado en averiguar si aquella sección que tanta gracia me ha hecho siempre, la de “cartas al director” continúa existiendo. De lo que estoy seguro es de que, con el dinero que había puesto para mi último anuncio del gimnasio en este periódico de la ciudad, me daba todavía para publicar una historia que, sin querer enmendar la plana a nadie, aunque sea la primera plana, confío en que la titulen “La mujer que perdió un tren y encontró un pen”.