AUTORES
DE LIBROS
Soy
autor de libros. No me importa reconocerlo. Durante todo el año los autores
buscamos un rincón desde el que escribir nuestros artículos, ensayos y poemas.
Todos los meses y todas las estaciones nos consagramos al oficio de contar, describir
y profundizar en nuestro propio mundo. En verano, mientras los seres humanos se
despojan de capas y capas de indumentaria, los escritores cubrimos de
caracteres las páginas en blanco de archivos de ordenador y embarazamos
cuadernos y carpetas con nuestras producciones. En otoño se caen las hojas y nosotros, los que
escribimos, las amontonamos y las cosemos con palabras. En invierno, el mundo
animal se prepara para hibernar y no derrochar mucha energía. Nosotros, los
autores, nos desgastamos creando fábulas y tramas, pintando personajes y
estableciendo conexiones entre personajes que no existen fuera de la
imaginación. En plena primavera, el día 23 de abril, florecen los lectores en
las calles de nuestras ciudades y pueblos y los claveles y las rosas desfilan
orgullosos y guardan los lomos y cubiertas de los libros que hemos dado a luz
los autores de libros.
El 23 de
abril vestimos nuestras mejores plumas y estilográficas y nos instalamos en una
banqueta, detrás de una caseta, que ahora llaman “stand” porque todo lo
extranjero suena siempre mejor que lo propio, y nos preparamos para ponernos
delante del espejo de nuestros lectores del pasado, del presente y del futuro.
Hablamos de nuestro trabajo, escuchamos, asentimos, aprendemos y nos emocionamos.
Sin embargo, no quiero escribir aquí sobre pasiones de escritores y adoración
de lectores. Como dijo Umbral, “yo no he venido a hablar de mi libro”, sino de
las curiosas anécdotas que, desde nuestra muralla de libros y precios, vienen a
aliviar nuestra jornada de ventas y rúbricas.
Ayer fue
23 de abril. Desde el punto de la mañana plantaron editores y libreros sus
ejemplares en los Porches. El libro es una planta de interior, que nace en
rincones y no necesita de mucha luz para gestarse. El libro es una especie que
oculta al ojo humano sus raíces, que reserva su fruto solamente a quien lo
engulle, que está cubierto de hojas, cuyo número varía considerablemente entre
sus clases. Suele plantarse a diferentes alturas, y a veces se seca, cuando no
se airea suficientemente, y se cubre de polvo y de olvido. A pesar de ello, no
le perjudica a esta curiosa planta la exposición al aire libre, al sol e
incluso a lluvias y humedades. Suele aconsejarse, en días de Feria, trasplantar
esos volúmenes y ubicarlos en plena calle, para admiración y deleite de la
especie humana, especialmente de la raza lectora en general, o de esa
subespecie que son los carroñeros de letras o devoradores de libros.
Así
ocurrió en la jornada de ayer. La ciudad amaneció vestida de páginas y prestó
sus calles para ese desfile de modelos que no descansaron en ningún momento.
Las grandes firmas de la Alta Lectura se dieron cita en el centro. Los libros
se dejaron acariciar, los libreros se volcaron con sus clientes y los autores
nos apostamos dispuestos a presentar en sociedad a nuestras criaturas, vestidas
de domingo. Fue un día soleado, lleno de palabras y lecturas, en el que los
escritores compartimos impresiones y estampamos firmas, fechas y deseos. No
obstante, ya he dicho que no voy a convertir estas líneas en un canto a los
libros o a la lectura. Podría convertir estas palabras en un postre empalagoso,
del que siempre te acabas arrepintiendo, con lo bien que habías elegido hasta
el momento con los platos… Aquí me interesa recoger algunos chascarrillos,
alguna anécdota que, después de tantas horas metido en la caseta, tatúan en tu
rostro una sonrisa de las que no se van fácilmente.
En la
caseta de la editorial Pirineo ocurre de todo. El Día del Libro en Huesca no
nos privó de historias para guardar en la memoria. Este es el motivo de este
escrito, el día después del Día de Autos en una Huesca sin ellos.
Cristian
me estaba contando una anécdota de una Feria del Libro en Zaragoza. Cristian
Laglera es un autor de la editorial y sus historias no tienen desperdicio. A mí
me gusta poner título a las anécdotas, y a esta historia se me ha ocurrido
llamarla “El autor muerto”. El asunto es que el año pasado, una mañana, unas
señoras se plantaron, como dos primeras ediciones, delante de un cartel que
anunciaba que otro autor de la editorial, José Antonio Adell, firmaba libros
esa misma tarde en la Feria del Libro de Zaragoza.
–Chica,
qué bien. ¿Igual vamos?
–Pero
cómo vamos a ir, mujer… Si el autor ya está muerto.
Cristian,
que asistía a aquel diálogo, no pudo menos que sonreírse. Él, que había pasado
la tarde de ayer con José Antonio, acababa de presenciar el asesinato de un
compañero. No sabía si poner los precios de sus libros –que no son pocos– a
media asta o si dejar sus libros de despoblados y ermitas y escribir una novela
al estilo de Delibes que llevara por título “Cinco horas con Adell”, recordando
todas las conversaciones del día anterior. Aquella tarde, José Antonio no podía
parar de reírse cuando se lo contó su compañero de firmas.
Después
de que Cristian me contara esta historia, sin darme tiempo a masticar con
deleite las palabras de mi compañero, una señora se acercó para preguntar por
un libro:
–
¿Tenéis el libro “Gladiolos”?
–
¿”Gladiolos”? Pues “Gladiolos” no, pero
“Gladiator” sí.
En fin,
de este tipo de anécdotas, que entran en la categoría de “preguntas peregrinas”
hay a patadas. Quiero recoger ahora otra anécdota, que yo pude presenciar
también, y la he bautizado como “la lectora disléxica”. Estábamos ya terminando
la jornada y una señora se acercó a Cristian para que le cobrara un libro que
quería llevarse. Se trataba de uno de sus libros, así que se ofreció para
dedicárselo.
–Pero
cómo me lo vas a dedicar tú… Tendría que estar la autora para eso.
–
¿Perdone?
–Sí,
hombre. Cristina Laglera, la autora de los libros de los pueblos despoblados…
Cristian
Laglera intentó hacer que la buena mujer leyera despacio el nombre del autor
para que se cerciorara de su error, pero la señora no estaba dispuesta a pasar
por allí. De hecho, pretendía conocer a la tal Cristina. Yo solamente pude dar
unos golpecitos en la espalda de mi amigo y compañero de firmas. No había nada
que hacer. Y así terminó la jornada aquella.
Lo he
dicho desde el principio. Los autores de libros, como los ejemplares que
escribimos, salimos muy de vez en cuando a las calles y nos exponemos al aire
libre para darnos un baño de lectores muy gratificante. Durante esos encuentros
con los lectores, aparte de firmar e intercambiar impresiones, podemos
disfrutar de esas aventuras que nos arrancan más de una sonrisa. Son arañazos
de placer, empujones de ánimo, golpes a nuestros silencios y a nuestras
soledades. Y, desde luego, se nos quedan
impresos en la piel y los redescubrimos cada vez que nos juntamos para otra
Feria, para una presentación, o Día del Libro. Esas historietas, chanzas o
jerigonzas, esos chascarrillos o jacarandas de nuestros momentos de caseta
editorial, no son pintadas ni maquillajes. Estas aventuras no se van ni con mil
lavados, porque somos autores de libros y algo sabemos de contar y recordar
historias.
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