LA MUJER QUE PERDIÓ
UN TREN Y ENCONTRÓ UN PEN
Soy profesor de judo desde hace
un par de décadas. En el barrio me conocen como “el cerrajero”, pues no hay
nadie que conozca más llaves que yo. Sin embargo, no he venido aquí a contar
mis proezas o a publicitar mis clases. Clases que podéis recibir sin ningún
coste durante el primer mes en el gimnasio de detrás de la Parroquia de san
José. Estamos que lo tiramos al tatami, vamos, como El Corte Inglés, cinturones
de todos los colores y a mitad de precio. Trato exquisito y caídas higiénicas,
o sea, muy limpias. Aunque ya digo que no es mi objetivo convenceros de las
ventajas de mi oficio. He escrito esta carta al periódico porque hay historias
que merecen la pena ser contadas.
Hace unas semanas, mi mujer y yo
estuvimos de viaje en el Sur del país. Habíamos ido a Sevilla y nos volvíamos
en el AVE para Zaragoza. En una de las estaciones de paso, asistimos a un
espectáculo digno de pagar entrada de palco. El tren paró en Córdoba unos
minutos y yo me decidí a salir para respirar aire fresco. Cuando llevas un rato
sentado en un coche metálico con calefacción y todo tipo de comodidades, llegas
a echar de menos un poco de fresco y libertad de movimientos. Por eso, aunque
mi mujer se descompuso cono una reacción química reversible, me levanté de mi
asiento 1C y salí del coche 5 de nuestro tren.
Entonces, mis narinas se dieron de bruces con una mujer de
medidas perfectas y formas alucinantes. Era Xena, la princesa guerrera, tan
bien proporcionada que, cuando me choqué con ella, me desviaron de su
trayectoria sus cosenos y a punto estuve de salirme por la tangente. Era una
mujer trigonométrica. Con solo mirarla podías tender al infinito y tu mente te
despejaba hasta la equis. Tendría la edad de mi esposa. Me quedé tan obnubilado
que a punto estuve de perder el tren. Porque, si no llego a estar atento, me
quedo en la estación. Mi mujer me esperaba en el asiento 1D con la expresión “te
lo dije” tatuada en la frente. Las puertas del tren empezaron a cerrarse. Fue
entonces cuando la descubrí.
Nos enteramos de que su nombre era Noelia. Fue imposible no
quedarse con su nombre después de aquellos alaridos. No, no me refiero al
monumento de antes, a la mujer de formas maravillosas a la que todo el pasaje
acababa de declarar Bien de Interés Cultural. Se trataba de otra muchacha, una
chica joven que golpeaba con gracia andaluza y despecho cántabro la ventanilla
de nuestro vagón. Con abrigo largo negro y un mechero en una de sus manos,
hacía lo imposible por volver de nuevo al tren del que se había apeado para
fumar un cigarrillo. Los de dentro intentamos abrir pero nuestros esfuerzos se
quedaron en el banquillo. El partido estaba perdido y las reglas del Ave no
conocen qué es eso del tiempo añadido. Para ellos el descuento solo tiene
claves económicas. La situación era desesperada. Un hombre, con una criatura en
brazos, daba golpes desde el interior del vagón y llamaba a gritos al revisor,
para que evitaran lo que ya no tenía remedio. La máquina echó a andar y la
muchacha nos persiguió con movimientos de ballet clásico, diciéndole a su
marido que lo vería luego y a su hija que algún día le explicaría, cuando fuera
mayor, por qué mamá hizo transbordo en una estación de Córdoba.
Pero esto no es todo. Mi mujer y yo volvimos a Huesca y,
después de arrastrar las maletas por la calle y ponerle banda sonora a la noche
desde la acera, mi esposa frenó en seco, sin intermitentes ni nada, y yo me
clavé en la espinilla los bajos de su equipaje. Había descubierto, junto al
portal de nuestra casa, una memoria USB. Recogió el pen y me lo alargó, como si
estuviera dentro de mis competencias. Alguien lo había perdido y nosotros podíamos
encontrar al desgraciado, lo que para mi esposa significaba que yo tenía que ocuparme
de todo.
Sin esperar a deshacer las maletas, encendí el ordenador e
introduje el lápiz. Busqué algún documento que me revelara al dueño de tanta
información. Había un curriculum vitae y pude apuntar el número de teléfono. Su
nombre respondía a una tal Noelia. No me lo podía creer. Qué casualidad.
Enseguida envíe un mensaje de texto a aquella mujer y le comuniqué el hallazgo.
Ella no podía dar crédito, como un banco con un cliente con trabajo temporal.
Tenía acento andaluz y estaba agradecidísima.
Me enteré más tarde de que aquella Noelia era la misma que
había perdido el tren en Córdoba. También me dijo ella misma que ese pen había
desaparecido hacía cinco años y era otro el que andaba buscando. La vida no
deja de sorprendernos. Ya decía yo que esa elegante mujer que vino al gimnasio
a recoger el lápiz de memoria no podía ser la niña que trabajaba de cajera en
el Eroski, y que esa fotografía del documento que había inspeccionado desde
casa, esa imagen de una muchacha mascando chicle, con un par de coletas y una
mirada desafiante, no tenía ya mucho que ver con la de la profesora de
instituto que me relató toda esta aventura.
Yo no sé si los periódicos siguen publicando este tipo de
noticias. Ni siquiera me he molestado en averiguar si aquella sección que tanta
gracia me ha hecho siempre, la de “cartas al director” continúa existiendo. De
lo que estoy seguro es de que, con el dinero que había puesto para mi último
anuncio del gimnasio en este periódico de la ciudad, me daba todavía para
publicar una historia que, sin querer enmendar la plana a nadie, aunque sea la
primera plana, confío en que la titulen “La mujer que perdió un tren y encontró
un pen”.
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