DISCULPE,
¿HABLO CON EL TITULAR DE LA
LÍNEA ?
Acaba de levantarse. Ha ido al
servicio. El camarero del Flor me ha hecho un guiño y he sonreído, mirando a mi
alrededor absolutamente satisfecho. Me he servido más Somontano. Desde luego,
el vino contribuye a que mi sonrisa sea incapaz de desdibujarse de mi rostro.
Su voz todavía no quiere abandonar mi mente y se enrosca en mis oídos suave y
delicadamente, tan dulcemente que no me va a hacer falta pedir postre. Cuando
vuelva pienso atreverme a pedirle el teléfono y a insinuar que me encantaría
que me acompañara a ver la última de Woody Allen a los Multicines.
Ha vuelto a sentarse y me encanta
cómo se coloca la servilleta sobre su falda. Es una preciosidad y su acento va
a volverme loco. Ha pedido un café bombón y el cumplido no he podido
callármelo. Le ha encantado y se ha ruborizado. Es el momento de atacar.
Nuestra historia, si todo va bien, será para grabarla y reproducirla una y otra
vez. Antes de la proposición que voy a hacerle, toda nuestra aventura se repite
en mi interior. Es de película. El guion, de lo más simple.
Chico está aburrido en casa. Chico
coge el teléfono. Chica llama para ofrecer condiciones inmejorables de su
aparato de telefonía móvil. Chico escucha atentamente y acepta todo lo que ella
dispone. Chico asalta con pregunta sorprendente. Chica reacciona encantada y
ambos quedan para cenar el sábado siguiente. La cena es un éxito y solamente
falta poner la guinda al pastel. Eso es lo que toca ahora. Allá voy.
– ¿Me darás tu número de teléfono?
Así estamos en contacto y te invito a al cine un día de estos. Tengo pensada
una película que te va a encantar. –Ya está. Ya lo he dicho.
–No puedo darte mi número porque no
tengo teléfono móvil –dice, mientras clava en mi mano izquierda una uña azul. Tengo
que dejar de leer a Bécquer, lo sé.
– ¿Me tomas el pelo? ¡Si te dedicas
a eso! –replico, apartando bruscamente mi mano de sus dedos afilados.
–Ya ves. Estas son nuestras
condiciones laborales. –Ella parece abatida. Sé que le gusto y tengo que luchar.
Me levanto y le hablo apasionadamente.
-Vas a decirme quién te contrató e
iré a hablar con él. La próxima vez que nos veamos tú tendrás un móvil de
última generación y yo te escribiré los mensajes más hermosos que nunca hayas
recibido.
-Fue en una empresa de trabajo
temporal. En la calle Zaragoza, me parece. Gracias. Me siento tan abochornada…
-No ha terminado la frase porque ha huido a la velocidad de la banda ancha. Yo
voy a pagar la cuenta y me iré a casa. Esto lo arreglo el mismo lunes.
Lunes. Estoy en un banco orientado
hacia ninguna parte en medio del Coso Alto. A mi derecha, un anciano en batería
que suelen recoger cuando empieza a oscurecer. Lo he visto muchos días allí,
solo o en compañía de otras personas mayores. A mi izquierda hay un macetero
con una planta de no sé qué especie. No sé cuál es su fruto, pero dudo mucho de
que deban florecer en ella vasos de plástico y cartones de tetra brick. Este es
el famoso macetero contra el que se golpeó el paso de la Santa Cena en la
procesión de Semana Santa. Desde entonces ha recuperado el nombre de Última
Cena, porque ya no va a volver a salir el año que viene.
Llevo aquí desde las dos de la tarde
y no me quiero ir a casa. He perdido a la chica de mi vida, a mi media naranja,
como dicen los cursis. La escena que he protagonizado esta mañana en la E.T .T. ha anulado todas mis
esperanzas. Voy a quedarme aquí hasta que se me olvide todo. Todavía me
martillea el alma aquella dichosa entrevista.
–Disculpe, ¿es esta la empresa de
trabajo temporal?
–En efecto –dice un señor con bigote
y cara de palo.
–Entonces podrá atenderme –respondo
esperanzado.
–Tenía que haber venido unos minutos
antes. Ya no trabajo aquí. Acaban de despedirme. Tendrá que acudir al nuevo o
hablar directamente con el jefe de contrataciones, ese de ahí enfrente –dice,
en voz baja, el señor de bigote. Me dirijo al caballero que está al mando y le
pregunto por mi chica.
–Lo siento mucho, joven –no se nota
en absoluto ese sentimiento ni en sus gestos ni en sus palabras–, pero ya no
estoy al mando de este departamento. Acaban de cambiarme de sección.
Como me estaba volviendo loco,
decidí marcharme y darme una vuelta por la ciudad hasta que he acabado
sentándome en este banco. No puedo tirar la toalla y por eso he optado por una
arriesgada maniobra. Voy a volver a llamar a la compañía telefónica para
intentar preguntar por ella. Tengo que conseguir que me den su nombre y que me
la pasen al teléfono. Ya he marcado.
Tres horas después subo a casa
derrotado. Llevo un menú del Burger King para ahogar mis penas en vacuno. Ahora
dispongo de tarifa plana, van a instalarme el módem la semana que viene y tengo
hasta tres paquetes de canales de televisión. Dispondré de internet en el móvil
y me aplicarán un veinte por ciento de reducción en el precio los seis primeros
meses. Sin embargo, no han hecho ni el amago de querer pasarme con ella. He
perdido para siempre a la mujer que iba a hacerme feliz. No tengo novia, ni
compromiso a la vista. Eso sí. Tengo un contrato de permanencia que me ata más que
una hipoteca o que un matrimonio. Lo que faltaba. Se han vuelto a olvidar del
ketchup.
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