LA REDADA
– ¿Quién es la graciosa que ha apagado las luces? Así no
hay manera de trabajar. Tenemos que tomar declaración a estos tres individuos
antes de volver a comisaría y en estas condiciones va a ser imposible.
–Voy a echar un vistazo ahí fuera –contestó su compañera,
la agente que había formado parte de la brigada arácnida especializada en
altercados públicos y vigilancia del cumplimiento de la Ley de Decibelios–, deja que me
encargue yo. Tienes a estos tres inmovilizados y no van a darse a la fuga. He
aplicado la nueva resina para hilo convencional que compró el Departamento.
–Está bien, pero date prisa. No quiero quedarme sola demasiado
tiempo con estos tres y en estas condiciones de visibilidad.
La pareja de arañas llevaba tan solo un par de semanas
trabajando juntas. Apenas había habido movimiento en todo ese tiempo, hasta que
llegó, esta misma mañana, la llamada del Departamento. Ellas estaban por la
zona y fueron las primeras en insectizarse
en el lugar de los hechos.
Las arañas eran las encargadas de todas las redadas de la
ciudad, por razones obvias. Se había dado aviso a la central de escándalo
público en un terrario de guardería, que quedaba muy cerca de donde patrullaban
las dos compañeras. A su llegada, muchos de los asistentes a la fiesta ilegal
pudieron dispersarse, pero aquellos tres indocumentados no lo habían
conseguido. Las dos arañas de policía lo habían impedido. Ahora, atrapados en
una red pegajosa y muy resistente, un caracol, una lombriz de tierra y una
culebra intentaban zafarse de aquellos hilos. Y, para su desgracia, alguien
había venido a hacer la situación todavía más calamitosa. De golpe y porrazo se
había ido toda la luz del recinto y se habían quedado todos casi a oscuras.
Se trataba de una fiesta de disfraces sin autorización y
podían caerles penas a los responsables de hasta diez años. Eso es lo que decía
el manual de la policía artrópoda que aquella agente repasaba mientras
intentaba averiguar qué había pasado con las luces. Debido a los excesos que se
habían producido en los últimos tiempos con las fiestas de disfraces, y muy
especialmente debido a los casos de relaciones aberrantes entre animales de
diferentes especies que la confusión carnavalesca había disparado, aquellas celebraciones
festivas habían sido declaradas ilegales en todo el territorio.
Aquellos tres individuos que habían logrado atrapar los dos
agentes de los Abdómenes y Quelíceros de Seguridad del Territorio iban a
pagarlo muy caro. La fiesta era ilegal, el ruido que habían provocado se
saltaba la nueva normativa y, para colmo, su actitud ante la policía había sido
desafiante e irrespetuosa. Aunque solamente fuera por los disfraces y los nombres con los que se habían atrevido
a identificarse, tenían garantizada la condena en una de las prisiones de
máxima seguridad de la corteza terrestre. Lo de los nombres, especialmente,
tenía delito…
La araña se había quedado perpleja cuando su compañera, que
ahora vigilaba allá abajo a aquellos tres cafres con pintas, les había pedido
cortésmente que se identificaran para proceder a la detención. En primer lugar,
ella misma había tenido que dibujarlas en la agenda para que todo el mundo
pudiera comprender el alcance de la provocación que suponía su atuendo.
Describir a aquellos tres detenidos no era fácil y la araña que continuaba
buscando el origen de la oscuridad que había caído sobre aquel lugar se
obligaba a decirlo en voz alta, porque no acababa de creérselo.
–La lombriz llevaba minifalda y una melena rubia. La
culebra se había puesto una cinta en la cabeza y una muñequera en la cintura, y
llevaba una especie de pelota de goma pegada en un extremo de su cuerpo. El
caracol llevaba un sombrero australiano y se había pintado ojos y boca.
– ¿Se puede saber qué pasa ahí arriba? –La araña que
continuaba vigilando a los tres detenidos se estaba impacientando. –Cada vez se
ve menos aquí abajo y estos tres no dejan de forcejear y de empujarse.
Era cierto que, cuando habían irrumpido en aquel terrario,
la luz del sol bañaba literalmente cada pedacito del terreno. Las dos arañas
habían dado el alto a toda aquella comunidad de especies que bailaban como
chinches con hiperactividad. Porque nada más escuchar las sirenas, los
animales, envueltos en sus disfraces, habían huido en estampida. Entonces se veía
perfectamente todo aquel escenario, y nadie se podría haber ocultado a los
dieciséis ojos de las agentes de policía. Sin embargo, ahora, había sobrevenido
una oscuridad tal que ni siquiera los tres animales cautivos podían verse su
propio cuerpo.
–Todavía no he dado con el origen del apagón, compañera.
–No era tan fácil descubrir aquel misterio. Además, la araña llevaba un buen
rato suspendida sobre una especie de superficie con ranuras e islotes de goma
que parecía haberse posado sobre aquel pedazo de tierra en el que se había
producido la redada. –Tendrás que tener un poco de paciencia, porque no sabemos
el terreno que pisamos…
La voz de la araña se apagó de repente. Su compañera no
tuvo tiempo de volver a preguntar. Los tres animales arrestados ya no volvieron
a moverse en su loco afán por deshacerse de aquellas telarañas. Una zapatilla de
una niña de dos años acabó de un pisotón con la vida de todos los animales del
terrario de guardería. Si a alguien le hubiera importado la vida de aquellos
seres, habría podido leerse en su epitafio, junto a los de las dos arañas que
habían muerto en acto de servicio, los tres curiosos nombres que habían usado
la lombriz, la culebra y el caracol en su identificación.
Ya lo había anunciado una de las arañas. Lo de los nombres
tenía delito. No puede imaginarse un epitafio con estos tres nombres: Caracol
Kidman, Culebrón James y Lombrizney Spears .
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