sábado, 12 de septiembre de 2015

Aquellas dos clases de E.G.B.



VEINTICINCO AÑOS

            El Colegio estaba cerrado. ¿Había llegado demasiado pronto? Me llevé la mano al bolsillo de la camisa y desplegué el folio con el programa del día. El actual director del Centro nos había mandado una carta recordándonos aquel aniversario, invitándonos a asistir al acto, conminándonos a recuperar entre todos ese trocito de nuestra memoria. Habían pasado veinticinco años desde que dijéramos adiós a la Educación General Básica y a nuestra promoción le tocaba este año convertirse en protagonista del momento. Ya no existía la E.G.B., ni el B.U.P. ni el C.O.U. Habían cambiado los tiempos, la nomenclatura y las mentalidades. Sin embargo, las vivencias escolares sobrevivían a las marcas, las siglas y los legisladores. Rescaté el folio de mi bolsillo. El papel salió más arrugado que mi mejor camisa de algodón cuando la saco de la lavadora. Pues no. Había llegado puntual como un reloj suizo. ¿Cómo es que allí no había nadie? ¿Cómo es que la puerta principal no estaba abierta?
            Rodeé aquellos muros del Colegio y me dirigí hacia las puertas del patio. A lo mejor querían que entráramos como cuando estudiábamos allí, que hiciéramos cola delante de la puerta, igual que cuando éramos críos. Hasta podía entretenerme antes bebiendo agua de la fuente, salpicándome completamente, llevándome el dorso de la mano derecha a la boca, dejando antes que un reguero de agua eche una carrera y se pierda entre mi cuello y mi barbilla. Pues no. Las dos puertas del patio estaban cerradas. Ni un alma en los alrededores. No me quedaba otra que entrar en el Álvaro y pedirme un café. ¿Para eso había viajado desde tan lejos? ¿Qué broma pesada era esta? Después de tantas cartas, recordatorios, mensajes y ánimos, después de tanta insistencia para celebrar el aniversario de las dos clases de la promoción, resulta que aquí no aparecen ni los fantasmas del pasado.

            Los recuerdos de la infancia siempre me han parecido un juego peligroso. Para mí es como quien juega a la ruleta rusa. Escoges un arma cargada con media docena de balas y alguien hace girar el tambor. No tienes más que acercarte un recuerdo hasta la sien y apretar el gatillo. El mismo recuerdo puede pasar sin dejar rastro dentro de tu alma y a otro puede que le acabe destrozando la vida. Cada jugador digiere su pasado de una manera diferente. Unos pueden reírse hasta retorcerse por los suelos mientras otros experimentan un dolor tan agudo e intenso que necesitan más de una vida para que cicatrice. La respuesta de un profesor, el chiste de un compañero, las carcajadas de un grupo o la mirada de una fila entera de la clase determinan si esa bala cargada de emociones está lista para salir disparada y afectar nuestras vidas para siempre. Bueno, basta ya de imágenes y de armas. Voy a sentarme en la barra y pedirme un café.

            Allí encuentro a tres antiguos compañeros de la clase del noventa. Huesca tiene el sabor de un remake de una serie de éxito. No nos hemos visto mucho pero entre las fiestas de san Lorenzo y algunas Navidades ha habido saludos cordiales y apretones de manos que han estado jugando a la oca durante todos estos años. Esta ciudad es como una cabina de fotografías, un fotomatón que recoge instantáneas de todos nosotros y nos guarda imágenes en la memoria que se superponen unas a otras. Quizá no nos hemos visto mucho todos los de aquella promoción de hace veinticinco años, sin embargo, tenemos actualizadas nuestras caras y nuestras pintas. Es como si con la partida de nacimiento nos hubieran regalado una descarga gratuita de la aplicación informática para actualizar la imagen que tenemos de cada uno de nosotros. Pocas veces nos sorprendemos intentando averiguar cómo estará aquel o si habrá cambiado mucho ese que se sentaba junto a nosotros en la última fila.
            Porque todos tenemos nuestros recuerdos de la clase, de nuestro asiento, de nuestro número de lista, de quién estaba antes y a quién le correspondía, por apellido, el número posterior. Pasamos muchas horas sentados juntos. Por eso, cerca de estos tres compañeros, me sorprendo dándome cuenta de lo poco que los conozco. El que no paraba de matar animalillos en el patio y se dedicaba los fines de semana a tirar con perdigón a todo bicho viviente pertenece ahora al partido animalista y tiene en Facebook toda una galería de vídeos y consignas que podrían llenar ciudades enteras. El otro, tan callado entonces, no para de hablar de su trabajo, de su familia, del gobierno, el país y la segunda división. El otro, con un humor ácido e inspirado, no dejaba títere con cabeza y todos, entre los que me incluyo, le reíamos las gracias con esas risas enlatadas que luego se pusieron tan de moda en las series americanas. Ahora está callado y apenas dice una o dos frases, como quien abre una lata de refresco en mitad de un cine sembrado de adolescentes.

            No tengo mucho en común con ellos y no tengo sus teléfonos ni sus correos. No somos amigos, ni siquiera en Facebook. No obstante, tenemos algo en común, formamos parte del mismo túnel de lavado que nos escupió hasta los estudios superiores y el mundo del trabajo. Voy a ir al baño y voy a quitarme esta americana que me está asfixiando. Entonces me doy la vuelta y veo, en las mesas, debajo de la gran pantalla en donde he visto tantos encuentros de Champions, a un nutrido grupo de antiguos compañeros de colegio. No sé por qué me hago el despistado y bajo los ojos, como el acomodador que se aferra a su linterna y nunca aminora la marcha, esperando la reacción inmediata de los que llegan tarde y se encuentran con el trailer más oscuro de toda la filmografía. Me meto en el baño y me desprendo de la americana. ¿Por qué he actuado tan precipitadamente? Me ha dado vergüenza encontrarme con más gente. Quizá el baño de recuerdos se me está antojando algo más difícil de lo que esperaba. Como si no hubiera hecho la digestión o como si alguien hubiera echado más cloro a la piscina.

            Salgo por fin del baño y recibo el saludo de algún que otro amigo. Me he relajado un poco y ahora vuelve a venirme a la cabeza la pregunta que tenía que haber hecho desde el principio. ¿Por qué está cerrada la puerta principal? Es sencillo. Esta noche ha habido alguien que ha metido puntillas de hierro en las cerraduras. Ha sido imposible abrir las puertas. Ahora lo están intentando unos cerrajeros. ¿Qué significa eso? Mi cabeza no puede dejar de escanear la fotografía de las dos clases de nuestra promoción. ¿Quién de nosotros sería capaz de boicotear el evento? Mirando hacia mis recuerdos, leyendo en voz baja la partitura de aquella música del pasado y reproduciendo interiormente la coreografía de aquellos años, no es difícil descubrir algún alma insatisfecha. Por lo que nunca dijo o por lo que nunca se atrevió a hacer. Por aquella escena que le persigue en sueños y hace que se levante envuelto en sudor algunas noches. La infancia es un líquido metido en una caja que no acaba de cerrar nunca bien. Siento rabia y pena por esa persona que hoy se ha levantado con todo ese amargor en el cerebro. Ojalá pudiera hablar con él a solas y decirle que la crueldad la llevas en la infancia con el abrigo y la cartera, que no debería echar a nadie la culpa de sus sufrimientos. Pero no sé muy bien qué le diría ni si me siento culpable o simplemente triste.

            Los amigos de siempre, a los que no he dejado de ver durante años, me llaman para que me acerque. Debo de ser el más raro del grupo porque no creo que estén los demás sacando punta al pasado. Es suficiente. Voy a dejar el tajador sobre el cubilete y concentrarme en disfrutar de mis amigos. Sonríen con franqueza y eso me anima mucho.
Aquí estamos todos. Han pasado veinticinco años y todos hemos cambiado algo. No sé si es una tontería haber venido y ponernos delante de nuestras sombras de catorce años. No sé si es doloroso, amargo o gratificante esto de mirar hacia atrás y gritar nuestros nombres y apellidos y ver con qué vocecilla contestamos. Lo que sí tengo claro es que merece la pena conversar con estas personas que un día cayeron en la misma clase, se asustaron ante las mismas dificultades y compartieron los mismos profesores. Cuando nos digan que ya están las puertas abiertas y empecemos a cumplir el programa del Colegio, no pienso dejar que el resquemor avinagre mis recuerdos de esta etapa. Estos desconocidos, estos amigos, este piquete desafortunado y estos antiguos maestros tenemos en nuestras vidas este dulce compartido, este chupón que nunca se caduca, esta esquinita de la memoria a la que hoy le estamos quitando el polvo.

En el estudio de alquimia del Álvaro, el café se ha hecho cerveza y esta última ronda ha corrido por mi cuenta. Un grupo numeroso abandonamos el bar y nos metemos en el Colegio. Hemos entrado por el patio, en efecto.
Ha cambiado bastante, pero allí están las pinturas murales de cada generación. No llevamos libros ni cuadernos pero, no sé por qué, se me mete en el cuerpo una extraña sensación. Podría ser capaz de correr hasta llegar a la fila o jugar a “tú la llevas”, o abrir el grifo de la fuente y salpicar a tanto cuarentón desprevenido. En lugar de cromos llevamos tarjetas de empresa con nuestros correos y nuestros títulos. Podríamos cambiarlos y empezar el “ten, ten,  no ten” y desplegar aquellos álbumes que nunca se terminaban hasta que pedías por carta, desde tu quiosco, todos los números que te faltaban.
Antes no llevábamos reloj y nunca sabíamos a qué hora terminábamos el partido. Ahora tenemos el de la muñeca, el del móvil y el de la tablet, que nos da la hora en diez capitales mundiales distintas. Ya no llevamos esas canicas de colores y no parece facil encontrar los “guas” en este pavimiento asfaltado. Seguimos caminando hasta la puerta y, sin proponérnoslo, hacemos una fila y entramos en el edificio del Colegio San Viator. La promoción del noventa, veinticinco años después de terminar octavo de E.G.B., se enfrenta a las escaleras que llevan a las aulas. Las escaleras son las mismas. Las piernas, el corazón y la cabeza de los que subimos estos peldaños han cambiado una enormidad.

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