SUSPENSO
La voz del profesor sonaba lejana,
distante. Iba perdiendo su entidad, su esencia de voz humana articulada, con un
tono grave y distorsionado, e iba convirtiéndose en un eco profundo, que no
venía de ningún sitio porque no pertenecía a ningún lugar. Mientras, yo
desaparecía y me perdía por los pasillos, salía por la puerta y me encontraba
en plena calle, dejando el instituto con sus pupitres, sus pizarras –no
faltaban las digitales–, sus taquillas… Iba dejando atrás también los
cuadernos, las carteras y los estuches, las sombras de alumnos y profesores.
Mis compañeros de clase seguían en la clase de sociales, el conserje en
secretaría y la de matemáticas, de guardia, en la sala de profesores.
Llegaba yo al semáforo y me tuve que parar. Estaba verde, pero me detuve.
Una señora cruzó hacia mí y me miró sorprendida y preocupada. Continué andando
y una furgoneta por poco no me alcanza. Tenía que recomponerme. Era una
asignatura. Un examen nada más. ¿Es que un examen podía significar tanto? Volví
a detenerme y saqué el examen de la cartera. Miré la nota por enésima vez. De
tanto mirarla parecía que fuera a borrarla con la vista. Estaba cerca de un
contenedor de vidrio. Me entraron ganas de echar el examen por el agujero. No.
Tenía que afrontar la realidad. Llené el pecho de aire, destensé mis brazos, me
eché la mochila al hombro y reanudé el paso.
El año había sido malo para mis
padres. Papá era autónomo. Tenía una tienda de bicicletas. Una tienda muy
chiquita y un taller, más grande, en donde arreglaba y suministraba piezas y
recambios. Nunca se habían vendido demasiadas bicicletas. El negocio no se vio
afectado por aquel lado. El problema era la disminución espeluznante de
clientes que tenían las bicis averiadas. Mi padre tenía un chico que le ayudaba
en el taller. Había tenido que prescindir de sus servicios. En Navidades y en
las semanas previas al verano, contrataba a otro chico que se encargaba de las
ventas y de las cuentas. Ahora ya no se movía dinero. El otro chico tampoco
hacía falta.
Yo quería echar una mano a mi padre, pero nunca dejaba que le ayudara.
Siempre me decía lo mismo, que estudiara, que la mayor alegría que podía darle
era que superara las asignaturas y aprovechara la escuela, y que siguiera con
los estudios y me preparara lo mejor posible. Yo agachaba la cabeza y me daba
media vuelta. Mi madre sonreía. Siempre sonreía. Hasta este último mes.
El mes de mayo salió esplendoroso.
Mejor tiempo no lo habíamos tenido nunca en la ciudad. Pero el clima no podía
arreglar la economía familiar. Mi madre, en estos días tan buenos, solía
preparar unos helados de ensueño, unas naranjadas jugosísimas y unos postres
fríos que mis amigos envidiaban. Ahora nos contentábamos con unos polos de
congelador que no sabían a nada y que te daban más sed todavía. Mamá, en vista
de que las cosas no marchaban bien, había vuelto a trabajar. Entró en casa de
una familia del vecindario. Limpiaba la casa y atendía a dos niñas preciosas.
Tan lindas como poco cuidadosas. Por la tarde se ganaba un extra remendando
ropa que le traía don Miguel, el cura de la parroquia, para dársela a los más
pobres. Las noches, en casa se volvieron insufribles. Papá llegaba con mil
preocupaciones y una mueca de fastidio. Mamá, que antes conseguía con una
sonrisa y una voz dulcísima templarle y serenarle, no tenía fuerzas para ello,
y se desplomaba en el sillón, agriando también el gesto. Yo salía de la
habitación y, ante tal panorama, me escapaba de casa sin decir nada.
Es verdad que no era la actitud más
valiente. Salía de casa, me iba al parque y me encendía un canuto. Con el buen
tiempo apetecía subirse a un banco, encima del respaldo y apoyar los pies en el
asiento. Yo sentía que en mi casa había un ambiente que me oprimía, y no era
capaz de cambiarlo. No sabía. ¿Qué podía hacer? En clase no tenía confianza
para contar una cosa así. Además, en el momento en que hubiera abierto la boca
para hacerlo, me hubiera echado a llorar. Decir en voz alta la situación de mi
familia la hacía más real y tangible. Inmensamente más dolorosa. Fuera del
instituto no tenía amigos. Claudia se había marchado el año pasado, dejando un
bloc de notas y un número de teléfono que no me atrevía a marcar. El parque
solitario, el rincón oscuro del banco y mi peta eran mi compañía y mi desahogo.
Constituían un paréntesis en el día a día de mi vida, y, desgraciadamente,
todas las noches tenía que cerrar ese paréntesis. La ortografía del mundo así
lo exigía. Cuando volvía a casa, dos preguntas y ninguna respuesta:
–¿Se puede saber a dónde te vas todos los santos días?
–Anda, ven a cenar. No fumas,
¿verdad?
A finales de mayo mi padre empezó a
quedarse en casa. Mi madre llegaba cada vez más tarde y a mí me tocó hacer la
cena. Papá había decidido encontrar otro empleo, y, mientras tanto, había
contratado al hijo vago de un vecino para que atendiera las cuatro llamadas que
se recibían al día. La búsqueda de trabajo de papá comenzó siendo muy afanosa.
Peleaba con el periódico armado con un rotulador rojo que yo le había dejado.
Se afeitaba, salía de casa bien perfumado y enchaquetado. Volvía con alguna
esperanza. Sin embargo, tres semanas después abandonó toda ilusión y dejó de
afeitarse y echarse colonia. Además, me devolvió el rotulador. Mamá, muy
comprensiva al principio, acabó estallando. Fue como abrir una lata agitada de
coca cola. A partir de entonces tuvimos bronca todos los días.
A mí me alcanzaba muchas veces. La única manera de salvarme era mi visita
al parque. Pero unos niñatos me quitaron mi banco y ya dejó de apetecerme salir
por la noche. Así que me tragué todo tipo de reproches que mis padres se habían
guardado durante años. Las cosas se estaban complicando y no veía ninguna
solución. Lo peor fue que, no sé cómo, mi padre, cada vez que salía yo en la
discusión, o sea, casi siempre, lo arreglaba diciendo que, al menos, me estaba
labrando un porvenir, y no acabaría vendiendo porquerías o fregando suelos. Y
allí mi madre me lanzaba una de esas miradas tan suyas que venían a decir: “en
eso estamos los dos de acuerdo. Tú estudia que es nuestra única satisfacción”.
La mochila pesaba más y más y se me
fatigaban los hombros y las piernas. Reflexionando
en esas palabras de mi madre, viéndolas escritas en su mirada, se me estaba
poniendo también un dolor intenso y agudo debajo de la boca del estómago. Me
estaba entrando una sensación tan triste que me iba a devorar. Todo se me
revolvía, dentro y fuera de mí. Necesitaba aprobar esa asignatura. Si no era
capaz de hacerlo, el suspenso se sumaría a los dos que ya eran inevitables, y
el título de secundaria nunca llegaría a mi casa. Mis notas eran las únicas que
parecían salvar el matrimonio de mis padres. Lo único que compartían era su fe
en mi estudio. Si suspendía, se acababa todo. Y la nota no había dios quien la
remontara.
Atravesé el parque para alargar el camino. Un jardinero arreglaba un seto
sin demasiado arte. Pasé a su lado y me echó una mirada despectiva. Dos ancianas
gesticulaban y asentían. Supuse que ninguna de las dos podía oír nada que no
fuera su propia conciencia. Una mujer en chándal trotaba muy lentamente,
maquillada como para salir de copas. Cada paso que daba me encontraba con más
personas, pero cuanta más gente salía a mi encuentro en el parque, más me daba
la impresión de que estábamos solos. Muy solos.
Llegué por fin a casa. Mamá estaba
fuera. Papá, tirado en el sofá. Dormido. Tres latas de cerveza decoraban la
mesita. Las recogí. Iba a ir a mi cuarto, pero observé que una cuña de queso se
secaba donde habían estado las cervezas. Fue al cerrar la nevera cuando vi la
nota que había dejado mi madre.
“No aguanto más. Me voy. Lejos. Dile al niño que lo veré para celebrar
cuando titule”. Se me hizo un nudo en la garganta. Empecé a temblar, intenté
hablar. Fue inútil. Me estaba ahogando. Me costaba respirar. Llegó un momento
en el que no oía nada a mi alrededor. Un silencio espantoso, que me estaba
haciendo enloquecer. Y, entre ese silencio, como emergiendo de la nada, un
timbre hueco, sonoro. Una voz profunda, grave, al principio ininteligible. De
ese fondo iba naciendo alguna que otra palabra, se formaban entonces las frases
y apareció un mensaje que puede entender, con una nitidez abrumadora:
–Gómez, si no es capaz de estar
despierto en clase, absténgase de venir.
En mi pupitre, boca abajo, el
profesor de sociales acababa de dejar mi examen.
¡Sabía que tenías que haber seguido escribiendo! No sé por qué hoy me vino ese apellido tuyo holandés (dirás lo que quieras pero tiene pinta de holandés) y me dije: "Voy a buscarlo en las procelosas aguas de la red". Y heme aquí que me encuentro este blog y un relato de este mismo mes. Me gusta, por cierto, "todas las noches tenía que cerrar ese paréntesis. La ortografía del mundo así lo exigía.", es una metáfora redonda.
ResponderEliminarSeguiré leyéndote. ¡Ah! ¿Que quién coño soy? Una tal Patricia Lobato, no sé si recordarasme de tu etapa sevillana (¿existe "recordarasme"?).
Que un abrazo, Mariano.
Pues claro que me acuerdo, Patricia!!!! Un poco olvidado tenía el blog y mira, descubro tu comentario... Gracias por él y por traerme el recuerdo de aquellos comienzos sevillanos... Espero que estés muy bien y por aquí sigo escribiendo... Cuídate mucho!!!!
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