lunes, 9 de julio de 2018

El examen


SUSPENSO


            La voz del profesor sonaba lejana, distante. Iba perdiendo su entidad, su esencia de voz humana articulada, con un tono grave y distorsionado, e iba convirtiéndose en un eco profundo, que no venía de ningún sitio porque no pertenecía a ningún lugar. Mientras, yo desaparecía y me perdía por los pasillos, salía por la puerta y me encontraba en plena calle, dejando el instituto con sus pupitres, sus pizarras –no faltaban las digitales–, sus taquillas… Iba dejando atrás también los cuadernos, las carteras y los estuches, las sombras de alumnos y profesores. Mis compañeros de clase seguían en la clase de sociales, el conserje en secretaría y la de matemáticas, de guardia, en la sala de profesores.
Llegaba yo al semáforo y me tuve que parar. Estaba verde, pero me detuve. Una señora cruzó hacia mí y me miró sorprendida y preocupada. Continué andando y una furgoneta por poco no me alcanza. Tenía que recomponerme. Era una asignatura. Un examen nada más. ¿Es que un examen podía significar tanto? Volví a detenerme y saqué el examen de la cartera. Miré la nota por enésima vez. De tanto mirarla parecía que fuera a borrarla con la vista. Estaba cerca de un contenedor de vidrio. Me entraron ganas de echar el examen por el agujero. No. Tenía que afrontar la realidad. Llené el pecho de aire, destensé mis brazos, me eché la mochila al hombro y reanudé el paso.

            El año había sido malo para mis padres. Papá era autónomo. Tenía una tienda de bicicletas. Una tienda muy chiquita y un taller, más grande, en donde arreglaba y suministraba piezas y recambios. Nunca se habían vendido demasiadas bicicletas. El negocio no se vio afectado por aquel lado. El problema era la disminución espeluznante de clientes que tenían las bicis averiadas. Mi padre tenía un chico que le ayudaba en el taller. Había tenido que prescindir de sus servicios. En Navidades y en las semanas previas al verano, contrataba a otro chico que se encargaba de las ventas y de las cuentas. Ahora ya no se movía dinero. El otro chico tampoco hacía falta.
Yo quería echar una mano a mi padre, pero nunca dejaba que le ayudara. Siempre me decía lo mismo, que estudiara, que la mayor alegría que podía darle era que superara las asignaturas y aprovechara la escuela, y que siguiera con los estudios y me preparara lo mejor posible. Yo agachaba la cabeza y me daba media vuelta. Mi madre sonreía. Siempre sonreía. Hasta este último mes.
            El mes de mayo salió esplendoroso. Mejor tiempo no lo habíamos tenido nunca en la ciudad. Pero el clima no podía arreglar la economía familiar. Mi madre, en estos días tan buenos, solía preparar unos helados de ensueño, unas naranjadas jugosísimas y unos postres fríos que mis amigos envidiaban. Ahora nos contentábamos con unos polos de congelador que no sabían a nada y que te daban más sed todavía. Mamá, en vista de que las cosas no marchaban bien, había vuelto a trabajar. Entró en casa de una familia del vecindario. Limpiaba la casa y atendía a dos niñas preciosas. Tan lindas como poco cuidadosas. Por la tarde se ganaba un extra remendando ropa que le traía don Miguel, el cura de la parroquia, para dársela a los más pobres. Las noches, en casa se volvieron insufribles. Papá llegaba con mil preocupaciones y una mueca de fastidio. Mamá, que antes conseguía con una sonrisa y una voz dulcísima templarle y serenarle, no tenía fuerzas para ello, y se desplomaba en el sillón, agriando también el gesto. Yo salía de la habitación y, ante tal panorama, me escapaba de casa sin decir nada.

            Es verdad que no era la actitud más valiente. Salía de casa, me iba al parque y me encendía un canuto. Con el buen tiempo apetecía subirse a un banco, encima del respaldo y apoyar los pies en el asiento. Yo sentía que en mi casa había un ambiente que me oprimía, y no era capaz de cambiarlo. No sabía. ¿Qué podía hacer? En clase no tenía confianza para contar una cosa así. Además, en el momento en que hubiera abierto la boca para hacerlo, me hubiera echado a llorar. Decir en voz alta la situación de mi familia la hacía más real y tangible. Inmensamente más dolorosa. Fuera del instituto no tenía amigos. Claudia se había marchado el año pasado, dejando un bloc de notas y un número de teléfono que no me atrevía a marcar. El parque solitario, el rincón oscuro del banco y mi peta eran mi compañía y mi desahogo. Constituían un paréntesis en el día a día de mi vida, y, desgraciadamente, todas las noches tenía que cerrar ese paréntesis. La ortografía del mundo así lo exigía. Cuando volvía a casa, dos preguntas y ninguna respuesta:

–¿Se puede saber a dónde te vas todos los santos días?
            –Anda, ven a cenar. No fumas, ¿verdad?

            A finales de mayo mi padre empezó a quedarse en casa. Mi madre llegaba cada vez más tarde y a mí me tocó hacer la cena. Papá había decidido encontrar otro empleo, y, mientras tanto, había contratado al hijo vago de un vecino para que atendiera las cuatro llamadas que se recibían al día. La búsqueda de trabajo de papá comenzó siendo muy afanosa. Peleaba con el periódico armado con un rotulador rojo que yo le había dejado. Se afeitaba, salía de casa bien perfumado y enchaquetado. Volvía con alguna esperanza. Sin embargo, tres semanas después abandonó toda ilusión y dejó de afeitarse y echarse colonia. Además, me devolvió el rotulador. Mamá, muy comprensiva al principio, acabó estallando. Fue como abrir una lata agitada de coca cola. A partir de entonces tuvimos bronca todos los días.
A mí me alcanzaba muchas veces. La única manera de salvarme era mi visita al parque. Pero unos niñatos me quitaron mi banco y ya dejó de apetecerme salir por la noche. Así que me tragué todo tipo de reproches que mis padres se habían guardado durante años. Las cosas se estaban complicando y no veía ninguna solución. Lo peor fue que, no sé cómo, mi padre, cada vez que salía yo en la discusión, o sea, casi siempre, lo arreglaba diciendo que, al menos, me estaba labrando un porvenir, y no acabaría vendiendo porquerías o fregando suelos. Y allí mi madre me lanzaba una de esas miradas tan suyas que venían a decir: “en eso estamos los dos de acuerdo. Tú estudia que es nuestra única satisfacción”.

            La mochila pesaba más y más y se me fatigaban los hombros y las piernas.  Reflexionando en esas palabras de mi madre, viéndolas escritas en su mirada, se me estaba poniendo también un dolor intenso y agudo debajo de la boca del estómago. Me estaba entrando una sensación tan triste que me iba a devorar. Todo se me revolvía, dentro y fuera de mí. Necesitaba aprobar esa asignatura. Si no era capaz de hacerlo, el suspenso se sumaría a los dos que ya eran inevitables, y el título de secundaria nunca llegaría a mi casa. Mis notas eran las únicas que parecían salvar el matrimonio de mis padres. Lo único que compartían era su fe en mi estudio. Si suspendía, se acababa todo. Y la nota no había dios quien la remontara.
Atravesé el parque para alargar el camino. Un jardinero arreglaba un seto sin demasiado arte. Pasé a su lado y me echó una mirada despectiva. Dos ancianas gesticulaban y asentían. Supuse que ninguna de las dos podía oír nada que no fuera su propia conciencia. Una mujer en chándal trotaba muy lentamente, maquillada como para salir de copas. Cada paso que daba me encontraba con más personas, pero cuanta más gente salía a mi encuentro en el parque, más me daba la impresión de que estábamos solos. Muy solos.
            Llegué por fin a casa. Mamá estaba fuera. Papá, tirado en el sofá. Dormido. Tres latas de cerveza decoraban la mesita. Las recogí. Iba a ir a mi cuarto, pero observé que una cuña de queso se secaba donde habían estado las cervezas. Fue al cerrar la nevera cuando vi la nota que había dejado mi madre.
“No aguanto más. Me voy. Lejos. Dile al niño que lo veré para celebrar cuando titule”. Se me hizo un nudo en la garganta. Empecé a temblar, intenté hablar. Fue inútil. Me estaba ahogando. Me costaba respirar. Llegó un momento en el que no oía nada a mi alrededor. Un silencio espantoso, que me estaba haciendo enloquecer. Y, entre ese silencio, como emergiendo de la nada, un timbre hueco, sonoro. Una voz profunda, grave, al principio ininteligible. De ese fondo iba naciendo alguna que otra palabra, se formaban entonces las frases y apareció un mensaje que puede entender, con una nitidez abrumadora:

            –Gómez, si no es capaz de estar despierto en clase, absténgase de venir.

            En mi pupitre, boca abajo, el profesor de sociales acababa de dejar mi examen.
           

2 comentarios:

  1. ¡Sabía que tenías que haber seguido escribiendo! No sé por qué hoy me vino ese apellido tuyo holandés (dirás lo que quieras pero tiene pinta de holandés) y me dije: "Voy a buscarlo en las procelosas aguas de la red". Y heme aquí que me encuentro este blog y un relato de este mismo mes. Me gusta, por cierto, "todas las noches tenía que cerrar ese paréntesis. La ortografía del mundo así lo exigía.", es una metáfora redonda.
    Seguiré leyéndote. ¡Ah! ¿Que quién coño soy? Una tal Patricia Lobato, no sé si recordarasme de tu etapa sevillana (¿existe "recordarasme"?).
    Que un abrazo, Mariano.

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  2. Pues claro que me acuerdo, Patricia!!!! Un poco olvidado tenía el blog y mira, descubro tu comentario... Gracias por él y por traerme el recuerdo de aquellos comienzos sevillanos... Espero que estés muy bien y por aquí sigo escribiendo... Cuídate mucho!!!!

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