LA
LETRA QUE DEJÓ DE SONAR
I
Érase una vez un libro grande,
enorme, inmenso. Tal es así que el día que se terminó de escribir, su autor
nunca pudo moverlo de sitio. Allí quedó, en la misma mesa robusta de cerezo en
la que se había escrito. En esa mesa sin pulir y un tanto inclinada en la que,
con una paciencia infinita, el anciano escriba había trazado con esmero letras
y letras, palabras y frases de un total de trescientos cuentos. Se trataba de
los Trescientos Cuentos de la Edad Remota, que recogían el saber de épocas
pasadas, la frescura de costumbres nuevas y antiguas, la fragancia del ayer y
el suave roce del mañana, enseñanzas que nunca pasarían de moda.
En ese libro majestuoso las letras,
de unos colores y trazos vistosísimos, cobraban vida y deleitaban a los que las
escuchaban con una sinfonía de los más variados sonidos. Cada una representaba
su papel y se veía rodeada de sus congéneres con las que competía y participaba
de fantásticas aventuras, de increíbles sueños y hazañas memorables. La armonía
rodeaba a todas ellas y las letras, chicas o grandes, tímidas o desvergonzadas,
presumidas o recatadas, prudentes o temerarias formaban una gran familia y
participaban de una convivencia necesaria para el éxito de cada uno de los
cuentos. Aunque no todo era, como os podéis imaginar, paz y armonía, virtud y
felicidad.
Surgían a veces disputas entre las
letras. Había pequeñas rencillas y mínimas querellas, muchas veces tan
insignificantes que terminaban cuando apenas habían empezado. Pero había un
asunto en el que parecían coincidir gran parte de las peleas: la discusión por
el puesto más anhelado, que era el deseo de todas las letras. Ese deseo no era
otro que el honor que suponía encabezar el capítulo, dar comienzo a uno de
aquellos cuentos. La primera letra de cada historia era la más admirada,
aquella en la que se detenían las miradas de todos los lectores, de todos los
que escuchaban la lectura, supieran o no leer. La letra revestida de tal
privilegio se veía engalanada con telas preciosas, se crecía con tal
condecoración y se ensanchaba con orgullo, luciéndose delante de todos. Sonaba
mejor que nunca y en las gargantas de todos producía un sonido suave, sabroso y
espléndido. El aire mismo parecía deleitarse al pronunciarla y provocaba una
cascada de aplausos y admiración entre niños y mayores. La letra capital era la
última letra a la que se echaba un vistazo con el rabillo del ojo, justo al
terminar el cuento anterior. Y era la primera letra a la que se saludaba en
todo el tiempo que se tomaban los lectores para iniciar el siguiente relato.
Las letras de aquel volumen, por tanto, no ansiaban otra cosa y la deseaban con
ahínco. Conseguir ese puesto se convertía en algunos casos en una obsesión. Por
lograr tal objetivo algunas de ellas podían ser capaces de cualquier cosa. El
libro que contenía los Trescientos Cuentos, viejo y sabio como era, no lo
ignoraba. No obstante, su misión no consistía en evitar el desastre, sino en contemplar
a una distancia prudente los actos para poder juzgar con equidad. Y así, y no
de otra manera, iba a suceder muy pronto.
II
La mañana acababa de despertar. El
valle bostezaba aún y el río se deslizaba perezoso arrellanándose en pequeños
charcos para postergar una caída que era forzoso que realizara. Las flores se
miraban unas a otras para ver cuál de ellas iba a ser la primera que orientara
sus pétalos al sol, mientras que las piedras comenzaban el aburrido pero único
cometido de observar con paciencia la evolución de su sombra a lo largo de toda
la jornada. No se escuchaban aún animales. No había ninguna presencia de seres
humanos. Los sonidos del día eran prerrogativa de las joviales habitantes de
aquel idílico escenario. Las nubes dejaron un hueco al sol para que se asomara.
No había duda. Eran ellas. Una melodía atravesaba el río, lo remontaba y se
adentraba en el valle. Las letras traían su sinfonía de historias y de fábulas.
Venían enarbolando la bandera de hazañas y relatos épicos, de cuentos y de
leyendas. Todas ellas se acercaban y llenaban el valle con sus aires de novela
y su perfume de mito antiguo, trayendo personajes mágicos y sorprendentes,
héroes y villanos, que venían con su cargamento de sentimientos al hombro. Los
había tristes y melancólicos y las había enamoradizas y valientes, temerarias y
fogosas. Con esa particular música el valle rebosaba. Las letras venían a
llenarlo y extendían sus notas por toda la llanura, trepaban por las montañas
cercanas y se internaban en el espeso bosque que quedaba a media ladera.
Acababa de despuntar el día y ya estaban todas alborotadas y nerviosas. Se
había decidido cuál de ellas iba a ser la elegida para convertirse en letra
inicial de la siguiente historia.
El cuento doscientos trece del Gran Libro iba a comenzarse con la letra
“y”. Un grupo de seis letras jubilosas la llevaba en volandas, y ella se dejaba
agasajar con flores que lanzaban al aire, silbidos de admiración y aplausos
sentidos que halagaban los oídos de una letra que todavía no podía creerse la
enorme suerte que había tenido.
La reina del relato. La llave del
cuento. La gran protagonista del desfile de letras que en muy poco tiempo iba a
comenzar. Era un sueño cumplido, una ilusión convertida en realidad. Todo era
maravilloso… Pero, ¿qué estaba haciendo allí arriba, sobre las otras letras,
vitoreada y engatusada por tanta loa y alabanza? Tenía que estar a punto. Había
que preparar tantas cosas… Por ejemplo, ¿qué iba a llevar puesto? Así como
estaba ahora, no podía presentarse. Había de lucir sus mejores galas. ¿De dónde
iba a sacar las telas para su traje? ¿Quién iba a ayudarla a confeccionarlo? No
estaba preparada. No estaba preparada. Los nervios empezaron a asaltarla. Las
prisas se le echaron encima y el terror a no estar lista para semejante ocasión
acabó por derribar al grupo de letras que la llevaban en andas y terminó por
precipitarla en el suelo junto al río. No se dio en una piedra de milagro.
– ¿Se puede saber qué te ocurre? –La
letra “q”, como siempre, buscaba respuestas.
– ¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué ha sucedido? –Espetó
la “z”, que era la última en enterarse de las cosas, pues todavía no había
acabado de desperezarse del todo-.
–No pasa nada. Es natural. La pobre
está muerta de miedo. No es para menos. Ahora tiene que hacerse merecedora del
gran regalo. –Terciaba la “b” en un tono maternal– No te preocupes. Todas te
ayudaremos.
– ¡Por supuesto! ¡Claro que sí!
Todas las letras confirmaron con
enérgicas voces la sentencia de la “t”, que era la última que había hablado,
rotunda y terminante, como acostumbraba. La “b” que no quería quedarse en un
segundo plano como otras veces, se adelantó y ayudó entre resoplidos, calores y
sofocos a que la “y” se pusiera en pie. La “v” observaba con reservas lo que su
hermana, que estaba ya de siete meses, prometía sin consultarle, sin pensar en
lo que era mejor para el bebé. Pero no le dio tiempo a recriminar a la “b”
porque en ese momento hablaron las gemelas “r”, las mellizas “l” y las siamesas
“w”.
– ¡Eso, eso, vamos a prepararla para
el trono! –Gritaron con fuerza las erres.
– ¡Nosotras le buscaremos la tela! –Las
“eles” silbaban animosas.
– ¡Y nosotras la confeccionaremos!
–Exigía ansiosa la “w”, con una sola voz que resonaba en su cuerpo y formaba un
eco que redoblaba la obstinación de su cometido.
II
Era tal el bullicio que resonaba en
todo el valle que el resto de seres que lo poblaban dejó aquella mañana de dedicarse
a sus habituales tareas. El sonido de las letras lo llenaba todo y la ilusión
de todas ellas impedía distraerse en cualquier otra cosa que no fuera el nuevo
cuento y su privilegiada letra inicial. Tan absorta estaba la naturaleza con
tanta algarabía que no se percató de que una de aquellas letras, apartada del
grupo y asomada a las límpidas aguas del arroyo, veía su figura reflejada y se
salpicaba de una honda y profunda tristeza. Esta letra llevaba mucho tiempo
detrás de aquel honor. Había mejorado su aspecto, se había cuidado con esmero,
había ensayado los andares y la manera de comportarse para poder encajar en tal
puesto. De hecho, si hubiera sido ella la elegida, sobraría tanta prisa de
última hora, pues todo estaba ya preparado para dar la talla y abrir con una
figura radiante el nuevo cuento del Gran Libro. Y en cuanto al sonido con el
que empezaría el relato, la preparación era aún mayor. Horas y horas de ensayo
frente al riachuelo llanura abajo, haciendo gorgoritos, templando la voz,
atrapando la cantidad precisa de aire y conduciéndolo con presteza para no
perder ni una sola de sus cualidades de resonancia. Era la letra mejor
preparada, la más dispuesta, la mejor entrenada. Pero no había sido la elegida
porque habían preferido a esa letra extranjera que había venido de no sé qué
lejanas islas para usurpar merecimientos y ostentar puestos que no le
correspondían. La tristeza se confundía con la rabia, la indignación con la ira
y el malestar con la envidia. La letra “h”, olvidada de todas y ajena a la
alegría del conjunto, levantó la vista, cerró después los ojos y acabó
irguiéndose sobre la charca cristalina. Estaba decidida. No podía perder
tiempo.
En la espesura del bosque, junto al
Roble Centenario, el búho leía uno de los mensajes que le enviaban por correo
aéreo aves de toda índole. Era el gran consejero, y cualquier asunto de mayor o
menor importancia requería la aprobación o el consentimiento del ave más sabia
del Reino. El animal intentaba concentrarse en la lectura, pero los signos del
mensaje no eran claros y el asunto demasiado enrevesado. Leía una y otra vez
aquel mensaje y una y otra vez levantaba los ojos para sacudirse el aturdimiento.
Además, aquel grupo de ahí abajo formado por letras infantiles hacía mucho
ruido, y no había manera de callar a las cinco letras más revoltosas del lugar.
Ya estaba bien, como no dejaran de gritar todas a la vez tendría que intervenir
y mostrarle su enfado… Bueno, era suficiente. Al final el búho no pudo soportarlo
más:
– ¡Eh! –les lanzó un grito.
– ¿Es a mí? –había respondido la “e”,
poniendo cara de sorpresa mal disimulada.
–A todas os digo. –El búho no estaba
dispuesto a que le hicieran burla.
– ¡Ah! – esta vez era la “a” la que
no había podido callarse.
– ¡Basta de juegos! Ni una palabra
más. ¿Es que os creéis las dueñas y señoras del bosque? Sois unas niñas muy
malcriadas y…
– ¿Y…? ¡Y qué! –se envalentonó la“i”,
con un descaro y una impertinencia impropias de letras bien educadas.
– ¿Así contestáis a vuestros
mayores? –el búho no salía de su asombro-. O dejáis esa actitud irrespetuosa o…
– ¿O…? ¿Nos estás amenazando, viejo
búho? –espetó la letra “o” poniéndose en pie y mirando fijamente a los cansados
ojos del animal.
–Esto es inaceptable, absolutamente
intolerable. Ahora mismo voy a llevaros al Río y vais a tener que contar todo
esto a vuestras hermanas mayores. –El búho se levantó y abandonó la rama en la
que descansaba. Se posó delante de las cinco vocales–. ¿Os ha quedado claro?
– ¡Uh, qué miedo! ¡Uh, míranos cómo
temblamos! –la letra “u”imitaba a un fantasma y se movía alrededor del
desesperado pájaro que estaba fuera de sí.
Al final, el búho salió volando de aquel corro de letras impertinentes y
se dirigió al Río, para buscar inmediatamente a alguna letra responsable que
atajara semejante comportamiento de las más pequeñas del Valle. Las carcajadas
resonaban en el rincón del Roble Centenario mientras se alejaba con lento vuelo
el búho, uno de los animales más respetados del lugar. Las cinco vocales, que
no podían parar de reír, estaban orgullosas de la broma. Se habían turnado para
enfurecer al viejo carcamal. Eran ingeniosas y astutas, las más inteligentes de
todas las letras, y la sabiduría del viejo búho se alejaba herida y burlada.
Pero las risas se vieron interrumpidas por una letra agazapada tras unas
piedras cubiertas de musgo. Cesaron de pronto las carcajadas. Se instauró el
silencio. De aquel escondite salió por fin la letra “h” y se dirigió al grupo
de letras. La resentida “h” se colocó frente a las cinco vocales, aclaró su
bien afinada voz y se dispuso a relatarles su “problema”. Dejemos, sin embargo,
a la “h” exponer su caso ante las cinco maleducadas letras y volemos con el
búho hacia el llano, en donde habíamos dejado a las entusiasmadas letras arremolinadas
alrededor de la “y”, sorprendida y aturdida por tanta atención inesperada.
III
La letra “y”, en efecto, estaba
realmente estresada. Las demás letras, en su afán por ayudar a la hermana
elegida y de demostrar la inmensa alegría que a todas las colmaba semejante
elección, no hacían más que corretear de un lado a otro, aconsejar y opinar
sobre todo y dar vueltas y más vueltas en torno a la pobre grafía. La “y”
suspiraba y se dejaba hacer, rendida, fatigada, abandonada a unas desaforadas e
histéricas letras hiperactivas.
–Aquí vendrá la orla del vestido,
que reforzaremos con un doble en tonos pastel, y te favorecerá muchísimo. Será
como un mar de olas que darán una sensación de profundidad a la tela creando un
efecto maravilloso. –La m y la n, con ayuda de la ñ, llevaban ya un rato
imponiendo su estilismo sobre el resto de consejos más o menos profesionales de
las otras letras.
– ¡Yo os diré por dónde cortar!
–prorrumpió la “x”, afilando sus colmillos y frotándose las manos ante la
misión que se veía ya realizando.
– ¡No tan rápido! –Hablaba entonces la “q”– Será mejor que la “f” y la
“p” realicen la medición y señalen por dónde hemos de pasar el hilo, y luego ya
hablaremos de cortes y de efectos ondulantes. ¿No os parece?
Hubo un murmullo de aceptación. La
“s”, sin embargo, mandó callar a todas las letras y se dirigió a la “j” que no
había abierto la boca todavía:
– ¿Qué opinas? Creo que estamos
olvidando que eres tú la única que puede ayudarnos a confeccionar un auténtico
vestido. ¿Por qué no hablas?
–Esperaba que me lo pidierais, antes
o después. Conmigo tendréis los enganches suficientes para medir y cortar el
hilo, y os garantizo un traje de ceremonia de excepcional factura.
– ¿Lo habéis oído? –Preguntó la “s”
volviéndose hacia todas las letras, sin ocultar una sonrisa de satisfacción–
¡Con ella en el equipo vestiremos a la “y” como nunca nadie lo ha hecho!
Una batería de aplausos, vítores y
gritos de aprobación se oyeron por todo el valle. La “c” canturreaba cánticos de
victoria mientras la “k” le hacía los coros y la “q” la segunda voz, más aguda.
La “l” lanzaba hurras al cielo y la “d” recogía en su diana particular los
gritos de la “g” y el jolgorio que armaba también la “j” y que la “c” se
encargaba de disparar certeramente. Allí todas las letras chillaban y se
atropellaban unas a otras, formaban un tropel de ruidos y de voces, de gritos y
desorden que acallaba el natural ruido del agua de un río que pasaba totalmente
inadvertido. Fue una pluma de búho que fue a parar al mismo lo que empujó al
agua a levantar su voz sobre el caótico grupo de alborotadas letras. La “j”
sirvió de anzuelo y atrapó una pluma de pálido color que todas reconocieron. Su
dueño se posó sobre una gran piedra, en la orilla, y pidió silencio. Ese fue el
momento que la angustiada “y” estaba esperando para escabullirse. Se deslizó
hacia el bosque y se internó en él. La voz del búho dejó de oírla enseguida.
Nada más internarse en el bosque,
dos letras salieron a su encuentro. La “y” hizo como que no las había visto, y
siguió sus pasos dejando atrás a la “o”. La “u” mucho más ágil, la alcanzó
enseguida, y se puso delante de sus narices. No tuvo más remedio la huidiza
grafía que hacer un alto y mirar a la insolente vocal.
– ¿Se puede saber de qué huyes? ¿Y
por qué nos ignoras? ¿Es que resulta que ahora ya no te interesamos? –La “u” se
envalentonaba con cada pregunta– ¿No eres tú la misma que llevas un mes detrás
de todas nosotras para que te admitamos en el grupo? ¿Ahora no te interesa? ¿Se
puede saber a qué estás jugando?
– ¡Eso! ¡Contesta a las preguntas!
¿Es que ya no estás interesada en ser como nosotras, en formar parte del
selecto grupo de las vocales? Siempre has dicho que no te faltan cualidades… –La
“o”, sofocada y llena de sudor, había podido alcanzar a las letras. La “y”
estaba acorralada, pero se defendió.
–Vale. Iba huyendo de todo el
alboroto que se ha formado con lo de mi galardón, ya sabéis. Es un honor, pero
no me están dejando disfrutarlo, con tanto preparativo y tanta atención. Por
eso no os he hecho caso. Pero otra cosa bien distinta es que me haya olvidado
de lo que me prometisteis. Porque lo prometisteis, ¿no es así? Me disteis
vuestra palabra.
–Nunca dudes de la palabra de una
vocal. Estamos dispuestas a hacer realidad esa promesa, y antes de lo que tú te
crees, ¿no es así, hermanas?
De repente, de entre la tupida red
de plantas bajas y arbustos emergieron la “a” y la “e”, que se colocaron muy
cerca de la “u” justo cuando comenzaba su pregunta. Ya estaban allí todas las
vocales, a excepción de la “i”, que todavía continuaba de charla con aquella
despechada consonante que las asaltó con una petición muy particular. Y aunque la “h” no la hubiera entretenido,
tampoco sería descabellado que no se hubiera presentado ante la “y”. Al fin y
al cabo, a pesar de las diferencias y los orígenes tan dispares de ambas, a las
dos las llamaban por el mismo nombre, y esa era una afrenta que la “i latina”
nunca podría perdonar. Por no mencionar la inaceptable y desproporcionada oferta
que las vocales estaban a punto de realizar. Fue la “a” la que lo dijo
abiertamente:
–Queremos que seas una de nosotras.
Has oído bien. Queremos que te conviertas en una de las vocales.
– ¿Lo decís en serio? ¿No es broma?
–La “y” miraba a un lado y a otro, estupefacta.
–Tienes nuestra palabra. A partir de
ahora vas a comportarte siempre como una vocal, hablar como una de nosotras y
disfrutar de los privilegios del selecto grupo de las vocales. –La “a” no
ocultaba un gesto grave y sentencioso, que solemnizaba el momento.
– ¡No me lo puedo creer! Esto tengo
que contárselo a todas mis amigas. Cuando se entere la “p”, que siempre pone
peros para todo… –la “y” estaba ya dispuesta a salir a la carrera.
– ¡No tan deprisa! –la “e” la cogió
del cuello, y la soltó luego, muy, muy despacio–. Primero tienes que pasar unas
pruebas. No entrañan, en realidad, gran dificultad, pero sí has de tomarte tu
tiempo en cada una de ellas. Ser una vocal, en los tiempos que corren, comporta
grandes sacrificios y, no en vano, se ha dicho que…
Todo el discurso fue acompañando a
una desconcertada “y”, que no sabía si podría soportar en un solo día otro de
aquellos bombazos. Mientras la “e” la introducía por el bosque y le endulzaba
los oídos con palabras y más palabras, y mientras llegaban hasta ella la
respiración entrecortada de la “o” y las risitas mal disimuladas de las otras
vocales, la letra “y” intentaba asimilar en su cabecita la elección como letra
capital en un cuento, el cariño sobredimensionado de todas las letras y los
arrumacos insospechados de las todopoderosas vocales del mundo en el que vivía.
Ser una vocal era no sólo su sueño. Era el sueño de generaciones y
generaciones…
IV
– ¡Ha desaparecido!
–Nadie sabe dónde se ha metido. ¡Y
el cuento está a punto de empezar! Además todo el vestido, la tela, el adorno…
todo está listo. ¿Qué vamos a hacer ahora?
Las letras estaban desquiciadas.
Corrían de un lado para otro, se atropellaban unas a otras. Las que habían
caído tiraban a las que aún se mantenían en pie, y el traje, con un bordado
precioso, no se rasgó de milagro.
– ¡Es culpa del búho! –La “l” lanzó
su dedo acusador–. Si no hubiera venido a contarnos sus desdichas de educador
frustrado no la habríamos perdido de vista. Estoy segura que fue entonces
cuando desapareció.
–No es justo acusar a nadie. Aquí no
hay culpables. Todas nos hemos preocupado de todo menos de la protagonista. A
ver ahora cómo lo apañamos… –la “k”quiso poner un poco de cordura en todo el
asunto.
– ¿Por qué no preparamos una
expedición al bosque? –La “x” tenía ganas de aventuras–. Hagamos tres grupos.
Uno irá en cada dirección. Los demás se quedarán aquí, que es donde sabe que
tiene que acudir. Yo podría liderar uno de los grupos, y atravesaríamos el
bosque por allí…
Seguía y seguía hablando la letra
mientras el resto del grupo se iba contagiando de una sorpresa mayúscula.
Llevada en andas por todas las vocales, la “y” aparecía ya con un traje
absolutamente espectacular, y entonaba un sonido que ponía los vellos de punta.
No dejaron a la engalanada grafía en ningún momento. La llevaron hasta el lugar
preparado para el comienzo del cuento. Cubrieron su traje con unas tiras del
vestido confeccionado por las demás letras. Con una sonrisa, la letra pródiga
agradeció a todas sus esmerada labor, y se colocó sobre el sitial en el que iba
a dejarse oír. La “b”, cansada de estar de pie, cogió asiento. Detrás de ella
todas las letras fueron ocupando sus improvisadas localidades para asistir al
comienzo de uno de aquellos cuentos por los que estaban ellas en el mundo. Bajó
la intensidad y la fuerza del río, el viento dejó de soplar y las nubes se
aclararon sobre el escenario. Todos estaban expectantes por escuchar el primer
sonido del nuevo relato cuando ocurrió lo que estaba destinado a suceder.
En el momento en el que a la letra
“y” le tocaba el turno para comenzar su cuento, aquella grafía que estaba sobre
el trono de la elegida, que se había engalanado para la ocasión, ayudada por
todas las letras y de modo muy especial por las vocales, aquella letra que se moría
de ganas por entrar a formar parte de la historia, no pudo articular ningún
sonido. Cogía el aire, lo distribuía por su organismo y lo expulsaba sin
pronunciar absolutamente nada. Era incapaz de articular palabra. Fue tanto el
sonrojo y la humillación, tanta la rabia y la insatisfacción, que se zarandeó
desde allá arriba, provocó el desequilibrio entre las vocales y vino a dar al
suelo. En el momento en el que se levantó todos los allí reunidos fueron
conscientes del engaño.
Fue la “h” la que se puso en pie, cuyo colorido rostro
que antes había llamado la atención, había dejado en su lugar un semblante
triste y cetrino. La “h” había conseguido engañarlos a todos. Se había puesto
del revés, lo que había provocado ese engañoso sonrojo, y no había hecho otra
cosa que caminar al revés, ayudada por las vocales y el traje que disimulaba en
parte su figura. Ciertamente que había pasado perfectamente por la letra “y”.
Todas las letras habían sido engañadas. Ninguna se había dado cuenta. Entonces,
¿por qué se había desmoronado todo en cuestión de segundos?
El búho, que no dejaba de volar de
uno a otro lugar del valle en aquella ajetreada mañana, había sorprendido,
junto al Gran Roble, un movimiento inusual de las hojas de un endrino.
Acercándose para observarlo mejor había
descubierto una letra amordazada y atada a una rama. Tuvo que ir a pedir ayuda
para deshacer todos aquellos nudos. Al final, la “y”, casi sin aire para
respirar, le había contado todo lo que habían tramado las malvadas vocales.
Indignado, el anciano búho había sobrevolado el bosque con su Roble Centenario,
el río y el valle y había logrado llegar hasta el Gran Libro del cual nacían,
como por arte de magia, los cuentos. Sus doloridas palabras no habían caído en
el olvido. Todo se dispuso para que, en el instante en el que la letra
usurpadora sintiera llegado el momento de presentar sus ropajes y mostrar su
voz, sufriera el más terrible de los males que puedan aquejar a las letras:
carecer de sonido.
V
Por eso, desde aquel día, la letra
“h” ya no suena. Se le conoce como “h” muda, y ya nadie recuerda el sonido
maravilloso que antes solía representar. Se le condenó también a que, en el
caso de que quisiera juntarse con el resto de las letras, y colocarse en medio
de las palabras, debería llevar siempre a un lado y a otro una vocal, como
castigo por su participación en el engaño. En esos casos se le conoce como “h”
intercalada. No se escaparon las vocales del castigo, puesto que, siempre que
quieran expresar sus sentimientos con toda la fuerza de la que son capaces, las
vocales tendrán que apoyarse en la “h”, aunque todo el esfuerzo habrá de recaer
en ellas. Así es como suenan a partir de entonces las interjecciones.
Y no podemos olvidarnos de lo que le
ocurrió a la “y”. Mantuvo el privilegio de comportarse en determinados momentos
como vocal, tal y como le habían prometido con engaños las vocales. Sigue
llevándose mal con la “i”, aunque todavía lucha por separarse definitivamente
de ella, y es posible que muy pronto le den un nuevo nombre. Un nombre que ya
no la relacione con la aborrecible “i” latina.
Me ha encantado Mariano, mis más humildes agradecimientos por habernos compartido tan maravillosa historia.
ResponderEliminarMe alegro en el alma. Gracias a todos los que tenéis palabras tan halagadoras para este cuento tan especial.
Eliminar