El
día que estrené el WhatsApp
I
Me muevo extraordinariamente bien
entre la oscuridad. Desde que era un renacuajo que no levantaba dos palmos del
suelo, siempre me he creído capaz de intuir cualquier obstáculo y esquivarlo sin
ninguna complicación, por muy vendados que lleve los ojos o por muchas luces
apagadas que me rodeen. En mi infancia, nada tierna, el escondite, la gallinita
ciega y todas las versiones que puedan ocurrirse de esta clase de juegos
infantiles no eran sino el escenario de mis triunfos. Los ganaba a todos,
incluso a aquellos que se consideraban mayores para jugar con niños menores de
su edad. Ya no soy ningún niño y pocos me considerarían joven, pero sigo siendo
igual de habilidoso. Tan diestro y tan ágil como una gacela o un corzo entre las
piedras que se apostan en la pendiente de un ribazo. Sin embargo, esta noche la
torpeza se había adueñado de mi cuerpo y mi mente navegaba por océanos
imprevisibles. La culpa era del what´s app.
Laura y yo llevábamos saliendo
solamente unos meses. Apenas nos habíamos contado nada el uno del otro pero
estábamos tan bien juntos que cuando a mí se me ocurrió la idea de que se
viniera a mi piso no nos costó más de día y medio llevar a término el traslado.
Ciertamente, con lo del móvil había sucedido algo parecido. Fue ella la que me
comentó esta misma tarde que era una tontería que me cerrara ante lo
inevitable. Le di la razón e inmediatamente le entregué el teléfono móvil. Bajó
la aplicación en unos segundos y dejó instalado el whatsApp sin apenas pestañear.
Recuerdo haber visto bailar esos dedos suyos sobre la pantalla táctil como si
el joven Travolta estuviera echando un duelo coreográfico al mismísimo Elvis.
Recogí de sus expertas manos el Samsung Galaxy Ace que ella misma me había
regalado para mi cumpleaños y volví a introducirlo en mi bolsillo. Fue justo
antes de salir de casa para venir al trabajo.
Por eso mismo se me hace tan
incomprensible su comportamiento de esta noche.
Laura sabía perfectamente desde hacía tiempo que cuando me toca trabajar
soy una persona absolutamente entregada. Me considero un maniático de mi
profesión y no concibo que nadie, sea quien sea, se plantee la posibilidad de interrumpirme
o distraerme. Ella sabía mejor que nadie que la noche iba a ser larga, pues
conocía de sobra que cuando le avisaba de algún horario nocturno no debía
molestarse en preguntar nada. Cuando el trabajo estuviera terminado ya me
encargaba yo de hacérselo saber. Se ponía contentísima, he de reconocerlo, y no
solamente por el regalito que acompañaba mi regreso a nuestro nido. De verdad
notaba en sus miradas y en su reacción el verdadero semblante de un amor
sincero. Ella me quería y yo lo supe desde el principio.
No obstante, apenas me había
despedido de ella en el distribuidor humilde de nuestra casa, sonaba ya aquella
pequeña piedra caída en el lago que algún listillo había considerado una
melodía genial para el aviso de mensaje. Sonó justo cuando estaba saliendo de
mi edificio. De hecho, llegué a pensar que el estómago del vecino le jugaba una
mala pasada mientras me abría educadamente la puerta de la calle. Volvió a
sonar unos minutos después, cuando salía del coche y me dirigía al bloque de
pisos en donde me tocaba trabajar. Por supuesto decidí ignorarlo también.
En un cuarto de hora ya estaba aparcando prácticamente en la mismísima
puerta de mi destino, y un par de minutos después me encontraba en el ascensor,
señalando con el dedo el 5º C. Me acompañaba ahí dentro una señora bastante
impertinente que observaba sin ningún disimulo mi facha y mis movimientos.
Recuerdo que se quedó mirando el botón que había apretado nada más subir, como
si algo la inquietara. Cuando por fin abandoné a la mujer, que me había pedido
que presionara el botón del ático con una voz peor engrasada que las compuertas
del mismísimo ascensor, el ruidito de mi bolsillo volvió a sonar. Dos veces
seguidas. Todo tenía un límite.
Me quité el guante para manejar el
móvil con más comodidad. Todos los mensajes eran de ella. Incrédulo todavía,
decidí leerlos. Laura me enviaba una foto de la caja de herramientas, que había
dejado en mitad del pasillo, a medio abrir. Había un comentario muy suyo, que
no me hizo maldita gracia. “Siempre tan ordenado”. Y alguna chanza más. ¿Qué
demonios le pasaba? Iba a volver a guardar el teléfono cuando llegó otro
mensaje. Me sorprendió que no fuera otra bromita de mi novia, que ya me había
dejado constancia en el último wasap
de mi tremendo descuido. Había olvidado la linterna que ella misma me ayudó a
elegir hacía unas semanas en nuestra visita mensual al Lidl. Aquello no me
hacía ni pizca de gracia. Me estaba haciendo mayor y Laura, tan jovencita
todavía, no parecía demostrar ni una gota de sensibilidad en ese asunto. Pensé
en que, al menos, el propio teléfono móvil me iba a sacar del apuro. Conocía la
aplicación. Eso bastaría. Siempre y cuando se interrumpieran los dichosos
mensajitos.
Porque el mensaje que descubría
ahora en el aparato no era, precisamente de la guasona de mi novia. Ni de
lejos. Se trataba de un antiguo colega de cuando trabajé en la capital, que me
daba la bienvenida a la era electrónica como si yo fuera un troglodita de una
subespecie menos avanzada. El mensaje no podía ser más socarrón ni su mensajero
más indeseable.
Levanté la vista en aquel pasillo mal iluminado y conté hasta tres. Me
calmé. Entonces la luz se encendió, pero no vi a nadie. Esperé a que se
apagaran por sí solas. Sabía exactamente cuánto tardarían y funcionaron al
milímetro. No era la primera vez que trabajaba en el edificio. Iba a volver a
lo mío cuando los pensamientos que todavía no habían abandonado mi cerebro le
dieron al botón de rellamada. Las gracias de Laura y el latigazo de mi antiguo
compañero de curro resonaban en mi conciencia.
No suelo perder los nervios bajo
ninguna circunstancia y siempre me he caracterizado por alejar de mis
obligaciones cualquier atisbo de preocupación personal o de cualquier índole.
Pero esta noche no pude controlarlo todo. Con los dos últimos mensajes
punzándome el orgullo, las dos réplicas elegantes que se me ocurrieron en ese preciso
momento, envuelto en la oscuridad artificial de la quinta planta, habían tomado
unas posiciones que iba a ser difícil desbaratar.
Si no hubiera hecho un verdadero esfuerzo de dominio personal, habría
hecho estallar una carga de insultos y reproches envenenados a los artífices de
aquella bromita de conversación incompleta. Me salvó entonces mi
profesionalidad y el autocontrol, que es marca de la casa. Prueba de ello es
que, impasible, decidí ignorar el móvil, a Laura y al gracioso de Andrés “el
informático” y concentrarme en mi trabajo.
II
Ya estaba dentro cuando volvió a
sonar el ruidito dichoso de la piedra zambulléndose. Otro amigo había decidido
unirse a la fiesta. ¿Qué aparato maléfico me había regalado Laura? Lo más
curioso es que Pedro “el invisible”no se dirigía a mí sino que le soltaba una
pulla a Andrés, hincha feroz del Madrid. Quise apagar el móvil pero contaba con
el haz de luz que este podía proporcionarme. De todas formas, tenía muy claro
que no iba a contestar a ninguna de las idioteces que estaba leyendo a través
del teléfono. Tampoco me planteé responder a Laura, que me había mandado un
montón de iconos que a ella debían de resultarle muy graciosos, pero que no
tenían ningún significado para mí. Considero inútil siquiera describirlos y admito
que los más de veinte caracteres animados todavía golpean a las puertas de mi
cabeza buscando una interpretación que ya no llegará nunca.
Debía de llevar más de treinta
minutos trabajando cuando el móvil pareció volverse loco. Despertó de su
letargo y se vio aquejado de violentísimas sacudidas. Evidentemente, las
piedras con vocación de suicidas volvieron a chapotear a mi alrededor. Me
llegaron cinco mensajes prácticamente seguidos. El Barça y el Madrid eran
objeto de dardos envenenados con apariencia de caracteres de pantalla táctil.
Las ligas, las copas, los astros y sus familias venían a irrumpir en mi jornada
y a aumentar la tensión que de por sí exige el oficio. Mis dos ex compañeros de
faena se encendían en una discusión acalorada y perdían enseguida los papeles,
si es que así puede expresarse en esta fastidiosa era digital, para acabar
diciéndose de todo a través de las ondas. Había insultos, imágenes obscenas y
muchos iconos denigrantes que no tenía la menor idea de dónde los habían sacado.
Perdí la concentración y me juré no volver a usar nunca la dichosa maquinita
que, no voy a negarlo, iluminaba a las mil maravillas. Quise comprobar si era
posible desactivar la jodida aplicación o, por lo menos, evitar sus continuas
interrupciones.
No había manera de silenciar
aquello. A la enterada de mi mujer se le podía haber ocurrido explicarme cómo
eliminar aquel tono de aviso o al menos cómo desconectarme del WhatsApp infernal. Mis dedos comenzaron
a ofrecer muestras de nerviosismo y mi serenidad empezó a resquebrajarse, pues
más de dos veces estuve tentado de lanzar el móvil contra el suelo o arrancar
la batería de sus mismas entrañas. Entonces me llegó otro mensaje. Leí atónito
el de de una pareja de amigos de Laura, todo sonrisas y convenciones, detalles
y comprensión empalagosa, explicando un plan que les parecía divino proponernos,
a nosotros y a otras tres parejas más. Enviaban una fotografía de una casita
rural en un pueblo encantador con un nombre que de por sí evocaba ríos y montañas,
un atractivo sendero y unas vistas de ensueño. A la imagen le faltaba un lacito
en una esquina y unas palabras del concejal de turismo. Lo que me faltaba. Ya
era suficiente. Necesitaba concentrarme en lo mío y el móvil había pasado de fútil
distracción a adquirir categoría de estorbo innegable.
Cuando iba a apagar el teléfono
descubrí el temblor en los dedos de la mano derecha. Normalmente cualquier
imprevisto en mi trabajo recibe de mi parte una respuesta proporcionada y llena
de cautela. Este ligero temblor no era un buen presagio. Estaba más que
desconcentrado y el nerviosismo se había atrincherado en mis posiciones y
ademanes, pues por poco había tirado al suelo una lamparilla que adornaba una
mesita baja.
Estaba claro que lo que el sentido común dictaba era abandonar aquel
lugar y olvidarme de seguir con el curro. Tenía que volver a casa y retomar la
tarea pendiente en una ocasión más propicia. Sin más miramientos. La ambición
fatua nunca me ha caracterizado y no iba yo a abandonar aquel lugar con el
espíritu de aquellos conductores obsesionados con su propio vehículo, que miran
y remiran, provocándose casi un esguince en el cuello, temerosos de perder de
vista aquello que idolatran. Sencillamente, dirigiría mis pasos hasta la puerta
de entrada y me volvería a mi casa.
De repente volvieron a la carga los wasaps. El Barça daba mala gana, el
Madrid daba más pena todavía y la casa tenía una pinta estupenda. La parejita
de Teruel, que yo ni siquiera conocía, no tenía planes para ese fin de semana y
confirmaba su asistencia mientras que mi novia, pasando olímpicamente de lo que
yo pudiera opinar, nos apuntaba a ambos y felicitaba a los organizadores por la
iniciativa. Entre las amistades a los que se les proponía el maravilloso fin de
semana rural había un tipo que nunca he podido tragar y que, eso fue lo más
irritante, mandaba una imagen del escudo del Barça y un lema que ponía a los
del equipo rival a caer de un burro. Entre mis manos, cada vez más temblorosas,
la piedra se zambullía tantas veces que parecía que un ser superior le estaba
haciendo ahogadillas desde las alturas.
No sé por qué lo hice. Sigo dándole
vueltas y no me reconozco en aquella reacción tan alejada de mis habituales
decisiones taimadas y sopesadas. Lo más razonable habría sido apagar el móvil,
salir de allí y bajar sin levantar sospechas por las escaleras o directamente
por el ascensor. No hubiera tenido ninguna dificultad en llegar al coche y
volver a mi casa, saludar a Laura, no sin cierta frialdad en el semblante, y
envolver su precioso regalo con tarifa plana de internet en una linda bolsa de
basura, no sin antes hacerla renegar de amistades y planecitos cursilones e
idílicos. Todo lo que hubiera sacado de esta triste noche hubiera sido un
agarrón de la chica y dos o tres días de mutismo incómodo que habríamos
arreglado como se arreglan siempre estas cosas. Ahora no tiene remedio, pero
habría sido tan fácil evitar que esta horrible noche no hubiera concluido como
lo ha hecho…
El caso es que todo se torció. Entré
al trapo. Me puse de los nervios. Arranqué con un mensaje que envié a todos los
contactos de la agenda, que eran más de cien, y defendí a mi equipo, ataqué al
contrario, insulté a bastantes y dejé propinas para todos. Que nos dejaran en
paz los abogados de los planes para otros y que nos respetaran los hinchas
aburridos y enteradillos. A Laura le ponía que la quería, solamente que ciento
cincuenta y pico caracteres después de haberla llamado pesada e inoportuna,
protagonista y portavoz sin voto previo, regaladora de objetos absolutamente
despreciables. Entretanto, mis perlas también se sumergían en ese mar de
receptores sin vida propia y llegaban a mi Samsung Galaxy Ace las respuestas
airadas o sorprendidas de un grupo cada vez más nutrido de contactos
descontentos. Nada podía frenarme. Los mensajes que más me costó responder son
los que Laura me enviaba. Podía imaginar tan vívida su cara y sus labios
fruncidos, tan reales sus brazos como aspas agitadas que quería concentrarme en
las palabras y pensar mucho el contenido de los what´s app a ella dirigidos. A todo esto, culés y merengues
soltaban una barbaridad tras otra, y entre tantas pedradas comunicativas lanzaba
yo mi honda y hería a varios de vez.
Tan ensimismado estaba yo y tan
pendiente de no dejar carta sin respuesta que ni siquiera me percaté de que un
teléfono comenzó a sonar. ¿Cómo era posible? Por supuesto que no debía cogerlo.
Eso era una tontería. ¿Por qué me estaba dirigiendo inconscientemente hasta el
origen de aquella llamada telefónica mientras continuaba trasteando con mis
dedos desenguantados en la pantalla táctil de mi propio móvil? Dejé un what´s app en el que Laura me decía que
ni se me ocurriera llegar a casa en esas condiciones en las que me imaginaba
ya, fueran las que fueran, y alcé el teléfono fijo para responder a la llamada.
– ¿Cómo que qué pasa? ¿Qué le pasa a
quién? ¡Váyase al carajo! –dije, y colgué el aparato. Para entonces, maravillas
de la comunicación, tenía ya cinco what´s app sin leer. Antes de mirar si había
terminado de enviar el que le estaba escribiendo a Laura, me llegaron tres más.
Mi amigo Pedro, “el invisible” me preguntaba si seguía en activo, y recordaba
entre comillas nuestras últimas faenas en la capital. El chico era tonto y “el
informático” más todavía, pues enseguida se sumaba al grupo para alabar mi
discreción, mi buen hacer y lo que había aprendido al trabajar todos esos años
a mi lado. ¡Dios mío! ¿Pero qué estaba haciendo? Tenía que irme de allí ahora
mismo. Era demasiado tarde.
III
La vecina aquella iba acompañada de
dos agentes que habían sido avisados hacía una hora y que llevaban apostados a
las puertas del domicilio del señor Martínez de Martín desde hacía veinte
minutos. La llamada la había realizado desde el móvil de la vecina del ático
uno de los policías, cuyo gesto de asombro no se había borrado aún de su cara,
al recibir respuesta. Nada se había sustraído del inmueble, pero todos los
papeles importantes mostraban signos evidentes de haber sido manoseados.
Solamente encontraron huellas de la mano derecha, que coincidían a la
perfección con las que en la comisaría central en Madrid delataban al
delincuente conocido como “el silencioso”, al que le esperaban más de cinco
años en prisión.
Aquel ladrón de guante blanco entregaba ahora sus pertenencias y se
desembarazaba de ellas casi con alivio. El móvil Samsung Galaxy Ace fue lo primero de lo que se
deshizo. Lo que más chocó a los agentes fue que el susodicho ladrón suplicó por
favor que no le permitieran hacer ninguna llamada.
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