ORDESA: UN PARQUE DE LEYENDA
I
–Abuela, ¿es verdad
que estos montes acaban de cumplir cien años? ¿Son mayores que tú y que el
abuelo?
–Lo dices por el cartel que nos acaba de leer el abuelo,
¿no es cierto? –Sonríe la abuela, mirando con ternura a esa criatura que
corretea por la pradera y que parece una minúscula estrella bajo la inmensidad
de las montañas–. Hace exactamente un siglo que toda esta maravilla fue
considerada como algo digno de respetar y conservar, es verdad. Hoy se cumplen
cien años de aquello. Sin embargo, sus valles, ríos y montañas, todo lo que
contiene este Parque Nacional de Ordesa, tiene miles y miles de años.
–
¿Verdad que vas a contarme una de tus
historias?, ¿Verdad que sí, abuela? ¿Verdad que sí?
–Hoy te contaré más de una. Acércate y siéntate junto a mí.
Vamos a descansar a la orilla del río. Si escuchas con atención, descubrirás
cosas fantásticas, porque a veces las aguas nos traen leyendas que el río va
haciendo más hermosas y más misteriosas con los años.
II
Hace muchos años, cuando estas tierras pertenecían a
pueblos guerreros, las luchas se sucedían constantemente. Había un caudillo
visigodo, un jefe militar llamado Eurico, que arrasó un pueblo cristiano. Tres jóvenes y hermosas cristianas se
salvaron de milagro porque, durante el ataque, estaban en el bosque, cogiendo ramas
y hojarasca para hacer un fuego.
Ellas eran hermanas y estaban prometidas a tres muchachos
del pueblo. Aquel jefe de los bárbaros se los había llevado consigo como
prisioneros. Al regresar del bosque, las tres hermanas descubrieron que todo
estaba destrozado y que no había quedado nadie en pie, excepto un soldado
enemigo, muy malherido, al que decidieron cuidar piadosamente.
Las tres hermanas le arrancaron la promesa de partir en
busca de sus enamorados y liberarlos. Cuando estuvo repuesto y pudo caminar, el
soldado de los visigodos marchó a la búsqueda de aquellos cristianos, pero
nunca regresó con ellos. En lugar de cumplir su juramento, aquel desagradecido
soldado volvió con más hombres y durante la noche, se acercó con la intención
de prender fuego a las tres tiendas de campaña que habían levantado las tres
muchachas sobre el poblado destruido.
Hacía tanto frío que las antorchas encendidas que llevaban
los hombres del desagradecido guerrero se apagaban con el viento helado. El
frío fue a más y empezó a nevar. El traidor godo selló las entradas de las tres
tiendas para que no pudieran escapar las muchachas y huyó para ponerse a cubierto dentro del
bosque.
Se produjo un temblor de tierra y las tres tiendas de
campaña, cubiertas por la blanca nieve invernal, se elevaron sobre aquel
terreno y formaron tres majestuosas montañas, de alturas muy parecidas, aunque
sobresalía más la que quedaba en medio, pues allí dormía la mayor de las
hermanas.
–
¿Sabes cómo se llaman esas tres preciosas
montañas que te ha señalado antes el abuelo?
–Las Tres Sorores o Treserols, abuela –contesta el niño,
que recuerda perfectamente la forma de aquellos picos sobre los que su
imaginación dibuja ahora tres tiendas de campaña cubiertas con un manto de
nieve–. ¿Qué significa ese nombre?
–En la época en la que ocurrieron los hechos que te acabo
de contar se hablaba una lengua muy antigua, el latín. Y en latín “sorores”
quiere decir hermanas. Esas tres montañas son las tres muchachas traicionadas
de la historia. Aunque existe otra leyenda para explicar el origen de la más
alta de las tres cimas…
–
¿Otra historia? Cuéntamela, cuéntamela, yaya.
III
El abuelo me contó una vez una historia sobre la montaña central
del macizo de las Tres Sorores, el pico que hoy se conoce como Monte Perdido.
Esta historia tiene también muchos siglos y, si prestas atención, podrás
escucharla, porque el agua también la arrastra hasta nuestros oídos.
¿Recuerdas aquel verano cuando encontramos a un pastor del
Pirineo? Tú estuviste jugando con su perro y él estuvo muy simpático y habló
largo y tendido con el abuelo. Pues quiero que sepas que no todos los pastores
han sido siempre tan amables y buenos con aquellos que han visitado las
montañas y los valles.
Había una vez un pastor, un montañés muy arisco y muy
gruñón, que llevaba sus ovejas a pastar al valle de Pineta, junto al lago de
Marboré, a los pies de la falda de la montaña. Era un hombre solitario de rostro
afilado y expresión sombría, con cara de pocos amigos.
Un día claro y despejado, mientras el pastor se comía una
rebanada de pan y algo de queso observando a sus ovejas, apareció un hombre de
aspecto descuidado y con pinta de llevar muchos días sin beber un trago ni
probar bocado. El hombre pidió algo de comida al pastor.
–No voy a darte nada, así que no insistas –contestó con
sequedad el montañés, y miró para otro lado.
La miseria del visitante no enterneció para nada a aquel
pastor cuyo corazón era tan duro como una roca, tan frío como un témpano de
hielo. Sin embargo, la misma naturaleza se removió, apiadándose de aquel pobre
mendigo.
El cielo comenzó a cubrirse. Empezó a hacer mucho más frío.
El ganado se revolvió inquieto y comenzó a desperdigarse. El perro del pastor
ladraba asustado y corría de un lado para otro. El pastor apenas veía e
intentaba en vano reunir a sus ovejas y tranquilizar a su perro. Enseguida se
desató una terrible tormenta.
Perro, pastor y ganado se perdieron en medio de la tormenta,
de forma que nunca se supo nada más de ellos.
Nadie supo aclarar el misterio. Pero los montañeses dicen
que en el paraje en el que desaparecieron, se alzó una montaña formidable de
piedra y de hielo. La montaña que hoy llamamos Monte Perdido. Otros reconocen
en esa montaña la tienda de la mayor de las tres hermanas engañadas por aquel
soldado visigodo y han llegado a decir que los rasgos duros y afilados del
rostro del montañés se dibujaron desde entonces, justo después de la tormenta
que atemorizó al pastor, sobre aquella
roca de piedra y de hielo.
No fue más que el castigo a aquel pastor que le había
negado un trozo de pan y una palabra de cariño a san Úrbez. Sí, el mendigo que
se le había presentado implorando su caridad no era otro que aquel santo pastor
de Burdeos, que había vivido a la entrada del Cañón de Añisclo, en la cueva de
Sestral, a la que hemos ido alguna vez con el abuelo.
–Ya sé cuál es, abuela. Había allí una ermita, ¿verdad?
–Veo que te acuerdas –asiente la abuela–. Sin embargo,
algunos consideran que no fue san Úrbez, sino san Antonio, aquel que se
encontró con la dureza del corazón del pastor montañés. E incluso hay quien
piensa que el que sufrió la indiferencia y la frialdad del pastor fue otro
personaje, con fama de bondadoso y entregado a los demás, una especie de
consejero de peregrinos al que llamaban “Santo de la Montaña”, que llegó a
vivir también en la ermita de san Úrbez.
–
¿Quién era ese personaje? ¿Cuál es su historia?
IV
Las historias de estas montañas están llenas de guerreros, unos
valientes y otros cobardes. También están llenas de traiciones y de amores,
como ya te vas dando cuenta. La leyenda del “Santo de la Montaña” tiene un poco
de todo.
Ocurrió hace unos setecientos años… Don Íñigo de Zaidín fue
el compañero fiel del rey Jaime I de Aragón. Cuando el joven Jaime tenía cinco
años, Íñigo y él se convirtieron en amigos inseparables. Se criaron juntos en
el castillo templario de Monzón, en Huesca, bajo la tutela de Simón de Monfort. Años
después, cuando el rey Jaime inició la conquista de Mallorca, le encomendó a su
fiel amigo la toma de Ibiza.
Pero este traicionó al rey. Cuando iniciaron el ataque, las
tropas comandadas por Íñigo no llegaron a tiempo y las pérdidas de la Corona de
Aragón fueron enormes. No obstante, fíjate cómo son las cosas, porque resulta
que otra traición cambió la historia a favor del rey de Aragón.
Se dice que la caída de la villa de Ibiza pudo deberse a la
traición del hermano del caudillo moro de la ciudad, como venganza por haberle
robado la esposa a su propio hermano. Desde su casa, el hermano del jeque abrió
una ventana que daba al exterior de la muralla por donde pasaron las tropas de
los conquistadores. Ibiza cayó en manos del rey Jaime ese mismo día.
Don Íñigo, sin embargo, ya no estaba allí para ver la
victoria de su rey. Avergonzado por su actitud desleal, él había huido a la
Península y había llegado a las montañas y se había ocultado en una ermita
rupestre, donde empezó una vida de penitencia y buenas obras. ¿Ya lo habías
imaginado? Algunos piensan que fue don Íñigo de Zaidín aquel mendigo al que el
pastor avaricioso y desaprensivo había despreciado junto al lago de Marboré,
negándole comida y agua.
Cuentan los montañeses que, años después, a la muerte del mendigo,
cuando fueron a recoger piadosamente sus restos, se descubrió, en la gruta donde
había vivido el santo, una inscripción que decía: “Don Jaime. Perdonadme. Yo os
traicioné en Ibiza.”
V
Como ves, todas estas leyendas tienen mucho más de un
siglo, y el agua del río inventa con su música versiones diferentes de la
historia, cada vez más asombrosas.
–
¡Mira, abuela! ¡Otro cartel como el de antes!
–No debe extrañarte. Se cumplen cien años de aquellas
palabras con las que se empezaron a cuidar de verdad todos estos parajes. El
abuelo te lo ha explicado muy bien antes. ¿No guardamos y conservamos los
cuadros y esculturas en museos fantásticos que son santuarios para el arte?
Pues un Parque Nacional no es más que un museo, un santuario para la
naturaleza.
–Sí abuela… Y son algo más… Son las tapas de un libro alucinante
que guarda las leyendas más maravillosas que tú y el abuelo contáis como nadie.
Todavía a la abuela no se le ha borrado la sonrisa. Y de su
memoria tampoco se han borrado muchas otras leyendas del Pirineo, que pronto también
tú vas a conocer…
No hay comentarios:
Publicar un comentario