EL HOTELITO
Mi madre siempre me lo advirtió. No tienes por qué tomarte
todo al pie de la letra –me
decía–, porque entonces nunca dejarás
de ser un inadaptado. Se desesperaba cuando le respondía que no entendía lo que quería decir y que, para su información, las letras no tenían pies.
Por eso a nadie puede
sorprenderle que aquella noche hubiera colgado el cartel
de completo en la curva de la carretera
desde la que anunciábamos nuestro
modesto hotel. Mi madre había deseado en voz alta que
nada le habría gustado más que ver a todos esos tipos entre rejas, y todas las ventanas de nuestras habitaciones disponían de ellas.
No debería ser yo quien
lo dijera, pero me había encargado personalmente de pintarlas y habían
quedado estupendas.
Estábamos viendo la tele en la salita de recepción y, como era final de verano, el telediario se entretenía con un reportaje avalado por un estudio de alguna universidad americana según el cual casi un cien por cien de la población, ante un vagabundo, un pordiosero o cualquiera con malas pintas, evitaría prestarle atención o auxilio y pasaría de largo. De hecho, habían colocado unas cámaras en una conocida calle de la capital y nada menos que diez viandantes demostraron con su comportamiento tal hipótesis.
Mi madre y yo nos irritamos ante la pobre mujer zarrapastrosa que asistía indefensa a las muestras más virulentas de desprecio y humillación de aquella decena de transeúntes. Fue en ese momento cuando a mi madre se le escapó su fatídico ojalá y a mí se me ocurrió la idea. No pude desarrollarla entonces porque mi madre añadió que la noticia le había puesto roja de ira y yo tuve que convencerla de que su piel mantenía el mismo aspecto blancuzco de siempre. Tuve que bajarle un espejo para que comprobara por sí misma que yo tenía razón. Observé a través del cristal que ladeaba la cabeza y se llevaba las manos a la cabeza.
Mi madre iba a llevarse una sorpresa y no quería que sospechara
nada. Las imágenes de la tele eran nítidas y yo conocía a un tipo que era capaz de buscar por
ordenador al dueño de esos rostros
y rastrearlos hasta dar con su paradero. Después solamente me quedaría atraerlos hasta nuestro humilde hotel y alojarlos en las diferentes habitaciones. ¡Qué sorpresa se
llevaría mamá cuando viera
encerrados a aquellos que tanto la habían soliviantado! Entretanto, ya había empezado a pensar qué hacer con cada uno cuando llegaran al hotel.
En estas estaba yo cuando entró mi madre en mi habitación. Estaba la cama sin hacer pero a ella no le importó. Simplemente me dijo que sabía que me traía algo entre manos y que ya era hora de que se lo contara todo. No le bastó que le enseñara las dos manos para que comprobara por ella misma que lo que decía no era cierto. Tampoco se quedó tranquila cuando, después de insistir en que ella se estaba oliendo la tostada, bajé como un rayo a la cocina y le mostré la tostadora limpia como una patena. Cuando todavía persistió y me gritó enfurecida que allí había gato encerrado ni siquiera esperó a que volviera con el gato callejero al que dábamos de comer de vez en cuando. En el momento en que regresé a mi habitación con el animalito paseándose libre- mente entre mis piernas, ella había vuelto al saloncito y se estaba metiendo un lingotazo.
Los médicos siempre han dicho que lo mío no es muy grave y que, a pesar de que no existe tratamiento, basta con no darle importancia. Se supone que tengo una afasia, creo que la llaman, que imposibilita a mi cerebro a encontrar en el lenguaje la interpretación “por encima de la mera literalidad del enunciado”. En otras palabras, debido a un desajuste poco común, soy incapaz de ir más allá del significado literal de la frase y no tengo la habilidad lingüística que a cualquier otro le permite saltar por encima de las palabras y encontrar el sentido figurado con el que el emisor las ha dotado en realidad.
Para el doctor que me trató desde el principio la única consecuencia negativa de este trastorno está directamente relacionada con el nivel de aguante de las personas de mi entorno. Un joven psicólogo, con una ilusión que contagió a mi pobre madre, se empeñó en trabajar conmigo en la época del instituto. Me dijo que nunca iba a tirar la toalla, que el día que eso ocurriera no tendría valor de volver a mirarme a la cara, que confiara, pues, en su palabra. La mañana en la que mi madre y yo nos lo encontramos en la piscina municipal y observé cómo, nada más secarse, arrojaba la toalla de baño sobre el césped, me acerqué hasta él, le recordé sus palabras y le dije que habíamos terminado para siempre.
Mamá intentó que volviera a ocuparse de mí y llegó a llorar desconsoladamente ante el joven. Fue inútil porque él también sabía que nunca me curaría. Han pasado muchos años y no me ha ido tan mal desde aquel episodio y ahora, aunque no haya mejorado nada, mi madre parece haberse resignado y cada vez soporta mejor los desajustes interpretativos propios de mi enfermedad. Para ser sincero, no he incluido entre esos desarreglos el último incidente con el que quise sorprenderla en nuestro propio hotel.
¿Por qué se lo ha tomado tan a la tremenda? Teníamos diez habitaciones justas y todas estaban vacías. Eran diez las personas que habían ignorado con crueldad a aquella pobre criatura que solo mendigaba un poquito de caridad delante de ellos. Mi madre quería verlos a todos entre rejas y nosotros teníamos esos barrotes relucientes en nuestra propiedad. Si tanto dice que me quiere y me comprende, si realmente ha hipotecado su felicidad personal para cuidar de mí y si, como me jura y perjura, ha asumido mi triste patología, ¿cómo podía yo imaginarme que se pusiera como se puso?
Ahora es ella la que tiene un problema, me han dicho los médicos que la están tratando. Claro que yo no puedo ayudarla
desde la institución en la que me han ingresado. Se le ha escapado
a uno de esos especialistas que escriben más artículos que pacientes visitan. Ha dicho que su mente se ha disparado, que toda frase que escucha consigue
darle la vuelta para que adquiera un significado disparatado, alejado de
cualquier realidad. Dice que es
imposible mantener una conversación con ella e incluso que nadie es ya capaz de comunicarse con mi madre. Tenía pinta de
querer decirme muchas cosas más aquel sabio doctor pero se calló en el momento en el que hice una
apreciación a su última intervención.
Me había dicho que mi madre tenía la cabeza
hecha fosfatina y yo le hice observar que en la cabeza de mamá no
existía la más remota posibilidad de que semejante mezcla de fosfato, cal, azúcar y fécula tuviera
cabida.
Aquel médico se despidió y no ha vuelto a visitarme. Yo estoy metido en una habitación el doble de grande de la que tenía en el hotel y aquí no tengo que trabajar. Echo en falta a mamá, claro, y nadie se toma con tanto aplomo mis deslices lingüísticos como ella, pero no me quejo. Aquellas diez personas se fueron sin pagar la habitación y los diez taxistas que contraté para que los trajeran con la promesa de unas ganancias ajustadas a los intereses de cada miserable no protestaron cuando les tripliqué las propinas. La anciana de la habitación 9 sufrió un ataque y el muchacho de la 2 se despertó con el pelo blanquecino, pero al margen de eso los demás no presentaron alteraciones dignas de reseñar. Un hombre de aspecto feroz, el de la 4, dicen que no consigue controlar su esfínter y la señora de la 6, que nadie había conseguido hacerla callar, tiene al marido más feliz de la tierra, pues no ha vuelto a despegar los labios desde que la policía sacó a todos nuestros inquilinos del hotel.
A
todos menos al anciano escritor de la habitación 1, que había conseguido salir de ella y huir hacia la carretera poco antes de que preparara las cenas,
aprovechando que bajé la guardia
confiado en la debilidad de su aspecto. Fue una tontería y no pude hacer nada por evitar
que aquel camión
lo catapultara hasta la cuneta.
En su cartera no encontraron ni siquiera el carné de identidad, caducado por cierto. Lo
guardo como un recuerdo de aquella
noche, el único
de la fiesta sorpresa que mamá aún no ha sido capaz de agradecerme.
Mis cuidadores insisten en que tengo que aprender algo de todo esto. Hoy me ha dicho uno de ellos,
nada simpático por cierto, que es preciso que extraiga
la moraleja. ¿Me puede alguien explicar
quién contrata a este personal
inepto en nuestro
sistema de salud? ¿O es que de verdad se piensa el enfermero que existe semejante máquina excavadora
capaz de remover los cimientos de un
barrio entero como el de la Moraleja?
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