UNA
VISITA AL DENTISTA
No entendí por qué, cuando le
pregunté por nuestro amigo común, movió la cabeza hacia ambos lados y se señaló
la boca. Ante mi mirada de asombro, me pidió que me acercara y me enseñó los
dientes. Todavía me estoy recuperando de la impresión. No me lo ha podido
explicar hasta una semana más tarde, cuando recibí su llamada y quedamos en una
cafetería del extrarradio. Llegar a aquel lugar era tan fácil como salir del
Ikea. Cuando por fin traspasé el umbral del establecimiento, me encontré a mi
amigo, con un vaso de tubo, sorbiendo con una pajita una cerveza. Sin dejar que
me sentara me dijo que nuestro conocido se acababa de separar. Yo le pregunté
que cómo estaba tan seguro y él volvió a enseñarme su boca. Reconozco que me
indigné, como un portero cegado por el láser fosforescente en un campo de
fútbol. Me hizo un gesto con las manos y me imploró que tomara asiento. Uno va
cumpliendo años y cuanto más tiempo pasa menos te sorprende el comportamiento
humano. Sin embargo, reconozco que lo que me contó mi amigo en esa cafetería
solitaria y aislada del resto de la ciudad hizo que me replanteara este tipo de
opiniones, este ramillete de reflexiones que uno suelta a la ligera, en un
momento de inspiración, en Twitter o en Facebook.
Mi amigo había visitado a aquel
conocido nuestro, antiguo compañero del colegio, en su consulta. Tenía que
hacer un viaje y pasar una temporada trabajando en un país extranjero y no
quería marcharse sin arreglarse la boca. Quien en la adolescencia había sido un
incorregible agitador y un buscapeleas insoportable había terminado estudiando
odontología y montando una clínica con la ayuda de la que había terminado
siendo su mujer. Resulta que aquel que no hacía más que romperle los piños a
los renacuajos en el patio del colegio se había convertido en un prestigioso
dentista. En lugar de estudiar desde niño para dedicarse a su oficio había
preferido, ciertamente, irse formando una clientela a base de puñetazos. El
caso es que tenía una clínica dental, como aquella a la que acudía la famosa
llama, que llama se llama, de Barrio Sésamo. Así lo recordábamos los dos amigos
en aquella cafetería alejada de la civilización, mientras la pajita de mi
colega sorbía una cerveza tras otra y yo me bebía coca colas como quien se
atiborra de pipas Tijuana delante del último capítulo de Juego de Tronos
descargado en la red. Y el caso es que nuestro amigo dentista se había casado
no hacía mucho con su socia y ayudante, la cual saludó con afectación a mi
amigo mientras le ponía aquel babero verde con pinza y le decía que se pusiera
cómodo.
Mi amigo había estado esperando en
la salita una media hora, envuelto en esa música relajante que parecía haber
sido elegida por un torturador de algún grupo terrorista. Rodeado de orlas,
diplomas y certificados y delante de revistas, tebeos y manuales ilustrados
sobre el cepillado de dientes y encías, dolencias e infecciones, sarro y
gingivitis, mi amigo había intentado inútilmente leer un libro que había traído
consigo. Por fin, la chica le había hecho pasar al interior y le había pedido
que se colocara sobre aquel sillón articulado. Y, repitió mi amigo mirándome a
los ojos, le había dicho, en efecto, que se pusiera cómodo. Mi amigo había
soltado la pajita para expresar mejor lo que sentía. Estaba fuera de sí. Daba
la sensación de que me estaba gritando a mí y me echaba en cara todo lo que me
estaba relatando. No entendía cómo podían tener los médicos tan poco tacto.
¿Cómo se puede decir que te pongas cómodo cuando estás asustado y eres
plenamente consciente de que no van a hacerte, precisamente, cosquillas? Era
como cuando el fisioterapeuta te pedía que te relajaras, mientras se remangaba
para dejarte la espalda como una calle a punto de ser peatonalizada. Como
cuando tu madre, cargada de algodón y alcohol de gran graduación, te obligaba a
calmarte y te repetía que iba a escocer solo un poquito. Como cuando te
colocaban el hombro después de que hubieras visto las estrellas en medio del
campo y aún te sugerían que eso no podía doler, que eras un exagerado. Como si,
terminaba mi amigo mientras le pedía con los ojos que volviera a sentarse y se
tranquilizara de una vez, como si, insistía haciéndome caso y sentándose por
fin, un oficial del pelotón de fusilamiento te llamara la atención y te pedía
que volvieras a la fila, que era un segundito y ya, que enseguida terminaba
todo.
Bueno, ya más calmado, mi amigo
continuó con su relato. En aquella habitación se había sentado y enjuagado la
boca y la chica le había puesto una anestesia, pinchándole en las encías y había
ido en busca de su marido para proceder a aquella operación. Mi amigo no sabía
qué iban a hacerle porque no se había preocupado de preguntarlo. Además, todo
lo que hablaba la pareja lo decían como en susurros, como si estuvieran
conspirando para dar un golpe de estado. Un golpe sí iban a darle, eso estaba
claro, porque todos aquellos artilugios que tenía delante de los ojos no podían
presagiar nada bueno. Cuando ya notaba cómo se adormecía su boca y como el
labio inferior perdía toda sensibilidad, mi amigo cayó en la cuenta de dos
realidades que le aterrorizaron.
En primer lugar, le habían dormido
la parte inferior de la boca y eso le hacía casi imposible hablar o hacerse
entender. En segundo lugar, la muela que tenían que extraerle se encontraba en
la parte superior. Lo peor no era que se hubieran equivocado con tanto
susurrito y tanta palabrita a media voz. Lo peor es que su antiguo compañero y
aquella mujer que ahora era su esposa iban a trajinar en la parte equivocada de
la boca y él no podía decírselo de ninguna de las maneras. No había que perder
la calma. Quizá levantándose o haciendo señas con las manos…
En ese momento la pareja entró en el
más absoluto de los silencios. Habían estado en la salita de al lado, se supone
que esperando a que la anestesia hiciera su efecto, pero tal y como volvían los
dos más bien parecía que se hubieran anestesiado entre sí. No se dirigían la
palabra, ya no había susurros sino silencios incómodos y malas caras. ¿Qué
había pasado? El dentista abrió la boca de mi amigo y echó el guante a uno de
aquellos garfios. La mujer, muda y a punto de estallar, le enganchó un tubo que
aspiraba y lo dejó allí clavado, como el ancla en el mar tumultuoso de saliva,
sangre y encías. Eso es lo que impidió que mi amigo pudiera hacer nada.
Incapacitado absolutamente para emitir sonidos articulados, el sonido y la
vibración del garfio pirata le susurró en mil lenguajes que no era prudente
moverse, hacer gestos o intentar comunicar a aquel matrimonio que habían
cometido un grave error. El sonido chirriante y la perforación espantosa que
vinieron después no consiguieron, no obstante, que mi amigo no escuchara
perfectamente las palabras que, de pronto, brotaron de aquellos dos seres que
se inclinaban sobre el abismo con dientes de su boca.
–Sé que tu madre no lo aprueba, pero
tenemos que irnos solos, si aún queremos salvar nuestro matrimonio –habló por
fin el dentista, mientras raspaba la muela más sana que había tocado en toda su
vida.
– ¿Por qué te empeñas en ponerla
siempre en el bando contrario al nuestro? –se limitó a decir su ayudante,
cambiando de posición el maldito tubo.
–Lo hemos discutido cien veces. Ella
se alegraría de que abandonáramos porque eso le daría la razón y eso es una
victoria para ella, porque nunca me ha soportado –concluyó él, recogiendo un
gancho que me hubiera paralizado sin necesidad de anestesia.
–A veces pienso que tenía toda la
razón del mundo –sostuvo ella a la vez que dejaba de sujetar el tubo, que se
perdió por el interior de mi boca y estuvo a punto de aspirarme la campanilla.
– ¿Quieres hacer el favor de
concentrarte en el trabajo? –recriminó el dentista, dejando por un momento de
atender a la muela que ya no estaba tan sana y olvidándose de que su mano
derecha sujetaba un elemento altamente peligroso que se había ido a perforar un
diente de las proximidades.
En ese momento mi amigo ya era consciente de lo que iba a
ocurrir. Aquella pareja mal avenida, que vivía en la calle del resquemor y el
desengaño, continuaría tirándose los trastos a la cabeza, incapaz de darse
cuenta del error que habían cometido con su paciente. No le dejé que me
enseñara otra vez la boca porque ya había tenido bastante con el primer pase al
que asistí la semana anterior. El resultado de aquella visita al dentista lo
había dejado hecho un adefesio y, además, había terminado con la ruptura de un
joven matrimonio y el cierre de una clínica dental. Mi mujer, que se había
alegrado mucho al oírme hablar de mi amigo y había hecho todo lo posible para
que acudiera a mi cita con él en aquella cafetería del quinto pino, me había
preparado unos dulces para que se los llevara, porque los dos sabíamos que era
muy laminero. Ni qué decir tiene que evité abrir la bolsa que había envuelto mi
mujer con sus propias manos y que tiré aquellos dulces en el retrete de la
cafetería.
Salimos mi amigo y yo de aquel lugar
y nos despedimos hasta otra ocasión. La próxima vez que se me ocurra preguntar
por antiguos amigos, colegas o compañeros de colegio, prometo hablar del tiempo
o del cambio climático, o incluso de política. Lo más curioso es que me acaban
de ofrecer un puesto para una temporada larga en Estados Unidos y el último
consejo que me han dado es que me pase por el dentista y me haga una limpieza
de boca. La boca he tenido que limpiármela, sí, porque lo que ha salido por
ella no han sido precisamente halagos y buenos deseos porque mientras gritaba
enfurecido y me quejaba de semejante sugerencia no podía quitarme de la cabeza
aquella boca descompuesta y aquellos labios que sostenían una pajita sumergida
en un tubo de cerveza.
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