martes, 1 de julio de 2014

Limpieza de boca



UNA VISITA AL DENTISTA

            No entendí por qué, cuando le pregunté por nuestro amigo común, movió la cabeza hacia ambos lados y se señaló la boca. Ante mi mirada de asombro, me pidió que me acercara y me enseñó los dientes. Todavía me estoy recuperando de la impresión. No me lo ha podido explicar hasta una semana más tarde, cuando recibí su llamada y quedamos en una cafetería del extrarradio. Llegar a aquel lugar era tan fácil como salir del Ikea. Cuando por fin traspasé el umbral del establecimiento, me encontré a mi amigo, con un vaso de tubo, sorbiendo con una pajita una cerveza. Sin dejar que me sentara me dijo que nuestro conocido se acababa de separar. Yo le pregunté que cómo estaba tan seguro y él volvió a enseñarme su boca. Reconozco que me indigné, como un portero cegado por el láser fosforescente en un campo de fútbol. Me hizo un gesto con las manos y me imploró que tomara asiento. Uno va cumpliendo años y cuanto más tiempo pasa menos te sorprende el comportamiento humano. Sin embargo, reconozco que lo que me contó mi amigo en esa cafetería solitaria y aislada del resto de la ciudad hizo que me replanteara este tipo de opiniones, este ramillete de reflexiones que uno suelta a la ligera, en un momento de inspiración, en Twitter o en Facebook.

            Mi amigo había visitado a aquel conocido nuestro, antiguo compañero del colegio, en su consulta. Tenía que hacer un viaje y pasar una temporada trabajando en un país extranjero y no quería marcharse sin arreglarse la boca. Quien en la adolescencia había sido un incorregible agitador y un buscapeleas insoportable había terminado estudiando odontología y montando una clínica con la ayuda de la que había terminado siendo su mujer. Resulta que aquel que no hacía más que romperle los piños a los renacuajos en el patio del colegio se había convertido en un prestigioso dentista. En lugar de estudiar desde niño para dedicarse a su oficio había preferido, ciertamente, irse formando una clientela a base de puñetazos. El caso es que tenía una clínica dental, como aquella a la que acudía la famosa llama, que llama se llama, de Barrio Sésamo. Así lo recordábamos los dos amigos en aquella cafetería alejada de la civilización, mientras la pajita de mi colega sorbía una cerveza tras otra y yo me bebía coca colas como quien se atiborra de pipas Tijuana delante del último capítulo de Juego de Tronos descargado en la red. Y el caso es que nuestro amigo dentista se había casado no hacía mucho con su socia y ayudante, la cual saludó con afectación a mi amigo mientras le ponía aquel babero verde con pinza y le decía que se pusiera cómodo.
            Mi amigo había estado esperando en la salita una media hora, envuelto en esa música relajante que parecía haber sido elegida por un torturador de algún grupo terrorista. Rodeado de orlas, diplomas y certificados y delante de revistas, tebeos y manuales ilustrados sobre el cepillado de dientes y encías, dolencias e infecciones, sarro y gingivitis, mi amigo había intentado inútilmente leer un libro que había traído consigo. Por fin, la chica le había hecho pasar al interior y le había pedido que se colocara sobre aquel sillón articulado. Y, repitió mi amigo mirándome a los ojos, le había dicho, en efecto, que se pusiera cómodo. Mi amigo había soltado la pajita para expresar mejor lo que sentía. Estaba fuera de sí. Daba la sensación de que me estaba gritando a mí y me echaba en cara todo lo que me estaba relatando. No entendía cómo podían tener los médicos tan poco tacto. ¿Cómo se puede decir que te pongas cómodo cuando estás asustado y eres plenamente consciente de que no van a hacerte, precisamente, cosquillas? Era como cuando el fisioterapeuta te pedía que te relajaras, mientras se remangaba para dejarte la espalda como una calle a punto de ser peatonalizada. Como cuando tu madre, cargada de algodón y alcohol de gran graduación, te obligaba a calmarte y te repetía que iba a escocer solo un poquito. Como cuando te colocaban el hombro después de que hubieras visto las estrellas en medio del campo y aún te sugerían que eso no podía doler, que eras un exagerado. Como si, terminaba mi amigo mientras le pedía con los ojos que volviera a sentarse y se tranquilizara de una vez, como si, insistía haciéndome caso y sentándose por fin, un oficial del pelotón de fusilamiento te llamara la atención y te pedía que volvieras a la fila, que era un segundito y ya, que enseguida terminaba todo.

            Bueno, ya más calmado, mi amigo continuó con su relato. En aquella habitación se había sentado y enjuagado la boca y la chica le había puesto una anestesia, pinchándole en las encías y había ido en busca de su marido para proceder a aquella operación. Mi amigo no sabía qué iban a hacerle porque no se había preocupado de preguntarlo. Además, todo lo que hablaba la pareja lo decían como en susurros, como si estuvieran conspirando para dar un golpe de estado. Un golpe sí iban a darle, eso estaba claro, porque todos aquellos artilugios que tenía delante de los ojos no podían presagiar nada bueno. Cuando ya notaba cómo se adormecía su boca y como el labio inferior perdía toda sensibilidad, mi amigo cayó en la cuenta de dos realidades que le aterrorizaron.
            En primer lugar, le habían dormido la parte inferior de la boca y eso le hacía casi imposible hablar o hacerse entender. En segundo lugar, la muela que tenían que extraerle se encontraba en la parte superior. Lo peor no era que se hubieran equivocado con tanto susurrito y tanta palabrita a media voz. Lo peor es que su antiguo compañero y aquella mujer que ahora era su esposa iban a trajinar en la parte equivocada de la boca y él no podía decírselo de ninguna de las maneras. No había que perder la calma. Quizá levantándose o haciendo señas con las manos…
            En ese momento la pareja entró en el más absoluto de los silencios. Habían estado en la salita de al lado, se supone que esperando a que la anestesia hiciera su efecto, pero tal y como volvían los dos más bien parecía que se hubieran anestesiado entre sí. No se dirigían la palabra, ya no había susurros sino silencios incómodos y malas caras. ¿Qué había pasado? El dentista abrió la boca de mi amigo y echó el guante a uno de aquellos garfios. La mujer, muda y a punto de estallar, le enganchó un tubo que aspiraba y lo dejó allí clavado, como el ancla en el mar tumultuoso de saliva, sangre y encías. Eso es lo que impidió que mi amigo pudiera hacer nada. Incapacitado absolutamente para emitir sonidos articulados, el sonido y la vibración del garfio pirata le susurró en mil lenguajes que no era prudente moverse, hacer gestos o intentar comunicar a aquel matrimonio que habían cometido un grave error. El sonido chirriante y la perforación espantosa que vinieron después no consiguieron, no obstante, que mi amigo no escuchara perfectamente las palabras que, de pronto, brotaron de aquellos dos seres que se inclinaban sobre el abismo con dientes de su boca.

            –Sé que tu madre no lo aprueba, pero tenemos que irnos solos, si aún queremos salvar nuestro matrimonio –habló por fin el dentista, mientras raspaba la muela más sana que había tocado en toda su vida.
            – ¿Por qué te empeñas en ponerla siempre en el bando contrario al nuestro? –se limitó a decir su ayudante, cambiando de posición el maldito tubo.
            –Lo hemos discutido cien veces. Ella se alegraría de que abandonáramos porque eso le daría la razón y eso es una victoria para ella, porque nunca me ha soportado –concluyó él, recogiendo un gancho que me hubiera paralizado sin necesidad de anestesia.
            –A veces pienso que tenía toda la razón del mundo –sostuvo ella a la vez que dejaba de sujetar el tubo, que se perdió por el interior de mi boca y estuvo a punto de aspirarme la campanilla.
            – ¿Quieres hacer el favor de concentrarte en el trabajo? –recriminó el dentista, dejando por un momento de atender a la muela que ya no estaba tan sana y olvidándose de que su mano derecha sujetaba un elemento altamente peligroso que se había ido a perforar un diente de las proximidades.

            En ese momento  mi amigo ya era consciente de lo que iba a ocurrir. Aquella pareja mal avenida, que vivía en la calle del resquemor y el desengaño, continuaría tirándose los trastos a la cabeza, incapaz de darse cuenta del error que habían cometido con su paciente. No le dejé que me enseñara otra vez la boca porque ya había tenido bastante con el primer pase al que asistí la semana anterior. El resultado de aquella visita al dentista lo había dejado hecho un adefesio y, además, había terminado con la ruptura de un joven matrimonio y el cierre de una clínica dental. Mi mujer, que se había alegrado mucho al oírme hablar de mi amigo y había hecho todo lo posible para que acudiera a mi cita con él en aquella cafetería del quinto pino, me había preparado unos dulces para que se los llevara, porque los dos sabíamos que era muy laminero. Ni qué decir tiene que evité abrir la bolsa que había envuelto mi mujer con sus propias manos y que tiré aquellos dulces en el retrete de la cafetería.
            Salimos mi amigo y yo de aquel lugar y nos despedimos hasta otra ocasión. La próxima vez que se me ocurra preguntar por antiguos amigos, colegas o compañeros de colegio, prometo hablar del tiempo o del cambio climático, o incluso de política. Lo más curioso es que me acaban de ofrecer un puesto para una temporada larga en Estados Unidos y el último consejo que me han dado es que me pase por el dentista y me haga una limpieza de boca. La boca he tenido que limpiármela, sí, porque lo que ha salido por ella no han sido precisamente halagos y buenos deseos porque mientras gritaba enfurecido y me quejaba de semejante sugerencia no podía quitarme de la cabeza aquella boca descompuesta y aquellos labios que sostenían una pajita sumergida en un tubo de cerveza.

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