LA MENGUA
“Venta de vino en Robres”
I
Me gusta viajar por tierras aragonesas y visitar nuestros pueblos. El otro día, en una de esas visitas, me entretuve observando las imágenes expuestas en el Monasterio de Veruela. Son fruto de los apuntes que los hermanos Bécquer tomaron en su año de estancia a los pies del Moncayo. Muchas de esas anotaciones presentan estampas y escenas llenas de colorido y de sabor, aunque estén dibujadas a lápiz o a carboncillo y no puedan degustarse con el vino de la tierra. Alcaldes, curas, autoridades, gentes sencillas y tipos peculiares se dejaban retratar por los dos artistas sevillanos que no pudieron resistirse a los encantos de las poblaciones de Aragón.
Aquellas imágenes se me grabaron en el corazón, el auténtico tintero del que salen los trazos de estas letras apretadas como gavillas de trigo con las que enhebro todos mis relatos. Las imágenes de Valeriano y las glosas de Gustavo Adolfo Bécquer me embarcaron en ese viaje que la memoria nos concierta sin agencias y sin pagos por adelantado. Aquellas escenas y estampas, ciertamente, me trajeron el recuerdo de otra localidad aragonesa. En ese vídeo sin proyector ni pantalla que la memoria conserva sobre las baldas de nuestro cerebro, mi recuerdo del pueblo de Robres, en el corazón de los Monegros oscenses, se encendió de repente, trayéndome las imágenes del día de la venta de vino.
Dicen que nuestros pueblos se están quedando sin gente y que la despoblación avanza aceleradamente. Tienen razón. También dicen que el pueblo transmite una paz, un sosiego y una tranquilidad que no puede encontrarse en las ciudades. Aquí se equivocan. Es verdad que la calma es la bandera que enarbolan los defensores de las pequeñas poblaciones, no sin razón. Sin embargo, esto no siempre es así. La escena que la memoria proyectó dentro de mi cabeza, durante mi visita a la exposición del monasterio de Veruela, así lo atestigua.
Esa escena había transcurrido en Robres, en efecto. No voy a jugar a describirla como en un cuadro costumbrista ni a narrar los hechos con técnica y estilo de experto novelista. Mi intención es demostrar que se equivocan quienes pintan de sosiego nuestras localidades, que yerran del todo los que maquillan de aburrimiento nuestros pueblos, especialmente en invierno. Me propongo dejar que la estampa que mi recuerdo mantiene en mi cabeza hable por sí sola. ¿Cómo? Muy sencillo.
Voy a permitir que aquellos personajes que la protagonizaron interpreten su papel sin intermediarios. Solamente diré que yo fui testigo, que fue durante la primera mengua del año en curso y que todo sucedió en el cuartelillo de la Guardia Civil de Alcubierre. Voy a dejar que sean sus palabras las que den color y sabor a aquella estampa de finales de enero. No obstante, antes de dibujar la escena, me voy a permitir poner nombre a los protagonistas. Voy a fabricar el pie de fotografía que no faltaba en ninguna de esas imágenes expuestas en el interior del recinto cisterciense de Veruela.
¿Cuáles fueron los protagonistas de la escena? Os presento a José Antonio Mir, el dueño de la viña cuya vendimia se lleva a término desde la casa de Justa Brosed, vecina del pueblo monegrino. La hermana de José Antonio, Esther, y la madre de ambos, María Dolores, son las vendedoras del clarete almacenado en cuatro cubas desde la vendimia. ¿Los compradores? Leví, de Lanaja, el de Plan, los de Monzón, los catalanes, Jesús y Nicolás. Todos ellos repiten cada año y vienen a Robres con la primera mengua, a llevarse vino, desde hace décadas.
¿Cómo se fabricó la imagen de un sábado de finales de enero que se ha quedado marcada a fuego en mi recuerdo? A las doce y treinta y cinco, en medio del trasiego del vino y de la venta, alertados por el escándalo y el ajetreo, dos agentes de la Guardia Civil se personan en la casa de Justa Brosed, junto al Plegadero, y se llevan a todos al cuartelillo de la localidad cercana de Alcubierre. En la casa de Robres quedan María Dolores y Esther. Ellas, en el momento de la detención, se encontraban fuera del lugar del tumulto; la hija buscando en el corral vinagre para apañar una venta, la madre limpiando el baño de arriba.
A la una menos cinco ya se encuentran todos en las dependencias de la Guardia Civil de Alcubierre. Ovidio y Belarmino son los dos agentes de la benemérita. Ovidio es un poco simple y Belarmino está resfriado y, por ese motivo, no oye bien. Aquí termina el pie de foto y comienza la escena…
II
–Estos son los de Plan, Belarmino –dice Ovidio, señalando a dos hombres del grupo.
– ¿Los del plan? Así que ustedes son los que lo tenían todo organizado… De modo que esta trifulca la llevaban ya planificada… Eso se llama premeditación, y es un agravante –el agente Belarmino se fija entonces en un señor mayor que no para de mirarlo.
– ¿Y este quién es? –le pregunta al agente Ovidio.
–Es Dan
– ¿Qué Dan?
–Por aquí dan vino, si quieren ustedes catarlo –comenta Nicolás. Jesús, su compadre, ríe. El agente Ovidio los ignora y contesta al agente Belarmino.
–Dan Leví. Un señor de Lanaja –aclara el agente Ovidio.
– ¡Leví! –repite Belarmino.
– ¿Que le vio? ¿Dónde? Yo no lo había visto hasta hoy, pero se me ha presentado hace un momento. Por eso sé su nombre completo. –Belarmino no tiene tiempo para explicarse mejor delante de su compañero, pues el señor mayor se pone de pie y replica a los agentes.
–Mi nombre es Dan Leví, y vengo todos los años para la mengua, agente, ya se lo he dicho al otro. Aunque este va a ser el último año. Eso se lo he comentado al dueño.
– ¿A Mir? –pregunta el agente Belarmino
–A usted no, agente. Al dueño de la viña –aclara Leví de Lanaja.
–Me refiero a José Antonio Mir, el dueño de la viña. El del gorro y las tijeras de podar. El que está allí, al fondo de la sala –aclara Belarmino.
–Venga, que estos agentes se querrán echar… –habla desde el fondo el aludido– ¿hemos terminado ya o no?
–Podemos terminar si se callan todos de una vez –grita Belarmino.
– ¿Podemos? –Responde el dueño de la viña –Podemos pues, que así puedo estrenar estas tijeras que me regaló Marta de Uncastillo.
– ¿Las sacó de un castillo?
–Uncastillo, el pueblo. Cerca de Tauste
– ¿Tauste seguro? Creo que Ejea queda más cerca…
–Seguro, seguro no hay nada en este mundo.
–Basta ya. Silencio todo el mundo. –El agente Belarmino se está empezando a impacientar– Aquí no va a podar nadie.
–Aquí no va a poder nadie con nosotros, querrás decir… Belarmino, hay que hablar con propiedad –corrige Ovidio a su compañero.
–Yo solo le digo que estos se querrán echar, vamos, que hay que irse ya para casa… –insiste José Antonio.
–A ver si los encierro aquí mismo… –amenaza el agente Belarmino.
– ¿En cuarto menguante? Dicen que trae mala suerte –Ha hablado Jesús, el compadre de Nicolás.
– ¿De qué cuarto habla? –pregunta Nicolás.
–El cuarto de los detenidos. –aclara el agente Ovidio– No sabía que menguaba. Yo lo he visto siempre del mismo tamaño.
–Se refiere a la fase lunar, merluzo –explica fuera de sí el agente Belarmino a su compañero–, ¡menguante!
–Nos está llamando mangantes –los catalanes, que hablaban catalán bajito y no se habían metido en la conversación, intervienen ahora–, a eso no hay derecho. Encima de querer meternos presos políticos nos tacha de ladrones. Esto es el colmo
– ¿Colmo dice? –Rabia de ira el agente Belarmino.
– ¡Y encima sordo! –Esto es intolerable. –Los catalanes hablan todos a la vez, pero sus voces se armonizan a la perfección. Han estado probando todas las cubas más de cinco veces cada una y no parecen tristes.
– ¿Han estado ustedes bebiendo toda la mañana? –Belarmino interpela a los catalanes. Luego se dirige a su compañero– A ver, Ovidio, acércame el vino confiscado. ¿Cómo es ese recipiente del que has tomado la muestra?
–Como una cuba, compañero. –Ovidio ha hablado bajito, pero Nicolás lo ha oído con claridad, se siente aludido y no le sientan nada bien esas palabras del guardia civil.
–Un poco de respeto. Además, apenas lo he catado. –Nicolás se siente ofendido. Se sienta ofendido, porque el agente Belarmino le ha obligado a sentarse. Por fin, Ovidio acerca a Belarmino la muestra del preciado elixir de la casa de Justa Brosed.
– ¿Cómo llaman a este vino? –inquiere Belarmino.
–El vino de Robres. –El agente Ovidio ha contestado mientras obligaba a sentarse también a Jesús, el compadre de Nicolás.
– ¿Quién vino de Robres? ¿Él? –El agente Belarmino señala a Nicolás, que lo mira desafiante.
– ¡Achús! –Estornuda con fuerza Leví.
–Jesús. –Contesta Ovidio.
– ¿Jesús vino de Robres? –pregunta desconcertado Belarmino.
–No. Estos dos vienen de Huesca. A Robres han venido a por el vino.
–Nosotros hemos venido de Monzón –dicen dos de los detenidos.
–Hay que ver cuánta gente viene aquí a por vino –murmura Belarmino.
–Ummm… Monzón…. –Ovidio está pensativo. Si no lo conociéramos nos creeríamos que está pensando.
– ¿Un montón has dicho? –Insiste Belarmino–. Y parece que vienen todos los años.
–Y otros años han venido desde un santuario de Leciñena.
¿Cuántos?
–Magallón.
– ¿Un mogollón? –Pero bueno… ¿qué tiene este vino pues?
–No me mire a mí, agente, que yo apenas lo he probado –contesta Nicolás.
– ¡Achús! –Leví ha vuelto a estornudar.
– ¿Quién puede contestarme entonces? –insiste Belarmino
–Jesús –dice educadamente el agente Ovidio apiadándose del resfriado del señor de Lanaja.
–Gracias.
– ¿Jesús? ¿Usted? Pues venga, explíquese usted, Jesús. –Interroga el agente Belarmino a uno de los dos sentados por la fuerza.
– ¡Oiga! Yo no soy ningún borracho, que apenas he probado el vino. Además, es la segunda vez que vengo. Y con la de galletas con las que me ha atiborrado la muchacha tan simpática de la casa es imposible que se me haya subido a la cabeza.
– ¿Qué muchacha?
–Esther, mi hermana –contesta desde el fondo José Antonio.
– ¿Dónde está la chica, Ovidio?
–Se ha quedado en la casa. Con Dolores –responde el agente.
– ¿Estaba enferma?
–No. Dolores es su madre. –Nicolás ha contestado con malos modos.
–A ver si nos aclaramos… ¿Alguien puede decirnos a qué sabe el vino? –El agente Ovidio dirige su mirada a José Antonio Mir, el dueño de la viña. No obstante, quien contesta es uno de los de Plan.
–A clarete.
–Aclárate tú. Yo sé muy bien lo que hago –estalla el agente Belarmino.
–Que no te dice a ti, hombre –aclara el agente Ovidio.
– ¿Es a Mir? –ha preguntado Nicolás.
–No, a ti no, al dueño de la viña, el de las tijeras de podar. –Ovidio cree que a su compañero Belarmino está a punto de darle algo.
–Oye Ovidio, tienes que recoger punto por punto todo lo que aquí se diga, porque esto que estamos escuchando aquí no es ni medio normal. Así que apunta…
–El arma está cargada, Belarmino. Es peligroso…
–Me refiero a que tomes nota, botarate…
–Con la venia… –Nicolás acaba de levantarse, no sin dificultad. Con mucho cuidado y haciendo esfuerzos por mantenerse en equilibrio, intenta dar testimonio y aclarar los hechos.
–Proceda, proceda –se sienta por fin Belarmino, exhausto.
–Yo creo que puedo explicarles a ustedes todo este asunto. Nosotros estábamos probando y llenando las garrafas cuando estos de Monzón han querido colarse y no ha habido manera de ponerse de acuerdo. Verán, que en dos palabritas les explico yo a ustedes todo lo quieran…
III
Nicolás abrió la boca y no la volvió a cerrar. Les dijo a los agentes quién era él y quien era Jesús, su compadre. Les habló de su intención de comprar vino con la mengua. Les explicó a los agentes quiénes eran los de la venta del vino, quiénes eran los compradores y quiénes los del pueblo. Les habló hasta de la concentración de tierras de Robres.
Finalmente, los agentes largaron a todos a sus casas y se quedaron con la muestra de vino. Estaba delicioso. Yo pude observar toda la escena y hasta eché un tiento al vino de Robres. Como para que luego digan que nuestros pueblos están sepultados en el aburrimiento y que en ellos nunca pasa nada…