EL VIAJE
Lo encontré en el fondo de la vieja
maleta, en el trastero de la casa de mis padres en General Mayandía. Buscaba
una maleta con ruedas y con las medidas perfectas para viajar dentro del avión.
Entonces, di con ella.
La vieja maleta de viaje estaba sepultada
bajo almohadas, cajas con apuntes y juegos de sábanas. Era una áspera maleta
marrón, desgastada y rígida, como una institutriz de la campiña inglesa, como
una tía abuela que te lijaba la cara cuando te besaba.
En el interior de la maleta, de aquella
oda a la incomodidad de entonces, había quedado atrapado, como un recuerdo
obstinado, un cuaderno de anillas sin cubierta y con más de la mitad de las
hojas arrancadas. Enseguida reconocí mi propia letra, el trazo inconfundible de
aquel niño que era yo hace treinta años.
Saqué aquel cuaderno de anillas y empecé a
leer mis propios pensamientos. Estaban cosidos a aquellas hojas que todavía
olían a pueblo. Transpiraban cierzo y
rumor de chopos susurrando. La lectura de aquellas frases se reprodujo en mi
interior con la voz del niño que se buscaba a sí mismo entre las hojas
cuadriculadas del cuaderno. En ellas, mi madre apuntaba las compras y los
gastos de todo el verano.
Durante los meses en el valle, mis
hermanos y yo nos peleábamos por ver quién subiría el cántaro de leche a la tía
Carmen, quién pediría permiso para jugar al ping pong en el garaje del tío
Manolo o quién llegaría primero al cuarto donde mis tíos guardaban aquellas
lecturas. Alguna vez era yo el privilegiado que accedía a las habitaciones de
arriba para bucear entre los libros y los tebeos de los tíos.
¿Qué le ocurriría al hombre enmascarado?
¿Qué nueva aventura le esperaba al Príncipe Valiente o a Roberto Alcázar y
Pedrín? ¿Qué nuevos amigos haría Caperucita Encarnada?
Los personajes de la estantería de la casa
de mis tíos eran de otra época y no salían por la televisión, no me los
encontraba en las librerías ni me los recomendaban los maestros de la escuela.
Eran mis héroes y heroínas del verano, de ese tiempo apretujado por las clases del
Joaquín Costa, esas que me saludaban cada septiembre y me despedían todos los
junios.
El estío, entonces, era largo y duradero. Cuando
terminaba, algo moría con él y ni siquiera te explicabas esa tristeza de línea
de carretera intermitente que se arrastraba contigo a Zaragoza.
Durante aquellos veranos saboreábamos cada
momento, los palotes de la piscina municipal y los Colajet con el premio
escrito en el palo, los partidos en el campo de Altahoja, las incursiones en el
huerto de la de Campaneta, los baños en las pozas del río, heladas como el
adiós a la tía y a la abuela y, sobre todo, los momentos de lectura en el
cuarto de arriba de la casa de la tía Carmen.
Eran libros enormes, de tapas duras, encuadernados
a conciencia. Pesaban una barbaridad y eran de todo menos manejables. Acababa
con los brazos doloridos después de la lectura, pero eso no importaba. Después
del verano volvía más alto, más fuerte y con la imaginación en plena forma.
Debió de ser entonces cuando garabateé, en
aquel cuaderno de la compra que le sisé a mi madre en la cocina, alguna que
otra aventura de mi cosecha.
Es curioso. Mañana me voy de viaje en
avión. No obstante, no creo que sea comparable a ese viaje que mi imaginación realizaba
todos aquellos veranos, o al que acabo de hacer, sentado en el suelo del
trastero, delante de un simple cuaderno de anillas.
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