LA
RUEDA
I
Era la última vez que pasaríamos a
recogerla. El sistema no había funcionado. Tendríamos que abandonar el proyecto
y eso era lo que más le dolía al señor Terbalo en el momento en el que se
acomodaba en mi coche y se ponía el cinturón de seguridad con un brusco tirón. A
él le traía sin cuidado que a partir de mañana iba a tener que coger el coche
todos los días, hacerse sus veinte minutos de carretera y entrar en la fábrica
con la única compañía de sus pensamientos color ceniza. No, eso no era lo que
le pesaba como una losa sobre una espalda en batalla campal con el respaldo del
asiento de atrás del coche. Tampoco le disgustaba el gasto que supondría, tal y
como estaba ahora el gasóleo, el hecho de que su propio vehículo tuviera que
llevarlo y traerlo todos y cada uno de los días laborables a partir de la
mañana siguiente. En realidad, al señor Terbalo solamente le irritaba que su
sistema hubiera fallado, que su cuadrante, impreso en octavillas para llevar en
la cartera, no iba a ser de ninguna utilidad una vez que terminara la jornada
de trabajo. Observé a través del espejo retrovisor cómo el espíritu práctico del
señor Terbalo dibujaba una imagen sobre asiento y respaldo vacíos junto a la
ventanilla, un contorno que en unos minutos cobraría vida, con voz, forma y
maneras, cuando pasáramos por la rotonda del Eroski a recogerla. Cuando ella
ocupara por última vez su lugar en el vehículo, la frustración, la impotencia y
el fracaso la recibirían desde la parte central del asiento de atrás con el
frío saludo de lo inevitable.
En la otra ventanilla, en el lado
del conductor, justo detrás de donde yo estaba, la señorita Olerot, con los
ojos todavía en fase de sueño, mascullaba lo que querían ser palabras
inteligibles, pero nacían como abortos de frases dirigidas a oyentes
insensibles. Más de una vez llamé su atención para que me repitiera lo que
fuera que estaba musitando. Entonces, se revolvía alarmada, desatornillaba
ambos ojos con el dorso de sus manos y se acomodaba buscando refugio en el
calor del coche. La señorita Olerot no era humana hasta que un café que sabía a
clavos oxidados la despertaba de un coma etílico que la visitaba cada amanecer
desde hacía cinco años, los mismos que llevaba trabajando en la fábrica. Los
veinte minutos que se tardaba en llegar al trabajo no hacían de ella más de lo
que producía el calor de un microondas sobre un tupperware con cocina casera. Aún no habíamos pasado a por la
señorita Nalbac, ciertamente. Pero el asiento de atrás ya estaba preparado para
recibir a la última integrante de la rueda, y era evidente que pocas muestras
de comunicación iban a darse desde aquel cuartito de atrás del coche. El señor
Terbalo y la señorita Olerot difícilmente abordarían una conversación que a mí
se me estaba haciendo ineludible. Me temía que iba a tener que ser yo quien la
iniciara. No antes de que ella se subiera al coche, claro. Y para eso había que
recoger primero a la señorita Nalbac.
La señorita Nalbac se sentaba
delante siempre. Nadie discutía su privilegio. Era la única persona, la única
compañera que tenía capacidad para replicarme. Los días que me tocaba conducir,
como este jueves frío de febrero, máxime cuando la semana estaba avanzada y las
fuerzas más que agotadas, el trayecto de mi casa a la fábrica me exigía un
despertar que nadie más que la señorita Nalbac era capaz de inspirar. Su
viveza, su locuacidad, su carrera de obstáculos entre los temas que jalonan
nuestra recién desperezada jornada, su energía y su vitalidad eran
indispensables. La señorita Nalbac daba los buenos días y respondía por todos
los miembros de la rueda. Sin ella me habría desayunado a más de un ciclista o
almorzado a medio centenar de señales de tráfico. La señorita Nalbac solamente
se apagaba cuando regresábamos de la fábrica. Entonces, la actividad laboral ya
se había encargado de hacer inútil sus saludos, sus sonrisas, sus réplicas y
contrarréplicas.
Cuando el asiento del copiloto fue
ocupado y una voz lejana y discordante acompañó a mi saludo de cortesía,
arranqué el vehículo y me dirigí al último punto de recogida. Ella estaría allí
desde hacía un buen rato, porque habíamos parado a echar gasolina y la muchacha
del área de servicio se había hecho un lío con las tarjetas. No era la primera
vez que íbamos a recogerla tarde. El día, además, era frío. El sol había salido
ya, pero lo disimulaba descaradamente. El cielo se mostraba opaco, como si las
nubes se hubieran abalanzado sobre la ciudad en una tentativa absurda de jugar
con ella a la gallinita ciega. Mal día para retrasarse en la rueda. Mal día.
-Supongo que sabéis qué hora es.
–Una voz que estaba hecha de humo se subió al asiento de atrás del coche y se
acomodó junto al señor Terbalo. La señorita Olerot emitió un ruido que solo un
oído experto hubiera diferenciado de aquel que producía el motor de mi
vehículo.
-Ya perdonarás. –Me disculpé. Hemos
echado gasolina.
-Ya. –Dos letras. Esa fue su
respuesta.
En vano la señorita Nalbac introdujo
seis u ocho temas de conversación distintos. En vano intenté yo contar con
gracia el azoramiento y la torpeza de la pobre chica de la estación de
servicio. Desde la rotonda del Eroski hasta los últimos kilómetros de autovía
antes de la salida que nos dejaba en la carretera de servicio de la fábrica,
ella no habló. No comentó nada. Se limitó a endurecer el rostro, a apretar los
dientes y mostrar, altaneras, frente y barbilla. Nadie queríamos decir lo que
flotaba en el ambiente desde hacía unos días. El señor Terbalo era a quien le
correspondía formularlo, lo sabíamos todos. No obstante, en el asiento de
atrás, él seguía maldiciendo la fortuna que había hecho fracasar su
perfeccionado sistema, totalmente ajeno a una conversación que debería de haber
empezado unos kilómetros atrás, en el mismo punto de la rotonda en el que recogíamos
a aquella enhiesta compañera de trabajo desde hacía cinco largos años.
II
Trabajar en la fábrica nos había
cambiado a todos, incluida a mí. Allí, en ese edificio de colores apagados y
tonos prejubilados prematuramente, se me conocía como señorita Parli. Era una
política de empresa. Nada de nombres. Nada de apelativos. Nada que nos hiciera
sentirnos personas. En una época en la que conseguir un trabajo era, imposible
no, lo siguiente, habíamos aceptado gustosos entrar a formar parte de aquel
mundo de hastío y desilusión. Trabajar en la fábrica era como hacerse un
tatuaje indeleble que ocultaba nuestra piel y nos proporcionaba unas señas de
identidad que habían acabado por borrar nuestra propia alma. Ahora, mientras
ponía los intermitentes para tomar la salida de la autovía, era perfectamente
consciente de que decir que a aquellas personas que llevaba en el coche las
conocía desde hacía un lustro era ir tres pasos más por delante de la estricta
verdad. ¿Conocerlos? ¿Qué sabía yo de ellos? ¿Tenía acaso una mínima idea de
sus gustos, aficiones, intereses? Desconocía si estaban solos o tenían familia.
No sabía dónde vivían. Lo único que podía decir es el punto exacto de la ciudad
en el que los venía recogiendo todos estos años, cada semana, cada día, sin
faltar ni uno solo. Bueno, tampoco eso era cierto, como no podíamos ninguno
dejar de recordar. Era precisamente ese recuerdo el que nos atenazaba y
encarcelaba nuestras palabras, evitando así hablar por fin de ello con nuestra
compañera de rueda.
La señorita Nalbac fue la primera
que lo había expresado en voz alta, ante el terror del señor Terbalo, que no
podía creérselo, y la trágica sensación de fatalidad que la señorita Olerot y
yo compartiríamos desde entonces. Estábamos volviendo del trabajo y hablábamos
de las marcas blancas del Mercadona. Lo recuerdo porque esa trivialidad me
empujó aquella tarde a comprar más de una docena de yogures y un frasco de
colonia. En realidad era la señorita Nalbac la que hacía una defensa
encarnizada del asunto, mientras yo asentía a cada uno de sus enfervorizados
argumentos de compradora abducida por las grandes superficies. En ese viaje de
vuelta, no hacía ni un día desde aquello, un silencio inesperado dentro del
vehículo me había empujado a girar la cabeza y observar a la señorita Nalbac.
Se había callado tan de repente que hasta el señor Terbalo se atrevió a
incorporarse en el asiento de atrás. Luego enunció la fatídica aseveración:
-Nos la hemos dejado en la mismísima
puerta de la fábrica.
El resto del viaje convirtió el
interior de mi coche en una pista de pelota vasca. Nos tirábamos reproches que
caían sobre nosotros mismos desde todos los ángulos posibles, inventando
trayectorias imposibles. Perdíamos todos los puntos, porque no éramos capaces
de afrontar una realidad que había cubierto de negrura nuestra ya de por sí
oscura experiencia vital. ¿Cómo había sido posible? ¿Por qué ninguno de
nosotros nos habíamos percatado del error? ¿Qué había provocado semejante
grieta en el hasta ahora infalible sistema del señor Terbalo? Todo ese
desenfrenado juego de autoinculpaciones y reproches nos habían acompañado el
día anterior, no solamente dentro del coche, sino en el interior de nuestras
casas, en el interior de nuestras conciencias. Ahora, con el frío de la mañana
luchando por atacarnos y pelear dentro del vehículo, con ella en el hueco que
ayer había hecho saltar todas las alarmas, cada uno de nosotros buscábamos en
nuestros pensamientos el agua milagrosa que hiciera desaparecer el borrón de
una hoja de servicios inmaculada. Abandonábamos la autovía mientras
reconocíamos en nuestro fuero interno que en cinco años nunca nos habíamos
enfrentado a una situación semejante.
Miento. Hubo una circunstancia que
compartimos todos los compañeros de trabajo que estábamos en la rueda. Había
ocurrido a finales de verano, pero no había sido más que un pinchazo. Ni
siquiera nos habíamos incorporado a la autovía y apenas íbamos a cuarenta por
hora. Fue sencillo dar con el gato, cuya existencia hasta la fecha nunca había
demostrado empíricamente, y el señor Terbalo, galantemente, se ofreció enseguida
a enseñarnos a utilizarlo. De hecho todos contribuimos un poco a la operación
de cambiar aquella rueda inservible por la de repuesto. Eso fue todo. Llegamos
más tarde a casa y con algo nuevo que contar en nuestros pisos y hogares. En el
mío, mi hijo pequeño me pidió que le contara la aventura más de cuatro veces.
Hasta que se durmió encantado. Lo que nos había ocurrido ahora, sin embargo,
esta situación, este despiste, este olvido imperdonable prometía ser todo menos
una anécdota divertida con la que entretener a una criatura de diez años.
III
Yo no me había fijado en que ella se
había subido al vehículo con una bolsa de deportes color turquesa. La señorita
Olerot me lo dijo al final de una jornada de trabajo exasperante, cuando nos
encontramos de nuevo en el aparcamiento. El señor Terbalo tampoco se había
percatado y la señorita Nalbac juraba y perjuraba que eso era imposible. Ella
ya nos había dicho que volvería en otro coche y que ya no era necesario que la
recogiéramos. Nunca. Si un adverbio podía ser tajante, lo era este, sin duda. Antes
de poner el motor en marcha saqué la bolsa del asiento de atrás. En efecto,
allí estaba. Pesaba como un muerto y tuve que tirar con las dos manos para
extraerla del coche. ¿Qué íbamos a hacer con ella? Devolvérsela estaba fuera de
nuestros planes. Yo me negaba taxativamente a regresar a la fábrica y buscarla
o dejársela en la entrada. No tenía ningunas ganas de hablar con ella y mis
compañeros estaban de acuerdo conmigo. Por eso abrí el maletero y metí la bolsa
allí. Cerré con rabia antes de indicar al señor Terbalo que terminara ya su
cigarrillo y ocupara su asiento en el vehículo. Le di al contacto y me
incorporé a la vía de servicio que nos llevaba directamente hasta la entrada de
la autovía en dirección a Huesca.
No sé por qué puse la radio. Nunca
lo hacía. Supongo que porque no había otra forma de romper aquel silencio
sangrante que se había apoderado de mi coche. Fue la única manera que se me
ocurrió para exorcizar nuestras cuatro conciencias mordidas por la culpa. Ella
ya no estaba en la rueda. Tampoco era para tanto. El tono de alarma del locutor
de radio se metió en el coche y se convirtió en el quinto ocupante del mismo. A
lo lejos, un guardia civil me hacía señas, desde el arcén de la autovía, para
que detuviera el vehículo. El locutor decía que había sido un asesinato brutal,
llevado a cabo por varios individuos. Se hablaba de un cadáver en el que se
habían ensañado. Habían desaparecido varios fajos de billetes y la amante del empresario
asesinado tampoco daba señales de vida. Seguramente la habían hecho desaparecer
también. La voz del locutor seguía imponiéndose sobre nuestros rostros
golpeados por la sorpresa y por la angustia. Esa misma voz continuaba dando
datos sobre el director de la fábrica en la que todos nosotros, que éramos
invitados a abandonar el vehículo por varios agentes de la benemérita,
trabajábamos desde hacía cinco largos años. La voz que relataba los sucesos
describía perfectamente la fábrica, la recepción, los despachos, la mesa del
jefe, el señor Rejiva, sobre la que había caído el cuerpo sin vida, no hacía ni
unas horas.
Una agente sacó entonces la bolsa
azul turquesa del maletero y descubrió en su interior un gato salpicado de
sangre y varios sobres con mucho dinero. El locutor, al que intentaba
inútilmente acallar el agente que nos había hecho detener, habló de una operación
llevada a cabo por la guardia civil, de una detención de unos cuantos
trabajadores de aquella fábrica que se estaba produciendo en esos instantes.
Las lágrimas y los gritos de la señorita Nalbac, el forcejeo de la señorita
Olerot y mis propias imprecaciones y lindezas dirigidas al cuerpo de la Guardia
Civil terminaron por obligar al señor
Terbalo a abandonar el pensamiento que lo llevaba martirizando desde hacía
veinticuatro horas: el fallo imperdonable en su dichoso sistema, de su perfecto
cuadrante impreso en octavillas de la rueda de conductores para ir al trabajo. Mientras
tanto, se tomaban las huellas dactilares sobre mi gato, que había ido a parar a
aquella bolsa de color azul turquesa, y se sembraba de incertidumbre el futuro
mío y de mis compañeros de trabajo. El motor del coche se apagaba. La radio
enmudecía.
Fragmento encontrado en la agenda de la
señorita Divolo, la única que fue a visitar a sus antiguos compañeros de
trabajo al Recinto Penitenciario de Zuera
No hay comentarios:
Publicar un comentario