LA
CIGÜEÑA DE ROBRES
I
El
verano rescata en nuestros pueblos mil y un sonidos que aletargan con sus
combinaciones al perezoso silencio. Entre esos ruidos, hay un efecto sonoro que
se repite de un extremo a otro del territorio.
Durante el periodo estival, todo el país se convierte en un intrincado
cable de telégrafos. En cada población se escucha un martilleo incesante que no
deja de transmitir un mensaje tras otro. Cada pedanía tiene asignada una
cabina, una central de comunicación. Desde un pueblo a otro se escucha el pico
que golpea intermitentemente, el sonido que imita el castañeo de dientes de una
criatura humana recién salida del agua de la piscina en un día con cierzo.
Las
telefonistas que codifican e interpretan todas esas transmisiones trabajan
siempre desde las alturas, donde está visto que existe la mejor cobertura. El
sonido llega mucho más nítido desde sus nidos, construidos siempre en espadañas
y campanarios, sobre cúpulas y tejados, encima de las torres que destacan sobre
las panorámicas de los núcleos rurales y urbanos de nuestro territorio.
En sus puestos de trabajo, las aves del
cable se alzan vigilantes, concentradas. Mañana y noche producen sus mensajes
con una disciplina inquebrantable. Su perseverancia es tal que no hay ser vivo
que no reconozca su labor, incluyéndose, desde luego, a la especie humana.
Las agentes de transmisiones mantienen en
contacto unos pueblos con otros y crean en los seres humanos la misma sensación
que el olor a tierra recién cosechada o las nubes de mosquitos o las cajas de
botellines de cerveza dándose un baño de sol junto a la puerta de atrás del
bar: es la sugerente sensación de la llegada del buen tiempo, la vuelta al
pueblo, la maravillosa percepción de paz pegajosa que solamente un altercado
inesperado podría deshacer.
Aunque, la mayor parte de las veces, los
mensajes que se transmiten viajan narcotizados, sin sobresaltos, subidos en el
tren de un monótono repiqueteo de picos que se golpean, en alguna ocasión, las
operadoras de altos vuelos reproducen historias que se salen de la tediosa e
insípida rutina veraniega.
Esto es lo que ha ocurrido precisamente
ahora con la historia que nos disponemos a arrebatarle a este verano indefenso.
Es bien conocido por todos que los seres
humanos han tratado siempre de acercarse a la eficacia comunicativa de aquellos
seres con pico y plumas. Sin embargo, nunca han sido capaces de alcanzar su
nivel. Están las cigüeñas muy por encima de la especie humana. Los humanos no
han llegado en todo este tiempo hasta tan alto, a pesar de haberlo intentado casi
todo. Ni el repicar constante de las campanas de la iglesia, ni el repetitivo
mensaje de la megafonía desde cualquier ayuntamiento, ni la plantación de
antenas o repetidores a mansalva han podido jamás competir con el orquestado y
eficaz golpeteo de los picos de estas telegrafistas aladas.
Prueba de ello es lo que ha llegado hoy
mismo hasta nosotros. En uno de nuestros pueblos se transmitió una vez la
historia que acaba de llegar hasta nuestros oídos con el sonido certero del
pico de una cigüeña. En la Comarca de Monegros, según nos cuenta esta
transmisión recién capturada y descodificada, tuvo su origen este incidente,
este altercado que interrumpió, por un momento, la calma sin noticias de un
verano como otro cualquiera.
Cada episodio de esta historia que hoy nos
ha visitado, cada escena de esta anécdota ha venido acompañada del movimiento
incansable del pico de las cigüeñas. Acunada entre el ritmo del sonido hueco
que viene desde las alturas, esta aventura empieza a desenvolverse ahora mismo,
como el hatillo anudado que recogía a los recién nacidos que siempre se ha
dicho que traía la cigüeña. Estamos a punto de conocer esta aventura que
todavía se encuentra entre pañales.
Silencio. El sonido parece que se escucha
cada vez más próximo y necesitamos de toda nuestra atención para interpretar el
mensaje que lleva en su interior la historia que nos trasladan nuestras
emplumadas trabajadoras del cable…
II
Es verano en Monegros. El calor es un
hincha que no desfallece, que no abandona el campo hasta el pitido final, es un
aficionado que se queda en su asiento alentando a su equipo y animando a los
jugadores, a pesar de que la remontada es imposible y la victoria inalcanzable.
El calor es el último que se levanta de la butaca y se oculta en las sombras,
el último que abandona las gradas.
La tierra entera desprende olor a hierbajo
seco, a chasquido de caracol blanco recién pisoteado, a polvo que compra
entradas para tumbar por KO toda saliva. Es difícil soportar estas temperaturas
y no volverse loco con la gira comarcal de grillos y chicharras, que se retan
sin descanso, que compiten sin variar una sola canción del repertorio. Los
insectos llevan haciendo bolos por todas las poblaciones de la Comarca desde
los primeros veranos del mundo.
Es verano y la tarde agoniza, como un
Prometeo que exhibe sus entrañas ocres y se deja vencer por esa criminal
redonda y blanca que miente más que alumbra.
Una
salamanquesa está esperando oculta a que caiga finalmente la noche. Conoce la
pared donde va a pernoctar en pocos minutos y ha calculado los mosquitos que
figurarán en el menú de su cena. Esta vez no piensa compartirla con sus primas.
Tras las tapias cercanas, los perros ladran como los trovadores medievales,
llorando sus cuitas sin necesidad de público, probando una octava más alta y
una nota más sostenida. Cuando creen que tienen ya la letra y la melodía, otros
camaradas emiten sus creaciones y lanzan al aire inmóvil y seco sus plantos y
elegías. El ladrido del crepúsculo, como un cantar anónimo, no tiene nombre
propio.
Al mismo tiempo, los mosquitos zumban y
planean, como esas alarmas que soportan ahítas de paciencia que una y otra vez se
les posponga de un manotazo, mientras el resto del vecindario asesina
mentalmente al dueño de aquel aparato endiablado. Tal vez la vecina de al lado
no pueda contenerse y sea incapaz de posponer más sus instintos de venganza.
Con el paso de las horas, aquellos sonidos
van ensombreciéndose y la atmósfera de la localidad se convierte en un
galimatías, en un programa de televisión matutino cuyo moderador se encuentra
amordazado; en un reality que recicla
imágenes de otros formatos y llena de subtítulos el caos de voces que juegan
con la audiencia como en el patio del colegio; el fin de la jornada se
transforma en un concierto de música de cámara en el que todos desafinan y se descompasan,
se convierte en una supuesta sesión de control al gobierno. Todo
descontrol. Todo desgobierno.
Es
verano y ya es de noche en Robres. No corre una gota de aire. En las casas se
busca el frío, el suave soplo de la televisión y del ordenador de mesa. Los
vecinos prueban a hacer tertulia en las calles del pueblo y sacan la silla al
tranco de la puerta o riegan tiestos y jardineras, buscando el frescor que no
han tenido en toda la jornada. Todo ello para mentirse a sí mismos, para
convencerse de que es posible combatir contra un verano crudo y sin domesticar.
Los más mayores se tumban sobre sus camas y rezan para que amanezca. Y los más
jóvenes, que antes soñaban y escalaban torres almenadas, ahora pierden el sueño
mirando ansiosos la pantalla de su móvil para no perderse lo último de Instagram.
Cae la noche. En la oscuridad de las
habitaciones se apuestan las luciérnagas de la modernidad, aquellas que solo se
alimentan de datos cuando no hay wifi donde chupar.
De vez
en cuando se oye el motor de un coche, se pintan carcajadas a brochazos o sale
un nuevo chisme de la tele, sin tiempo para que el mando a distancia pueda
ensordecerlo o suavizarlo. Sin embargo, es el silencio el gran protagonista de
esta noche calurosa del verano, de una noche estival que es prácticamente
idéntica a la anterior y que no diferirá demasiado de la noche próxima.
El silencio se adueña de la escena, se
dispone a arrullar una conversación que aletea sobre los hogares del pueblo,
que se eleva sobre casas y granjas, viñas y almendreras. El sonido de esa
charla es como una nana que todo bicho viviente simula escuchar con atención. La
voz parece provenir del punto más alto de la iglesia.
Hasta
nosotros llega el contenido de ese diálogo. Las cosas que se observan desde
arriba no dejan de sorprendernos. Cuando en los pueblos se toman las cosas con
perspectiva parece que llegan con más autoridad. No ha de extrañarnos que nosotros,
que escuchamos a estas horas de la noche la voz autorizada que baja hasta la
carretera del pueblo, sintamos en nuestro interior el deseo irrefrenable de
obviar los otros ruidos.
–Haz el
favor de cerrar el pico y atenderme, que quiero que mi sacrificio quede bien
explicado a toda nuestra comunidad.
–Es una
locura, hermana. Vas a lanzarte contra la veleta de la iglesia para demostrar
que en este pueblo nadie hace nada. El suicidio como argumento incontestable.
Llevas con esa teoría más de un año y medio. Me cansas…
–Ahora
tengo la oportunidad y el móvil. En pleno verano, todo el mundo está ocioso. No
hay excusa para no retirar mi cuerpo del tejado. Llevo toda mi vida filosofando
sobre la dejadez de la especie humana. Este va a ser el experimento final.
– ¿Por
qué no dejas caer algún animal ya
muerto? ¿O alguna cosa de valor? Qué manía has cogido con exhibirte tú allá en
la torre…
–La
especie humana está muy concienciada con los animales. Fíjate que hasta nos han
hecho a nosotras unos áticos en varios pueblos que el canal bordea. Pues ya verás que ni aun así van a
ocuparse de mí. Esto va a reforzar mi teoría, y tú la convertirás en ley
universal.
– ¿Yo?
Estás tú buena… Voy a tener suficiente con tratar de explicar a la familia lo
que vas a hacer. Pero no he perdido la esperanza de disuadirte. Tienes que
entrar en razón. Descansa un rato y mañana lo verás con otros ojos…
–Lo
tengo todo decidido. Y va a ser esta noche. Te he puesto algo en las lombrices.
Vas a caer rendida en unos segundos. Y después, nadie me impedirá volar hasta
la gloria científica.
Todo
bicho viviente ha escuchado a las dos cigüeñas sobre la torre de la iglesia.
¿Será verdad lo que está planeando una de ellas? Una gata parda, que ya ha
perdido tres criaturas en la carretera, sabe lo que es velar a un hijo sin
poder retirar su cuerpo del asfalto, verlo descomponerse a base de pisadas
brutales de caucho, verse obligada a ocultar a la familia la crueldad salvaje
de las máquinas de los humanos.
Los
bichos más pequeños han escuchado también aquella conversación. Ahora ven
alejarse a la gata, sin embargo, no pueden prestar atención a aquellas voces.
Hay unos cuantos críos empeñados en convertirlos en el objetivo de sus juegos.
En esa calle ya no hay sitio para las cucarachas y los saltamontes. Por eso,
las chinches y los grillos no han podido darse cuenta de que ya no son dos
voces las que vienen desde uno de los tejados de la iglesia. Solamente quedan
dos ojos abiertos sobre sus cabezas, dos ojos que escrutan el horizonte y
calculan velocidad de vuelo y coordenadas exactas para el impacto.
La voz
de la cigüeña, la que no ha sido adormecida por la droga, se apaga también. Ahora
no le queda más que esperar hasta que todo quede en calma. El silencio de la
noche se extiende como la mantequilla sobre la tostada. Un coche atraviesa la
carretera que cruza el pueblo y se aleja llevándose consigo el ruido de un
motor que se apagará en La Plana, que no volverá a escucharse hasta unos tragos
más tarde. La noche veraniega se aparea con un pueblo que se deja hacer,
callado e inerme. Las luces de las casas se han ido apagando y las televisiones
son solo pantallas negras con un punto de luz que nadie mira.
Es la
hora. La cigüeña abandona su nido y echa un último vistazo a su compañera de
fatigas, que duerme plácidamente. Confía en no haberse excedido con la
sustancia. No han sido más que tres lombrices. Mañana por la mañana estará
fresca como una lechuga. Está bien. No puede perder un momento. Inicia el vuelo
y llega hasta las granjas. Los puercos duermen. Nadie va a notar nada. No hay
luces en las casas ni movimiento en los campos ni en los huertos.
No hay
marcha atrás. Todo está decidido desde hace tiempo. Planea una vez más y
sobrevuela el hueco sobre el que se asienta el pueblo, su pueblo. Se despide de
todo su mundo y empieza a coger velocidad. Las piscinas, el campo de fútbol, el
Pimendón, las viñas, los trigales, el parque de san Blas y, en medio de todo,
la iglesia de la Asunción, con su torre y con la veleta puntiaguda a la que se está aproximando
a un ritmo cada vez más vertiginoso.
Nadie
puede detenerla, nadie puede frenar el ritmo de su vuelo presto hacia ese
hierro afilado que va a ensartarla como un espeto. El pico tiembla y las alas
se abren cuando, a una velocidad de vértigo, el ave se lanza hacia su destino y
el cuello hace un amago por evitar un final que ya nadie puede modificar.
Ya está hecho. Los animales de la noche
han preferido no mirar. La mañana despertará con un adorno colgando de la
veleta de la torre de la iglesia. Todo el mundo se preguntará qué ha podido
ocurrir y qué es lo que hace allí aquella pobre cigüeña y por qué nadie la
quita de aquel lugar.
III
Unas
semanas después del incidente, la cigüeña que no supo evitar la tragedia se
llevará a la familia hasta los apartamentos-estacas de Poleñino. Le resulta
insoportable descubrir cómo su hermana tenía más razón que una rapaz. En todos
esos días no ha habido un alma que se haya acercado para arrancar su cuerpo del
hierro de la iglesia y devolverlo a la tierra para alimentar los campos. Se hace irresistible contemplar un
espectáculo que aguanta en cartel más tiempo que un éxito
del Teatro de Robres. Aunque las cigüeñas no mirasen hacia lo alto de la
iglesia, las murmuraciones y habladurías se les habían hecho igual de insoportables.
Por eso había decidido emigrar con toda la familia a ese otro pueblo de la
Comarca.
Varios
meses después se dieron los permisos y se levantó la grúa que recogería lo que
quedaba de la obstinada cigüeña de Robres. Los humanos no se ponían de acuerdo.
Protección animal necesitaba un técnico que estudiara cómo causar el menor
impacto en las especies. El Ayuntamiento tenía que confirmar el visto bueno del
Seprona. El obispado quería que aquel espectáculo se terminara cuanto antes. Los
operarios necesitaban justificar el trabajo fuera de unos horarios que no les
correspondían. Unos por otros, la demba
sin escobar. Hasta que todo pudo arreglarse y los trabajos de retirada del
pobre animal terminaron por llevarse a
cabo. Habían pasado seis meses desde el incidente.
No obstante, los murmullos no iban a cesar
tan pronto. En Robres seguían preguntándose por la causa de aquella imagen que
aún tardaría en difuminarse y disiparse de su memoria… Solamente había una
cigüeña que conocía la respuesta a aquel enigma. Sin embargo, nunca iban a
volver a verla por allí. Su familia, que siguió creciendo, nunca más iba a
regresar a su pueblo de origen.
Transcurrió un año desde aquel episodio.
Al verano siguiente, en una noche fresca, se levantó una nube de polvo en aquella
otra localidad monegrina. Un remolino removió la curiosidad de dos crías de
cigüeña. ¿Cómo que papá y mamá no habían nacido en Poleñino? ¿Podía ser eso
posible? Sus padres se vieron en la obligación de contar la verdad.
Las generaciones de aquella familia de cigüeñas
van a seguir preguntando siempre por aquella noche que lo había cambiado todo.
Querrán saber por qué nunca volvieron a sus orígenes, se preguntarán todavía
por su antepasado más famoso, por su gesta y por su sacrificio. Entonces
descubrirán lo que ya casi nadie recuerda. Entre el ruido de la noche, la
historia de la cigüeña de Robres mitigará, en las cálidas noches veraniegas,
los otros ruidos, las otras penas que el sol de los Monegros va acumulando
durante la jornada.
Ningún animal se acuerda del calor que ha
soportado durante el día cuando una buena historia silba certera sobre sus
oídos en medio de la noche, especialmente si esa historia sigue el vuelo de la
primera cigüeña que se atrevió a desafiar a toda la especie humana;
especialmente, además, si esa historia llega a sus oídos a través del
entrechocar majestuoso del pico de las cigüeñas.
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