EL REY MIDAS
Dos minutos y quince
segundos. Catorce, trece,…
Es lo que me resta de vida. Dicen que en los últimos instantes
de tu existencia todo se
te viene a la memoria, como flashes, como imágenes sin pies de página, sin continuidad, así, a la buena de Dios.
Yo, que sé que estoy a poco más de
cien segundos de la muerte, te puedo decir que no es así. No se trata solamente
de imágenes. Hay sonidos, hay luz, hay conversaciones
detrás de esas fotografías. Además, todas tienen un orden perfecto
y el mensaje es muy, muy claro. Hay un guion cerrado –esto es
evidente– y tú lo ves representar
y aplaudes –o no– tu actuación en esa película.
Apenas llevo segundos visionando la cinta y ya me arrepiento de haber trabajado en el filme. Y lo que más me
enfurece es que he tenido los
peores compañeros de reparto. Alguien quiso hundirme la vida cuando recibió
el encargo de dirigir los castings. Por cierto, “hundirme la vida” no es una metáfora.
Yo nací para que nadie se
fijara en mí. Fui el segundo de cinco
hermanos y, además, no vine al mundo solo. Mi hermano gemelo, todavía me pregunto por qué, le hacía más gracia a mi madre. Mi viejo nos ignoraba a ambos. A mi
hermano mayor, Alberto, se le tenía
en consideración. Su opinión contaba ya desde
que era un mocoso. De Luis, mi hermano gemelo, podría decir que se convirtió en el niño mimado de la casa. Y cuando llegaron Isabel y Ángela no supieron
quitarle el puesto. Pero eran las
niñas y a las niñas hay que cuidarlas. Hasta mi padre preguntaba alguna vez por ellas. Mamá me quería, lo sé, pero no sabía demostrarlo. Una reina ha de serlo
y también parecerlo. Mi madre no quería acurrucarme, decirme
cosas al oído, con esa voz entre suave y vibrante
que tanta paz podía llegar
a transmitir. Cuando
éramos unos bebés,
al que cogía cuando llorábamos era a Luis. Si alguno
tenía hambre al que miraba
y daba primero el pecho era
a mi hermano. ¿Por qué? En casa llegué a asumir que había una razón para ser tratado de esa manera y la busqué incluso en mi propio comportamiento.
¿Tenía yo la culpa? ¿Era algo que decía o hacía? Cuando crecí, el problema salió de casa y se metió en el colegio.
El maestro de inglés no tuvo la
culpa. Era lógico que nos confundiera. ¡Por el amor de Dios, éramos
gemelos! Sin embargo, el comentario de la directora
fue fulminante y me partió en dos el corazón.
Lo oí todo. La directora llamó aparte a mi profesor
y se rió de su error. “¡Cómo si no hubiera diferencias! –dijo–. Se
ve que eres nuevo. A los críos sin
talento, a los futuros fracasados, a
los “don nadie” de este mundo uno no puede dejar de identifi- carlos. Así –puso la mano a la altura de
las rodillas–, desde que no levantan un palmo del suelo”.
Nunca más levanté la mano en
clase para contestar a las preguntas de los maestros, ni pedí permiso
para salir a la pizarra
o ir al aseo. No di problemas y no me tuvieron que amonestar o castigar. En el patio paseaba solitario
observando los pájaros, las hojas de
los árboles, ajeno al fútbol, a las idas y venidas de mis compañeros. Hasta mi hermano se olvidaba de mí. Si un día faltaba a la escuela, no se preocupaba
de recoger las fichas que entregaban
los maestros. Ni siquiera los profesores me ponían falta. Era como si no existiera.
Una vez tuvimos que hacer un trabajo por parejas. Había que salir al patio y
encontrar no sé qué tipo de hoja entre un montón
de matojos que había junto
a la fuente. Las parejas las hicimos nosotros. Hubo un niño, Fermín, que se quedó
solo. Casi llorando le dijo al maestro que él quería participar, que era mala suerte,
que era injusto.
Me tenía en el asiento
de al lado y yo tampoco
tenía pareja. Don Pedro, el maestro que nos daba Conocimiento del Medio, le consoló.
Él sería su pareja. Oculté
el rostro para que no vieran una lágrima que resbalaba por mi mejilla. No hubiera hecho falta
esconderlo. Tampoco habrían mirado.
Minuto y medio. Ha corrido el
marcador y los primeros años de mi
vida han desfilado delante de mis ojos. He visto a mamá y a papá, alejado, sumergido en sus libros e investigaciones. Me he acercado a la foto de familia,
en la que estamos los siete y, nunca
me había dado cuenta de ello, yo estoy sonriendo como un chiquillo
feliz. La escuela,
la clase, el patio… Todo lo he reconocido. Mis maestros, con su voz, conservada tal y como era, sus gestos, sus lecciones. Todo sigue un orden preciso e idéntico al de mi experiencia. Ya me queda menos tiempo
y me urge indagar en mi propia película, preguntar a los actores,
entrevistarme a mí mismo,
protagonista por primera vez de algo. No quiero romper el hilo. Deseo continuar este viaje, del que me queda poco más de la mitad. Pero antes de que el árbitro
se lleve el silbato a los labios
quiero volver a mirar las jugadas, repasarlas. Por cierto, ya he descendido unos metros más. No distingo
la superficie. Voy hacia el fondo. También
quiero, en el recorrido de mi vida, llegar hasta
lo más hondo.
Nada más terminar el colegio
empecé a trabajar en la tienda de mi
madre. Era una vieja tienda de ultramarinos. En ella podías encontrar desde un destornillador a una docena de huevos. Había de todo. Por eso se
necesitaba un esfuerzo doble para inventariar todo lo que nos llegaba
y colocar cada género en su lugar correspondiente. Mi hermano mayor, en quien mis padres habían puesto su confianza,
terminaría estudios superiores. Luis, el gemelo,
apuntaba maneras, y sería un buen abogado,
aunque toda la familia tuviera
que hacer un esfuerzo. El esfuerzo, por supuesto, incluía que su hermano
gemelo, o sea, yo mismo, ayudara en la tienda
y olvidara los estudios, el instituto y todo lo demás.
Me convertí en el tendero del barrio y a las chicas no les decía nada “el chaval del delantal gris”
que a veces las atendía desde un
mostrador atiborrado de conservas, botes y revistas.
Era en el instituto en donde se podía “tontear”. Para hombres hechos y derechos
y con trabajo quedaba el resto de su vida. Y el trabajo de esos hombres que tenían en
mente las adolescentes de risa floja no se parecía
en nada al que se encuentra detrás
del mostrador de una tienda de barrio. Volvía a ser invisible. Ni siquiera
las señoras, cuando
me iban a pagar, levantaban la vista para
mirarme a los ojos. Su punto de mira era el género,
el precio y la mano que devolvía los cambios. Nunca
habían seguido con la mirada el brazo
y el cuerpo al que pertenecía esa mano. Los ojos o la sonrisa
de ese cuerpo que tan solícitamente las atendía.
Sin embargo, no es cierto que fuera absolutamente invisible para todo el mundo.
El comerciante griego de apellido impronunciable sí se fijó en mí, en mis ojos, en mi tristeza y en mi dolorida existencia. Maldita la hora en la que lo
hizo.
Todo empezó con las latas de atún. Mi madre había discutido con el proveedor, y este la había tachado de su lista.
Nunca más iba a entregarnos su
habitual cargamento de latas y, había llegado
a amenazarla, bien se encargaría de que nadie la prove- yera. A mi madre le pareció una fanfarronada hasta que, un mes después, no había entrado en la tienda
una sola lata de atún en conserva.
Mi madre estaba desesperada. Cuando contaba esto a otros tenderos, le daban golpecitos en la espalda, se lamentaban con ella y participaban de su mala suerte,
pero ninguno le daba una solución.
Sin quererlo le recriminaban que hubiera sido tan descarada y desconsiderada con aquel que tantos años había sido su fiel proveedor. Yo no supe cómo animar a mamá. Me contagié
de su intranquilidad y el agobio se me metió dentro. Despachaba con nerviosismo, no me centraba
y daba mal las vueltas
e incluso equivocaba el peso en la báscula.
Fue en
una de esas tardes en que todo salía
mal y no me podía quitar la preocupación del
rostro cuando oí por vez primera esa voz nasal y de marcado acento extranjero.
–Tiene un problema.
Yo puedo solucionar ese problema.
–¿Habla usted conmigo, señor?
–Estaba distraído con el cambio de un
cliente.
–Usted tiene una preocupación.
Yo puedo aliviar preocupación.
–¿Puede solucionar lo de las
latas? ¿Ha hablado ya con mi madre?
–Aquel extraño iba a poner fin a un mes y medio de angustias e insomnio.
–Usted no es feliz.
A usted nadie le conoce.
Pasa desapercibido. Es como aire invisible
en tarde de otoño. Se rozan las hojas, se ven sus colores. No el viento que las
trae y las pone frente a los ojos
–dijo aquel individuo, en un tono sentencioso, directo y perturbador.
En ese momento nadie había en
la tienda. Solamente el comerciante
griego y yo. Me contó su aventura, que parecía
sacada de una novela barojiana. Me reveló, con unos ojos entre soñadores y escrutadores, perdidos y fijos
a un mismo tiempo, el gran misterio
de la vida. Había penetrado mi alma y sondeado
mis más íntimos
pensamientos. Me ofreció
lo que yo anhelara desde que viniera al mundo: salir de mi anonimato. Podría –si realmente quería– ser alguien reconocible,
disfrutar de la atención de los demás. La entrevista con el griego caló muy hondo en mi
interior. Al día siguiente, a la hora del cierre, volvería. Para entonces
tenía que tener una respuesta.
Llegó la hora. Yo veía los sucesos como si estuviera fuera de ellos. Como si hubiera salido de la tienda y observara a través de la
cristalera el interior: las latas y las revistas, bebidas y verduras, un mostrador y dos sombras hablando. Una de ellas inclinada sobre la otra, diciéndole algo al oído,
para marcharse después con un gesto
de alivio. Esa primera sombra cerrando la puerta, sonriendo, cruzando la calle sin mirar y siendo abordada por una camioneta que ni siquiera reduce la
velocidad o intenta socorrerla. La
otra sombra, la que se había quedado dentro,
ajena a cualquier pensamiento que no sea el pacto que acababa de sellarse en la tienda de ultramarinos,
recogiendo con agitación, mostrando
un nerviosismo entre esperanzado e ilusionado.
Esa misma sombra cerrando la caja, despejando el mostrador, anotando un encargo para el día siguiente
y llevándose la mano al bolsillo para
cerrar la puerta del establecimiento.
Cuando,
entumecida y torpe por el frío, esa mano que volvía a ser mi mano, salió del interior del pantalón y
dejó caer las llaves junto al
bordillo de la acera, se reveló de un intenso y sorprendente color azul. Por cierto, ni en la acera ni
en la carretera quedaba rastro alguno del atropello.
Un minuto. Cincuenta y cinco segundos. Puedo contabilizar con exactitud el tiempo que me queda porque en mi mano derecha brilla
el metal de mi reloj de pulsera
sumergible. El contraste con el color
de mi mano es muy llamativo. Quizá
alguien pueda verlo. Será mejor que me deshaga
de él. Sin nada en la muñeca,
ya no hay manera de
identificarla. Se ha camuflado perfectamente
con el medio. Sin ese accesorio metálico
mi mano se convierte en algo transparente. Mis ojos se
vuelven entonces hacia la otra mano,
la derecha. Entonces la rabia me hace maldecir a aquel comerciante griego con el que cerré un trato que se ha cumplido hasta
el último momento.
¡Tenía la mano azul! De azul de dibujo
infantil, de cielo de día soleado y casita con chimenea. La lamparilla de mi mesita de noche iba a acabar por quemármela. ¿Cómo
era posible? ¿Qué había tocado? ¿En
dónde había estado hurgando en la tienda? Me
acosté excitado, y tardé en dormirme. O no dormí nada. No lo recuerdo. El caso es que al día
siguiente me enjaboné una y mil veces
para ver si podía sacar aquel color. Imposible. Me fui a trabajar. Usé unos guantes
que teníamos para la limpieza
para disimular aquella tara
vergonzante. Así era imposible manipular
el género, marcar los números o anotar cualquier pedido. Cuando me quité el guante
de mi mano izquierda hubo un par de
señoras que se me quedaron mirando.
Estaba asustadísimo. Me temía lo peor. No obstante, las señoras me miraron directamente a la cara y sonrieron. Me
preguntaron si llevaba mucho trabajando
allí. No me lo podía creer. La gente empezó a fijarse en mí, a mirarme a la cara, a preguntarme poniendo sus ojos en los míos. Claro que la mano azul que gesticulaba mientras conversaba con los clientes
les producía una ligera sorpresa, pero enseguida se disipaba con la charla distendida
entre vendedor y cliente.
El contrato verbal
tan extraño que había firmado
con un apretón de manos en la noche anterior, en el que
aquel griego me garantizaba una vida alejada
de la oscuridad y la indiferencia, aquel pacto nocturno tras el mostrador que ahora atraía a más y más clientes, se estaba cumpliendo. El barrio
entero se agolpaba a las puertas de
nuestro modesto establecimiento y mi madre, con la que apenas mediaba palabra, me dio un beso en la mejilla y me sonrió orgullosa. “–¡Bendito
comerciante griego!” –dije, mientras en un gesto muy teatral
acerqué mi mano izquierda y la besé apasionadamente.
Con la agitación del día
tampoco pude conciliar el sueño. Me desperté
y tardé aún un rato largo en empezar a ser persona.
En el baño me miré al espejo y me llevé la mano al rostro para confirmar que me hacía falta un buen afeitado.
La mano que palpó mi cara, la
derecha, estaba completamente azul.
Reconozco que al principio me asusté y llegué a preocuparme. Luego,
pensándolo mejor, llegué a la conclusión de que apenas había cambiado nada. Iría a trabajar y a
conversar –por vez primera en toda mi
vida profesional– con los clientes. Y así fue. La gente no dejaba de hablar conmigo. Habían venido de todas las calles cercanas, como el día anterior. Eso fue
por la mañana. Por la tarde, y desde primera
hora, nada más abrir, llegó gente de otros barrios, que vivían en calles de las que
nunca había oído hablar y que, cada vez con más interés, se dirigían a mí, querían
que yo les atendiera, que les contara,
que les dijera esto o aquello o lo de más allá. Intentaba hacer mi
trabajo y llevar todas esas conversaciones
a las que no estaba acostumbrado en absoluto,
pero era más y más difícil…
Esa noche dormí sin tiempo para quitarme
los zapatos, totalmente vestido, derrotado. A la mañana
siguiente, cuando me quité la camisa arrugada que echaba para atrás de sudor y olor a fruta, descubrí
en el espejo un torso azul. Absolutamente
azul.
Ya he tocado fondo. La película
de mi vida está llegando a los
momentos más dramáticos. Lo veo tan claro, tan vívido. Es tan real que parece que lo esté viviendo
una y otra vez. Pero sé que es
solamente el recuerdo pegado a un cerebro que en pocos segundos dejará de funcionar. Ahora no llevo puesta ropa alguna. Mi torso está desnudo y lo veo con ese color que no ha dejado de acompañarme,
de inundarme, de tragárseme. Treinta segundos.
Veinticinco en realidad.
El cuello asomaba por entre la camisa a cuadros y el delantal anaranjado de la tienda.
Cada vez más curiosos con ganas de conversar
se apiñaban en torno al mostrador. En la tienda
apenas se cabía. Mi madre
tuvo que colocar una barra en la calle para despachar
también fuera, aunque primero tuvo que convencer a la policía local. De todas formas, tampoco sirvió de nada. No venían a comprar a la tienda, sino a ver,
a oler, a conversar con el tendero.
Yo me agobié. Hubo un día que estallé y mandé callar
como hacía la directora del colegio. Se produjo un silencio. Duró quince
segundos, tras los cuales, todo el mundo siguió como si nada, buscando un hueco entre el mostrador para dirigirse a mí y preguntar, preguntar, preguntar… Al día siguiente mis extremidades inferiores eran también del color de la mano izquierda. Del color de la derecha,
del color de mi pecho y de mi cuello
y de mi espalda. La clientela seguía viniendo, en bandadas y manadas, siempre revoloteando alrededor de nuestra tienda de ultramarinos, acechando como fieras al joven tendero
de color… azul.
El día que me levanté
y descubrí que tenía la cara teñida
de azul ya nada me importó. Tampoco me afectó excesivamente que no esperaran a que llegara
a la tienda para avasallarme. Muchos hacían noche en plena calle para acompañarme desde la puerta de mi edificio hasta la tienda. Ni me inmuté cuando un grupo de japoneses
se plantó en la esquina
de la calle para hacerme
fotos. Se hacían visitas
guiadas a la tienda, organizadas por una agencia de viajes que proporcionaba una cuantiosa suma de dinero
a mi madre, quien no había dejado de recibir ingresos desde mi castigo. Todo lo que había a mi alrededor
me resbalaba desde hacía ya unos
días. Había transcurrido un mes. Un mes.
El comerciante griego me había dejado en la tienda con una carga que ya
no era capaz de soportar. Busqué por todas partes noticias de aquel
viejo comerciante extranjero. Descubrí que era una
especie de escritor incomprendido y que habían encontrado su cuerpo tres calles más allá de nuestra
tienda de ultramarinos. Ya no había
otra forma de escapar de su pacto maldito. El
contrato solamente podía romperse de una manera. Tenía que pensar el modo de llevarlo
a cabo y, estaba obsesionado con esa idea, era
imprescindible que nadie se percatara, que nadie fuera consciente de ello. Tenía que pasar inadvertido. Solamente
quería eso. Un anuncio del verano, que ya estaba
a la vuelta de la esquina, me ofreció el lugar, el momento y el plan perfecto.
Ya está hecho. El plan ha
salido a las mil maravillas. El fondo
de la piscina, sus azulejos y su pintura azul y la luz clara del verano harán imposible que encuentren
mi cuerpo. Ya sabes lo que me ha ocurrido,
cómo empezó todo y por qué acaba así. Toda
mi vida había buscado que se me tuviera en cuenta. Ahora confío en que nunca nadie
note mi ausencia.
Cinco segundos y se me termina
el oxígeno. Cuatro, tres, dos…