lunes, 9 de enero de 2023

El hotelito

 

EL HOTELITO

 

Mi madre siempre me lo advirtió. No tienes por qué tomarte todo al pie de la letra –me decía–, porque entonces nunca dejarás de ser un inadaptado. Se desesperaba cuando le respondía que no entendía lo que quería decir y que, para su información, las letras no tenían pies. Por eso a nadie puede sorprenderle que aquella noche hubiera colgado el cartel de completo en la curva de la carretera desde la que anunciábamos nuestro modesto hotel. Mi madre había deseado en voz alta que nada le habría gustado más que ver a todos esos tipos entre rejas, y todas las ventanas de nuestras habitaciones disponían de ellas. No debería ser yo quien lo dijera, pero me había encargado personalmente de pintarlas y habían quedado estupendas.


Estábamos viendo la tele en la salita de recepción y, como era final de verano, el telediario se entretenía con un reportaje avalado por un estudio de alguna universidad americana según el cual casi un cien por cien de la población, ante un vagabundo, un pordiosero o cualquiera con malas pintas, evitaría prestarle atención o auxilio y pasaría de largo. De hecho, habían colocado unas cámaras en una conocida calle de la capital y nada menos que diez viandantes demostraron con su comportamiento tal hipótesis. 

Mi madre y yo nos irritamos ante la pobre mujer zarrapastrosa que asistía indefensa a las muestras más virulentas de desprecio y humillación de aquella decena de transeúntes. Fue en ese momento cuando a mi madre se le escapó su fatídico ojalá y a mí se me ocurrió la idea. No pude desarrollarla entonces porque mi madre añadió que la noticia le había puesto roja de ira y yo tuve que convencerla de que su piel mantenía el mismo aspecto blancuzco de siempre. Tuve que bajarle un espejo para que comprobara por misma que yo tenía razón. Observé a través del cristal que ladeaba la cabeza y se llevaba las manos a la cabeza.

 

Mi madre iba a llevarse una sorpresa y no quería que sospechara nada. Las imágenes de la tele eran nítidas y yo conocía a un tipo que era capaz de buscar por ordenador al dueño de esos rostros y rastrearlos hasta dar con su paradero. Después solamente me quedaría atraerlos hasta nuestro humilde hotel y alojarlos en las diferentes habitaciones. ¡Qué sorpresa se llevaría mamá cuando viera encerrados a aquellos que tanto la habían soliviantado! Entretanto, ya había empezado a pensar qué hacer con cada uno cuando llegaran al hotel.

En estas estaba yo cuando entró mi madre en mi habitación. Estaba la cama sin hacer pero a ella no le importó. Simplemente me dijo que sabía que me traía algo entre manos y que ya era hora de que se lo contara todo. No le bastó que le enseñara las dos manos para que comprobara por ella misma que lo que decía no era cierto. Tampoco se quedó tranquila cuando, después de insistir en que ella se estaba oliendo la tostada, bajé como un rayo a la cocina y le mostré la tostadora limpia como una patena. Cuando todavía persistió y me gritó enfurecida que allí había gato encerrado ni siquiera esperó a que volviera con el gato callejero al que dábamos de comer de vez en cuando. En el momento en que regresé a mi habitación con el animalito paseándose libre- mente entre mis piernas, ella había vuelto al saloncito y se estaba metiendo un lingotazo.



Los médicos siempre han dicho que lo mío no es muy grave y que, a pesar de que no existe tratamiento, basta con no darle importancia. Se supone que tengo una afasia, creo que la llaman, que imposibilita a mi cerebro a encontrar en el lenguaje la interpretación “por encima de la mera literalidad del enunciado”. En otras palabras, debido a un desajuste poco común, soy incapaz de ir más allá del significado literal de la frase y no tengo la habilidad lingüística que a cualquier otro le permite saltar por encima de las palabras y encontrar el sentido figurado con el que el emisor las ha dotado en realidad. 

Para el doctor que me trató desde el principio la única consecuencia negativa de este trastorno está directamente relacionada con el nivel de aguante de las personas de mi entorno. Un joven psicólogo, con una ilusión que contagió a mi pobre madre, se empeñó en trabajar conmigo en la época del instituto. Me dijo que nunca iba a tirar la toalla, que el día que eso ocurriera no tendría valor de volver a mirarme a la cara, que confiara, pues, en su palabra. La mañana en la que mi madre y yo nos lo encontramos en la piscina municipal y observé cómo, nada más secarse, arrojaba la toalla de baño sobre el césped, me acerqué hasta él, le recordé sus palabras y le dije que habíamos terminado para siempre. 

Mamá intentó que volviera a ocuparse de y llegó a llorar desconsoladamente ante el joven. Fue inútil porque él también sabía que nunca me curaría. Han pasado muchos años y no me ha ido tan mal desde aquel episodio y ahora, aunque no haya mejorado nada, mi madre parece haberse resignado y cada vez soporta mejor los desajustes interpretativos propios de mi enfermedad. Para ser sincero, no he incluido entre esos desarreglos el último incidente con el que quise sorprenderla en nuestro propio hotel.

 

¿Por qué se lo ha tomado tan a la tremenda? Teníamos diez habitaciones justas y todas estaban vacías. Eran diez las personas que habían ignorado con crueldad a aquella pobre criatura que solo mendigaba un poquito de caridad delante de ellos. Mi madre quería verlos a todos entre rejas y nosotros teníamos esos barrotes relucientes en nuestra propiedad. Si tanto dice que me quiere y me comprende, si realmente ha hipotecado su felicidad personal para cuidar de mí y si, como me jura y perjura, ha asumido mi triste patología, ¿cómo podía yo imaginarme que se pusiera como se puso? 

Ahora es ella la que tiene un problema, me han dicho los médicos que la están tratando. Claro que yo no puedo ayudarla desde la institución en la que me han ingresado. Se le ha escapado a uno de esos especialistas que escriben más artículos que pacientes visitan. Ha dicho que su mente se ha disparado, que toda frase que escucha consigue darle la vuelta para que adquiera un significado disparatado, alejado de cualquier realidad. Dice que es imposible mantener una conversación con ella e incluso que nadie es ya capaz de comunicarse con mi madre. Tenía pinta de querer decirme muchas cosas más aquel sabio doctor pero se calló en el momento en el que hice una apreciación a su última intervención. Me había dicho que mi madre tenía la cabeza hecha fosfatina y yo le hice observar que en la cabeza de mamá no existía la más remota posibilidad de que semejante mezcla de fosfato, cal, azúcar y fécula tuviera cabida.

 

Aquel médico se despidió y no ha vuelto a visitarme. Yo estoy metido en una habitación el doble de grande de la que tenía en el hotel y aquí no tengo que trabajar. Echo en falta a mamá, claro, y nadie se toma con tanto aplomo mis deslices lingüísticos como ella, pero no me quejo. Aquellas diez personas se fueron sin pagar la habitación y los diez taxistas que contraté para que los trajeran con la promesa de unas ganancias ajustadas a los intereses de cada miserable no protestaron cuando les tripliqué las propinas. La anciana de la habitación 9 sufrió un ataque y el muchacho de la 2 se despertó con el pelo blanquecino, pero al margen de eso los demás no presentaron alteraciones dignas de reseñar. Un hombre de aspecto feroz, el de la 4, dicen que no consigue controlar su esfínter y la señora de la 6, que nadie había conseguido hacerla callar, tiene al marido más feliz de la tierra, pues no ha vuelto a despegar los labios desde que la policía sacó a todos nuestros inquilinos del hotel.

A todos menos al anciano escritor de la habitación 1, que había conseguido salir de ella y huir hacia la carretera poco antes de que preparara las cenas, aprovechando que bajé la guardia confiado en la debilidad de su aspecto. Fue una tontería y no pude hacer nada por evitar que aquel camión lo catapultara hasta la cuneta. En su cartera no encontraron ni siquiera el carné de identidad, caducado por cierto. Lo guardo como un recuerdo de aquella noche, el único de la fiesta sorpresa que mamá aún no ha sido capaz de agradecerme.



Mis cuidadores insisten en que tengo que aprender algo de todo esto. Hoy me ha dicho uno de ellos, nada simpático por cierto, que es preciso que extraiga la moraleja. ¿Me puede alguien explicar quién contrata a este personal inepto en nuestro sistema de salud? ¿O es que de verdad se piensa el enfermero que existe semejante máquina excavadora capaz de remover los cimientos de un barrio entero como el de la Moraleja?

martes, 27 de diciembre de 2022

El rey Midas o el cuento de la tienda de ultramarinos

 

EL REY MIDAS

 

Dos minutos y quince segundos. Catorce, trece,… Es lo que me resta de vida. Dicen que en los últimos instantes de tu existencia todo se te viene a la memoria, como flashes, como imágenes sin pies de página, sin continuidad, así, a la buena de Dios. Yo, que sé que estoy a poco más de cien segundos de la muerte, te puedo decir que no es así. No se trata solamente de imágenes. Hay sonidos, hay luz, hay conversaciones detrás de esas fotografías. Además, todas tienen un orden perfecto y el mensaje es muy, muy claro. Hay un guion cerrado –esto es evidente– y tú lo ves representar y aplaudes –o no– tu actuación en esa película. 

Apenas llevo segundos visionando la cinta y ya me arrepiento de haber trabajado en el filme. Y lo que más me enfurece es que he tenido los peores compañeros de reparto. Alguien quiso hundirme la vida cuando recibió el encargo de dirigir los castings. Por cierto, “hundirme la vida” no es una metáfora.

 


Yo nací para que nadie se fijara en mí. Fui el segundo de cinco hermanos y, además, no vine al mundo solo. Mi hermano gemelo, todavía me pregunto por qué, le hacía más gracia a mi madre. Mi viejo nos ignoraba a ambos. A mi hermano mayor, Alberto, se le tenía en consideración. Su opinión contaba ya desde que era un mocoso. De Luis, mi hermano gemelo, podría decir que se convirtió en el niño mimado de la casa. Y cuando llegaron Isabel y Ángela no supieron quitarle el puesto. Pero eran las niñas y a las niñas hay que cuidarlas. Hasta mi padre preguntaba alguna vez por ellas. Mamá me quería, lo sé, pero no sabía demostrarlo. Una reina ha de serlo y también parecerlo. Mi madre no quería acurrucarme, decirme cosas al oído, con esa voz entre suave y vibrante que tanta paz podía llegar a transmitir. Cuando éramos unos bebés, al que cogía cuando llorábamos era a Luis. Si alguno tenía hambre al que miraba y daba primero el pecho era a mi hermano. ¿Por qué? En casa llegué a asumir que había una razón para ser tratado de esa manera y la busqué incluso en mi propio comportamiento. ¿Tenía yo la culpa? ¿Era algo que decía o hacía? Cuando crecí, el problema salió de casa y se metió en el colegio.


El maestro de inglés no tuvo la culpa. Era lógico que nos confundiera. ¡Por el amor de Dios, éramos gemelos! Sin embargo, el comentario de la directora fue fulminante y me partió en dos el corazón. Lo todo. La directora llamó aparte a mi profesor y se rió de su error. “¡Cómo si no hubiera diferencias! –dijo–. Se ve que eres nuevo. A los críos sin talento, a los futuros fracasados, a los “don nadie” de este mundo uno no puede dejar de identifi- carlos. Así –puso la mano a la altura de las rodillas–, desde que no levantan un palmo del suelo”.


Nunca más levanté la mano en clase para contestar a las preguntas de los maestros, ni pedí permiso para salir a la pizarra o ir al aseo. No di problemas y no me tuvieron que amonestar o castigar. En el patio paseaba solitario observando los pájaros, las hojas de los árboles, ajeno al fútbol, a las idas y venidas de mis compañeros. Hasta mi hermano se olvidaba de mí. Si un día faltaba a la escuela, no se preocupaba de recoger las fichas que entregaban los maestros. Ni siquiera los profesores me ponían falta. Era como si no existiera. 

Una vez tuvimos que hacer un trabajo por parejas. Había que salir al patio y encontrar no sé qué tipo de hoja entre un montón de matojos que había junto a la fuente. Las parejas las hicimos nosotros. Hubo un niño, Fermín, que se quedó solo. Casi llorando le dijo al maestro que él quería participar, que era mala suerte, que era injusto. Me tenía en el asiento de al lado y yo tampoco tenía pareja. Don Pedro, el maestro que nos daba Conocimiento del Medio, le consoló. Él sería su pareja. Oculté el rostro para que no vieran una lágrima que resbalaba por mi mejilla. No hubiera hecho falta esconderlo. Tampoco habrían mirado.


 

Minuto y medio. Ha corrido el marcador y los primeros años de mi vida han desfilado delante de mis ojos. He visto a mamá y a papá, alejado, sumergido en sus libros e investigaciones. Me he acercado a la foto de familia, en la que estamos los siete y, nunca me había dado cuenta de ello, yo estoy sonriendo como un chiquillo feliz. La escuela, la clase, el patio… Todo lo he reconocido. Mis maestros, con su voz, conservada tal y como era, sus gestos, sus lecciones. Todo sigue un orden preciso e idéntico al de mi experiencia. Ya me queda menos tiempo y me urge indagar en mi propia película, preguntar a los actores, entrevistarme a mismo, protagonista por primera vez de algo. No quiero romper el hilo. Deseo continuar este viaje, del que me queda poco más de la mitad. Pero antes de que el árbitro se lleve el silbato a los labios quiero volver a mirar las jugadas, repasarlas. Por cierto, ya he descendido unos metros más. No distingo la superficie. Voy hacia el fondo. También quiero, en el recorrido de mi vida, llegar hasta lo más hondo.


 

Nada más terminar el colegio empecé a trabajar en la tienda de mi madre. Era una vieja tienda de ultramarinos. En ella podías encontrar desde un destornillador a una docena de huevos. Había de todo. Por eso se necesitaba un esfuerzo doble para inventariar todo lo que nos llegaba y colocar cada género en su lugar correspondiente. Mi hermano mayor, en quien mis padres habían puesto su confianza, terminaría estudios superiores. Luis, el gemelo, apuntaba maneras, y sería un buen abogado, aunque toda la familia tuviera que hacer un esfuerzo. El esfuerzo, por supuesto, incluía que su hermano gemelo, o sea, yo mismo, ayudara en la tienda y olvidara los estudios, el instituto y todo lo demás. Me convertí en el tendero del barrio y a las chicas no les decía nada “el chaval del delantal gris” que a veces las atendía desde un mostrador atiborrado de conservas, botes y revistas. 

Era en el instituto en donde se podía “tontear”. Para hombres hechos y derechos y con trabajo quedaba el resto de su vida. Y el trabajo de esos hombres que tenían en mente las adolescentes de risa floja no se parecía en nada al que se encuentra detrás del mostrador de una tienda de barrio. Volvía a ser invisible. Ni siquiera las señoras, cuando me iban a pagar, levantaban la vista para mirarme a los ojos. Su punto de mira era el género, el precio y la mano que devolvía los cambios. Nunca habían seguido con la mirada el brazo y el cuerpo al que pertenecía esa mano. Los ojos o la sonrisa de ese cuerpo que tan solícitamente las atendía. 

Sin embargo, no es cierto que fuera absolutamente invisible para todo el mundo. El comerciante griego de apellido impronunciable sí se fijó en mí, en mis ojos, en mi tristeza y en mi dolorida existencia. Maldita la hora en la que lo hizo. 



Todo empezó con las latas de atún. Mi madre había discutido con el proveedor, y este la había tachado de su lista. Nunca más iba a entregarnos su habitual cargamento de latas y, había llegado a amenazarla, bien se encargaría de que nadie la prove- yera. A mi madre le pareció una fanfarronada hasta que, un mes después, no había entrado en la tienda una sola lata de atún en conserva. 

Mi madre estaba desesperada. Cuando contaba esto a otros tenderos, le daban golpecitos en la espalda, se lamentaban con ella y participaban de su mala suerte, pero ninguno le daba una solución. Sin quererlo le recriminaban que hubiera sido tan descarada y desconsiderada con aquel que tantos años había sido su fiel proveedor. Yo no supe cómo animar a mamá. Me contagié de su intranquilidad y el agobio se me metió dentro. Despachaba con nerviosismo, no me centraba y daba mal las vueltas e incluso equivocaba el peso en la báscula. 


Fue en una de esas tardes en que todo salía mal y no me podía quitar la preocupación del rostro cuando oí por vez primera esa voz nasal y de marcado acento extranjero.

–Tiene un problema. Yo puedo solucionar ese problema.

–¿Habla usted conmigo, señor? –Estaba distraído con el cambio de un cliente.

–Usted tiene una preocupación. Yo puedo aliviar preocupación.

–¿Puede solucionar lo de las latas? ¿Ha hablado ya con mi madre? –Aquel extraño iba a poner fin a un mes y medio de angustias e insomnio.

–Usted no es feliz. A usted nadie le conoce. Pasa desapercibido. Es como aire invisible en tarde de otoño. Se rozan las hojas, se ven sus colores. No el viento que las trae y las pone frente a los ojos –dijo aquel individuo, en un tono sentencioso, directo y perturbador.


En ese momento nadie había en la tienda. Solamente el comerciante griego y yo. Me contó su aventura, que parecía sacada de una novela barojiana. Me reveló, con unos ojos entre soñadores y escrutadores, perdidos y fijos a un mismo tiempo, el gran misterio de la vida. Había penetrado mi alma y sondeado mis más íntimos pensamientos. Me ofreció lo que yo anhelara desde que viniera al mundo: salir de mi anonimato. Podría –si realmente quería– ser alguien reconocible, disfrutar de la atención de los demás. La entrevista con el griego caló muy hondo en mi interior. Al día siguiente, a la hora del cierre, volvería. Para entonces tenía que tener una respuesta.


Llegó la hora. Yo veía los sucesos como si estuviera fuera de ellos. Como si hubiera salido de la tienda y observara a través de la cristalera el interior: las latas y las revistas, bebidas y verduras, un mostrador y dos sombras hablando. Una de ellas inclinada sobre la otra, diciéndole algo al oído, para marcharse después con un gesto de alivio. Esa primera sombra cerrando la puerta, sonriendo, cruzando la calle sin mirar y siendo abordada por una camioneta que ni siquiera reduce la velocidad o intenta socorrerla. La otra sombra, la que se había quedado dentro, ajena a cualquier pensamiento que no sea el pacto que acababa de sellarse en la tienda de ultramarinos, recogiendo con agitación, mostrando un nerviosismo entre esperanzado e ilusionado. Esa misma sombra cerrando la caja, despejando el mostrador, anotando un encargo para el día siguiente y llevándose la mano al bolsillo para cerrar la puerta del establecimiento. 

Cuando, entumecida y torpe por el frío, esa mano que volvía a ser mi mano, salió del interior del pantalón y dejó caer las llaves junto al bordillo de la acera, se reveló de un intenso y sorprendente color azul. Por cierto, ni en la acera ni en la carretera quedaba rastro alguno del atropello.

 


Un minuto. Cincuenta y cinco segundos. Puedo contabilizar con exactitud el tiempo que me queda porque en mi mano derecha brilla el metal de mi reloj de pulsera sumergible. El contraste con el color de mi mano es muy llamativo. Quizá alguien pueda verlo. Será mejor que me deshaga de él. Sin nada en la muñeca, ya no hay manera de identificarla. Se ha camuflado perfectamente con el medio. Sin ese accesorio metálico mi mano se convierte en algo transparente. Mis ojos se vuelven entonces hacia la otra mano, la derecha. Entonces la rabia me hace maldecir a aquel comerciante griego con el que cerré un trato que se ha cumplido hasta el último momento.

 


¡Tenía la mano azul! De azul de dibujo infantil, de cielo de día soleado y casita con chimenea. La lamparilla de mi mesita de noche iba a acabar por quemármela. ¿Cómo era posible? ¿Qué había tocado? ¿En dónde había estado hurgando en la tienda? Me acosté excitado, y tardé en dormirme. O no dormí nada. No lo recuerdo. El caso es que al día siguiente me enjaboné una y mil veces para ver si podía sacar aquel color. Imposible. Me fui a trabajar. Usé unos guantes que teníamos para la limpieza para disimular aquella tara vergonzante. Así era imposible manipular el género, marcar los números o anotar cualquier pedido. Cuando me quité el guante de mi mano izquierda hubo un par de señoras que se me quedaron mirando. 

Estaba asustadísimo. Me temía lo peor. No obstante, las señoras me miraron directamente a la cara y sonrieron. Me preguntaron si llevaba mucho trabajando allí. No me lo podía creer. La gente empezó a fijarse en mí, a mirarme a la cara, a preguntarme poniendo sus ojos en los míos. Claro que la mano azul que gesticulaba mientras conversaba con los clientes les producía una ligera sorpresa, pero enseguida se disipaba con la charla distendida entre vendedor y cliente. 


El contrato verbal tan extraño que había firmado con un apretón de manos en la noche anterior, en el que aquel griego me garantizaba una vida alejada de la oscuridad y la indiferencia, aquel pacto nocturno tras el mostrador que ahora atraía a más y más clientes, se estaba cumpliendo. El barrio entero se agolpaba a las puertas de nuestro modesto establecimiento y mi madre, con la que apenas mediaba palabra, me dio un beso en la mejilla y me sonrió orgullosa. “–¡Bendito comerciante griego!” –dije, mientras en un gesto muy teatral acerqué mi mano izquierda y la besé apasionadamente.

Con la agitación del día tampoco pude conciliar el sueño. Me desperté y tardé aún un rato largo en empezar a ser persona. En el baño me miré al espejo y me llevé la mano al rostro para confirmar que me hacía falta un buen afeitado. La mano que palpó mi cara, la derecha, estaba completamente azul. 


Reconozco que al principio me asusté y llegué a preocuparme. Luego, pensándolo mejor, llegué a la conclusión de que apenas había cambiado nada. Iría a trabajar y a conversar –por vez primera en toda mi vida profesional– con los clientes. Y así fue. La gente no dejaba de hablar conmigo. Habían venido de todas las calles cercanas, como el día anterior. Eso fue por la mañana. Por la tarde, y desde primera hora, nada más abrir, llegó gente de otros barrios, que vivían en calles de las que nunca había oído hablar y que, cada vez con más interés, se dirigían a mí, querían que yo les atendiera, que les contara, que les dijera esto o aquello o lo de más allá. Intentaba hacer mi trabajo y llevar todas esas conversaciones a las que no estaba acostumbrado en absoluto, pero era más y más difícil… 

Esa noche dormí sin tiempo para quitarme los zapatos, totalmente vestido, derrotado. A la mañana siguiente, cuando me quité la camisa arrugada que echaba para atrás de sudor y olor a fruta, descubrí en el espejo un torso azul. Absolutamente azul. 



Ya he tocado fondo. La película de mi vida está llegando a los momentos más dramáticos. Lo veo tan claro, tan vívido. Es tan real que parece que lo esté viviendo una y otra vez. Pero sé que es solamente el recuerdo pegado a un cerebro que en pocos segundos dejará de funcionar. Ahora no llevo puesta ropa alguna. Mi torso está desnudo y lo veo con ese color que no ha dejado de acompañarme, de inundarme, de tragárseme. Treinta segundos. Veinticinco en realidad.


 

El cuello asomaba por entre la camisa a cuadros y el delantal anaranjado de la tienda. Cada vez más curiosos con ganas de conversar se apiñaban en torno al mostrador. En la tienda apenas se cabía. Mi madre tuvo que colocar una barra en la calle para despachar también fuera, aunque primero tuvo que convencer a la policía local. De todas formas, tampoco sirvió de nada. No venían a comprar a la tienda, sino a ver, a oler, a conversar con el tendero. Yo me agobié. Hubo un día que estallé y mandé callar como hacía la directora del colegio. Se produjo un silencio. Duró quince segundos, tras los cuales, todo el mundo siguió como si nada, buscando un hueco entre el mostrador para dirigirse a mí y preguntar, preguntar, preguntar… Al día siguiente mis extremidades inferiores eran también del color de la mano izquierda. Del color de la derecha, del color de mi pecho y de mi cuello y de mi espalda. La clientela seguía viniendo, en bandadas y manadas, siempre revoloteando alrededor de nuestra tienda de ultramarinos, acechando como fieras al joven tendero de color… azul. 


El día que me levanté y descubrí que tenía la cara teñida de azul ya nada me importó. Tampoco me afectó excesivamente que no esperaran a que llegara a la tienda para avasallarme. Muchos hacían noche en plena calle para acompañarme desde la puerta de mi edificio hasta la tienda. Ni me inmuté cuando un grupo de japoneses se plantó en la esquina de la calle para hacerme fotos. Se hacían visitas guiadas a la tienda, organizadas por una agencia de viajes que proporcionaba una cuantiosa suma de dinero a mi madre, quien no había dejado de recibir ingresos desde mi castigo. Todo lo que había a mi alrededor me resbalaba desde hacía ya unos días. Había transcurrido un mes. Un mes.

El comerciante griego me había dejado en la tienda con una carga que ya no era capaz de soportar. Busqué por todas partes noticias de aquel viejo comerciante extranjero. Descubrí que era una especie de escritor incomprendido y que habían encontrado su cuerpo tres calles más allá de nuestra tienda de ultramarinos. Ya no había otra forma de escapar de su pacto maldito. El contrato solamente podía romperse de una manera. Tenía que pensar el modo de llevarlo a cabo y, estaba obsesionado con esa idea, era imprescindible que nadie se percatara, que nadie fuera consciente de ello. Tenía que pasar inadvertido. Solamente quería eso. Un anuncio del verano, que ya estaba a la vuelta de la esquina, me ofreció el lugar, el momento y el plan perfecto.


 

Ya está hecho. El plan ha salido a las mil maravillas. El fondo de la piscina, sus azulejos y su pintura azul y la luz clara del verano harán imposible que encuentren mi cuerpo. Ya sabes lo que me ha ocurrido, cómo empezó todo y por qué acaba así. Toda mi vida había buscado que se me tuviera en cuenta. Ahora confío en que nunca nadie note mi ausencia. 

Cinco segundos y se me termina el oxígeno. Cuatro, tres, dos…