¿CUÁNTOS
AÑOS CREES QUE ME CAEN?
Hoy
es mi cumpleaños. Desde luego que no era con esto con lo que soñaba cuando
apenas era un chiquillo. Aquí no hay espejos, pero si me mirara ahora mismo en
uno, no reconocería mi propia imagen.
Los
chicos se han empeñado en celebrar mi cumpleaños y han organizado una fiesta,
con tarta y todo. ¿Por qué es tan importante? ¿Qué quiere demostrar toda esta
panda de energúmenos, vestidos con la misma indumentaria, gritando las mismas
consignas, abriendo la boca y adoptando la estúpida expresión de las viñetas de
las tiras cómicas del Heraldo? Ya pueden seguir vociferando, que no voy a salir
a celebrarlo con ellos.
Cuando
yo no era más que un niño del barrio de Las Fuentes, un mozo de la ciudad de
Zaragoza, un crío de capital con más acento que vocabulario, tenía mis
aspiraciones, mis fantasías y mis proyecciones a puerta cerrada y luces
apagadas. Sobre la blanca pantalla de mis sueños, proyectaba yo jugadas de
pizarra y goles de antología en La Romareda, notas impecables y felicitaciones,
golpecitos en la espalda y cumplidos durante mis años de carrera en el
Paraninfo, un puesto de trabajo envidiable, una esposa de ensueño…
En aquellas cintas de VHS y aquellos DVD
que mi imaginación fabricaba como churros, aparecía yo siempre con una sonrisa
triunfante y una mirada abierta al mundo. Yo era delantero del mejor Zaragoza
de la historia, investigador en un
laboratorio de prestigio y actor y novelista de éxito. Y siempre sonreía y estrechaba
manos y repartía abrazos como el que achica balones desde la portería.
Y en esos sueños todavía no había cumplido
los cuarenta.
No
he salido de esta estancia y no voy a hacerlo. Cuarenta años. La vida me ha
plantado aquí y me acaba de despertar esta mañana con un jarro de agua fría y
una alarma que no hay manera de desconectar. No entiendo cómo todo el mundo
está tan excitado ahí abajo. No comprendo a qué viene tanta histeria. Cuarenta
años. Yo nunca pensé que me vería así con esta edad.
Tengo
las dos manos ocupadas y se me están agarrotando. No puedo soltarlas ahora. Estoy
sudando y no me encuentro demasiado bien, como si mi cuerpo quisiera decirme en
su lenguaje que ya está bien, que hasta aquí hemos llegado, que todos mis
huesos, mis músculos y mis nervios acaban de cumplir cuatro décadas.
Recuerdo
aquellos polos de los domingos, amarillos y anaranjados, que se vendían a cinco pesetas en la heladería
de la calle Don Jaime y que te duraban más de media hora. La lengua terminaba
compitiendo con el papel de lija que nuestro profesor de Plástica o
Pretecnología nos hacía comprar para aquellos trabajos de la escuela.
Los lengüetazos a mi polo de limón o de
naranja fueron los precursores de las modernas baterías o de los cargadores de
los móviles. Te sentabas en un banco de la plaza de La Seo y dejabas que la
lengua se adormeciera sobre aquel trozo de hielo monocolor. Entonces, tu
imaginación volaba y tus sueños te convertían en protagonista indiscutible. No
necesitabas películas ni videojuegos. Te bastaba dejar que el polo se fuera
consumiendo.
Sin
embargo, la vida vino a interponerse y desbaratar esa imagen que mi inocencia
se encargaba de proyectar en mi cabeza.
Por eso estoy aquí, muy lejos de mis
sueños, en la celda de esta prisión de Zuera, cumpliendo mi condena.
Por eso estoy aquí, con el cuchillo de la
tarta en una mano y el cuello del alcaide en la otra, preguntándome cuántos
años van a echarme el día de mi cuarenta cumpleaños.
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