JUEGO
DE CADERAS
Un ligero hormigueo en la pierna
derecha parece haber activado mi mente en esta noche oscura y desapacible. A
pesar del movimiento que se está produciendo a mi alrededor, yo solamente me
concentro en mis recuerdos, en ponerlos en fila y ordenarlos, como los chopos de
este paseo urbano. Es como si toda esta actividad frenética de sirenas,
maquinaria y ráfagas de luz no tuviera nada que ver conmigo.
Recuerdo
a la perfección el momento cuando mi cabeza comenzó a ordenarlo todo. Un
compañero de trabajo vino a verme a mi casa y me preguntó por mi convalecencia
tras la operación. Mi mujer le había servido una cerveza de trigo y antes de
que se diera cuenta, mi colega se vio sorprendido por mi exhibición con las
muletas por el pasillo de mi casa. Había visto las fotos de las grapas y de la cicatriz
en el móvil y no se podía creer mi narración de la operación. No me habían
sedado completamente y yo le había descrito lo que había escuchado mientras el
equipo de cirujanos del servicio de traumatología hacía su trabajo.
Mi
compañero se quedó muy afectado con una frase que había rescatado yo de mi
operación de prótesis de cadera. La había pronunciado el traumatólogo jefe del
Hospital, poco antes de que se me llevaran al box de los quirófanos. Mi colega
se marchó muy tocado y mi mujer y yo nos quedamos en silencio, digiriendo las
palabras del cirujano.
“Y
pensar que esta prótesis viene de donde viene y ha provocado semejante
destrucción en el pasado; en fin, ya sabéis el origen de este juego de piezas
con las que estamos trabajando últimamente.” Habían transcurrido quince días
desde que el doctor Muñoz Marín pronunciara estas palabras delante de su equipo
y entonces yo empezaba a comprender su verdadero significado.
La
noche de la visita de mi compañero apenas pude conciliar el sueño. El recuerdo
de lo que más tarde he llamado “los incidentes” comenzó a formarse bajo la
sombra del insomnio. Esa misma noche me puse a recordar el primer episodio.
Este se había producido apenas una semana después de mi salida del hospital.
No
me había dado cuenta entonces, sin embargo, entre las sábanas y con la pierna
operada que se me dormía a ratos, recordé aquella reacción y aquel gesto de
estupor de los transeúntes durante mi paseo matinal de la primera semana de
baja. La noche de mi duermevela, cuando se me presentaron como una aparición
los rostros atemorizados de esos viandantes, lo reconocí por fin. Ese había
sido, indudablemente, el primer incidente.
La
segunda vez tampoco fui consciente en el momento del episodio. No fue hasta más
tarde cuando recordé que la muchacha con la que compartía el ascensor aquella
mañana de oficina había torcido el morro y había abierto los ojos como lo hacen
las protagonistas de las historias gráficas. En la tercera y cuarta ocasiones
yo ya estaba prevenido e identifiqué de forma instantánea que se trataba de dos
episodios más del mismo acontecimiento fatal. Las manifestaciones de horror y
sorpresa tanto de mis compañeros de fila en el supermercado como del resto de
pacientes que asistían conmigo a la consulta de mi doctor de cabecera avalaban
mis conclusiones.
Para
el quinto y último de los incidentes, que acaba de ocurrir ahora, es inútil
buscar excusas.
Han
pasado un mes y diez días desde la operación. He venido esta misma tarde al
Hospital, a la zona de consultas. He acudido a mi cita con el médico que me
operó en la planta -1 de este recinto hospitalario. Hace unos cinco meses me
descubrieron una artrosis severa en la cadera derecha. A pesar de que no llego
a la cincuentena, la cirugía era altamente recomendable. Me puse en las manos
del doctor. Todo fue maravillosamente bien y parece que la evolución de la
pierna está siendo fantástica. Todo, salvo unos cuantos incidentes a los que no
dejo de dar vueltas y más vueltas en los últimos minutos.
El médico ha sido el que me ha hecho
ver las cosas con claridad hace unas horas. Yo no le había comentado nada
acerca de los incidentes. No estaba delante de un loquero y no creí oportuno
plantearle desde la camilla las especiales circunstancias que se habían
producido desde la operación. Al traumatólogo le interesaba la evolución de mis
movimientos, el ajuste de la prótesis de mi cadera derecha, el aspecto de las
grapas o la marcha de la cicatrización de mi pierna. Volvió a insistir en los
movimientos y ángulos que debía evitar a toda costa y me animó a caminar con
las muletas, a seguir saliendo a la calle…
Al final de la visita, el doctor me ha
enseñado en el ordenador la comparativa con las radiografías de antes y después
de la cirugía. La cadera y su avanzada artrosis y la parte de hueso que había
cortado para introducir la prótesis, con su vástago y su pieza de porcelana. Me
escribió en un papel el modelo que me habían puesto y la fábrica de donde esa
maravilla de pieza había salido. Aquí tengo el papel, en el bolsillo izquierdo
del chándal.
Casi
se reía mientras me confirmaba, dándome una palmadita en la espalda, que la
prótesis de mi cadera derecha procedía de material reciclado de los plásticos
con los que se fabricaban armas de fuego en 3D. Por lo visto se habían
requisado una cantidad considerable de ellas y un juez consideró que habían de
ser utilizadas con un fin totalmente opuesto al que les habían dedicado originariamente.
Mientras recogía mis cosas y me ponía en pie para dirigirme a la puerta de
salida de la consulta, el dedo firme del traumatólogo recorría el perímetro de
la pieza protésica proyectada sobre la pantalla de su ordenador. Así que esa
pieza había sido en su origen un arma homicida…
Cuando he abandonado la consulta del
doctor Muñoz aún he tardado muchos minutos en sacarme su risa de la cabeza. En
cuanto he podido zafarme de aquella banda sonora de película de terror de serie
B, todos los acontecimientos de los últimos días empezaron a cobrar sentido en
virtud de las últimas explicaciones del médico. Los rostros atribulados de
aquellas personas se han perfilado en mi recuerdo mientras me he dirigido al
aparcamiento del Centro Hospitalario. Allí me esperaba mi jefa, la mujer que no
había parado hasta conseguir que accediera a tratar hoy mismo de un asunto de
vida y muerte para nuestra empresa. Tanto había insistido que al final lo
consiguió. Ella se acercaría al Hospital, me recogería en su vehículo personal
y me llevaría hasta mi urbanización para dejarme en casa con mi mujer. Yo
solamente tenía que escuchar lo que quería proponerme. Mi jefa estaba
convencida de que yo no rechazaría su oferta.
Mientras bajaba a la planta baja del Hospital he
recordado lo de la mujer de la limpieza. Había ocurrido hacía una semana. Era
el segundo incidente, aquel que me había puesto sobre aviso, la pista que ya no
me impidió descubrir los dos acontecimientos posteriores justo en el momento en
que iban a producirse. La limpiadora, Marta creo que se llamaba, era una joven
muy hermosa, muy recatada, extremadamente tímida.
Lo
he recordado estando todavía dentro del edificio. Aquella mañana me subía al
ascensor del bloque donde se ubicaban varias empresas de la ciudad, entre ellas
la nuestra. Acababan de abandonar el elevador un par de ejecutivos que
apestaban a tabaco. Desde el interior la chica de la limpieza me preguntó que a
qué piso iba y se lo dije. Apretó el botón y cruzó los brazos, mientras su mano
izquierda se enredaba en el cabello rizado, en un gesto claro de nerviosismo.
Yo iba a introducir algún tema de
conversación pero, de repente, mi cadera se volvió loca y me hizo dar un giro
que consiguió que mi nariz aterrizara en el panel de mandos. Bloqueé el
ascensor, que quedó detenido en ese momento. La chica dio un alarido y me miró
con unos ojos que se salían de sus órbitas. Me gritó, me insultó, me dijo que
tenía claustrofobia, que estaba sufriendo un ataque de pánico, que iba a
morirse de un momento a otro. Yo traté de dar a los botones, de uno en uno,
todos a la vez, con el dedo, la mano y con el puño. Por fin se reanudó el
movimiento de la máquina y llegamos a la planta donde se encuentra la oficina.
Salí
del ascensor envuelto en sudor, con las muletas haciendo movimientos de satélite
fuera de órbita. Cuando volví el rostro descubrí, antes de que se cerraran las
puertas metálicas, que la joven limpiadora yacía inconsciente, con media espalda
apoyada en el espejo, como una yonqui plantada en mitad del túnel del metro. No
se movía.
El viento de esta tarde ha sido
intenso. Al salir a la calle por la puerta de atrás del Hospital llegó a
desvanecerse la imagen de aquella mañana aciaga en la oficina. El rostro de la
joven, sus ojos sobre todo, se me habían clavado desde entonces. Esos mismos
ojos me han llevado a pensar en lo que currió solamente tres días antes de mi
aventura en el ascensor, lo que antes he llamado el primer incidente. Pensé en
los ojos de aquellos viandantes que se me quedaron mirando, totalmente
consternados, instantes antes de sufrir el brutal atropello. Su mirada, como la
de la chica de la limpieza de la oficina, era una mezcla de desconcierto y
fatalidad.
Aquel día estaba en la calle, en uno
de mis primeros paseos en el exterior, todavía con muletas, poco después de que
me hubieran hecho las dos primeras curas, antes de que me librara de las grapas
que decoraban la parte superior de mi pierna derecha. Había llegado al semáforo a
buen ritmo, contento de la evolución de mis movimientos. No estaba cansado.
Podía dejar la manzana y cruzar hacia otra parte del barrio. Mi mujer se había
convencido de que podía dejarme un ratito solo. Nunca debería haber cometido
tal temeridad. El disco estaba en rojo para los peatones. Éramos cinco o seis
personas las que esperábamos en la acera para cruzar por el paso de cebra. Yo
sabía que aquel semáforo había dado problemas desde el principio y ya habían
tenido que arreglarlo tres veces en los últimos dos meses. Me fijé en los
peatones. Todos ellos miraban sus móviles o escuchaban música en sus cascos.
Una señora arrastraba un andador y dos hombres ya mayores discutían
acaloradamente.
El semáforo se puso en verde. Los
coches se habían detenido y el grupo de peatones comenzó a cruzar. En ese mismo
instante mi pierna derecha me dio un calambrazo, haciéndome saltar sobre el
botón del semáforo. Lo pulsé con la rodilla con fuerza y el color del monigote
cambió a rojo. Un conductor despistado que hablaba por teléfono con el manos
libres y miraba embobado al muñequito aceleró. Embistió a aquel grupo de
personas que todavía estaban a mitad del paso de peatones. Algunos de ellos me
dirigieron una mirada que yo no he podido borrar de mi mente.
Todavía siento sus miradas. Voy a
tratar de esquivarlas para poner fin a todos los recuerdos. ¿Qué ha pasado esta
tarde después de alcanzar la calle? Después de salir al exterior había tenido
que rodear el edificio del Hospital para llegar a los aparcamientos, pues la
consulta del doctor Muñoz quedaba en la otra ala del edificio. Mientras
caminaba hacia el aparcamiento no dejaba de dar vueltas sobre cada uno de los
episodios. Tras los dos primeros, los otros incidentes se condensaron en el
tiempo.
Después
de la historia de la limpiadora de mi oficina, a la que no he vuelto a ver y de
la que no he vuelto a saber nada más, llegó el tercero de los sucesos. Me
encontraba esa tarde en el supermercado, ya con la compra hecha, esperando mi
turno para pagar. Delante tenía una señora que había comprado una caja de leche
y mantequilla, junto con una tarrina de crema de cacahuete. Detrás de mí tenía
a un señor bastante obeso, con gafas y patillas, recién sacado de un despacho
de abogados de medio pelo. Me fijé en que miraba la crema de cacahuete con
verdadero desagrado. Hacía muecas ostensibles y torcía la boca. No dejaba de
decir que qué asco, que lo retire ya el chico de la caja, que lo quite cuanto
antes de su vista. Yo lo miré y entonces le escuché decir, como justificándose,
que tenía una alergia mortal a los cacahuetes.
Antes de que el chico de la caja,
Pablo ponía en su credencial, tomara por fin la crema de cacahuete para pasarla
por el lector de la caja, mi pierna derecha soltó un latigazo sobre la cinta,
haciendo volcar el tarro de la crema. Cuando Pablo alargó el brazo para evitar
que se manchara todo, un segundo golpe de mi pierna derecha mandó la crema de
cacahuete contra la cara del picapleitos. El rostro de la señora, incapaz de
abrir la bolsa de plástico que le había ofrecido el muchacho hacía ya cinco
minutos y el semblante del chico me recordaron las miradas del grupo del atropello
del paso de peatones y la expresión de la chica de la limpieza atrapada conmigo
en el ascensor.
Yo,
que solo llevaba pan bimbo y unos cogollos, dejé todo como estaba y salí
disparado del supermercado. Los alaridos del hombre del bufete de abogados se
escuchaban todavía en la calle. Mi esposa me declaró institucionalmente un
inútil para el servicio doméstico.
No había transcurrido un día desde
los hechos ocurridos en el supermercado del barrio cuando me encontré de nuevo
ante una situación que parecía repetirse y se empeñaba en acorralarme cada
momento. Una cita rutinaria con mi médico de cabecera para que me hiciera las
recetas de los medicamentos que necesitaba volvió a llevarme a una situación
crítica. Estábamos en la sala de espera y a mi lado había un muchacho con
mascarilla de color rosa palo que sujetaba entre sus manos un papel sobre el
que pude leer algo así como un permiso para una prueba de coronavirus. A su
lado había un matrimonio muy mayor, con todo el aspecto de estar bastante
delicados de salud. Todos en la sala de consultas llevábamos nuestra
mascarilla, por supuesto.
De pronto, mi pierna derecha se
flexionó y cayó sobre el rostro del chico de la prueba del Covid. Al zafarse de
mí se quitó la mascarilla. Trató de ponerse de pie pero mi pierna derecha le
propinó una segada de equipo de regional preferente. Sin poder evitarlo, cayó
el chico de la mascarilla rosa sobre los dos ancianos, a los que arrancó de un
zarpazo las mascarillas quirúrgicas azules. Estábamos nosotros solos en aquella
sala gris de espera, así que nadie vino a tratar de levantar al chico de la
prueba de Covid. Yo era el único que conservaba puesta la mascarilla ffp2 y
debo reconocer que no me atreví a acercarme al grupo escultórico de aquellos
tres personajes incapaces de desenredarse solos. Opté por pedir en el mostrador
mis recetas al día siguiente y me marché para casa. Tres días después se
hablaba de un brote en el Centro de Salud y del ingreso hospitalario de tres vecinos
de la localidad en la UCI del Hospital.
Con esos pensamientos había llegado
al aparcamiento, sorteando recodos y bordillos, tránsito rodado y adolescentes
en manadas. El día estaba nublado, aunque en mi mente todo está cada vez más
despejado. Mi cabeza acababa de repasar los últimos acontecimientos en los que
me había visto involucrado y en los que mi prótesis de cadera había vuelto a
hacer de las suyas. ¿Cuándo se terminaría todo este infierno? La imagen de mi
jefa, con el cabello al cierzo, un trajecito caro y un bolso bandolera de marca
parecía querer convencerme de que la sucesión de tragedias no había acabado
todavía. Mi pierna derecha se aceleró y las muletas golpearon el asfalto con
firmeza hasta que me colocaron frente a la puerta del copiloto del coche de mi
jefa.
Ella había abierto la puerta y
sonreía como un inspector de Hacienda o un dentista. Llevaba el traje
impecable, unos pendientes de joyería cara y unos zapatos exclusivos con brillo
de charol y piel. Yo sonreía también, más bien como el alumno que no acierta ni
una en las respuestas. Ella quiso ayudar y se ofreció a acomodarme en el
asiento del Mercedes. Le había pedido que si tenía algo para sujetar
fuertemente la pierna, cuál va a ser, la operada, no, esa no, la derecha, pero ella
se había reído con la ocurrencia. A mí no me ha hecho ninguna gracia.
Todo ha ido bien en el trayecto
hasta que hemos dejado el centro de la ciudad y nos hemos dirigido a la zona
nueva, donde las urbanizaciones. Ella no hacía otra cosa que tratar de
convencerme para que la ayudara a librarse de los indeseables de la empresa,
que aunque estuviera yo de baja todavía tenía que apoyarla y elaborar los
informes de despido, hablar con ellos, amedrentarlos si era necesario… En un
momento dado me he vuelto hacia ella y le he dicho que no iba a hacerlo.
Entonces ella se ha colocado en el carril derecho, ha aminorado la marcha
mientras tomábamos la circunvalación y me ha descubierto su maquiavélico plan.
Ella sabía que esta tarde no iba a
conseguir convencerme, así que ya había actuado con antelación. Conocía
perfectamente dónde guardaba yo en la oficina la copia de las llaves de mi
coche. Con la operación de mi cadera sabía también que era mi mujer la que iba
a conducir mi vehículo. Por eso había introducido una prenda de lencería roja suya
en la guantera, aquella que había yo manoseado y me había puesto en la cabeza en
el colofón de la pasada cena de empresa. Se trataba de su regalo del amigo
invisible. Ahora reconocía mi jefa que se había hecho ese regalo a sí misma y
que me lo había lanzado después de la cena y los brindis con toda la intención
a mi mesa. Yo había actuado con aquellas braguitas de encaje como cualquier
gañán de la oficina.
Al oír aquello, mi pierna había
empezado a temblar. Ya estábamos otra vez. No pude controlarla tampoco en esta
ocasión. Mi cuerpo giró con fuerza y toda la pierna saltó sobre la conductora y
bloqueó el volante. Ella no pudo hacer nada y puso esos mismos ojos que había
visto en Marta, la chica de la limpieza, o Pablo, el cajero del supermercado.
La misma mirada del grupo de peatones de la calle o de los pacientes de la sala
de espera del Centro de Salud. El coche se ha salido de la carretera y se ha
estampado contra un árbol del paseo que conduce a mi apartamento.
No sé el tiempo que ha transcurrido
desde el accidente. Solo sé que, de pronto, un hilo de voz se ha ido acercando
a mi oído y he comenzado a descubrir un revoltijo de frases que, poco a poco, comienzan
a adquirir sentido. Ella estaba muerta, yo todavía respiraba. A los dos tenían
que excarcelarnos. Mi pierna derecha, recién operada, estaba hecha añicos.
Llevo
un tiempo sin escuchar nada. Un segundo, he vuelto a percibir algo. Ha
regresado otra vez el hilo de voz, esta vez lo he sentido en un tono más
preocupado. Ahora mi estado había empeorado, estaban tratando de reanimarme. Lo
último que recuerdo es que uno de los bomberos le comentaba a un enfermero el
tipo de prótesis que llevaba, pues había tenido acceso a mi ficha del hospital.
Sería bueno aprovecharla, le insistía una y otra vez al bombero, antes de que
la familia se hiciera cargo de los cadáveres. Una prótesis de semejante calidad
podía venirle muy bien a algún paciente. Desde luego que esa pieza le cambiaría
la vida a la persona que la recibiera.
Entonces
el bombero manda callar al enfermero y le pide que se aparte para dejar
trabajar a su equipo. La noche ya se había echado encima de la ciudad. Es una
noche oscura y desangelada. Yo ya no veo nada. No escucho tampoco ninguna voz.
Solamente
siento un leve cosquilleo en la cadera.
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