SANSÓN Y DALILA
Nada es más fácil que jugar con un hombre. Esta imagen se la robé a mis padres de acogida, que tenían un puesto de comida en el parque de la ciudad. Los hombres son como los bocadillos. En cuanto los envolvemos podemos hacerles creer que contienen los más agradables sabores. Podemos hacer con ellos lo que se nos antoje. Y, por supuesto, podemos venderlos y sacar un beneficio nada desdeñable. Y los hombres que no entran por el aro no tenemos más que tirarlos a la basura y no volver a saber nunca más de ellos.
Le he dicho a la teniente que no nací robando ni engañando de esta manera, aunque tampoco le he ocultado que desde que se me cayó el primer diente algo se rebeló en mi interior, tan irritada estaba por no haber recibido ninguna visita nocturna, por no descubrir bajo la almohada ni una solitaria moneda. Mis padres no podían permitírselo y yo lo sabía. Por eso empecé a ayudarles a vender salchichas y bocadillos y a cambiar de vez en cuando los precios o devolver menos monedas a los clientes. Cuando mi padre contaba aquellas anécdotas a los compradores con los que congeniaba o mi madre explicaba sus recetas con una sonrisa que obligaba a asentir a los señores y a preguntar más a las señoras, yo me paseaba entre faldas, bolsos, bolsillos y pantalones y mis dedos hacían incursiones en territorios hasta entonces inexpugnables. La niña con coletas y de una belleza tan encantadora no podía significar ningún peligro para aquellos clientes confiados que, además, sonreían y me daban caramelos. Me espabilé muy rápido y mi cuerpo se desarrolló con igual velocidad. Yo ya me había dado cuenta de que los chicos de mi edad perdían el habla y se atragantaban sin necesidad de comer pipas de las que vendíamos en nuestro puesto. Muchos jóvenes recogían sus encargos con manos temblorosas y descubrí que los bocadillos acababan abandonados en papeleras cercanas. No venían con hambre sino con curiosidad, no miraban los precios ni los tipos de bocadillos porque no hacían más que jugar con sus ojos a delinear mi figura.
No soy una mujer vanidosa más de lo que puedan serlo otras. En aquella época, tenía otras preocupaciones que las chicas de mi edad. No buscaba sentirme halagada por los chicos o envidiada por las chicas. Quería convertirme en una mujer libre alejada del maldito puesto de bocadillos y hamburguesas y para eso solamente necesitaba una cosa: dinero. Los chicos de mi edad, tan tiernos y llenos de sueños, tan románticos y exaltados en sus sentimientos, eran pobres como las ratas. Yo ya había vivido demasiados años entre ellas y me sobraban los corazones aventureros, la ternura ingenua y el futuro de ensueño de esos adolescentes.
Mi objetivo eran los hombres. Cuando un guiño, una sonrisa o
una mirada penetrante pueden hacer temblar al más orgulloso y un movimiento de caderas, un gesto tan
inocente como el de arreglarme el cabello o ajustarme la falda desencadenan todo un glosario de
términos inventados para adorarme; cuando se
vuelven y te miran cómo te alejas
y hasta a ti te llega su plegaria de que te des la vuelta y sugieras que se
aproximen; cuando los envuelves con
tus encantos y los pierdes para siempre, aunque nunca lleguen a ser conscientes de que se encuentran pisotea- dos y amontonados dentro de un contenedor; entonces
es cuando descubres que tienes la llave de su
cámara secreta y que puedes usar su
combinación y vaciar todo lo que me negaron los dos muertos de hambre que me criaron como pudieron.
La teniente me ha pedido que nos tomemos un descanso. No me ha ofrecido ni un vaso de agua ni un cigarro ni un asiento más cómodo pero no quiero que me escuche quejarme. Sé que ha sido intencionado que el interrogatorio lo lleve a cabo esta mujer seca e inflexible, que aprieta los dientes como si estuviera dominando con la boca las riendas de un caballo en pleno galope. Su desprecio no hace sino afear más sus rasgos faciales. El cabello es una lástima y bajo el uniforme su cuerpo ya ha recibido suficiente castigo. Enseguida vuelvo, me ha dicho, y ha esbozado una sonrisa que nadie catalogaría como tal. De todas formas, prefiero la corrección a la empalagosa imitación de los que fingen dárselas de educados. ¡Cuántas veces he renegado de la hipocresía de mi padre adoptivo al alabar los bocadillos de mi madre o su engañosa sonrisa cuando me prometía por las noches, junto a mi cama, que yo iba a conseguir lo mismo que las princesas de Disney y los héroes de los cómics juntos. Enseguida vuelvo, me ha dicho la teniente, y me ha dejado aquí sola, con mis pensamientos y mis pecados dándome mordiscos en el alma. Eso es lo que se imagina, seguramente. No me conoce ella. No me conocen ni mis propios padres.
He
de reconocer que la teniente ha conseguido irritarme y sacarme de mis casillas. Acaba de volver
y me ha traído algo. No es un cigarrito ni un poco de agua. La
tía ha bajado al puesto de la esquina
y se ha plantado delante
de mí con su cara de entierro, su pelo ralo y descolorido y sus ojos apagados y me ha dejado sobre la mesa un bocadillo de tortilla con
cebolla y una lata de refresco. Su
táctica, por burda y simplona, es
insultante. Como si las sensiblerías
y el recuerdo de la infancia sirvieran de algo
con alguien como yo, abandonada por sus verdaderos padres y condenada a un hogar ambulante y
cochambroso. No echo de menos a mis padres adoptivos, ni añoro los juegos de mi padre ni las caricias de mi madre.
Esta estirada que espera conseguir una declaración y una confesión
hurgando entre mis muñecas remen-
dadas se va a llevar un buen chasco.
¡Tendría que haber llevado el móvil a mano para sacar una foto e inmortalizar la cara que ha puesto la teniente del cabello descuidado o estropeado a propósito cuando he desenvuelto el bocadillo y se lo he arrojado a la cara! Algunos trozos de tortilla se han adherido a sus horribles quiebres y se me ha antojado que colgaban de su pelo los pinchos morunos que vendíamos en el puesto. Quizá este tratamiento haga justicia a su descuidada melena. Estoy por recomendarle un acondicionador. A lo mejor desconoce su existencia. Se acaba de soltar el pelo y está arrancándose a estirones los trozos de comida. Quizá le ofrezca un corte y un tratamiento antes de que sea demasiado tarde.
No
trabajo mal y podría haberme ganado la vida en una peluquería si mis aspiraciones hubieran
sido menos elevadas.
Sé que hubiera llevado el negocio con garantías y que muchos clientes se hubieran peleado por conseguir
cita. Las mujeres me hubieran contado
sus secretos y los hombres
no hubieran callado
los suyos. Todo lo que silencian los que me encuentran de frente lo hubieran largado teniéndome a mí de
espaldas y a mi imagen ceñida por una
bata estampada justo delante de sus ojitos de
deseo. Pero no quiero soñar despierta. Yo nunca monté un negocio de esas características ni me gané la
vida barriendo y quitando pelos del cepillo de una escoba.
¿Por qué entonces
se me ha acercado la teniente, ha vuelto a esbozar lo
que parece creerse que es una sonrisa cómplice
y me ha pedido que le eche un vistazo
a su recalentado cuero cabelludo? No quiero regodearme en su aparente preocupación y me dispongo a
buscar entre su cabeza la causa de tal dejadez y abandono. Tengo la tentación
de cerrar mi puño y dar un tirón brutal, golpearla
contra la mesa o aba- lanzarme sobre
ella. En cambio, siento como algo parecido a la lástima me aprieta
con fuerza las muñecas, sujeta
mis manos con hilos invisibles y me encuentro de
pronto acariciando sus manchadas
greñas y desenredando ensimismada todo el historial de mi carrera delictiva.
Me
gustaba Juan pero me atraía más su dinero.
Era tal sensación la que me proporcionaba una cartera abultada que no la cambiaría por diez hombres dispuestos a partirse la cara por mí. El siguiente, ahora no me sale su nombre, no importa, no era muy atractivo y ni siquiera se había fijado en mí. Tuve que conquistarlo yo, fijar nuestras citas y elegir los restaurantes. Se había independizado y trabajaba por su cuenta, así que me las tuve que ingeniar para que se entendiera otra vez con sus padres, lo aceptaran de nuevo en casa y le devolvieran sus tarjetas de crédito. Sabía que merecía la pena. Le sonsaqué el número de las tarjetas y preparé una cena romántica en su piso, que aún seguía sin alquilarse. Un sillón muy cómodo, que se compró siguiendo mis indicaciones, fue colocado frente al espejo del baño. Se rio cuando le comenté lo mucho que me gustaban los hombres con el pelito corto y sucumbió a mis dedos juguetones sobre su cabeza y al acondicionador magnífico que no podía adquirirse en farma cias.
Ante el asombro de una nueva comisaría de policía, otro muchacho, sus mechones a medio cortar y los bolsillos vaciados a conciencia, se presentó ante las autoridades y reconoció en las caras de los agentes el ridículo espantoso que protagonizaba. Para entonces aquella fascinante mujer había desaparecido de su pueblo y no había manera de extraer de la declaración del boquiabierto y trasquilado caballero nada más revelador que “era muy hermosa y tenía una voz deliciosa”. Qué lástima que esta escena solamente podía imaginármela.
Y a esta escena le acompañaron unas cuantas más. Una de ellas, la del viejo filósofo al que engañé como a un niño, al que desplumé como a un pavo y le hice babear como a un cachorrito, debió de ser la que más lástima produjo entre la policía. A partir de entonces se redoblaron los esfuerzos por atraparme y la sociedad entera se predispuso en mi contra. El anciano había colaborado en un periódico local y, aunque su humor no inspiraba ninguna simpatía y sus ácidas críticas levantaban serias animadversiones entre los lectores, en el fondo traducía el sentir de la población ante los problemas reales con los que se enfrentaba. Era un hombre sincero, profundo y no carecía de medios económicos que a veces ponía a disposición de alguna obra social. Si el pobre diablo no hubiera estado forrado yo no me habría acercado ni a cien metros de su cuerpo decadente y arrugado. A este lo dejé como una bola de billar y su aspecto mientras me denunciaba no me lo hubiera perdido por nada del mundo. Sin embargo, lo más sensato era que huyera de aquellas gentes y buscara a otra víctima en una ciudad distinta. Después me enteré de que al viejo, que se entregó a la bebida con la misma pasión con la que se había rendido a mis pies, lo encontraron bajo las ruedas de un coche abandonado en una estación de servicio.
La teniente me está poniendo nerviosa. Tiene un as bajo la manga, algo mucho más sofisticado que el bocadillo de tortilla que ha probado en sus propias carnes. Está mirando constantemente a la pared, desde donde se supone que pueden vernos sus jefes y algunos curiosos. Estoy convencida de que, en un momento dado, se levantará o indicará a alguien que entre para que me acelere el pulso y consiga que lo confiese todo. Seguro que ya sabe que mi declaración puede cambiar los nombres, barajar las poblaciones o intercalar los hechos según me sople el aire. No tienen nada sólido para recluirme por mucho tiempo y eso le está poniendo más tensa a la infeliz que acaricia ahora su pelo con la habilidad de un simio amaestrado. Así jugaba con mis cabellos el hombre que, entre todas mis conquistas, estuvo más cerca de mi corazón. Por una simple razón: atesoraba muchísimo más dinero que todos los otros juntos.
Sansón era un deportista de élite. Yo no he vuelto a ver jamás a un hombre tan musculoso y ágil como él. No tenía nada que ver con los chicos de gimnasio, todos ellos iguales entre sí y a los que a mí me hubiera gustado meter al mogollón en una bolsa gigante de Monchitos y hacer que mis padres los vendieran a granel. Sansón tenía un cuerpo trabajado por el ejercicio y la práctica, no por la química y el espejo. Además, curraba de preparador de actores y presentadores de televisión y tenía una lista de clientes que era la envidia de la ciudad. Quedar con él era de lo más complicado hasta que se impuso mi sonrisa y el natural movimiento de mi cuerpo. Sé que lo volvía loco y que no entendía cómo sin haber hecho deporte en toda mi vida podía tener el aspecto espectacular que lo arrebataba. Entonces me cambió el rostro, brotaron mis lágrimas y temblé como una hoja. Mi cuerpo era un espejismo y la enfermedad estaba a punto de horadarlo como un gusano agujerea la fresca y carnosa manzana.
Me apretó contra su pecho, limpió con sus besos mis lágrimas de pega y me estrechó cariñosamente contra su cuerpo vigoroso. Me sentí comprendida, querida. Por un momento incluso llegué a olvidarme de que todo eran mentiras y que alguien así no podría nunca llegar a amarme. Me repuse enseguida, no obstante. Le hablé de los plazos de la enfermedad, de la necesidad de un trata- miento carísimo en una clínica norteamericana y de la urgencia de ingresar ese dinero en una cuenta extranjera. También le hablé de lo mucho que me gustan los chicos con el pelito corto y de la sensación relajante que tanta actividad física necesitaba desde hacía mucho tiempo. Busqué un buen sitio para que estuviera cómodo, manipulé su precioso cabello rizado y, cuando empecé a aplicarle el acondicionador, irrumpieron en el apartamento amenazas, gritos y una cara cenicienta y mustia que me obligaba a desprenderme de mi bote, que aterrizó brutalmente en el suelo, y a juntar las manos detrás de mi espalda. Sansón me observaba a través del espejo con su pelo moreno ensortijado, sus ojos claros y sus disculpas por haber dado la vuelta a la tortilla.
Fue la primera vez que escuché la voz de la teniente y la última que sentí la mirada traicionera del agente infiltrado en mi carrera criminal. No pudieron hacer nada cuando lo de las otras víctimas y no había consumado aún mi delito con aquel hombre perfecto, cuyo nombre real nunca me revelaron, así que no tenían con qué acusarme. Ahora no pueden mirarme a la cara sin que descubra la expresión de impotencia que está devorando a la teniente. ¿Por qué sonríe entonces? ¿Qué está haciendo ahora? La puerta se está abriendo y un par de agentes están cargando con un sillón reclinable. Otro porta un espejo y un cuarto lleva un delantal y una maleta de productos que conozco demasiado bien. Uno de ellos se ha acercado a la teniente y le ha estampado un beso. Al darse la vuelta lo he visto de refilón. Es Juan, el estudiante de Derecho, el de la novia seca y rancia. Un latigazo ha electrizado mi entendimiento. Es un poco tarde, pero empiezo a comprenderlo todo.
¿Es Sansón el que agita mi acondicionador casero, abollado desde el día de mi arresto, pero que mantiene intactas sus propiedades somníferas? ¿Quién me está sujetando por detrás y me inmoviliza obligándome a tomar asiento y a alzar la barbilla hasta mirar el pánico de mi doble frente al espejo? Si no son policías, ¿quiénes han urdido semejante venganza? Mientras mi cuerpo se relaja y mi mente se entrega a un sopor artificial, el acondicionador se extiende sobre mi cabello y las manos de Sansón me acarician y sus labios se acercan a mi oído: me dice que mis padres me van a preparar un bocadillo, que van a presentarme a algunos chicos, seguro que me van a encantar, pues tienen todos el pelo cortito, como a mí me gusta, y que van a llamarme por mi nombre, el que me pusieron mis padres biológicos, no los que he ido inventándome durante estos años. Ahora entiendo por qué él mismo se había presentado bajo el suyo.
Sansón
aparta de mi cabeza sus labios cuando estos terminan de pronunciar mi verdadero nombre, ese nombre que tiene la culpa de todo, que está detrás de mi
desgracia y que me ha convertido en la infeliz
que, cuando despierte, se irá corriendo
a comprar una peluca y no volverá nunca a mirar a la cara a ningún hombre. Sí, los padres que nunca conocí me bautizaron con el nombre de Dalila y entonces les
debió de parecer lo más ingenioso que habían dicho en toda su vida.
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