sábado, 24 de diciembre de 2022

La sonrisa

 

LA SONRISA

 

Me han cambiado todas las tiendas. Muchos establecimientos han conservado el nombre pero ni entiendo a quienes venden ni me fío de lo que nunca acabo comprando. Yo he sido de tiendas de toda la vida pero es que no me podía imaginar que la esperanza de vida de una frutería o de una tahona se hubiera reducido tan llamativamente en nuestra ciudad. Ahora hago las compras por teléfono y los pedidos me los traen a casa. Intercambio pocas palabras, les dejo el dinero en el recibidor y les indico dónde quiero que me dejen las cosas. No voy a negar que echo mucho de menos las conversaciones con Miguel, el de la carnicería o con David, el pescadero, o las historias picantes de las fruteras o los piropos tiernos de José, el panadero de mi calle. Pero ahora ninguno de ellos vive en el barrio. Tuvieron que marcharse cuando todo empezó a hundirse y los sustituyeron extranjeros muy trabajadores y muy buenos, pero que no saben cómo arrancarme una sonrisa o levantarme el ánimo los días que una llega fatigada y con ganas de no despegar las pestañas.


He dicho que salgo poco de casa. Y cuando lo hago no voy más que a un sitio. Para entrar en el Casino de la ciudad no necesito arreglarme y por eso mi ropa conserva la moda de hace treinta años. Ya no recuerdo la última vez que me pinté los labios o me eché polvos en la cara o me cepillé el cabello a conciencia. Tengo una edad en la que la coquetería no tiene más que un objetivo: aparentar diez años menos. A mí no me importa que averigüen los años que he cumplido ni tengo que gustar a nadie. 

Hace décadas que los hombres dejaron de darse la vuelta al cruzarse con una y siglos desde que me mostraba yo interesada por estudiar a los muchachos cuando se aproximaban desde la distancia, antes de que ellos, sin ningún disimulo, me hicieran una radiografía de arriba abajo. Por eso llevo el pelo recogido en un moño práctico y mis vestidos no son para nada llamativos. Mis zapatos son casi planos y uso medias hasta en verano. Mi bolso no ostenta ninguna marca reconocible y mis pañuelos no destacan ni por su finura ni por su elegancia. Los colores de mi ropa no llaman la atención y los trajes de falda y chaqueta despiertan bostezos antes que cualquier otra reacción.


Pero no soy una amargada. No vivo como aquel personaje de Grandes esperanzas, atada a un traje de novia que no era sino una original mordaza, consumida por el odio a los varones y creando monstruos para su venganza. El amor no vino a verme cuando aún había tiempo y cuando se presentó me había cansado de esperarlo. La soledad se le adelantó y ya no me ha soltado desde entonces. Pero eso no me ha convertido en un ser depresivo y triste. Es cierto que no he sonreído desde hace muchísimos años, pero eso no significa que se me haya tragado la tristeza. Puede que no sea feliz pero no estoy triste. Sonreír no significa nada. Y para pasar una buena tarde en el Casino no necesito dibujarme una sonrisa estúpida y provocar detalles de falsa educación en las mesas del establecimiento, en los clientes del recinto o en los camareros y el personal que atiende las mesas.

 

¿Por qué me atraen las máquinas tragaperras? Reconozco que no se me da bien ningún otro juego del Casino. Supongo que la causa se encuentra en que este es el juego de los solitarios. No he frecuentado muchos bares pero en los pocos que he conocido no han faltado señores sin afeitar, jóvenes impulsivos y señoras de aspecto descuidado, pegados a la máquina, a la que llegaron sin compañía y de la que se separaron más ligeros y aún más solos. Yo no soy diferente. Descafeinados de máquina, infusiones de poleo y tés de todos los sabores he tenido que abandonar, apenas dos sorbos después de que me los sirvieran, orillados en la barra o en una mesita pequeña, al sentir la llamada de esa sirena terrestre. Su música me atrapa y sus luces y colores parpadeantes arrastran mi calderilla, que nunca ofrece resistencia. Por eso los dueños de los bares empezaron a obligarme a abonar la consumición cuando me la servían y entonces me sentí tan mal que acabé recluyéndome en el Casino. 


Aquí nadie me pregunta ni ladea la cabeza ni emite ruiditos de desaprobación cuando me llevo el bolso al corazón, cruzo mis dedos y me siento en el taburete. Aquí hay mucha gente alrededor y la sala nunca está vacía. Tocamos a más soledad por cabeza. Los camareros son muy simpáticos y todo se lleva con total discreción. Nadie te mira por encima del hombro porque cada uno es muy consciente de sus miserias. Además, la manera de llevar nuestra ignominia nos da un porte distinguido y por eso no resulta chocante que ninguno nos tuteemos. Y aquí está todo muy limpio, salvo nuestras conciencias. 



Me gustaba este sitio cuando empecé a venir, huyendo de los bares del barrio y los juicios de sus dueños. Ahora ya no me gusta tanto, pero me han condenado a venir todos los días. Es el precio por su sonrisa. Es paradójico. La única vez que le solté esta frase, él apretó los dientes y dejó de sonreír. Ni siquiera se despidió del chucho. Creyó que me había salvado y mi respuesta desbarataba todo su plan redentor. Ya no he vuelto a verlo y tengo la total certeza de que su sonrisa se ha ido para siempre. He oído que lo atropellaron y que se lo encontraron muerto en medio de la calle.

Aquí en el Casino es donde lo conocí. Fue la semana que iba a arruinarme definitivamente, aquella en la que había hecho el firme propósito de dejar el juego y recluirme en mi casa, hasta que me encontrara la policía, alertada por los vecinos, preocupados por el olor que iba a extenderse por toda la escalera. Llevaba mucho tiempo reconociendo mi incapacidad para abandonar las tragaperras pero sabía que todavía podía encontrar fuerzas para apartarme del juego. Iba a encerrarme en casa, hacer un pedido con todo lo que me quedaba y luchar contra mí misma. 

Sin embargo, necesitaba despedirme del Casino. Cuando subí las escaleras él estaba observándome desde abajo. Ya he dicho antes que se me había pasado la época de ser observada por los hombres, así que no supe cómo interpretar ese comportamiento. 


Vio cómo me dirigía al taburete, ocupaba mi puesto y sacaba del bolso mis últimas monedas. Entonces noté cómo se aproximaba y descubrí que llevaba un perrito muy mono en los brazos. El hombre me miró, puso al perrito a la altura de mi pecho y me hizo un gesto para que echara muy despacio la moneda.

En ese momento el perro emitió un ligero aullido y la sonrisa del extraño, un anciano como yo, con ojos más inteligentes y un cuerpo menos castigado, se agrandó extraordinariamente. Sacó otra moneda de mi propio bolso y me la ofreció para que la insertara en la ranura. No por qué le dejé hacer, asentí y le devolví la sonrisa. ¿Hacía tanto tiempo que no sonreía? El gesto de mi cara era tan extraño como el comportamiento del viejo, la actitud del perrito o el silencio tenso de toda la sala del Casino. 

Cuando la moneda cayó, el perro dio un brinco y se puso a ladrar, dando vueltas a nuestro alrededor. El señor seguía sonriendo y yo escuché el sonido ensordecedor de la fortuna. Monedas y monedas que no sabía si acabarían por romperme el bolso impactaban contra el metal de la máquina y se amontonaban con furia en el cajetín. Gracias al caballero pudimos evitar que rebosara y no cayó ni una pieza de metal al suelo impecable del Casino. Nos sentamos en una mesita y el camarero nos sirvió los cafés. El hombre habló por primera vez. Yo no sabía que iba a ser también la última. 



Con la excitación y los ladridos del animalito reconozco que no pondría la mano en el fuego ni juraría sobre lo más sagrado que lo que aquel hombre me dijo fuera exactamente lo que yo he guardado en mi memoria. Han pasado infinitos días, eternas semanas desde nuestro encuentro y no tengo edad como para no reconocer que se me olvidan las cosas o que mis recuerdos varían como las tonalidades de las hojas o el cariño de los matrimonios. 

¿Qué me contó el viejo? Me dijo que llevaba toda su vida en el negocio de las tragaperras y que contaba con una docena ¡una docena!– de asiáticos distribuidos por toda la ciudad que estaban permanentemente entrando y saliendo de establecimientos hoteleros y bares y restaurantes al acecho del sonido embriagador de las máquinas. El chino, continuaba tras un sorbo lento, es un idioma de cuatro tonalidades diferentes, una de las cuales correspondía al sonido que hace la máquina cuando una moneda alerta de que la ganancia está cerca. Siempre estaba él al acecho cuando las tragaperras estaban preparadas para descargar su premio, y muy pocas veces se le escapaba.


Tenía tanto dinero que acabó retirándose. Sin embargo, su conciencia no le permitió desentenderse del todo del asunto. Había dado tantas vueltas al tema que llegó a llenar su casa con libretas, agendas y cuadernos de disquisiciones, argumentos y matices que no hacían sino ilustrar la necesidad vital que sentía de hacer justicia. Llegó incluso a enviar cartas a un periódico local y acabaron publicándolas todas ellas. El viejo constataba que personas de toda condición tiraban su vida y malgastaban sus días a la velocidad en la que caía la infeliz moneda por la ranura de la tragaperras.

Se le antojó que su alma estaría a salvo si lograba salvar a uno de aquellos desdichados. Sabía cómo hacerlo. Uno de los chinos que trabajaba para él tenía una mascota capaz de identificar el sonido profético de la abundancia, un perrito encantador, que fue enseñado para responder con un leve aullido al tono de la máquina previo a la ganancia. 

Al anciano se le metió entre ceja y ceja la idea salvadora y no paró hasta encontrar a un alma perdida para siempre en el juego. Había elegido mi rostro sin son risa y mi tristeza le produjo tal efecto que no dudó de que era a  a quien correspondía el regalo salvífico. 

Cada vez que el perro emita ese sonido, no deje que nadie se le adelante y corra hasta la máquina, terminó diciendo mi extraño benefactor. Fue entonces cuando, irónica y derrotada, le arrojé aquella frase en la que le agradecía que me hubiera condenado eternamente y tras la cual su sonrisa desapareció para siempre de sus labios.



Desde aquel encuentro, cada vez que acudimos al Casino el infalible animalito y su dócil dueña, por las mañanas, por las tardes y todas las noches, sin faltar un solo día, no puedo ya evitar mirar hacia las escaleras, para ver si está ahí agazapado, arrepentido, avergonzado al menos, el rostro del fantasma que, junto al mío, ha perdido definitivamente la sonrisa.

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